Skip to main content

Full text of "Costumbres mortuorias de los indios de Chile y otras partes de America"

See other formats


~\ 


J 


Digitized  by  the  Internet  Archive 
in  2016  with  funding  from 
Getty  Research  Institute 


https://archive.org/details/costumbresmortuoOOIatc 


Costumbres  Mortuorias  de 

i 

los  Indios  de  Chile  y otras 
partes  de  América 

POR 

RICARDO  E.  LATCHAM 

{Miembro  correspondiente  del  Royal  Anthropoíogícal  Institute  of 
Great  Brítaín  and  Ireland) . 


Soc.  IMPREriTñ-LITOGRñFÍñ  ‘•BñRCELONñ  ’ 

SrniTinQO-VñLPñRñíSO 
= 1915  


COSTUMBRES  MORTUORIAS  BE  LOS  INOIOS 
DE  CHILE  Y OTRAS  PARTES  DE  AMERICA 

POR 

RICARDO  E.  LATCHAM 

(Miembro  correspondiente  del  Roy  al  Anthropological  Institute  of  Great 
Britain  and  Ireland). 


INTRODUCCIÓN 

La  falta  de  monumentos  indígenas  en  la  mayor  parte  de 
América  ha  sido  uno  de  los  motivos  principales  por  qué  la 
arqueología  del  continente  ha  sido  muy  imperfectamente 
estudiada.  México,  Centro  América  y el  antiguo  Perú  son 
las  regiones  que  más  han  llamado  la  atención  de  los  arqueó- 
logos, porque  allí  están  más  visibles  las  reliquias  de  las  anti- 
guas poblaciones.  Por  largo  tiempo  se  creyó  que  las  demás 
zonas  serían  estériles  para  los  propósitos  arqueológicos,  y 
que  los  países  sólo  habitados  por  salvajes  (así  llamaban 


ANIMISMO 


El  hombre  primitivo  y su  modo  de  pensar. — La  naturaleza  animada. — Fe- 
tiquismo. — Transformismo. — El  otro  « Yo>>. — Sueño  y las  ideas  deriva- 
dadas  de'  ellos. —El  ánima  y su  indestructilibidad. — La  inmortalidad  de 
alma  entre  los  pueblos  primitivos. — Magia  y sus  causas. — Costumbres  y 
creencias. 

La  idea  de  la  religión  no  se  encuentra  en  los  pueblos  muy 
primitivos.  Nace  durante  el  desarrollo  de  la  inteligencia. 
Los  andamaneses  no  tienen  idea  de  un  Dios,  ni  ningún  con- 
cepto de  orden  espiritual  (1). 

Cuando  se  descubrieron  las  islas  Marianas,  sus  habitantes 
estaban  sin  culto,  sin  templos  y sin  sacerdotes  (2). 

En  Nueva  Caledonia,  Cook  no  halló  la  menor  huella  de 
religión  (3)  e igual  cosa  se  puede  decir  de  los  tasmanianos, 
los  arafouras  de  Varkav,  los  hotentotes,  los  cafres,  etc. 

Decker,  Darwin,  Fitzroy,  Weddel  y King  están  acordes 
en  asegurar  que  los  fueguinos  carecen  de  ideas  religiosas,  y 
Azara  (4)  menciona  otras  quince  tribus  que  estaban  en  el 

(1)  Cook. — Voyages  of  Discovery.  2nd  voyage.  Agosto  1777. 

(2)  Laharpe. — Abrégé  de  l’histoire  genérale  des  voyages;  tomo  III.p.  487- 

(3)  Cook. — Ibid  2n(1  voyage.  Agosto  1774. 

(4)  Azara. — Viajes  en  América  Meridional. 


8 


RICARDO  E.  LATCHAM 


mismo  estado.  Ni  los  patagones  ni  los  araucanos  ni  los  esqui- 
males tenían  noción  de  Dios.  Estas  citas  podrían  multi- 
plicarse y sirven  para  indicar  la  condición  mental  del  hombre 
primitivo. 

En  su  estado  primitivo,  no  se  le  ocurre  al  hombre  la  idea 
de  que  sea  un  ente  superior  de  la  naturaleza;  se  concibe 
sólo  como  uno  de  los  muchos  seres  animados  o inanima 
dos  que  pueblan  el  mundo  a su  rededor.  No  puede  toda- 
vía imaginar  ningún  objeto  inánime.  Para  él,  son  todos  do- 
tados de  las  mismas  cualidades,  sentimientos  y pasiones  que 
percibe  en  sí  mismo  y en  general  los  considera  empeñados 
en  hacerle  daño  o en  causarle  contrariedades.  Estos  senti- 
mientos no  son  siempre  activos,  pero  él  cree  que  existen  la- 
tentes, esperando  una  oportunidad  propicia  para  dañarle.  No 
percibe,  en  la  mayoría  de  los  casos,  la  relación  entre  causa 
y efecto  y atribuye  las  consecuencias  de  los  fenómenos  más 
sencillos  a las  brujerías  o malas  intenciones.  Su  vida,  la  pasa 
en  lucha  constante  con  los  elementos;  el  sol  que  le  quema,  el 
frió  que  le  hiela,  el  torrente  que  impide  su  paso,  el  viento 
que  vuelca  su  choza,  los  animales  que  destruyen  sus  siem- 
bras, las  espinas  que  laceran  su  carne  al  pasar  por  los  ma- 
torrales, los  mosquitos  que  le  molestan  y todas  las  diversas 
manifestaciones  de  la  naturaleza  le  enseñan  que  todo  lo  que 
ve  a su  contorno  es  su  enemigo  y en  constante  acecho  para 
hacerle  perjuicio. 

La  personificación  de  todos  los  objetos  y fenómenos  natu- 
rales y la  dotación  de  ellos  de  sentimientos  humanos  que 
Generalmente  supone  antagónicos  a sus  intereses,  hace  que 
el  hombre  primitivo  mire  todo  con  desconfianza,  y sus  prin- 
gipales  esfuerzos  se  dedican  a propiciar  los  elementos  que 
.pueden  perjudicarle. 

Estas  concepciones  fueron  la  gran  fuente,  de  donde  nacie- 
ron las  supersticiones,  las  mitologías  y las  religiones. 

Después  de  dotar  de  volición  y conciencia  a todos  los  obje- 
tos, era  sólo  un  paso  imaginarlos  poseídos  de  poderes  so- 
brenaturales que  podían  usar  en  su  beneficio  en  el  caso  de 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


9 


ganarles  su  buena  voluntad.  Esto  dió  origen  a los  fetiches, 
elejidos  por  los  individuos  para  su  especial  protección  per- 
sonal. El  fetiche  podia  ser  un  animal  o un  objeto  cualquiera, 
puesto  que  en  la  mente  del  salvaje,  todos  eran  dotados  de 
iguales  poderes.  Una  vezelejido,  el  fetiche  llegaba  a ser  el 
objeto  de  su  mayor  veneración,  el  que  era  preciso  propiciar 
por  todos  los  medios  que  ocurriesen  a su  imaginación. 

El  fetiquismo  en  su  forma  más  primitiva  fué  siempre  ins- 
pirado por  objetos  especiales  y singulares,  porque  la  per- 
cepción del  hombre  es  especial  y concreta. 

Pero  el  desarrollo  mental  conduce  a que  el  hombre,  por 
una  evolución  espontánea  e innata,  establezca  tipos  entre  la 
inmensa  variedad  de  objetos  y fenómenos  y estos  tipos  son 
las  formas  especificas  de  todas  las  cosas  que  son  parecidas, 
análogas  o idénticas.  En  vez  de  sentir  temor  o veneración 
por  un  objeto  especial,  llega  a temer  o a adorar  todos  los 
objetos  de  la  misma  especie. 

Esta  personificación  de  especies  da  nacimiento  al  politeís- 
mo antropomórfico,  que  era  la  única  religión  a que  habían 
llegado  los  pueblos  más  cultos  de  América  al  tiempo  de  su 
descubrimiento  por  los  europeos,  quedando  la  mayor  parte 
de  ellos  sumida  en  el  estado  de  más  absoluto  fetiquismo. 
Sin  embargo,  el  fetiquismo;  como  todas  las  demás  mani- 
festaciones de  la  actividad  mental;  sufre  una  evolución  y se 
encuentran  diferentes  fases  entre  las  diversas  tribus  que 
la  practican.  En  su  forma  inicial  o primitiva,  el  animal  u 
objeto  se  mira  simplemente  como  la  forma  externa  de  una 
potencia  que  resida  en  ellos;  es  decir,  el  fetiche  es  concebi- 
do sólo  como  una  fuerza  intrínseca.  Pero  cuando  pasarnos 
de  esta  forma  a otra  más  avanzada,  cuando  el  hombre  no  só- 
lo teme  y mira  con  desconfianza  los  demás  seres  y objetos  de 
la  naturaleza,  sino  que  los  dota  de  poderes  extrínsecos  y 
los  venera  por  su  capacidad  de  hacerle  bien  o mal,  aun  a 
una  distancia,  entonces  encontramos  la  génesis  de  otro  or- 
den de  ideas;  la  creencia  en  las  ánimas. 

En  el  primer  caso  el  poder  existe  inseparable  del  objeto 


10 


RICARDO  E.  LATCHAM 


mismo,  después  se  duplica  o se  multiplica  con  la  facultad 
de  alejarse  del  objeto  que  le  sirve  de  cobertura  externa  y 
visible. 

Esta  idea  originó  en  la  observación  por  el  hombre  de  su 
propia  personalidad  y luego  la  aplicó  a todos  los  seres  y 
objetos  de  la  naturaleza  circundante. 

La  sombra  arrojada  por  su  cuerpo,  su  reflejo  en  el  agua, 
el  eco  que  retumbaba  en  las  montañas  y en  los  bosques, 
la  reaparición  de  los  muertos  durante  sus  sueños  y su  ins 
tinto  innato  que  le  hace  vivificar  todo  lo  que  ve,  produjeron 
lo  que  se  puede  llamar  la  reduplicación  de  sí  mismo,  y die- 
ron origen  a la  teoría  primitiva  del  ánima  o alma. 

Al  principio  se  creía  que  las  ánimas  se  multiplicaban  in- 
definidamente, y que  había  una  para  cada  manifestación  de 
los  fenómenos  naturales;  pero  poco  a poco  se  iba  reduciendo 
el  número,  y se  clasificaban  los  atributos  y facultades  en 
cada  grupo. 

La  creencia  de  la  multiplicidad  de  las  ánimas  o espíritu 
todavía  persiste  entre  muchos  pueblos  poco  civilizados,  y 
era  el  fundamento  de  las  ideas  religiosas  de  todos,  en  tiem- 
pos pasados,  aún  de  los  que  son  hoy  más  civilizados. 

Los  antiguos  egipcios  ascribieron  al  hombre  cuatro  espíri- 
tus: «Bas,  Akha,  Iva  y Ivhaba»;  los  romanos  le  dieron  tres: 
«Bis  dúo  sunt  homines,  manes , caro,  spiritus,  umbra ». 

La  misma  creencia  se  encuentra  en  casi  todos  los  pueblos 
salvajes  o semi-salvajes.  Les  figianos  distinguen  entre  el  es- 
píritu que  se  sepulta  con  el  muerto,  la  más  ténue  que  se  re- 
fleja en  el  agua  y la  que  frecuenta  la  localidad  en  que  ocurre 
la  muerte. 

Los  madagascares  creen  en  tres  espíritus,  los  algonquinos 
en  dos,  los  dacotas  en  tres,  los  indios  de  Colombia  Británica 
en  varios. 

La  elaboración  de  ideas  tan  complejas  es  lenta  por  su  na- 
turaleza; porque  envuelve  la  preconcepción  de  muchas  ma- 
nifestaciones mentales,  entre  ellas  el  libre  tránsito  del  áni- 
ma, que  da  lugar  a la  creencia  en  la  transmigración  del 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


II 


espíritu,  la  que  en.su  forma  más  desarrollada  constituye  el 
transformismo. 

La  transmigración  del  alma  humana  fué  concebida  en  pri- 
mer lugar  como  el  paso  del  espíritu  del  moribundo  al  cuer- 
po de  un  niño  recién  nacido.  Los  algonquinos  sepultaban  los 
cadáveres  de  los  niños  al  borde  de  los  senderos  más  trafica- 
dos, para  que  sus  espíritus  pudiesen  entrar  con  facilidad  a 
los  cuerpos  de  las  mujeres  preñadas  que  pasaban  por  allí  (1). 

Algunas  de  las  tribus  norte-americanas  creyeron  que  la 
madre  veía,  en  su  sueño,  al  deudo  muerto  que  iba  a imprimir 
su  semejanza  al  niño  que  llevaba  en  su  vientre. 

Los  pueblos  primitivos  e ignorantes  no  perciben  una  di- 
ferencia precisa  entre  el  hombre  y los  animales  y creen  fá- 
cilmente en  la  transmigración  del  espíritu  humano  al  cuerpo 
del  animal  y viceversa.  La  mayor  parte  de  las  tribus  ame- 
ricanas creen  que  ellas  se  derivan  de  algún  animal  o ave, 
que  llaman  su  hermano  mayor  y generalmente  lo  adoptan 
como  su  tótem. 

Varias  tribus  de  Norte  América  tienen  la  idea  que  los 
espíritus  de  los  muertos  pasan  a ocupar  el  cuerpo  de  los 
osos  y no  matan  a estos  animales,  o cuando  lo  hacen  es 
con  grandes  ceremonias  expiatorias. 

Una  viuda  esquimal  se  negó  a comer  la  carne  de  una  foca 
porque  creyó  que  el  alma  de  su  marido  había  migrado  al 
cuerpo  de  ese  anfibio.  Otras  han  imaginado  que  los  espíritus 
de  los  muertos  {tasaban  a las  aves,  los  escarabajos  y otros 
insectos,  según  el  rango  que  ocupaban  en  vida. 

Siguiendo  estas  ideas  era  muy  fácil  llegar  a la  encarnación 
del  espíritu — tanto  de  los  hombres  como  de  los  animales — 
en  un  objeto  cualquiera,  y de  investirlo  con  poderes  bené- 
ficos o malignos  según  el  caso. 

Algunos  pueblos  quedaron  con  estas  creencias;  otros  avan- 
zaron más  rápidamente  y llegaron  a la  concepción  poli- 
teísta. 


(1)  Relations  des  jésuites.  1636.  Por  el  Padre  Brebeuf,  p.  129. 


12 


RICARDO  E.  LATCHAM 


Establecidas  las  convicciones  de  una  vida  aparte  del  cuer- 
po el  hombre  primitivo,  principió  a preocuparse  más  del  úl- 
timo destino  del  espíritu  y poco  a poco  la  idea  déla  transmi- 
gración del  alma  a los  cuerpos  de  animales  u objetos  ináni- 
mes perdió  su  fuerza. 

Comu  siempre  imperaba  la  idea  de  la  indestructibilidad 
del  espíritu,  era  preciso  crear  un  lugar  especial  donde  po- 
drían congregar  los  muertos. 

Todavía  no  se  concibía  la  separación  absoluta  del  ánima 
o espíritu,  de  su  forma  corporal.  El  salvaje  es  esencialmen- 
te materialista  e imaginaba  que  el  alma  era  una  réplica 
exacta  del  cuerpo;  pero  con  la  facultad  de  hacerse  invisible  e 
intangible  a voluntad.  Tenía  pruebas  incontrovertibles  de 
que  podría  mostrarse  si  así  deseaba.  Su  sombra  le  acompa- 
ñaba por  todas  partes;  cuando  miraba  al  agua  veía  su  refle- 
jo, igual  en  todos  sus  pormenores  a su  forma  corpórea,  pero 
que  escapaba  siempre  de  sus  pesquisas. 

En  sus  sueños  veía  y conversaba  con  los  muertos  en  la 
forma  como  siempre  lo  había  hecho  durante  su  vida.  ¿Qué 
otra  cosa  podría  imaginar,  sino  que  existiesen  otras  manifes- 
ciones  materiales  de  su  ser,  dotadas  de  los  mismos  atributos 
como  su  naturaleza  tangible?  Esta  réplica  llegó  a ser  su 
alter  ego — el  otro  yo — que  existía  después  de  la  muerte  y de 
la  corrupción  de  su  cuerpo  material  De  esto  tenía  la  más 
absoluta  seguridad,  con  el  ejemplo  ofrecido  a sus  sentidos  por 
la  reaparición  de  los  muertos  durante  sus  sueños. 

Los  sueños  desempeñan  un  rol  muy  importante  en  la  vida 
síquica  de  los  pueblos  primitivos  y hasta  cierto  punto  go- 
biernan muchas  de  sus  acciones.  La  idea  predominante  es 
que  durante  el  sueño,  el  espíritu  se  desliga  del  cuerpo,  sa- 
liendo por  la  boca,  el  pecho  u otra  parte,  y que  realmente 
ejecútalas  acciones  de  que  el  dormido  ha  soñado. 

Conlo  la  experiencia  enseña  que  el  cuerpo  no  se  ha  movi- 
do del  lugar  que  ocupaba,  la  inferencia  lógica  es  que  el  otro 
yo  o ánima  ha  hecho  estas  excursiones  y por  lo  tanto  puede 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


13 


ver  y ser  visto  y ejecutar  todas  las  acciones  de  que  es  capaz 
el  cuerpo  despierto. 

Cuando  sobreviene  la  muerte,  es  porque  no  ha  podido 
volver  el  espíritu,  debido  a las  maquinaciones  de  sus  enemi- 
gos, siempre  en  acecho  para  hacerle  daño.  Por  esto,  para 
muchos  pueblos  no  existe  la  muerte  natural,  la  cual  siempre 
se  considera  producida  por  medios  malignos. 

Pero  los  espíritus  desprendidos  de  los  cuerpos  no  desapa- 
recían. Generalmente  frecuentaban  los  lugares  que  solian 
habitar  en  vida,  y a veces  aparecían  a sus  deudos  o amigos 
en  sueños.  Tenían  las  mismas  necesidades  y disfrutaban  de 
los  mismos  sentimientos  y placeres  como  los  vivos;  por  con- 
siguiente era  preciso  atender  a esas  necesidades  para  que 
nada  les  faltase.  De  aqui  nació  la  costumbre  de  enterrar  con 
los  muertos  todos  aquellos  objetos  que  les  servían  en  la  vi- 
da. Como  todos  los  objetos,  al  igual  del  hombre,  tenían  su 
ánima,  el  muerto  se  servia  de  estas  de  la  misma  manera  co- 
mo se  había  servido  de  los  objetos  mismos. 

Además  de  los  espíritus  familiares  de  las  personas  u obje- 
e los  rodean,  la  mayoría  de  los  pueblos  primitivos 
creen  en  otra  clase  de  ánimas  que  son  casi  siempre  malévolas 
y que  son  frecuentemente  relacionadas  con  los  fenómenos 
de  ía  naturaleza,  que  ellos  no  comprenden.  Estas  ánimas 
son  tan  variadas  en  sus  características  como  lo  son  los  pue- 
blos que  creen  en  ellas. 

No  son  circunscritas  por  el  tiempo  ni  por  el  espacio  y la 
distancia  no  ejerce  ningún  efecto  sobre  ellas. 

Son  muy  temidas  por  los  indios  a causa  desús  influencias 
malignas,  y su  capacidad  en  este  sentido  es  limitada  sólo 
por  la  imaginación  del  individuo. 

Una  de  las  ideas  más  universales  y más  arraigadas  res- 
pecto de  ellas,  es  que  están  siempre  en  acecho  esperando  una 
oportunidad  para  entrar  en  el  cuerpo  durante  la  ausencia 
del  dueño.  El  soñar  es  considerado  por  los  indios  como  una 
excursión  peligrosa  y muchas  son  las  medidas  concertadas 


14 


RICARDO  E.  LATCHAM 


para  proteger  el  cuerpo  dormido  contra  los  ataques  de  las 
ánimas  malignas  o demonios. 

Al  comienzo,  las  ánimas  de  los  deudos  no  se  temían, 
se  les  ofrecía  toda  clase  de  facilidades  para  que  volvieran 
a visitar  sus  antiguos  lares.  La  vida  futura  era  simplemente 
una  continuación,  en  forma  incorpórea  de  la  vida  actual,  en 
que  regían  las  mismas  condiciones. 

Más  tarde  se  dota  al  ánima  de  cualidades  anormales  y aun 
sobrenaturales  y como  la  mente  salvaje  no  aprecia  los  be- 
neficios que  recibe,  que  son  para  él  perfectamente  natura- 
les. y se  concierne  exclusivamente  de  los  males  que  le  pue- 
den sobrevenir;  toma  toda  clase  de  precauciones  para 
impedir  la  vuelta  del  espíritu,  cosa  que  antes  le  era  indi- 
ferente. 

Su  gran  recurso  son  las  prácticas  mágicas,  las  que  en  su 
mayoría  son  preventivas  o propiciatorias.  Con  frecuencia  re- 
curre a los  sacrificios,  sean  de  animales,  de  objetos  de  valor, 
o aun  de  seres  humanos. 

El  objeto  de  estos  ritos  es  doble;  primero  para  lograr 
inmunidad  para  sí  y para  el  grupo  a que  pertenece  y en 
segundo  lugar  para  propiciar  el  espíritu  del  difunto  y hacer- 
le conformarse  con  su  nuevo  estado,  regalándole  con  todo 
lo  que  puede  necesitar,  sin  que  tenga  el  trabajo  de  bus- 
carlo. 

Es  preciso  comprender  este  estado  de  mentalidad,  que  nos 
da  la  clave  de  muchas  costumbres  y ceremonias  mortuorias, 
las  cuales  de  otro  modo  nos  parecerían  absurdas  e inexplica- 
bles. 

La  muerte  en  si,  raras  veces  la  teme  el  hombre  primitivo, 
pues  no  se  preocupa  de  futuras  recompensas  o castigos,  que 
sólo  aparecen  en  teogonias  más  evolucionadas. 

Hablando  de  los  guaycurues  dice  el  Padre  Sánchez  La- 
brador: «Aun  sube  más  la  admiración  al  considerar  el  sosie- 
go con  que  reciben  la  sentencia  de  su  muerte.  Oyenla  como 
si  no  hablaran  con  ellos,  o fuese  alguna  nueva  de  diversión  y 
contento.  No  temen  castigo  en  la  otra  vida,  porque  no  se 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


15 


extiende  a tanto  su  entendimiento,  ni  esperan  premio.  Lo 
más  que  en  este  punto  dice  es  que  las  almas  desatadas  de  los 
cuerpos,  andan  invisibles  por  los  lugares  en  que  estando  uni- 
das anduvieron.  Sumergidos  en  estas  sombras,  entran  en  alas 
de  la  muerte  sin  susto  ni  congojas.  Según  su  errado  concep- 
to, quedan  sobre  la  tierra,  mejorando  estado,  y libres  de  mu- 
chas incomodidades  del  cuerpo.  Esta  es  la  doctrina  que 
aprenden  de  sus  doctores  o médicos».  (1) 

Los  lenguas,  por  otra  parte,  temen  la  muerte,  por  los  po- 
cos atractivos  que  ofrece  la  vida  incorpórea. 

«El  indio  no  mira  la  vida  futura  como  mejor  o más  feliz 
que  la  actual,  tampoco  tiene  conocimiento  de  un  estado  de 
castigo  dependiente  de  las  malas  acciones  cometidas.  Consi- 
dera el  cuerpo  como  el  único  medio  en  que  puede  gozar  el 
alma  y tiene  muy  poca  idea  de  goces  intelectuales  o espi- 
rituales. Por  lo  tanto  la  vida  posterior  es  para  él  vacia  de 
verdadero  placer.  Cree  que  esto  puede  existir  en  pequeño 
grado,  pero  no  le  ofrece  ningún  atractivo.  La  única  cosa 
deseable  para  él  es  la  vida  y sólo  teme  la  muerte»  (2). 

«Vive  en  constante  temor  de  los  seres  sobrenaturales.  Al- 
gunos de  estos  espíritus;  según  se  cree;  están  coaligados  con 
los  brujos,  quienes  frecuentemente  aseveran  que  entre  los 
kilyikhama  (demonios)  hay  algunos  que  les  ayudan  en  sus 
hechicerías.»  (3). 

Estos  espíritus,  al  contar  de  los  indios,  existían  anterior- 
mente en  el  cuerpo  y ahora  andan  como  demonios,  buscan- 
do ocasión  de  entrar  en  el  cuerpo  del  dormido,  o de  ocupar- 
lo cuando  el  alma  vaga  durante  sus  sueños. 


(1)  El  Paraguay  Católico,  por  el  Padre  José  Sánchez  Labrador,  Tomo 
II.  p.  39. — Buenos  Aires  1910. 

(2)  An  Unknown  People  in  an  Unknown  Laúd. — -An  account  of  the  life 
and  customs  of  the  Lengua  Indians  of  the  Paraguayan  Chaco,  with  adven- 
tures  and  experience  during  twent.y  years  pioneering  and  exploration 
amongst  them.  by  W.  Barbrooke  Grubb,  tercera  edición,  p.  116.  London 
1913. 

(3)  Id.  Id.,  p.  119. 


16 


RICARDO  E.  LATCHAM 


Me  más  de  los  kUyikhama,  los  lenguas  oreen  en  los  apkan- 
,ak  o ánimas  de  los  muertos;  que  solo  cont.nuan  la  tuda 

actual  en  un  estado  incorpóreo. 

Corresponden  exactamente  en  forma  y caracteres  al  cuer 
po  que  han  abandonado.  Un  hombre  alto  o uno  corte > p - 
manece  alto  o corto  en  su  condición  de  anima.  Los  pa 
tes  vuelven  a juntarse  después  de  muertos  y 
la  misma  vida  de  tribu  y clan  como  cuando  estaban 

CUElPe°spíritu  del  niño  queda  niño  sin  desarrollarse  más  y 
r esto  no  es  temido.  Un  asesino— es  decir  un  indio  que  m 
’ta  a uno  desu  tnbu-nosólo  seejecuta  sino  que  se  le  queman 
!,  vól  v esoarcen  las  cenizas  a los  cuatro  vientos.  Creen 
que&con  este  tratamiento,  el  espíritu  no  puede  reasumir  su 
ma  amana  y que  vaga  informe  e incogmtcq  sin  P 
reunirse  con  sus  semejantes  ni  participar  ™^relaciones 
de  sociabilidad.  El  aphangak  caza, , vi  J ánimas  de  los 

guas  ocupaciones  en  forma  espm  ^ de  eUos, 

muertos  no  incomodan  a os  fur,erarias.  Los 

siempre  que  se  cumpla  ° tratan  de  0,vidar- 

vivos  no  mencionan  a lo0  muertos,  y 

10  Fric’' hablando  de  la  religión  de  los  indios  de  UArgentrna 

, Paraguay  dice:  «La  mayoría  de  las  tribus 
‘ nimoc  También  el  caballo,  el  perro  y tu 

bre  tiene  una  o mas  almas,  lambien  ei  _o  tienen 

loro  la  tienen.  Otros  seres  p an  as  . momento  que  los 

un  alma  inferior  que  los  abandona 

“EUl-  “o  muerto  monta  e,  alma  de  su  caballo 
j; t atlas  de  sus  Hechas  con  el  alma  de,  arco,  mata  las 

almas  de  ciervos  y avestruces  que  sus  j_ 

, , i._  ..¡inales  sobre  la  caza  muerta),  el  come  m 

mas^de  ias  ZZ  de  mandioca,  toma  e,  alma  del  agua 


(1)  AnUnknown  people,  p,  1-1 . ob-  clt‘ 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


17 


derramada  y de  la  chicha  consumida  por  sus  parientes  en  la 
tumba. 

Esta  creencia  motivó  la  costumbre  de  matar  esclavos,  ca- 
ballos, perros,  quebrar  arcos  y flechas,  inutilizar  los  objetos 
de  uso  del  difunto,  derramar  agua  y dar  banquetes  sobre  su 
tumba.  Estas  costumbres  son  generales  en  todas  las  naciones 
y su  origen  es,  sin  duda,  el  mismo. 

Para  descubrir  el  origen  de  esta  creencia,  dije  al  cacique 
Arikisó  délos  Kaingangs:  «¡el  alma  no  existe!' 

«¿No  la  ves?  dijo  enseñando  la  sombra;  estás  fumando  y 
tu  alma  fuma  el  alma  de  tu  cigarrillo  y suelta  el  alma 
del  humo;  comes  porotos  y tu  alma  "tiene  alma  de  cuchara  y 
come  almas  de  porotos.» 

«La  sombra  originó  la  idea  del  alma  de  un  segundo  yo. 

Al  morir  el  indio,  el  alma  abandona  el  cuerpo  con  el  últi- 
mo suspiro;  para  impedirlo  los  chaqueños  clavan  dos  hue- 
sos en  la  garganta  del  moribundo,  lo  entierran  vivo  aun  y 
cubren  la  tumba  con  ramas  espinosas,  tunas  etc.,  nara  im- 
pedir que  el  alma  salga  y los  persiga:  abandonan  a marchas 
forzadas  el  sitio  y todos  cambian  de  nombre  para  que  el 
alma  no  les  reconozca. 

El  terror  que  tienen  al  alma  del  muerto,  tiene  el  siguiente 
motivo:  el  alma  abandonando  definitivamente  el  cuerpo,  se 
siente  desnuda,  tiene  frío  y no  puede  tener  mujer.  Para  po- 
der volver  a la  vida  terrestre,  procura  robar  el  alma  de  su 
pariente,  la  esconde  en  el  momento  y entra  en  el  cuerpo 
abandonado.  Este  es  el  origen  de  todas  las  enfermedades  y 
de  la  muerte. 

El  único  que  temen  las  almas  es  el  payé  (machi)  que  con 
su  calabaza  puede  espantarlas.  Cuando  éste  duerme  invaden 
el  toldo  y esperan  que  el  alma  de  un  indio  dormido  salga 
por  el  pecho,  para  sus  viajes  sonámbulos;  la  agarran  y la 
atan  en  el  monte. 

Si  el  indio,  en  un  sueño,  ve  a algún  pariente  difunto,  lla- 
ma al  payé.  Este  mira  en  un  pedazo  de  espejo  o lata  de  sar- 
dina que  tiene  en  los  aros  de  las  orejas  y allí  ve  el  espíritu. 

COSTUMBRES  MOR. — 2 


18 


RICARDO  E.  LATCHAM 


Canta  hasta  que  declara  que  el  espíritu  asustado  larga  el 
alma;  después  canta  mas  ligero  para  que  esta  encuentre  el 
camino  de  regreso  y tranquilice  a su  cliente»  (1). 

Los  esquimales  creen  que  hay  varias  « tierras  de  muertos»: 
los  que  sufren  una  muerte  violenta  van  al  cielo,  los  que  mue- 
ren de  enfermedades  van  a otra  morada. 

Los  indios  de  Vancouver  tienen  la  idea  que  las  habitacio- 
nes de  los  muertos  se  encuentran  cerca  de  sus  propias  cho- 
zas, pero  que  son  invisibles.  Sin  embargo  la  idea  más  común 
es  que  el  mundo  de  los  espíritus  se  encuentra  en  el  lejano 
occidente  y para  llegar  a él  es  preciso  cruzar  un  ancho  y pro- 
fundo río  en  canoa.  Lino  de  los  elementos  comunes  del 
folklore  americano  es  la  visita  a la  región  de  los  muertos  por 
personas  durante  un  ataque  epiléptico  o desmayo  (2). 

Los  Sía  de  Nuevo  México  tienen  una  curiosa  a creencia 
este  respecto:  «El  cuarto  dia  después  de  la  muerte,  el  espí- 
ritu parte  en  su  viaje  al  otro  mundo,  habiéndose  entretanto 
rondado  en  la  vecindad.  Los  trajes  no  deben  jamás  depo- 
sitarse enteros  en  las  sepulturas,  sino  cortados  en  pedazos, 
porque  si  estuviesen  intactas  las  almas  de  estas  prendas  no 
podrían  salir.  El  camino  al  otro  mundo,  que  está  situado 
al  norte,  es  tan  lleno  de  espíritus  que  estos  a menudo  estor- 
ban unos  a otros,  porque  no  sólo  las  almas  de  los  sia,  sino 
las  de  todos  los  indios  viajan  por  el  mismo  camino.  Los  es- 
píritus de  los  muertos  vuelven  al  lugar  de  su  origen  y las 
sin  nacer  pasan  a las  aldeas,  donde  más  tarde  deben  ver  la 
luz»  (3). 

Lynd  dice  que  los  dacotas  dan  cuatro  almas  al  cuerpo  hu- 
mano. 


(1)  Vojtech  Frió. — Las  religiones  de  los  Indios  de  la  Cuenca  del  Plata 
Actas  del  XVIIo  Congreso  Internacional  de  Americanistas,  pp.  477-8.  Bue- 
nos Aires,  19 10. 

(2)  Handbook  of  American  Indians  (art.  Soul),  p.  618.  Tomo  II.  Boletín 
N:°  30  de  las  publicaciones  de  la  Smithsonian  Inst. 

(3)  The  Sia. — by  Matilde  Cox  Stevenson.  Eleven th  Annual  Report  of 
the  Bureau  of  Ethnology.  Washington  1894. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


19 


«El  primero  se  supone  ser  material  y muere  con  el  cuerpo. 

El  segundo  es  un  espíritu  que  siempre  queda  cerca  del 
cuerpo.  Otro  es  responsable  por  las  acciones  físicas  y des- 
pués de  la  muerte  se  va  hacia  el  sur  según  unos  o al  occiden- 
te según  otros.  El  cuarto  siempre  permanece  en  la  vecindad 
de  un  pequeño  atado  del  cabello  del  difunto,  guardado  por 
los  deudos  hasta  que  tengan  una  oportunidad  favorable  de 
arrojarlo  en  el  territorio  de  alguna  tribu  enemiga,  cuando  se 
vuelve  vagabundo  y lleva  la  muerte  y las  epidemias  en  su  sé- 
quito» (1;. 

El  animismo,  o sea  la  veneración  de  las  almas  o sombras 
se  encuentra  muy  desarrollado  entre  los  esquimales  y aleu- 
tianos  y otros  pueblos  hiperbóreos,  especialmente  entre  las 
tribus  cazadoras  que  vivían  hasta  hace  poco  entre  la  Bahía 
de  Hudson  y los  grandes  lagos  (2). 

Dorsey  en  su  estudio  sobre  «Los  cultos  de  los  sioux»,  dice: 
«El  autor  no  encuentra  vestigios  de  la  creencia  en  la  inmor- 
talidad de  los  seres  humanos.  Aun  las  divinidades  de  los  da- 
cotas  fueron  considerados  mortales,  porque  podían  matarse 
unos  a otros.  Pero  si  se  entiende  por  inmortalidad  la  existen- 
cia continua  en  forma  de  ánima,  no  habrá  dificultad  en  de- 
monstrar que  las  tribus  siouanas  mantenían  semejante  doc- 
trina y que  con  toda  probabilidad  era  anterior  a la  llegada 
de  los  blancos»  (3). 

Los  assiniboines  creen  que  las  ánimas  no  siempre  son  visi- 
bles a los  vivos,  aunque  a veces  se  dejan  sentir.  Ocasional- 
mente se  materializan,  casándose  con  los  vivos,  comiendo, 
bebiendo  y fumando  como  si  fuesen  mortales  ordinarios.  Añ- 


il) Lynd. — -Minnesota  Histórica]  Society’s  Collections.  Vol.  II,  2.a  parte, 
pp.  68  a 80. 

(2)  Rev.  S.  D.  Peel.  On  the  traditions  of  American  aborigines.  Jour- 
nal of  the  Victoria  Institute  of  G*-  Britain.  Vol.  XXXI,  p.  221. 

(3)  A study  of  Siouan  cults,  by  James  Owen  Dorsey.  Eleventh  An- 
nual  Report  of  the  Bureau  of  Ethnology,  Washington,  1894,  p.  521. 


20 


RICARDO  E.  LATCHAM 


tes  de  la  muerte,  el  toldo  es  rodeado  por  las  ánimas  de  los 
parientes  difuntos  y estos  son  visibles  al  moribundo  (1). 

Los  indios  de  Popayan,  según  Cieza  de  León,  no  tenían  co- 
nocimiento déla  inmortalidad  del  ánima;  y «más  creen  que 
sus  mayores  tornan  a vivir,  y algunos  tienen  que  las  ánimas 
de  los  que  mueren  entran  en  los  cuerpos  de  los  que  na 
cen»  (2).  La  misma  cosa  cuenta  de  los  canches  del  Perú  (3). 

Los  mapuches  o araucanos  tienen  creencias  muy  pareci- 
das a las  que  hemos  citado.  El  animismo  y el  culto  de  los 
antepasados  imperan  entre  ellos. 

No  reconocen  ningún  Ser  Supremo;  pero  pueblan  la  natu- 
raleza con  una  serie  de  demonios  o espíritus  malignos  contra 
quienes  usan  diversas  prácticas  mágicas  o bien  los  protegen 
los  espíritus  de  sus  deudos. 

La  tierra  de  los  muerto 5 varía  entre  los  araucanos  según  la 
localidad  que  habitan.  Para  las  tribus  sub-andinas  está  ubi- 
cada allende  la  cordillera;  pero  para  las  tribus  costinas  es  al 
otro  lado  del  océano. 

Cuando  las  ánimas  llegan  al  otro  mundo  sus  ocupaciones  y 
modo  de  vivir  es  la  misma  que  en  la  tierra.  Sufren  de  las 
mismas  necesidades,  sienten  los  mismos  dolores,  penas  y pla- 
ceres. 

Los  vahganes  de  Tierra  del  Fuego  «creen  que  las  almas  de 
los  difuntos  andan  vagabundas  por  los  bosques  y las  monta- 
ñas; inquietas  y dolorosas,  si  durante  la  vida  fueron  malas, 
gozosas  y tranquilas  si  fueron  buenas. 

«Los  alacalufes  creen  que  los  buenos,  después  de  su  muer- 
te, van  a un  bosque  delicioso  a comer  hasta  hartarse  de  todo 
lo  que  les  gustaba  durante  la  vida,  como  peces,  frutos  del 
mar,  focas,  pájaros,  etc.,  mientras  los  malos  son  precipita- 
dos en  un  pozo  profundo  de  donde  no  pueden  salir  más»; 


(1)  Astudy  of  Sio  an  cults,  by  James  Owen  Dorsev,  Eleven th  Annual 
Beport  of  the  Bureau  of  Ethnology,  Washington,  1894,  p.  485. 

(2)  La  Crónica  del  Perú.  Cap.  XXXII. 

(3)  La  Crónica  del  Perú.  Cap.  XCVIII. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


21 


pero  es  evidente  que  estas  ideas  se  han  adquirido  después 
de  su  contacto  con  los  misioneros  (1). 

Hemos  visto  que  entre  muchos  pueblos,  dominaba  el  temor 
de  los  espíritus.  Relacionado  con  esta  idea,  encontramos  un 
sinnúmero  de  curiosas  costumbres.  Las  sepulturas  se  hacían 
más  seguras;  y se  tapaban  con  montones  de  piedra  o de  tirs 
rra.  Algunas  tribus  sembraban  sus  contornos  de  espinas,  pie- 
dras cortantes  u otros  obstáculos  que  estorbarían  el  paso,  bajo 
con  la  impresión  de  que  las  almas  de  estos  impedirían  la  sali- 
da de  lánima  del  difunto. 

LTna  idea  muy  generalizada  era  que  las  ánimas  no  po- 
dían pasar  el  agua  ni  las  cenizas  y en  consecuencia,  entre 
algunos  pueblos  encontramos  la  costumbre  de  enterrar  los 
muertos  en  islas  o aliado  opuesto  de  los  ríos  que  corren  cer- 
ca de  sus  habitaciones.  Otros  derraman  cenizas  por  el  cami- 
no que  sigue  el  cortejo  fúnebre  y vuelven  por  otra  parte 
para  despistar  el  ánima  e impedir  que  les  siguiese. 

Otra  costumbre  era  de  tratar  de  imposibilitar  la  salida 
del  ánima  del  cuerpo.  Esto  se  conseguía  por  varios  medios; 
sepultando  vivos  a los  moribundos,  clavándoles  espinas  en 
la  garganta;  por  estrangulación,  etc. 

Otros  pueblos  creían  que  el  ánima  quedaba  sujeta  ai 
mismo  tratamiento  que  el  cadáver,  al  cual  no  abandonaba 
hasta  el  momento  del  entierro.  En  conformidad  con  esta  idea 
eran  muchas  las  costumbres  practicadas,  especialmente  por 
las  tribus  que  habitaban  ambos  lados  de  los  Andes.  Al  morir 
un  individuo,  el  cadáver  se  envolvía  en  esteras,  tejidos,  cue- 
ros u otras  especies  y quedaba  fuertemente  atado  con  sogas 
o correas.  De  este  modo,  según  su  creencia,  el  ánima  perma- 
necía igualmente  atada  sin  poder  salir  de  su  lugar  de  des- 
canso, aun  cuando  en  conformidad  con  sus  ideas  confusas  y 
complejas,  tenía  libre  acceso  ala  tierra  de  los  muertos. 

Entre  otras  tribus,  sobre  todo  las  de  ciertas  regiones  de  No- 


li) Los  Indios  del  Archipiélago  Fueguino,  por  Antonio  Coiazzi,  Rev 
Chil.  de  Hist,  y Geog.  Aña  IY.  Tomo  Y,  núm.  14. 


22 


RICARDO  E.  LATCHAM 


te  América,  se  recurría  a la  incineración  o cremación  de 
los  cadáveres;  convencidos  de  que  estando  quemado  el  cuer- 
po, el  ánima  no  podría  asumir  una  forma  material  y que 
por  lo  tanto  no  les  podría  molestar  haciéndose  visible. 

Vemos  entonces  que  la  mayor  parte  de  las  costumbres  y 
rituales  funerarios  délos  pueblos  primitivos  estaban  íntima- 
mente ligados  con  sus  creencias  animísticas  y sin  compren- 
der las  unas  no  se  pueden  entender  las  otras.  Sólo  con  un 
conocimiento  de  los  motivos  que  las  originaron  podemos  ex- 
plicar muchas  costumbres  que  nos  parecen  crueles,  bárbaras 
o ridiculas. 


CULTO  DE  LOS  MUERTOS 

Universalidad  del  culto. — Evolución  de  la  idea. — Abandono  de  los  muer- 
tos.— Algunas  tribus  devoran  los  cadáveres. — Cadáveres  echados  a los 
perros. — Curiosa  costumbre  de  algunas  tribus  brasileñas. — Sepultura.— 
Ofrendas  y libaciones. — Sobrevivencias. — Mitos. 

Es  preciso  recordar  que  entre  las  tribus  más  primitivas  no 
existen  ideas  religiosas  en  el  sentido  de  reconocer  un  Ser 
Supremo  o una  Causa  de  Causa?.  Como  hemos  visto,  no  rela- 
cionan causa  y efecto  y todas  las  manifestaciones  naturales 
que  perciben  son  para  ellos  obra  de  espíritus.  Al  principio, 
creen  que  las  ánimas  de  sus  muertos  pueden  ocupar  nuevos 
cuerpos,  sean  de  hombres,  animales  u objetos,  y sólo  mucho 
después,  se  desarróllala  idea  de  que  pueden  existir  separa- 
das del  cuerpo  y conciben  la  necesidad  de  un  lugar  apar- 
tado para  su  residencia. 

Entre  los  cultos  primitivos,  es  indudable  que  ninguno  ha 
sido  tan  universal  como  el  culto  de  los  muertos  o los  ante- 

til 

pasados.  Se  puede  decir  que  esta  costumbre  ha  sido  la  base 
de  todas  las  religiones  pasadas  y actuales  y casi  no  hay 
pueblo  que  no  la  haya  practicado  en  alguna  época  de  su 
desarrollo. 


24 


RICARDO  E.  LATCHAM 


Este  liecho  se  prueba  por  la  historia,  la  filología  y la  etno- 
grafía. 

Pero  si  la  veneración  de  los  muertos  es  una  forma  cons- 
tante, manifestada  en  todas  partes,  sin  embargóse  encuen- 
tra entretejida  con  tal  número  de  ideas  míticas  y creencias 
supersticiosas  que  no  se  la  puede  reducir  a una  sola  forma 
de  culto  y únicamente  se  puede  hablar  en  este  sentido  to- 
mando como  fundamento  la  idea  central,  considerando  las 
ceremonias  o rituales  relacionadas  con  ella,  como  simples 
accesorios. 

El  culto  de  los  difuntos,  sin  embargo,  no  se  funda  a priori 
sobre  el  concepto  de  la  inmortalidad  del  alma,  sino  más  bien, 
en  la  idea  nebulosa  de  la  transformación  y perpetuidad  de 
ser  y también  en  el  deseo  que  tiene  el  hombre  de  durar  algo 
más  alia  de  la  tumba. 

Para  llegar  a este  concepto,  es  preciso  que  la  mente  hu- 
mana haya  pasado  por  otras  etapas  anteriores.  Sólo  después 
de  desarrollada  la  idea  del  ánima  y su  poder  extrínseco  de 
separarse  del  cuerpo,  puede  nacer  la  idea  de  venerar  o pro- 
piciar los  espíritus.  El  cadáver  como  tal,  nunca  fué  objeto 
de  culto  y si  algunos  pueblos  cuidan  mucho  de  su  conserva- 
ción y sepultura  es  con  la  idea  de  que  el  ánima  puede  vol- 
verlo a ocupar  o puede  enojarse  si  su  morada  corpórea  no  se 
trate  con  respeto  y aun  con  veneración, 

Pero  hubo  un  tiempo  cuando  no  había  estas  preocupacio- 
nes y han  existido  y todavía  existen  tribus  que  no  prestan 
atención  ninguna  al  último  destino  de  los  despojos  mortales  de 
sus  muertos;  algunos  porque  aun  no  han  llegado  a un  grado 
de  civilización  suficiente  para  comprender  las  ideas  abstrac- 
tas encerradas  en  las  doctrinas  del  animismo,  o lo  que  es 
más  frecuente  porque  consideran  que  desligada  el  ánima  del 
cuerpo,  no  vuelve  a ocupar  este  último  y por  lo  tanto,  ca- 
rece de  importancia. 

Los  cuidados  que  toman  con  los  cadáveres  los  pueblos  más 
primitivos  y sus  costumbres  funerarias  se  derivan  a menú- 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


25 


do  de  un  recuerdo  mecánico  no  razonado,  más  bien  que  de 
un  sentimiento  de  decencia  o de  respeto. 

Los  salvajes  inferiores  no  deben  sentir  ningún  inconve- 
niente por  la  putrefacción  de  los  cadáveres.  Los  grupos 
son  muy  pequeños  y por  consiguiente  la  muerte  entre  ellos 
es  rara.  El  hombre  grosero  no  se  incomoda  como  el  hombre 
delicado  por  las  emanaciones  fétidas.  Vive  en  medio  de  los 
animales  que  desuella,  cuyos  restos  son  abandonados,  a su 
contorno.  Cuándo  llega  a ser  insoportable  un  sitio,  se  muda 
con  gran  facilidad  a otro  (1). 

Muchos  pueblos,  en  este  estado  de  cultura,  abandonan  sus 
muertos;  otros  sólo  sepultan  sus  jefes. 

Los  cadáveres  de  la  plebe  son  arrojados  a las  fieras. y las 
aves  de  rapiña.  Los  escritores  antiguos  y modernos  nos  dan 
numerosas  citas  de  tales  costumbres. 

Los  cafres  de  Africa  abandonan  sus  muertos  que  sirven 
de  pasto  para  los  lobos,  las  aves  y los  insectos  (2). 

Justin  dice  que  los  partíanos  hacían  devorar  los  cadáveres 
por  los  perros  o por  las  aves  de  rapiña  y que  en  su  país  se 
encontraban  los  huesos  de  los  muertos  por  todas  partes. 

Cicerón  nos  avisa  que  en  Hyrcania  se  alimentaban  los  pe- 
rros públicos  con  la  carne  de  los  muertos  (3). 

Strabón  habla  en  estos  términos  de  una  costumbre  análo- 
ga: «En  la  capital  délos  Bactrianosse  alimentan  unos  perros, 
a que  se  dan  el  nombre  especial  de  enterradores.  Estos  perros 
son  encargados  de  devorar  todos  los  que  comienzan  a debi- 
litarse por  su  edad  avanzada  o por  enfermedad.  De  allí  viene 
que  en  los  alrededores  de  la  capital  no  se  ve  ninguna  tumba: 
pero  el  interior  de  los  muros  es  todo  lleno  de  huesos.  Se 
dice  que  Alejandro  ha  abolido  esta  costumbre»  (4). 

Todavía  en  tiempos  modernos,  en  el  Tibet  se  entregaban 

(1)  Etudes  sur  les  facultes  mentales  des  animaux,  por  J.  C.  Honzeau. 
tomo  II.  p.  606.  Mons.  1872. 

(2)  Travels  in  Southern  Africa,  por  Barrrow.  Londres  1797. 

(3)  Cicerón.  Quaestiones  tusculanae,  lib.  I,  Cap.  45. 

(4) '  Strabón. — Geographia,  libro  VII. 


RICARDO  E.  LATCHAM 


26  ' 


los  cadáveres  a los  perros  después  de  haberlos  despedazado. 
Se  mantenían  esos  perros  sagrados  expresamente  para  devo- 
rar a los  ricos  (1). 

Según  Heródoto,  los  calliates  de  la  India  devoraban  ellos 
mismos  los  cadáveres  desús  deudos  (2). 

Otros  pueblos  arrojan  los  muertos  a los  rios  o al  mar  don- 
de son  devorados  por  los  peces  o las  aves. 

Muchas  de  estas  costumbres  las  encontramos  subsistentes 
entre  las  tribus  de  América. 

Los  seris  del  golfo  de  California  prestaban  muy  poca  aten- 
ción al  entierro  de  sus  muertos,  que  eran  generalmente  aban- 
donados en  el  lugar  donde  morían;  salvo  cuando  estaban  eri 
la  vecindad  inmediata  de  las  rancherías. 

En  este  caso  el  cadáver  se  cubría  con  ramas  o montes- 
para  que  los  animales  salvajes  no  estorbasen  el  sueño  de  los 
vivos,  al  pelear  sobre  los  restos  (3). 

Los  pimas  abandonan  a los  viejos  o inválidos  y los  dejan 
morir  de  hambre.  Aveces  éstos  se  suicidan,  prendiendo  fue- 
go a las  chozas  que  habitan  (4). 

Bancroften  su  Historia  de  los  Estados  Unidos,  dice,  que 
entre  las  tribus  indias  de  aquel  territorio,  era  muy  frecuente 
el  abandono  de  los  viejos  y enfermos.  Semejante  costumbre 
prevalecía  entre  los  patagones  y otras  tribus  nómades  dé  las 
Pampas  y del  Chaco. 

Leemos  en  el  viaje  de  Henry  Ellis  (1746)  que  los  esqui- 
males de  la  Bahía  Hudson  lo  consideraban  una  obligación  so- 
cial estrangular  a los  viejos  que  ya  no  podían  mantenerse; 
que  a veces  fueron  enterrados;  pero  con  frecuencia  abando- 
nados en  la  nieve,  para  que  los  animales  devorasen  sus  ca- 
dáveres. 

(1)  Huc. — Souvenirs  d’un  voyage  dans  le  Thibet,  Tomo  II,  cap.  2.  . 

(2)  Heródoto. — Historia,  lib.  III.  caj3.  38. 

(3)  \Y.  J.  Me.  Gee The  Seri  Indians,  p.  287.  Seventeenth  Annual  Re- 

port  of  the  Bureau  of  Ethnology.  Washington.  1898. 

(4)  Frank  Russel. — The  Rima.  Indians,  p.  192.  Twenty-sixth  Annual 
Repon  of  thé  Bureau  of  Ethnology.  Washington  1908. 


27 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


Los  salvajes  de  Tierra  del  Fuego,  apremiados  por  el  ham- 
bre inmolaban  a los  viejos  que  consideraban  de  menor  im- 
portancia que  sus  perros  y comían  sus  carnes  (1). 

Varias  de  las  tribus  del  Amazonas  comían  sus  muertos. 
Según  los  primeros  descubridores,  los  capanahuas,  cashibos 
carapaches  y cocomas  tenían  esta  costumbre  (2).  Estos  últi- 
mos, después  de  comer  la  carne  de  sus  deudos  difuntos, 
molían  los  huesos  y el  polvo  así  formado  los  echaban  a sus 
bebidas  fermentadas.  Decían  que  era  mejor  estar  dentro  del 
vientre  de  un  amigo  que  estar  sepultado  en  la  tierra  helada(3). 
Raleigh  relata  la  misma  cosa  de  los  aruacos  del  Orinoco  (4). 
Southey  dice  otro  tanto  de  los  ximanas  (5)  y Wallace 
hablando  de  los  aborígenes  del  valle  del  Amazonas,  dice:  Los 
tarianos  y tucanos  y algunas  otras  tribus  (entre  las  cuales 
se  pueden  citar  los  cobeus),  un  mes  después  délos  funerales, 
desentierran  el  cadáver,  que  se  encuentra  ya  muy  descom- 
puesto. y lo  colocan  en  una  gran  paila  sobre  el  fuego  hasta 
que  todas  las  partes  volátiles  se  evaporan  con  un  olor  horri- 
ble, dejando  sólo  una  masa  carbonizada  que  se  muele  hasta 
reducirlo  a polvo.  Esto  se  echa  en  las  tinajas  de  caxirí  (chi- 
cha) y es  bebida  por  los  reunidos  (6). 

Algunas,  sino  todas  las  tribus  de  las  costas  setentrionales 
del  Pacífico  eran  antropófagos  y cuando  faltaban  enemigos  a 
quienes  comer,  satisfacían  su  voracidad  con  los  cadáveres  de 
sus  deudos  (7,'. 

(1)  Darwin. — Narra  ti  ve  of  the  voyage  of  the  Adventure  and  Beagie. 

(2)  Sir  Clements  Markham. — A listof  the  tribes  of  the  Valley  of  the  Ama- 

zon.  Journal  of  the  Royal  Anthropological  Institute.  Vol  XL.  1910.  Lon- 
dres. ¡i 

(3)  Sir  Clements  Markham. — A list  of  the  tribes  of  the  Valley  of  the 
Amazon.  Journal  of  the  Royal  Anthropological  Institute.  Vol.  XL.  1910 
Londres. 

(4)  Sir  VValter  Raleigh. — The  Discovery  of  Guiana.  Londres,  1019. 

(5)  Southey. — Brazil,  tomo  III,  p.  722. 

(6)  Alfred  Russel  Wallace. — Travels  on  the  Amazon  and  Rio  Negro. 
Londres,  1853, 

(7)  Viaje  del  capitán  Jacobsens  a la  costa  noroeste  de  América,  pp.  48 
y 50. 


.2.8 


RICARDO  E.  LATCHAM 


Por  estos  ejemplos,  que  podrían  multiplicarse,  se  ve  que 
no  en  todas  partes  se  guardaba  el  mismo  respeto  para  el  ca- 
dáver. 

Esto  no  siempre  quiere  decir  que  no  existía  el  culto  por  los 
muertos  entre  las  tribus  que  tenían  semejantes  prácticas, 
Al  contrario,  vemos  entre  los  esquimales,  los  seris  y otras, 
un  gran  temor  a las  ánimas,  y entre  otros  pueblos  de 
parecidas  costumbres,  hallamos  ceremonias  y ritos  propi- 
ciatorios, practicados  para  complacer  ios  espíritus  de  los 
difuntos. 

Empero  la  mayor  parte  de  los  pueblos  incluía,  como  parte 
integrante  y principal  de  su  culto,  el  respeto  y cuidado  del 
cadáver. 

Las  sepulturas  se  construían  sobre  el  modelo  de  las  habi- 
taciones; al  cuerpo  se  ataviaba  con  sus  mejores  adornos  y 
prendas  de  vestir,  y se  enterraba  acompañado  de  sus  armas, 
si  era  hombre,  y de  los  utensilios  caseros  si  era  mujer.  Se  co- 
locaba en  la  sepultura  un  gran  acopio  de  provisiones,  bebi- 
das, regalos,  ropa,  etc.,  y en  el  caso  de  un  jefe  u otra  perso- 
na de  importancia,  fueron  sacrificados  con  frecuencia  sus 
mujeres  favoritas  y esclavos  al  igual  de  sus  caballos  y perros 
para  que  nada  le  faltase  en  su  vida  futura,  o en  su  viaje  a 
la  tierra  de  los  muertos. 

Muchos  pueblos  creían  que  los  espíritus  no  abandonaban 
los  lugares  que  habían  frecuentado  en  vida  y que  permane- 
cían en  la  vecindad  de  las  tumbas.  Estas  llegaron  a ser  pun- 
tos de  reunión  de  los  deudos  y amigos.  Allí  hacían  sus  fies- 
tas y banquetes,  siempre  dejando  ofrendas  a los  muertos, 
que  se  suponían  presentes  pero  invisibles.  Las  libaciones  y 
ofrendas  se  renovaban  periódicamente. 

Numerosas  son  los  costumbres  curiosas  que  se  han  forma- 
do al  rededor  de  estas  ideas;  muchas  de  los  cuales  sobreviven 
hoy  entre  los  pueblos  civilizados. 

En  1781  se  enterró  Freidrich  Kasimir,  Conde  Boos  von 
Waldeck,  caballero  de  la  Orden  Teutónica.  Durante  sus  fuñe- 


COSTUMBRES  MORÍUORIAS 


29 


rales  en  Treves,  se  mató  sobre  la  tumba  el  caballo  favorito 
del  difunto  (1). 

En  las  aldeas  alemanas,  como  en  muchas  otras  partes, 
los  muertos  son  vestidos  y calzados  de  sus  mejores  prendas 
antes  de  colocarlos  en  los  ataúdes. 

En  varias  partes  de  Europa,  encierran  en  el  ataúd  un 
aguja  e hilo  para  que  el  muerto  pueda  remendar  sus  vestidos. 
En  Bretaña,  los  campesinos  atizan  el  fuego  antes  de  acos- 
tarse y dejan  en  la  mesa  los  fragmentos  de  la  cena,  para  qua 
los  espíritus  que  visitan  sus  antiguos  lares  puedan  encontrar 
lumbre  y alimento.  El  chino  se  siente  obligado  a comunicar 
a los  espíritus  de  sus  antepasados,  cualquier  acontecimiento 
importante  que  suceda  en  el  seno  de  su  familia.  Los  espíri- 
tus no  sólo  se  encuentran  presentes  a toda  hora,  sino  que  se 
conversa  con  ellos  y se  íes  ofrece  alimento.  Cada  año  se  cele 
bra  una  fiesta  en  honor  de  los  muertos  y se  cree  que  en  estas 
ocasiones  concurren  las  almas  de  todos  los  antepasados,  y 
aunque  invisibles,  participan  de  la  fiesta. 

La  decoración  de  los  mausoleos  y tumbas  en  el  día  de 
Todos  Santos,  no  es  más  que  una  reliquia  de  la  costumbre 
de  dejar  ofrendas  periódicas  a los  muertos. 

En  América,  casi  no  hay  tribu  que  no  practica  en  una  u 
otra  forma  algunas  de  estas  costumbres  como  tendremos 
ocasión  de  ver  en  los  capítulos  siguientes. 

El  desarrollo  evolutivo  del  culto  de  los  muertos  lleva  a la 
formación  de  mitos  y más  tarde  al  establecimiento  de  religio- 
nes panteístas.  I as  almas  de  los  grandes  jefes  o los  funda- 
dores de  familias  que  llegan  a ser  poderosas,  son  veneradas, 
y al  rededor  de  ellas  se  forman  leyendas  que  se  hacen  más 
fantásticas  y milagrosas  con  el  transcurso  de  las  generacio- 
nes, hasta  que  estos  antepasado  asumen  las  proporciones  de 
héroes  y aun  de  divinidades. 

Ejemplos  de  esta  naturaleza  se  hallan  en  la  mitología  pe- 
ruana, muisca  y mexicana,  donde  Manco  Gapac,  Bochica  y 


(1)  EdwardB.  Tylor.  Antbropology,  p.  347.  Londou  1892. 


RICARDO  E,.  LATCHAM 


3Q 


Quetzalcoatl,  son  a la  vez  héroes  legendarios,  fundadores  cul- 
turales y divinidades. 

Así,  algunas  tribus  brasileñas  dicen  que  Tamoi,  el  abuelo, 
el  primer  hombre,  vivió  entre  ellos  y les  enseñó  a cultivar  el 
suelo  y después  se  fué  a vivir  en  el  cielo  donde  recibe  y go- 
bierna las  almas  de  los  muertos. 

No  seguiremos  todas  las  transiciones  de  las  ideas  religio- 
sas de  los  pueblos  primitivos;  tema  inagotable,  y sólo  indi- 
caremos de  paso  las  que  tienen  una  relación  directa  con  las 
costumbres  que  estudiamos. 


CAPITULO  III 


SUPERSTICIONES 

Creencias  respecto  del  ánima. — Propiciación. — Destrucción  de  la  propiedad 
de  los  muertos. — Temor  de  habitar  un  lugar  en  que  ha  Ocurrido  una 
muerte. — Costumbre  de  sacar  a los  moribundos  de  sus  habitaciones. — 
Algunas  tribus  matan  a los  enfermos  o los  abandonan. — Estratagemas 
para  que  no  se  contaminen  las  habitaciones.--Contaminados  los  que  tocan 
a los  muertos. — Ceremonias  de  purificación.— Tabú. — Temor  de  mencio- 
nar el  nombre  de  los  muertos  y de  los  vivos. --Las  ánimas  no  pueden  pasar 
el  agua. — La  situación  del  « país  de  los  muertos». — El  ánima  reside  en  él 
cabello. — ¿Dónde  van  los  espíritus  de  los  cobardes?  Por  que  no  usan  se- 
pultar los  cadáveres. — El  tatuaje  y el  ánima. — Animas  remendadas.— 
Alma  llevada  por  una  lechuza. — Cremación. — Las  ánimas  de  los  niños 
llevan  escobas  para  barrer  el  camino. — El  ánima  y la  sequía.— Perros 
enterrados  con  los  muertos. — Las  ánimas  duermen  de  día. — Razón  para 
incinerar  los  cadáveres.— Razón  para  no  incinerarlos. — El  ánima  y el 
fuego. 

Muchas  de  las  costumbres  curiosas  y a veces  inexplicables 
de  los  pueblos  primitivos,  son  derivadas  de  sus  temores  su- 
persticiosos. Para  poderlas  explicar,  es  preciso  comprender 
su  psicología  y no  perder  de  vista  la  parte  importante  que 
juega  en  la  vida  la  creencia  arraigada  respecto  del  poder  y 
volición  de  las  ánimas  o espíritus,  a que  subordinan  todas 
sus  acciones  por  más  insignificantes  que  parezcan. 


32 


RICARDO  E.  LATCHAM 


Aquellas  tribus  que  no  tienen  convicciones  de  una  vida 
futura  son  justamente  las  que  miran  con  mayor  indiferencia 
la  disposición  última  de  sus  muertos  y que  con  frecuencia  os 
abandonan  a las  fieras. 

Otras,  por  lo  contrario,  creen  que  los  espíritus  continúan 
habitando  la  tierra  y frecuentan  los  lugares  donde  antes 
vivían,  y otras  aún,  que  las  ánimas  sólo  quedan  en  la  vecin- 
dad durante  un  tiempo  limitado  y después  van  a una  región 
apartada,  destinada  especialmente  a los  muertos.  Pero  al 
mismo  tiempo,  creen  que  tienen  la  facultad  de  volver  para 
dañar  a los  que  no  los  tratan  con  la  debida  consideración,  o 
que  omiten  a cumplir  con  las  costumbres  funerarias  estable- 
cidas. También  imaginan  que  se  aprovechan  de  cada  oportu- 
nidad para  ocupar  cualquier  cuerpo,  cuya  ánima  lo  haya 
abandonado  momentáneamente,  como  por  ejemplo,  durante 
un  sueño,  un  desmayo  o un  ataque  epiléptico. 

Muchos  son  los  medios  a que  se  recurren  para  evitar  el 
regreso  de  los  espíritus.  El  principal  entre  ellos  es  la  propicia- 
ción. Para  tener  contenta  al  ánima,  entierran  con  el  muerto 
sus  principales  bienes,  regalos,  alimentos,  etc.,  para  que  no 
le  falte  nada  en  su  largo  y penoso  viaje.  Creen  que  las  áni- 
mas de  los  objetos  enterrados  acompañan  el  espíritu  del 
difunto  y que  éste  se  sirve  de  ellas.  Algunas  tribus  destru- 
yen toda  la  propiedad  del  muerto  con  el  mismo  fin,  creyendo 
que  las  ánimas  de  los  objetos  destruidos  irán  a buscar  el 
espíritu  de  su  amo.  Otras  practican  la  misma  costumbre  por 
temor  a la  contaminación,  que  daría  la  muerte  poder  sobre 
ellos,  y no  faltan  pueblos  que  imaginan  que  la  posesión  de 
bienes  personales  de  un  muerto  daría  al  espíritu  de  este  cierto 
mflujo  sobre  su  vida  y acciones.  Entre  los  esquimales,  tan 
luego  como  una  persona  muere,  todos  sus  efectos  son  arroja- 
dos fuera  de  la  chozan  Los  que  ocupan  la  misma  habitación 
sacan  al  aire  todas  sus  posesiones  y a veces  las  dejan  afuera 
por  varios  días  para  que  pase  el  olor  a muerte.  En  Groenlan- 
dia los  parientes  del  difunto  sacan  las  prendas  de  vestir  que 
usaban  al  momento  déla  defunción  y los  botan  también. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


33 


Cuando  se  ha  sacado  todo,  una  mujer  enciende  una  antorcha 
y la  agita  para  que  el  espíritu  vea  que  todos  sus  bienes  han 
sido  retirjados.  Creen  que  así  no  tiene  para  que  volver  a la 
choza,  puesto  que  no  queda  allí  nada  que  le  pertenezca  (1). 

Los  maidu  de  California  Central  no  solamente  quemaban 
la  propiedad  de  los  muertos,  sino  que  anualmente  hacían  un 
sacrificio  ceremonial  de  ofrendas  de  toda  clase,  a los  espíri- 
tus de  sus  antepasados  (2).  Los  utes  de  Nuevo  México  que- 
maban el  rancho  y toda  las  posesiones  del  muerto  (3). 

Las  mayas  tenían  una  costumbre  parecida;  como  también 
los  navahos  de  Arizona  antes  que  principiaron  a construir 
casas  de  piedra.  Ahora  llevan  a los  moribundos  afuera,  para 
que  no  expiren  dentro  de  la  habitación.  Una  casa  o choza 
donde  muere  un  individuo  se  llama  chindi-hogan  (casa  del 
demonio)  y no  puede  habitarse  después  por  temor  a las  áni- 
mas (4). 

Mooney  dice  que  en  una  ocasión,  pasando  cerca  de  un 
campamento  de  los  indios  kiowa,  vió  a un  padre  lamentan- 
do la  muerte  de  su  hijo.  Estaba  sentado  al  lado  del  camino, 
desnudo  con  excepción  de  un  taparrabo.  La  sangre  corría  de 
numerosos  tajos  que  se  había  hecho  en  el  cuerpo.  No  levan- 
tó la  vista  cuando  pasaron  los  viajeros,  sino  siguió  con  sus 
plañideras.  Se  habia  destruido  toda  la  propiedad  del  difun- 
to. Agrega  el  autor  que  estos  indios  quemaban  los  carros, 
arneses,  toldos,  frazadas  y otros  bienes  de  los  muertos  y que 
sus  caballos  y perros  fueron  muertos  sobre  la  tumba,  para 
que  los  acompañaran,  en  la  tierra  de  las  ánimas.  De  esta  ma- 
nera destruían  a veces,  bienes  de  valor  de  muchos  miles 
de  pesos  (5). 

(1)  Holm  G. — Meddelelser  om  Gronland.  Parte  10.  p.  107. 

(2)  Dixon  R.  B.— The  Northern  Maidu.  Boletín  del  American  Museum 
of  Natural  History.  Tomo  XVII.  Pt.  3.  1905. 

(3)  Ten  Kate.  H.  F.  C. — Reizen  en  Onderzoekingen  in  Noord-Amerika 
Levden,  1885. 

(4)  Matthevvs  VV. — Navaho  Legends.  New  York.  1897. 

(5)  Mooney  James. — Calendar  History  of  the  Kiowa  índians.  p.  303 
XVlIReport.  Bureau  of  American  Ethnology.  1895-6. 

COSTUMBRES  MORT.  — 3 


34 


RICARDO  E.  LATCHAM 


Entrelos  pimas,  cuando  moría  un  dueño  de  casa,  su  ran- 
cho se  quemaba;  excelente  precaución  higiénica;  pero  costum- 
bre perjudicial  al  desarrollo  de  la  arquitectura.  Las  otras 
estructuras  al  contorno  de  la  habitación,  se  quemaban,  o 
se  amontonaban  encima  de  la  sepultura.  Las  posesiones 
personales  del  difunto  eran  destruidas  de  la  misma  manera 
y si  dejaba  animales  domésticos,  estos  eran  muertos  y co- 
midos por  los  vecinos;  aunque  los  parientes  cercanos  se  abs- 
tenían de  participar  en  tal  alimento.  Si  el  marido  poseía  dos 
ponchos  o frazadas,  la  viuda  podría  guardar  uno.  El  nombre 
del  difunto  no  se  mencionaba  más  y se  hacía  todo  lo  posible 
para  borrar  su  memoria  de  la  mente  de  los  sobrevivientes  (1). 

Cuando  moría  un  mohave,  se  practicaban  las  mismas  cos- 
tumbres y matábanse  algunos  de  sus  caballos  que  servían 
para  la  fiesta  fúnebre,  pero  los  de  su  clan  no  podían  parti- 
cipar en  ella  (2). 

Oviedo  describió  algunas  de  las  costumbres  funerarias  de 
los  indios  de  las  Antillas,  que  también  eran  comunes  a las 
tribus  caribes  del  norte  de  Tierra  Firme  (Venezuela  y Co- 
lombia). Dejan  traslucir  vestigios  de  las  mismas  preocupa- 
ciones respecto  de  la  propiedad  délos  muertos,  pero  un  poco 
más  desarrolladas.  Ya  no  se  destruían  estos  bienes.  Las  casas 
que  habían  ocupado  los  difuntos  eran  abandonadas  por  los 
parientes.  Los  objetos  personales  de  los  muertos  tampoco 
eran  destruidos  sino  repartidos  entre  los  extraños  que  asis- 
tían a las  ceremonias  fúnebres,  que  suponían  no  estarían 
sujetos  a las  mismas  consecuencias  peligrosas  como  los  de 
la  misma  sangre  del  extinto.  Durante  estas  ceremonias  los 
agraciados  recitaban  todos  los  hechos  importantes  de  la  vida 
del  difunto,  ensalzando  sus  cualidades,  contando  las  batallas 

( 1 ) Russel  Frank.  The  Pirna  Indians.  26  th.  Annual  Report  of  the  Bureau 
of  Ethnology.  pp.  194-5.  Washington,  1908. 

(2)  Bourke.  Journal  of  American  Folklore.  Vol  II.  p.  184,  citado  por 
Russel. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


35 


en  que  había  peleado,  etc.  Los  cantos  mortuorios  se  acom- 
pañaban con  bailes  llamados  areitos  (1). 

En  Sud  América  existían  y aún  existen  las  mismas  su- 
persticiones. El  Padre  Sánchez  Labrador  nos  informa  que 
entre  los  mbayas  y caduveos,  «retirado  el  cadáver  de)  tol- 
do, queman  las  esteras  y lo  que  tienen  del  difunto;  quiebran 
las  ollas  y cántaros  y procuran  apartar  de  sus  ojos  cuanto 
puede  refrescarles  la  triste  imagen  de  la  muerte.  Después, 
todos  los  del  cacicato  mudan  a un  sitio  algo  distante  los  tol- 
dos, temerosos  de  que  la  muerte  los  recorre  todos,  sino  la 
dejan  sola  en  descampado.  Esta  ceremonia  no  se  practica  si 
el  difunto  es  niño,  porque  la  muerte  de  estos  no  es  compa- 
rable con  la  de  los  adultos»  (2). 

Los  lenguas  también  destruyen  los  efectos  personales  y los 
animales  del  muerto,  con  la  idea  que  los  necesitará  en  la 
vida  futura.  Creen  que  en  el  caso  contrario,  el  ánima  del  di- 
funto frecuentaría  la  localidad  con  el  objeto  de  dañar  a los 
que  se  habían  posesionado  de  su  propiedad.  Como  ios  mba- 
yas, cambian  el  lugar  de  sus  aldeas.  Sus  habitaciones,  que 
son  simples  ramadas,  se  queman  (3).  Estas  costumbres  se 
hacen  extensivas  a todas  las  tribus  del  Chaco  y Boman  dice 
que  algunos  de  los  indios  de  Bolivia  y del  valle  de  Calcha- 
quíen  el  Noroeste  argentino  hacen  otro  tanto. 

Entre  los  indios  susques,  todos  los  efectos  de  los  difuntos 
se  llevan  al  río,  donde  se  reúnen  todos  los  miembros  déla 
familia  para  lavarlos.  Para  esta  ceremonia  se  lleva  una  llama 
nueva  o un  corderito,  de  color  negro.  Se  matan  estos  ani- 
males, punzándoles  el  corazón  con  un  instrumento  afila- 
do. Después  de  dejar  correr  la  sangre,  la  rotura  de  la  piel 
se  cose  con  cuidado.  En  seguida  los  anin  ales  son  adornados 
con  cintas  negras  y se  amarra  un  cordel  negro  al  cuello.  So- 

(1)  Hernández  de  Oviedo  y Valdés,  Gonzalo. — Historia  General  de  las 
Indias. 

(2)  Padre  José  Sánchez  Labrador. —El  Paraguay  Católico.  Tomo  II 
p.  48. — Buenos  Aires.  1910. 

(3)  An  uriknowti  People. — Ob.  cit.  pp.  122,  162  y 169. 


36 


RICARDO  E.  LATCHAM 


bre  las  espaldas  del  sacrificio  se  amarra  por  medio  de  otros 
cordelitos  negros,  pequeños  sacos  que  contienen  comestibles 
y coca.  Este  llamita  se  denomina  maletero  del  alma.  El  lle- 
va las  provisiones  del  muerto  para  el  viaje  al  otro  mundo. 
El  corderito  sirve  de  alimento  al  fallecido.  Los  dos  animali- 
tos se  entierrana  más  o menos  doscientos  metros  de  la  ca- 
baña del  difunto.  En  Abrapampa  practican  la  misma  cere- 
monia. 

En  el  valle  Calchaqui  también  se  usa  la  costumbre  de 
lavar  los  efectos  del  muerto  y se  baña  asimismo  al  esposo 
sobreviviente.  Los  indios  susques  guardan  los  efectos  lavados 
para  el  uso  de  los  herederos,  pero  los  calchaquíes  no  se  sirven 
de  ellos  por  alo  menos  un  año  ya  veces  los  queman,  como 
lo  hacen  también  muchos  de  los  indios  bolivianos. 

La  costumbre  de  lavar  los  bienes  del  difunto  es  esencial- 
mente peruana,  como  lo  demuestra  la  descripción  de  esta 
ceremonia,  inserta  en  las  listas  de  las  superticiones  deles 
indios  del  Perú  que  dan  el  Padre  Arriaga  y el  arzobispo  de 
Lima,  Don  Pedro  de  Villa  Gómez.  «En  algunos  pueblos  de 
los  llanos,  diez  dias  después  de  la  muerte  del  difunto,  se 
junta  todo  el  ayllo  y parentela,  y llevan  al  pariente  más 
cercano  a la  fuente,  o corriente  del  río,  que  tienen  señalado 
y le  cebullen  tres  veces  y lavan  a la  ropa  que  era  del  di- 
funto, y luego  se  hace  una  merienda,  y el  primer  bocado  que 
mascan  lo  echan  fuera  de  la  boca,  y acabada  la  borrachera 
.se  vuelven  a casa  y barren  el  aposento  del  difunto,  y echan 
la  basura  fuera,  cantando  los  hechizeros,  y esperan  cantando, 
y bebiendo  toda  la  noche  siguiente  al  ánima  del  difunto,  que 
dicen  que  ha  de  venir  a comer  y beber;  y cuando  están  ya 
tomados  del  vino  [dicen  que  viene  el  ánima,  y le  ofrecen 
derramándole  mucho  vino,  y a la  mañana  que  ya  está  el  áni- 
ma en  Zamavhuaci,  que  quiere  decir  casa  de  descanso,  y que 
no  bolverá  más»  (1) 


(1)  Boman.  Eric. — -Antiquités  de  la  région  Andine  de  la  République 
Argentine  et  du  Désert  d’  Atacama,  Tomo  II.  p.  519,  520.  París  1908. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


37 


Entre  los  mapuches  prevalece  la  misma  superstición,  pero 
el  uso  y el  instinto  déla  economía  ha  modificado  un  poco  la 
costumbre.  Guevara  dice:  «No  solamente  el  cuerpo  es  objeto 
tabuado,  sino  también  los  muebles  y la  ropa  que  han  reci- 
bido su  contacto  material,  participan  de  su  virtud  nociva- 
Ningún  mapuche  se  atreve  a usar  las  prendas  sobrantes  de 
un  muerto.  Suele  venderlas  en  otras  reducciones  apartadas 
de  la  suya  (1). 

Relacionada  con  el  temor  de  habitar  las  casas,  chozas  o 
toldos  en  que  había  muerto  alguna  persona,  encontramos 
otra  costumbre,  bastante  repartida;  que  si  no  supiéramos  su 
origen  y motivos,  encontraríamos  especialmente  bárbara;  la 
de  retirar  a los  moribundos  de  las  viviendas  para  dejarlos 
morir  afuera.  Esto  se  hace  para  que  no  queden  contaminadas 
las  habitaciones,  lo  que  les  obligaría  a destruirlas. 

Hemos  visto  que  esta  costumbre  obtiene  entre  los  apa- 
ches o navahos. 

Los  indios  de  Puerto  Rico,  según  Herrera,  frecuentemente 
sacaban  a los  enfermos  de  sus  casas,  si  creían  que  no  había 
esperanza  de  que  sanasen.  Los  esquimales  hacen  la  misma 
cosa.  Turner  dice  que  cuando  se  acerca  la  muerte,  los  parien- 
tes más  próximos  sacan  a los  moribundos  hasta  el  exterior  de 
las  casas  para  impedir  que  la  muerte  penetre  en  ellas  (2). 
Boas  dice  la  misma  cosa  de  ellos;  pero  agrega  que  entre  las 
tribus  centrales,  hacen  una  pequeña  choza  en  la  cual  se  aban- 
dona al  enfermo,  con  una  pequeña  cantidad  de  provisiones; 
pero  sin  acompañantes.  Mientras  no  hay  temor  de  una  muerte 
inmediata  puede  ser  que  los  parientes  y amigos  le  visiten, 
pero  cuando  ven  que  la  muerte  se  aproxima  le  abandonan  a 
su  suerte.  Si  sucede  que  una  persona  muere  en  una  habitación 
ocupada  por  otras,  todo  lo  que  hay  adentro  debe  ser  des- 

(1)  Guevara  Tomás. — Psicología  del  Pueblo  Araucano,  p.  266.  Santiago, 
1908. 

(2)  Turner  Lucien  M. — Ethnology  of  the  Ungava  District,  Hudson  Bay 
Territory.  XI.  Report.  Bureau  of  American  Ethnology,  p.  191.  Washing- 
ton. 1890. 


38 


RICARDO  E.  L \TCHA\I 


truído  o arrojado;  aun  las  herramientas  no  pueden  usarse 
más  (1). 

Que  no  son  nuevas  estas  supersticiones  éntrelos  esquima- 
les lo  aprendemos  de  Ellis,  quien  en  1746  observó  costumbres 
semejantes. 

Dice  en  la  relación  de  su  viaje,  que  los  esquimales  de  la 
Bahía  de  Hudson  lo  miraban  como  una  obligación  social, 
estrangular  a sus  parientes  ancianos,  que  ya  no  podían  man- 
tenerse. 

«El  viejo,  después  de  haber  visto  abrir  la  fosa  que  le  iba 
a servir  de  tumba,  bajaba  a ella  voluntariamente,  y fumaba 
por  última  vez  su  pipa,  declarándose  luego  listo  para  mo- 
rir. Dos  hombres  vigorosos  le  torcían  una  soga  al  cuello  y 
tiraban  de  los  extremos  en  direcciones  opuestas,  hasta  que  se 
extinguía  la  vida.  Se  cubría  el  cadáver  con  un  poco  de  tie- 
rra y se  elevaba  un  montoncito  de  piedras  encima  déla  tum- 
ba (2). 

Los  caribes  délas  costas  del  golfo  de  México  y Mar  Cari- 
beo,  cuando  consideraban  que  una  persona  estaba  próxima  a 
su  fin,  la  llevaban  a los  bosques  y la  dejaban  en  una  hama- 
ca suspendida  de  los  árboles.  En  seguida  se  ponían  a bailar 
a su  rededor  hasta  la  tarde  y,  dejándola  suficientes  provi- 
siones y agua  para  alimentarse  por  cuatro  días,  se  volvían  a 
sus  casas.  Si  se  restablecía  y tornaba  a la  población  le  reci- 
bían con  grandes  ceremonias  de  júbilo,  pero  si  moría  por 
efecto  de  su  enfermedad  o por  hambre,  nadie  se  acordaba 
más  de  él  (3). 

Los  lenguas  (como  casi  todas  las  tribus  del  Chaco)  cuan- 
do les  parece  inminente  la  muerte,  sacan  al  moribundo  de 
la  agrupación,  y le  tienden  en  el  suelo  a alguna  distancia, 


(1)  Boas.  Dr.  Franz. — The  Central  Eskimo.  VI.  Annual  Report.  Bureau  of 
Ethnology  p.  612.  Washington,  1S88. 

(2)  Ellis,  Henry. — Voyage  to  Hudson’s  Bay.  London,  1748. 

(3)  Irving, Washington. — Viajes  y Descubrimientos  de  los  compañeros  de 
Colón.  Nueva  York,  1860. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


39 


cubriéndole  con  una  estera,  aun  cuando  esté  completamen- 
te conciente. 

No  toman  en  cuerit  i la  comodidad  del  enfermo  en  este 
momento;  se  le  puede  quemar  el  sol  de  medio  día,  para  au- 
mentar sus  sufrimientos;  o pueden  estar  cayendo  lluvias  tro- 
picales: o quizás  le  hiela  el  viento  frío  del  invierno,  pero  esto 
no  les  importa.  Cerca  de  él  se  hacen  los  preparativos  para 
el  entierro.  El  los  ve  y oye  la  discusión  sobre  la  manera  de 
disponer  del  cadáver.  Se  puede  imaginar  cuáles  serán  los 
sentimientos  del  pobre  abandonado.  Nadie  le  compadece,  n 
le  hacen  caso.  A menudo  sufre  las  agonías  de  la  sed;  pero 
a nadie  se  le  ocurre  darle  de  beber. 

Los  que  han  sido  nombrados  para  hacerle  el  entierro,  es- 
peran hasta  media  hora  antes  de  la  puesta  del  sol— salvo 
que  el  enfermo  haya  muerto  antes — y entonces  muerto  o 
vivo;  si  no  hay  esperanza  que  dure  hasta  el  día  siguiente;  se 
principia  el  entierro,  que  debe  terminarse  antes  del  oscure- 
cer (1). 

El  doctor  Chervin  cuenta  lo  mismo  de  los  Tobas  y agrega 
que  los  moribundos  son  a menudo  ultimados  a golpes  de 
macana,  o sepultados  vivos.  Si  es  mujer  con  niño  de  pecho, 
éste  se  entierra  vivo  junto  con  su  madre  (2). 

Los  mundurucus  lo  consideran  un  acto  de  cariño  matar  a 
los  individuos  enfermos  que  tienen  poca  esperanza  de  mejo- 
rarse y los  hijos  matan  a sus  padres  cuando  estos  no  pueden 
gozar  más  de  la  caza,  los  bailes  y las  fiestas  (3). 

Los  puelches  de  las  pampas  dePatagonia  «sacan  a los  en- 
fermos moribundos  de  la  habitación  para  que  no  la  conta- 
minen; si  alguno  muere  en  ella  todos  la  desamparan  como 


(1)  An  Unknown  People. — Ob.  cit.  p.  161 

(2)  Chervin.  Dr.  Arthur. — -Antkropologie  Bolivienne.  Tomo  I,  p.  139 
Paris  1908. 

(3)  Cbandless  W. — Notes  on  the  Tapajos,  Purus,  and  Aquiry.  Journal  of 
the  Royal  Geographical  Society.  London,  1863  y 1868 


40 


RICARDO  E,  LATCHAM 


apestada  por  el  chahuelli  (espíritu  maligno)  que  entró  en 
ella  (1). 

Los  araucanos,  pehuenches  y patagones  guardaban  las 
mismas  supersticiones  y costumbres,  como  lo  hacían  igual- 
mente los  fueguinos  quienes  estrangulaban  a los  gravemente 
enfermos  (2). 

Entre  muchas  de  aquellas  tribus  que  no  destruían  las  habi- 
taciones en  que  había  sucedido  una  muerte,  existía  una 
costumbre  supersticiosa  de  tratar  de  engañar  al  espíritu. 
Creían  que  el  ánima  sólo  podía  volver  a su  antigua  residen- 
cia por  el  mismo  camino  donde  había  salido  el  cadáver. 
Para  evitar  esto,  eran  diversas  las  medidas  tomadas,  algu- 
nas de  ellas  bastante  curiosas.  Una  de  las  más  generales  era 
de  abrir  un  boquete  en  uno  de  los  muros,  o de  cortar  un 
paso  en  los  cueros  que  formaban  los  toldos.  Después  del  en- 
tierro estos  egresos  eran  cuidadosamente  remendados,  de 
modo  que  cuando  llegaba  el  ánima  buscando  el  camino  por 
donde  había  salido  se  hallaba  sin  entrada. 

Los  esquimales  sacaban  los  muertos  por  la  ventana  si  era 
casa  y 'por  una  abertura  cortada  en  los  cueros  si  era  una 
tienda  (3)  donde  habían  fenecido;o  a veces  por  el  portillo  de- 
jado en  el  techo  para  el  paso  del  humo,  pero  jamás  por  la 
puerta  (4).  Los  indios  tlinglit  de  Alaska  removían  los  muer- 
tos por  un  portillo  que  abrían  en  la  parte  posterior  de  sus 
casas,  desclavando  una  tabla,  que  tan  luego  como  habían  pa- 
sado era  remachado  de  nuevo  (5).  Los  navahos,  que  ahora 


(1)  Fonck,  Francisco. — Viajes  de  Fray  Francisco  Menéndez  a Nahuel- 
huapi,  p.  62.  Valparaíso,  1900. 

(2)  Bridges,  Rev.  Thomas. — Los  fueguinos.  Conferencia  dada  en  Buenos 
Aires  el  18  de  Agosto  de  1886  y publicada  en  el  «Ferrocarril»  de  Santiago  el 
4 de  Septiembre  del  mismo  año. 

Coazzi  Antonio. — Ob.  cit.  Revista  de  la  Soc.  Chilena  de  Hist.  y Geog. 

(3)  Nansen,  Fridtjof. — Eskimo  Life,  p.  245,  London,  1893. 

(4)  Nelson,  E.  W. — The  Eskimo  ahout  Behring  Strait,  p.  311.  XVIII 
Annual  Report  of  the  Bureau  of  Et.hnology,  AVashington,  1899. 

(5)  Swanton  J.  R. — Social  condition,  beliefs  and  linguistic  relationship 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


41 


eonstruyen  casas  de  piedra,  sacan  los  muertos  por  las  ven- 
tanas, que  no  se  vuelven  a abrir  por  un  año. 

Son  numerosas  las  tribus  que  lo  consideran  una  contamil 
nación  tocar  los  muertos  o sus  posesiones  y las  personas 
obligadas  a efectuar  los  entierros  tienen  que  pasar  por  cere- 
monias de  purificación  y cierto  sistema  de  tabú  o prohibi- 
ciones. 

La  interdicción  de  ciertos  alimentos  o trabajos  a los  que 
han  tenido  que  tocar  los  muertos  es  muy  común  entre  los 
pueblos  primitivos,  no  sólo  en  América  sino  en  todas  partes 
del  mundo. 

Entre  los  kutchines,  las  personas  que  han  preparado  el 
cadáver  para  su  entierro  y han  efectuado  la  sepultación  se 
someten  a un  baño  de  vapor  y no  pueden  comer  carne 
por  cuatro  días.  Las  mismas  personas,  entre  los  esquimales 
se  consideran  contaminados  por  algún  tiempo  y tienen  que 
privarse  de  ciertos  alimentos.  El  día  en  que  muere  una  per- 
sona. a nadie  en  la  agrupación  se  le  permite  trabajar  y los 
parientes  del  difunto  tienen  que  abstenerse  del  trabajo  du- 
rante los  tres  días  subsiguientes.  Es  especialmente  prohi- 
bido durante  este  tiempo  el  uso  de  instrumentos  cortantes 
o punzantes,  por  temor  de  herir  o lastimar  al  ánima,  que 
puede  estar  presente  a cualquier  momento,  y si  fuera  lasti- 
mada accidentalmente  pudiera  enojarse  y traer  enfermeda- 
des o la  muerte  a los  presentes.  Tampoco  deben  meter 
ruidos  repentinos  o discordantes  que  pudiesen  molestar  las 
ánimas.  Por  la  mañana  del  tercer  día,  antes  de  desayunar  to- 
dos los  de  la  agrupación,  hombres,  mujeres  y niños  se  bañan 
en  orines,  que  creen  los  purifica  de  cualquier  efecto  nocivo 
que  puede  derivarse  de  la  proximidad  del  espíritu,  y al  mis- 
mo tiempo  les  endurece  la  carne,  dejándola  aprueba  de  fu- 
turas influencias  del  ánima  (1). 


of  the  Tlinglit  Indians,  p.  430.  XXVI.  Animal  Report  of  the  Burean  of 
American  Ethnology.  Washington,  1900. 

(1)  The  Eskimo  about.  Bering  strait.  Ob.  cit.  págs.  311  y sig. 


42 


RICARDO  E.  LATCHAM 


Los  zuñi,  los  sia  y otras  tribus  de  Nuevo  México  y Arizona 
lavan  el  cadáver  ántes  de  enterrarlo.  Si  la  persona  que 
muere  es  casada,  el  marido  o la  mujer  que  sobrevive  es  tam- 
bién bañado  por  una  mujer  del  clan  del  muerto.  Guando 
muere  un  niño,  ambos  padres  son  bañados,  pero  no  se  bañan 
a los  niños  si  mueren  los  padres  (1). 

Las  ceremonias  de  purificación  y los  tabus  impuestos  a 
los  parientes  de  los  muertos  por  los  lenguas  son  curiosos. 

Cuando  los  encargados  del  entierro  vuelven  después  de 
cumplida  su  tarea,  beben  una  cantidad  de  agua  caliente  y 
se  lavan  de  pie  a cabeza.  En  seguida  se  encienden  algunos 
trozos  de  palo  santo  que  son  llevados  al  rededor  de  la  aldea. 
Se  cava  un  hoyo  para  recibir  las  cenizas  de  todos  los  fuegos, 
las  que  son  cuidadosamente  recogidas  y sepultadas.  La  ra- 
zón de  esta  curiosa  costumbre  es  la  siguiente.  Se  supone 
que  las  ánimas  de  los  muertos  vuelven  frecuentemente  a la 
aldea  donde  murieron.  Estas  visitas  tienen  lugar  invariable- 
mente un  poco  antes  del  amanecer.  El  ánima  siente  frío  y 
si  encuentra  un  fuego  trata  de  resuscitar  el  rescoldo.  Si  está 
completamente  apagado  se  enoja  y desparrama  las  cenizas 
y si  algún  indio  incauto  las  pisa  después;, se  expone  a muchas 
calamidades.  Para  evitar  esto  entierran  todas  las  cenizas 
cuando  ha  sucedido  una  muerte  y trasladan  los  toldos  a otra 
parte. 

Los  parientes  cercanos  entran  a la  nueva  aldea  muy  arro- 
pados y viven  aparte  por  un  mes,  comiendo  solos  y jamás 
participan  de  la  olla  común.  Son  mirados  como  contamina- 
dos hasta  que  termina  el  periodo  del  duelo,  cuando  son  pa- 
rificados con  agua  caliente.  Solo  entonces  se  hace  la  fiesta 
fúnebre.  Después  de  otros  ritos  son  permitidos  participar 
de  nuevo  en  la  vida  comunal (2).  Estas  costumbres  son  segui- 
das sobre  poco  más  o menos  por  todas  las  tribus  del  Chaco. 

(1)  Stevenson,  Matilda  Coxe.  The  Sia.  XI  Annual  Report  of  the  Bureau 
of  Ethnology,  Washington,  1894. 

(2)  An  Unknown  People,  Ob.  cit. , p.  168. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


43 


Boman  menciona  que  los  indios  de  la  Puna  de  Atacama 
se  bañan  y también  lavan  los  efectos  de  los  difuntos,  des- 
pués de  un  entierro  (1). 

Los  vuntakutchines  de  Alaska,  después  de  haber  estado 
ocupados  en  la  cremación  o sepultura  de  un  muerto,  no 
comen  carne  por  un  año,  porque  creen  que  si  lo  hicieran 
ellos  también  morirían  (2). 

Los  guaicurus  abstienen  de  comer  pescado,  carne  de  ciervo 
y ciertos  otros  alimentos  durante  los  dos  o más  meses  que 
dura  el  duelo  (3). 

A veces  la  purificación  se  extiende  hasta  el  cadáver.  Algu- 
nas tribus  de  los  indios  kalish  de  Colombia  Británica,  lavan 
el  muerto,  o lo  bañan,  arreglando  el  pelo  y pintándole  la  cara 
en  seguida.  Empolvan  la  cabeza  del  difunto  con  el  plumón  o 
flor  de  la  totora  o junquillo,  que  consideran  potente  contra 
las  influencias  malignas  que  generalmente  acompañan  la  aso- 
ciación con  los  muertos  (4).  Los  deudos  también  se  bañaban 
después  del  entierro  (5). 

Es  curioso  ver  el  recelo  con  que  los  pueblos  primitivos  se 
guardan  de  pronunciar  los  nombres  de  los  muertos.  Algu- 
nas veces  esta  prescripción  sólo  dura  por  un  período  deter- 
minado; pero  con  frecuencia  es  perpetua. 

Algunas  tribus  aun  cambiaban  ciertas  palabras  de  su  vo- 
cabulario, cuando,  como  era  común,  el  nombre  del  muerto 
se  derivaba  de  algún  objeto  o animal  familiar.  Entre  los 


(1)  Antiquités  déla  Région  Andine.  ob.  cit.  p.  520.  Tomo  II. 

(2)  Schmitter.  Smithsonian  Miscellaneous  Collections.  Vol.  LVI.  n.°  4, 
1910. 

(3)  El  Paraguay  Católico.  Tomo  II,  p.  49,  Ob.  cit. 

(4)  Hill  Tout.  Charles.  Report  on  the  Ethnology  of  tlie  Stlatlumh  of  Bri- 
tich  Columbia.  Journal  of  the  Anthropological  Institute  of  Gt.  Britain  & 
Ireland.  Vol.  XXXV.  Tomo  I,  pp.  126  y sig.  London,  1905. 

(5)  Hill  Tout.  Charles.  Etnnological  report  on  the  Stseelis  and  Skaulits 
tribes.  Journal  of  the  Anthropological  Institute  of  Gt.  Britain  & Ireland. 
Vol.  XXXIV.  Tomo  II,  pp.  311  y sig.  London.  1904. 


44 


RICARDO  E.  LATCHAM 


kiowas  la  muerte  de  un  individuo  obligaban  todos  los  de- 
más miembros  de  la  familia  a cambiar  sus  nombres,  mien- 
tras todos  los  términos  de  la  lengua  que  recordaban  el 
nombre  del  difunto  eran  suprimidos  durante  un  período 
de  años  (1). 

Entre  los  esquimales,  según  Iíolm,  el  temor  de  mencionar 
el  nombre  del  difunto  es  tan  grande  que  cuando  hay  en  la 
misma  agrupación  dos  o más  personas  que  llevan  el  mismo 
nombre,  los  sobrevivientes  cambian  los  suyos,  y cuando  se 
han  derivado  de  algún  animal,  objeto  o idea  abstracta  la 
palabra  que  lo  designa  también  se  cambia. 

De  este  modo  la  lengua  es,  sujeta  a constantes  cambios, 
porque  los  nuevos  términos  son  aceptados  por  la  tribu  en- 
tera (2). 

La  misma  costumbre  se  encuentra  muy  repartida  entre 
los  indios  de  Norte  América,  del  Chaco  y de  ja  Patagonia. 

Entre  los  indios,  el  nombre  juega  un  gran  papel.  Es  consi- 
derado como  una  posesión  personal,  una  parte  de  la  indivi- 
dualidad de  la  persona  y como  tal  no  debe  ser  usado  indebi- 
damente por  personas  extrañas.  Hemos  visto  que  algunas 
tribus  creen  que  el  cuerpo  posee  dos  o mas  ánimas  y el  nom- 
bre es  casi  siempre  una  de  ellas  o de  alguna  manera  íntima- 
mente ligado  con  ellas. 

Los  nombres,  mirados  como  propiedad  intrínseca,  podrían 
ser  empeñados,  prestados,  regalados,  o abandonados;  por 
otra  parte  podrían  ser  adoptados  por  otros  sin  el  consenti- 
miento del  dueño  y ser  maltratados  o ultrajados  por  ven- 
ganza. 

Por  todas  partes,  la  posesión  del  nombre  se  guardaba  con 
mucho  celo  y era  considerado  poco  cortés  y aún  insultante 
el  llamar  a un  individuo  por  su  nombre.  Muchos  indios  te- 
men pronunciar  su  propio  nombre,  y cuando  alguien  se  lo 


(1)  Handbook  of  American  Indians.  (Art.  Ñames  y Naming).  Tomo  II 
17.  Smithsonian  publications  Buletin  30.  1910. 

(2)  Meddelelser  om  Gronland.  Ob.  cit..  p.  111. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


45 


pregunta,  se  niegan  a darlo  o ruegan  a otra  persona  que  lo 
repita  (1). 

Los  maidu,  los  esquimales,  los  araucanos  y muchos  otros 
pueblos  tenían  esta  costumbre. 

Smith,  describiendo  las  costumbres  de  los  araucanos  re- 
lata lo  siguiente:  «La  repulsión  de  dejarse  retratar  es  uni- 
versal entre  este  pueblo;  porque  como  son  muy  supersticio- 
sos y creen  en  la  magia,  temen  que  el  que  posee  el  retrato 
puede  dañar  o destruir  a la  persona  representada.  El  mismo 
temor  supersticioso  se  nota  también  en  cuanto  a sus  nom- 
bres y pocos  son  los  indios  que  le  dirán  como  se  llaman,  por 
miedo  de  que,  sabiéndolo,  uno  puede  adquirir  algún  poder 
sobrenatural  que  redundaría  en  su  contra.  Un  día  pregunté 
su  nombre  a nuestro  compañero  indio  y me  contestó: — No 
tengo.  Creyendo  que  no  me  había  comprendido,  le  volví  a 
preguntar,  y dijo: — No  sé. 

Yo  pensé  que  mi  mapuche  no  era  intelegible;  pero  Sán- 
chez me  dijo  después  que  había  hecho  bien  la  pregunta  y me 
explicó  la  causa  por  que  no  me  había  querido  contestar  el 
indio»  (2). 

Los  stseelis,  tribus  de  la  Colombia  Británica  tienen  tres 
términos  distintos  que  emplean  cuando  hablan  de  los  muer- 
tos: 

Te  smesteuqsetl.  = La  gente  del  otro  mundo. 

Sela-anita.  — El  finado. 

Te  spolakuetsa.  — Espíritu,  ánima,  o aparición  del  muerto. 

No  hablan  nunca  de  una  persona  que  ha  fallecido,  lla- 
mándola por  su  nombre  (3). 

Esta  reticencia  por  parte  de  los  indios,  parece  deberse  da 
parte,  al  hecho  de  que,  a cada  hombre  como  también  a cañe 


(1)  Ñames  and  aming,  Ob.  cit.,  p.  17. 

(2)  Smith,  Edmond  Reuel.  The  Araucanians,  p.  223,  New  York,  1855. 

(3)  Ethnological  Report  on  the  Stseelis,  Ob.  cit.,  p.  321. 


RICARDO  E.  LATCHAM 


4fi 


objeto  se  le  supone  tener  un  nombre  propio  que  expresa  tam- 
bién su  naturaleza  íntima,  que  llega  a identificarse  con  ella 
y asume  en  sus  ojos  un  carácter  sagrado.  Creen  que  una  vez 
conocido  el  nombre,  se  conocen  también  las  cualidades  in- 
trínsecas, y que  este  conocimiento  puede  usarse  en  su  detri- 
mento. 

Por  lo  tanto,  un  individuo  puede  perder  su  principal 
fuerza  si  se  divulga  su  nombre.  Siguiendo  esta  idea,  imagi- 
nan que  los  muertos  tampoco  quieren  que  se  les  nombre,, 
porque  al  hacerlo  se  pudiera  estorbar  su  tranquilidad  y así 
provocar  su  mala  voluntad. 

Se  cree  también  que  hay  una  afinidad  espiritual  entre  dos 
personas  del  mismo  nombre  y que  las  características  de  un 
muerto  se  transmiten  a la  persona  que  ha  recibido  su  nombre 
como  recuerdo,  quien  además,  se  encuentra  en  el  caso  de  de- 
safiar las  influencias  que  han  causado  la  muerte  de  su  toca- 
yo. Si  éste  ha  muerto  ahogado,  el  que  ha  recibido  su  nombre 
se  encuentra  especialmente  expuesto  a los  peligros  del  mar, 
lagos  o los  ríos;  pero  no  debe  temerlos. 

Otra  curiosa  superstición  común  a muchos  pueblos,  no  sólo 
en  América,  sino  en  todas  partes  del  mundo,  es  la  creencia 
en  la  imposibilidad  délas  ánimas  de  cruzar  el  agua. 

La  Flesche,  hijo  de  un  cacique  omaha,  quien  se  ha  dedi- 
cado a la  conservación  del  folklore  de  su  tribu,  dice  que  las 
ánimas  no  pudieron  cruzar  un  arroyo.  Si  una  persona  fuera 
perseguida  por  un  ánima,  corría  hacia  el  arroyo  más  cerca- 
no, lo  vadeaba  o lo  saltaba  y así  quedaba  en  salvo.  Por  pe- 
queño que  fuera,  formaba  una  barrera  impasable  para  su 
perseguidor  (1). 

Es  probable  que  esta  idea  ha  sido  la  causa  porque  tantos 
pueblos  han  colocado  su  tierra  de  los  muertos  al  otro  lado  del 
mar  o de  un  río,  para  pasar  el  cual  las  ánimas  tienen  que 


(1)  Fletcher,  Mico  C.  y La  Flesche,  Francis. — The  Omaha  Tribe,  p. 
591.  XXVII  Annual  Report  of  the  Bureau  of  Ethnology,  Washington, 
1911. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


47 


valerse  de  la  ayuda  de  brujas  o demonios  y de  donde  no  pue- 
den volver. 

Leyenda  de  esta  naturaleza  fué  la  del  río  Estigia  y el  bo- 
tero Caronte  y se  encuentran  otras  semejantes  entre  muchos 
pueblos. 

Los  chibchas  creían  que  el  país  délas  sombras,  hallábase 
en  el  centro  de  la  tierra  y que  los  muertos,  sombras  livianas, 
llegaban  a él  después  de  cruzar  un  ancho  río  en  un  esquife 
hecho  de  tela  de  araña,  insecto  que  tenían  por  sagrado  (1). 

Entre  los  araucanos  existían  numerosas  leyendas  al  efec- 
to. Rosales  dice  que  era  tradición,  que  tan  luego  como  que- 
daba sepultado  el  cadáver,  el  ánima  se  encaminaba  hasta  la 
orilla  del  mar,  donde  una  vieja  llamada  trempilcahue  (trans- 
portadora de  almas)  convertida  en  ballena,  la  conducía  al 
otro  lado,  donde  había  que  pagar  un  tributo  a otra  vieja, 
quien  en  caso  contrario  se  le  arrancaba  un  ojo  (2). 

Casi  todos  los  indios  de  las  praderas  de  Norte  América, 
creen  que  el  país  de  los  espíritus  se  encuentra  al  oeste  y que 
para  llegar  a él  es  preciso  cruzar  un  gran  río  en  canoa  (3). 

Las  supersticiones  corrientes  respecto  de  las  ánimas  son 
tan  numerosas  que  sería  tarea  interminable  tratar  de  expo- 
nerlas todas.  Indicaremos  algunas  solamente  que  tienen  re- 
lación directa  con  las  costumbres  funerarias.  Los  tetones 
(sioux)  creen  que  el  ánima  o sombra  es  íntimamente  ligada 
con  el  cabello.  Cortan  un  mechón  de  la  frente  del  difunto 
el  que  es  guardado  por  los  parientes  más  cercanos,  y se  supo- 
ne que  el  ánima  retiene  su  lugar  en  el  círculo  familiar  hasta 
que  el  mechón  o cadejo  se  sepulta.  Tusan  la  cola  y crin  del 
caballo  del  muerto,  y no  se  les  permite  crecer  hasta  que  el  ca- 
bello del  extinto  haya  sido  enterrado  y que  el  ánima  parta  a 
su  nueva  morada  (4). 

(1)  Geografía  de  Colombia,  por  Elisée  Reclus,  traducido  al  español 
por  P.  J.  Vergara  y Velasco,  1903. 

(2)  Rosales,  Padre  Diego  de. — Historia  General  del  Reino  de  Chile,  3 
tomos.  Valparaíso,  1877. 

(3)  Handbook  of  American  Indians. — Art.  Soul,  p.  608. 

(4)  A Study  of  Siouan  Cults Ob.  cit.  pp.  484-487. 


48 


RICARDO  E.  LATCHAM 


Los  asinniboines  creen  que  las  ánimas  de  los  malvados  y 
délos  cobardes  se  encierran  en  una  isla  de  donde  no  pueden 
escapar.  Los  cadáveres  de  los  valientes  no  son  depositados 
en  los  troncos  de  los  árboles  como  sucede  con  la  generalidad, 
sino  en  el  suelo,  porque  se  cree  que  son  capaces  de  defenderse 
de  todo  peligro  (1 ). 

Los  tetones  dan  tres  razones  para  no  sepultar  sus  muertos 
en  el  suelo:  1)  los  animales  o personas  pueden  andar  por  en- 
cima de  las  sepulturas;  2)  los  muertos  tendrían  que  yacer  en 
el  agua  y barro  después  de  una  lluvia  o nevazca;  3)  los  lobos 
podrían  desenterrar  y devorar  los  cadáveres  (2). 

Los  dakotas  creen  que  las  ánimas  de  los  que  no  han 
sido  tatuados  no  pueden  llegar  al  país  de  los  muertos. 
Una  vieja  está  apostada  en  el  camino  y examina  cada 
ánima  que  pasa.  Si  no  puede  hallar  las  marcas  del  tatuaje 
en  la  frente,  puños  o barba,  el  ánima  infeliz  es  arrojada  de 
un  alto  peñón  o de  alguna  nube  y cae  otra  vez  a la  tierra. 
No  pueden  andar  el  camino  de  nuevo  y permanecen  vagando 
en  este  mundo,  sin  tener  ninguna  morada  fija  (3). 

Las  ideas  de  los  esquimales  respecto  de  las  ánimas  son 
más  extrañas  aún,  pero  son  compartidas  en  parte  por  mu- 
chas tribus  indias.  El  alma  o ánima  es  independiente  y pue- 
de abandonar  el  cuerpo  por  un  tiempo  largo  o corto.  Así  lo 
hace  todas  las  noches  en  sueños.  Puede  perderse  o se  la  pue- 
den robar  por  medio  de  brujerías.  En  este  caso  se  enferma 
el  individuo  y tiene  que  ocupar  al  ángekok  (brujo)  de  su 
tribu  para  que  la  busque.  Si  por  casualidad  se  le  ha  pasado 
alguna  desgracia  el  individuo  muere  sin  remedio. 

Sin  embargo,  el  angekok  tenía  el  poder  de  proveer  una 
ánima  nueva,  o de  cambiar  una  enferma  por  otra  sana,  que 
obtenía  de  algún  animal  o de  un  niño  recién  nacido.  Pero 
la  cosa  más  curiosa  era  que  no  sólo  pudo  perderse  el  alma 


(1)  A Study  of  Siouan  Cults,  p.  4 0. 

(2)  A Study  of  Siouan  Cults,  p:  >. 

(3)  A Study  of  Siouan  Cults,  j . ís  :¡. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


49 


entera,  sino  que  podían  extraviarse  pedazos  de  ella;  en  ese 
caso  el  angekok  se  llamaba  para  ponerle  parches  o remen- 
darla (1). 

Los  pimas  creen  que  el  alma  se  la  lleva  al  otro  mundo 
una  lechuza;  por  eso  consideran  que  el  grito  de  ese  ave  es  un 
anuncio  de  la  muerte  (2). 

Los  ottowas  del  Canadá  creen  que  el  fundador  mítico  de 
una  de  sus  tribus  impuso  a sus  miembros  la  obligación  de 
incinerarlos  cadáveres  y de  esparcir  las  cenizas  por  los  aires. 
Si  dejaban  de  cumplir  este  mandamiento,  la  nieve  cubriría 
la  tierra  continuamente  y los  lagos  permanecerían  congela- 
dos (3). 

Los  calchaquíes  dejaban  al  muerto  con  los  ojos  abiertos 
para  que  pudiera  ver  bien  el  camino  al  país  adonde  decían 
era  llevado  a gozar  en  abundancia  de  lo  que  acá  apetecía  (4). 

Los  aimaráes  sepultan  con  los  cadáveres  délos  niños  una 
pequeña  escoba  de  ramas,  en  la  creencia  que,  como  demoran 
varios  días  en  el  camino  a la  gloria,  se  necesitarán  de  una  es- 
coba para  barrerlo  en  las  partes  más  ásperas  (ó). 

El  mismo  pueblo  cree  que  cuando  se  estorban  los  restos 
de  los  muertos  sigue  una  sequía.  Si  llueve  demasiado  expo- 
nen al  aire  una  calavera  sacada  de  las  chullpas  o sepultu- 
ras (6). 

Guando  la  Expedición  Científica  dirigida  por  los  señores 
Sénéchal  déla  Grange  y deCrequi  Montfort  hacían  excava- 


(1)  Eskimo  life. — Ob.  cit.  p.  228. 

(2)  Hodge,  F.  W. — The  Pima  indians — Bureau  of  American  Ethnolo- 
gy  Boletín  N.°  30,  p.  252.  Washington,  1910. 

(3)  Relations  des  jésuites.  Quebec,  1858. 

(4)  Lozano Historia  de  la  conquista  del  Paraguay,  Río  de  la  Plata  y 

Tucumín.  Tomo  I,  p.  429.  Ed.  Lamas. 

(5)  Bandalier,  Adolph  F. — The  Islands  of  Titicaca  and  Koati,  p.  85, 
Nueva  York,  1910. 

(6)  Bandalier  Adolph  F. — The  Islands  of  Titicaca  and  Koati,  p.  118  y 
nota,  Nueva  York,  1910. 

COSTUMBRES.— 4 


50 


RICARDO  E.  LATCHAM 


ciones  en  Tiahuanaco,  los  indios  imputaron  a esta  causa  la 
gran  sequedad  de  !a  estación  (1 1. 

Una  superstición  común  en  relación  con  los  espíritus  de 
los  niños  es  que  solos  no  podrían  hallar  el  camino  al  otro 
mundo.  Gomo  consecuencia,  algunas  tribus,  a la  muerte  de 
un  niño  de  tiernos  años,  matan  un  perro  para  que  el  espíritu 
de  éste  le  conduzca  por  el  sendero  que  debía  seguir. 

Egede  (2)  cita  esta  costumbre  entre  los  esquimales  y 
Cranz  (3)  la  confirma. 

Los  aztecas  mataban  un  perro  en  las  ceremonios  fúnebres 
y lo  incineraban  o lo  enterraban  junto  con  el  difunto. 

Su  oficio  era  de  conducir  el  ánima  del  muerto  a través  de 
las  aguas  profundas  de Chiulinahuapan  en  el  camino  ala  tie- 
rra de  los  muertos  (4). 

Los  tlinglits  también  mataban  un  perro  para  que  su  espí- 
ritu acompañase  al  muer  to,  para  espantar  los  animales  que 
pudieran  encontrar  en  el  camino  (5'. 

Joyee  dice  que  en  algunas  partes  los  muertos  fueron  escol- 
tados al  otro  mundo  por  perros  negros  y que  se  criaban 
grandes  números  de  estos  animales  con  el  fin  exclusivo  de 
saci  iíicarlos  en  los  funerales  (6). 

Los  esquimah-s,  las  tribus  del  Chaco  y otras  creían  que 
los  espíritus  dormían  durante  el  día,  porque  tenían  miedo  de 
la  luz  del  sol,  en  la  cual  se  hacían  visibles;  idea  que  se  debe 
pi  obablemente  al  hecho  de  que  las  sombras  y las  reflexiones 
solo  se  pueden  ver  en  la  luz. 

Los  tlinglits  daban  como  motivo  de  la  costumbre  de  cre- 
mación que  prevalecía  entre  ellos,  que  si  no  se  quemaba  el 
cadáver,  el  espíritu  no  podría  acercarse  al  fuego  en  la  casa 

(1)  Anthropologie  Bolivienne,  Ob.  cit„  p.  203. 

(2)  Egede,  Paul. — Efterretninger  om  Oronland,  p.  109. 

(3)  Cranz. — Historie  von  Gronland,  p.  301. 

(4)  TyW.  Prof.  E.  B. — Primitiva  Culture  II,  p.  472.  London,  1873. 

(5)  Tlinglit  Indiana,  Ob.  cit.,  p.  410. 

(6)  Joyee,  Tilomas  A. — South  American  Archaeology.  p.  144,  London 
1912. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


51 


de  las  ánimas , y tendría  que  permanecer  allí,  tiritando  de 
frío.  A veces  no  se  incineraba  el  cadáver  de  un  hombre  muy 
valiente  porque  se  creía  que  no  le  gustaría  quedarse  cerca 
del  fuego  como  la  gente  débil  (1).  Sus  ideas  respecto  de  la 
cosmología  y los  espíritus  de  los  muertos  son  muy  relacio- 
nadas. Gomo  es  general  entre  los  pueblos  primitivos,  con- 
ciben que  la  tierra  es  plana  y que  el  cielo  es  una  bóveda  só- 
lida. Dentro  de  estos  y especialmente  en  el  espacio  ence- 
rrado entre  los  dos,  habitan  innumerables  huestes  de  espíri- 
tus, llamados  yek.  Las  estrellas  son  casas  o pueblos,  la  luz; 
es  el  reflejo  del  mar.  El  sol  y la  luna  son  los  hogares  de  las 
ánimas.  El  arco  iris  es  el  camino  por  donde  pasan  los  espí- 
ritus de  los  muertos  en  su  viaje  a la  otra  tierra. 

El  ánima  de  una  persona  viva  se  llama  wasatu-wati— lo  que 
siente.  Guando  un  individuo  queda  sin  sentido  se  le  conside- 
ra muerto.  La  otra  ánima,  la  que  sobrevive  al  cuerpo  se  lla- 
ma gayahayi-- sombra,  y también  significa  retrato.  La  tierra 
de  los  muertos  la  pintan  como  un  lugar  de  felicidad,  ubicado 
en  el  sol,  la  luna  y las  estrellas.  Pero  el  muerto  no  llega  allí 
en  una  jornada,  porque  hay  varias  regiones  intermedias. 
Una  de  ellas  se  llama  casa  del  descanso.  Aquí  van  todos  los 
que  mueren  por  violencia.  Sólo  se  puede  llegar  a esta  región 
por  un  portillo  en  las  nubes,  pasando  por  una  escalera.  Los 
que  mueren  sin  ser  vengados  no  pueden  subir  la  escalera,  y 
quedan  en  las  nubes,  arrastrados  por  los  vientos. 

Debajo  de  la  tierra  existe  otra  región  donde  van  los  que 
mueren  ahogados,  y cualquier  alimento  mandado  a ellos  por 
los  deudos  se  echa  al  mar. 

Los  tlinglits  dicen  que  han  aprendido  todo  lo  concerniente 
a estos  lugares,  de  personas  que  han  resucitado  y que  se  les 
han  contado-  Aquí  vemos  las  influencias  de  los  sueños,  o de 
los  ataques  epilépticos.  Una  de  sus  leyendas  dice  que  murió 
cierta  persona  y hallando  tan  difícil  el  camino  a la  otra  tie- 
rra, volvió  sin  terminar  su  viaje.  Dijo  que  por  no  tener  cal- 


(1)  Tlintr) it  Indians,  Ob.  cit.,  p 430. 


52 


RICARDO  E.  LATCHAM 


zado  no  pudo  andar  y por  no  tener  guantes  se  laceraban  las 
manos.  Dijo  que  era  preciso  cantar  para  alegrar  el  camino 
para  los  viajeros  y que  se  debía  llevar  armas  para  prote- 
gerse contra  los  osos  y lobos  que  acechaban  las  ánimas.  In- 
sinuó que  como  habia  muchas  casas  allí  y tanta  gente,  era 
necesirio  ir  bien  vestido,  peinado  y pintado  si  no  querían 
pasar  vergüenza.  Les  advirtió  que  cuando  chisporrotea  el 
fuego  es  porque  los  espíritus  están  hambrientos.  Entonces 
es  preciso  echar  bayas,  grasa  u otros  alimentos  al  fuego  para 
que  estos  puedan  comer. 

En  vista  de  estas  noticias,  ahora  entierran  los  muertos 
con  sus  mejores  ropas,  les  ponen  calzado  y guantes,  y colocan 
un  cuchillo  en  la  mano  para  que  puedan  defenderse  de  las 
fieras.  Creen  que  en  el  primer  paradero  se  reúnen  todos  los 
espíritus  para  dar  la  bienvenida  al  recién  muerto  y para 
participar  de  los  comestibles  que  lleva;  por  eso  entierran 
con  los  muertos,  buenas  cantidades  de  provisiones. 

Creen  que  cuando  una  persona  muere  con  una  herida  o 
cicatriz  en  el  cuerpo,  al  reencarnarse  su  espíritu,  lo  que  a 
veces  sucedía,  la  misma  marca  se  encontraría  en  el  cuerpo 
del  recién  nacido. 

Suponen  que  los  moribundos  pueden  verlas  ánimas  desús 
antepasados  o deudos  que  han  muerto,  que  en  esa  ocasión 
llenan  la  habitación  (1). 

Los  zuñís  dicen  que  siempre  sepultaban  sus  muertos.  In- 
sisten que  en  caso  de  incinerar  los  cadáveres  no  habría 
lluvia,  porque  sus  muertos  son  los  u’wannami  (productores 
de  lluvia).  Creen  que  la  cremación  aniquila  el  ser  y que  de- 
saparece el  espíritu.  Las  criaturas  que  se  sepultan  sin 
haberse  perforado  las  orejas  no  pueden  ayudar  en  la  tarea 
de  hacer  llover  y tienen  que  llevar  canastos  llenos  de  sapos 
los  que  dejan  caer  al  suelo  cuando  están  trabajando  los 
uwannami.  En  vez  de  aros  llevan  sapos  en  las  orejas  (2). 


(1)  The  Tlinglit  Indians.  Ob.  cit.  pgs.  451  y siguientes, 

(2)  The  Zuñí  Indians.  Ob.  cit.  p.  305. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


53 


Los  omahas  mantenían  un  buen  fuego  al  lado  de  la  sepul- 
tura por  cua  ro  noches  después  del  entierro,  para  que  ilumi- 
ne el  camino  de  los  muertos  (1). 

Los  sioux  y los  assinneboines  también  practicaban  esta 
costumbre.  Los  patagones  cada  vez  que  querían  comuni- 
carse con  los  muertos,  encendían  un  fuego  nuevo.  En  todos 
estos  casos  era  preciso  producir  la  llama  por  medio  de  un 
pedernal  o pedazo  de  pirita.  No  se  podía  emplear  fuego 
obtenido  por  medios  usuales  sin  exponerse  a graves  peligros. 

El  espacio  no  nos  permite  prolongar  estas  citas,  pero 
basta  con  las  que  hemos  presentado,  para  demostrar  que  las 
principales  preocupaciones  de  los  indios,  en  su  relación  con  la 
vida  psíquica,  provenían  de  sus  creencias  animísticas  y el 
estudio  de  los  medios  de  hacer  inofensivos  los  poderes  sobre- 
naturales de  los  espíritus. 

(1)  The  Omaha  tribe.  Ob.  cit.  p.  592. 


CAPITULO  IV 


DISPOSICION  DE  LOS  MUERTOS 


Diferentes  maneras  adoptadas.  — Inhumación.  — Ataúdes. — Canastos. — 
Canoas. — Cajones. — Urnas. — Cadáveres  expuestos  en  catafalcos. — 
Restos  humanos  guardados  por  los  deudos.— Descarne  de  los  huesos. 
— Huesos  pintados. — Cremación. — Desecación  del  cadáver. — Restos 
humanos  sin  cráneo. — Cráneos  guardados  como  trofeos. — Cráneos  de 
deudos,  objetos  de  culto. — Antropofagia. — Costumbres  horripilantes 
de  los  indios  de  Colombia. — Canibalismo  de  los  araucanos. 


Son  muy  variadas  las  maneras  de  disponer  de  los  muertos 
entre  los  diferentes  pueblos.  Algunos  abandonan  simplemen- 
te los  cadáveres,  otros  los  sepultan,  y otros  aun  los  queman. 
Existen  tribus  que  guardan  los  despojos  mortales  desús 
deudos  en  sus  habitaciones  y los  llevan  consigo  cuando  mi- 
gran a otra  parte,  y no  faltan,  como  hemos  visto,  las  que  los 
devoran. 

La  costumbre  más  primitiva  y la  que  parece  haber  sido  casi 
universal  en  las  primeras  épocas  culturales  de  los  pueblos, 
era  la  de  abandonar  los  muertos  en  el  punto  donde  caían. 


56 


RICARDO  E.  LATCHAM 


Esto  lo  hacían  también  con  los  enfermos  cuando  no  podían 
caminar  mas. 

Después  de  la  domesticación  del  perro,  los  cadáveres  fue- 
ron a menudo  devorados  por  este  animal,  sin  que  esto  re- 
pugnara a los  sobrevivientes;  acostumbrados  como  estaban 
a considerar  al  hombre  cuando  moría  como  pasto  para  las 
fieras  y las  aves  de  rapiña.  Después,  cuando  nació  la  idea  de 
un  espíritu  como  entidad  independiente  del  cuerpo,  y éste 
llegó  a considerarse  como  solo  la  morada  de  aquél,  se  toma- 
ron las  medidas  para  proteger  y aun  para  conservar  el  cadá- 
ver. Muchos  fueron  loss  stemas  adoptados,  y variadas  las  ra- 
zones que  deducían  las  distintas  ir, bus  a favor  de  sus  cos- 
tumbres particulares.  Sin  embargo,  la  inhumación  o sepulta- 
ción de  los  cadáveres  siempre  ha  sido  el  método  más  emplea- 
do, aun  cuando  los  detalles  de  las  ceremonias  que  acompañan 
el  entierro  han  sido  muy  distintas  entre  los  diversos  pueblos, 
y a veces  entre  los  diferentes  grupos  de  un  mismo  pueblo. 

La  forma  más  simple  de  inhumación,  era  de  cavar  una 
fosa  poco  profunda  y de  echar  el  cuerpo,  vestido  o desnudo 
en  ella,  sin  mayores  ceremonias,  tapándolo  en  seguida  con  la 
tierra  que  antes  se  había  sacado.  Los  esquimales  de  Groen- 
landia y de  Labralor  hasta  fines  del  siglo  XVIII  no  habían 
avanzado  mas  allá  en  sus  sepulturas.  En  la  misma  época  los 
indios  seris  de  California  todavia  no  sepultaban  sus  muertos 
y solo  echaban  unas  ramas  encimas  del  cadáver  cuando  mo- 
ría un  individuo  en  la  vecindad  de  sus  chozas. 

Algunas  tribus  como  los  patagones,  los  araucanos,  las  tri- 
bus pescadoras  de  Costa  Rica,  los  esquimales  de  Baffin  Bay, 
ios  charrúas  délas  pampas  argentinas  y otras  levantaban 
un  montón  de  piedras  ( cairn ) sobre  la  sepultura,  o bien 
directamente  sobre  el  cadáver,  sin  hacer  previamente  una 
excavación. 

Otras  veces  las  sepulturas  eran  mas  pretenciosas  y como 
aquellas  délas  tribus  costinas  del  antiguo  Perú  eran  exca- 
vadas en  forma  de  pozo  profundo,  que  frecuentemente  se 
forraba  de  piedras,  de  cañas,  de  troncos  de  madera  y en  al- 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


57 


gunos  casos,  de  adobes.  Muchas  de  ellas  eran  abovedadas,  o 
tenían  una  división  en  fomia  de  techo  para  impedir  que  la 
tierra  pesara  directamente  sobre  el  cadáver.  Las  sepulturas 
abovedadas  eran  muy  comunes  entre  los  diaguitas,  los 
quechuas  i los  aimaraes;  como  también  entre  los  constructo- 
res de  los  mounds  y algunas  tribus  de  los  indios  pueblos.  Se 
obtiene  una  muy  buena  idea  de  la  forma  y disposición  de  esta 
clase  de  sepultura  por  los  grabados  del  trabajo  del  profesor 
Max  Uhle  sóbrelos  cónchales  de  Ancón,  Perú  (1). 

Algunas  de  las  sepulturas  se  hacian  con  mayor  cuidado. 
Las  excavaciones  se  forraban  de  lajas  de  piedra  de  tamaño 
mas  o ménos  grande,  generalmente  bien  ajustadas,  y que  for- 
maban una  especie  de  rajón  o cista.  Una  vez  depositado  en 
ellas  los  cadáveres  se  tapaban  cuidadosamente  con  otras  la- 
jas y se  las  cubrían  de  tierra.  Cistas  de  esta  clase  se  han  en- 
contrado er.  la  Araucanía,  pero  es  muy  probable  que  perte- 
necían a un  pueblo  anterior  a los  actuales  araucanos. 

En  casi  todas  partes  se  enterraba  el  cadáver  sin  ataúd. 

La  costumbre  más  generalizada  era  de  envoh  er  al  difunto 
eri  sus  prendas  de  vestir,  frazadas,  mantas,  ponchos,  este- 
ras, cueros,  etc.,  con  frecuencia  fajarle  bien  con  cordeles, 
sogas  o correas  y echarlo  así  a la  tumba.  En  esta  condición 
hallamos  las  momias  del  Perú,  las  del  Desierto  de  Atacama 
y las  del  noroeste  déla  Argentina.  Los  restos  hallados  en  las 
antiguas  tumbas  i las  observaciones  de  viajeros  durante  los 
últimos  tres  siglos,  nos  demuestran  que  esta  costumbre  era 
general  en  toda  la  América. 

Sin  embargo,  o por  el  desarrollo  de  sus  ideas  propias  o por 
su  contacto  con  pueblos  más  civilizados,  algunas  tribus  ha- 
bían comenzado  a usar  ataúdes  u otros  depositarios  en  que 
encerraban  los  muertos  antes  de  enterrarlos. 

Gomara  nos  cuenta  que  los  bogotás  encerraban  sus  re- 
yes en  ataúdes  de  oro  (2);  pero  la  única  prueba  auténtica  que 

1 Max  Uhle.  Die  Muschelhúgel  von  Ancón,  Perú , Proceedings  of  the 
X VIII  International  Congress  of  Americanists.  London. 

(2)  Gomara.  Francisco  López  de. — Historia  General  de  las  Indias. 


RICARDO  E.  LATCHAM 


58 


tenemos  de  esta  costumbre  es  el  hallazgo  de  una  urna  de  oro 
engastada  de  esmeraldas,  que  contenía  los  hu esos  de  un  ca- 
cique. Esta  urna  pesaba  1 4 kilogramos  y valía  1 ,700  libras  es- 
terlinas sin  contar  las  joyas  que  contenía.  Fué  hallada  por 
los  españoles  en  un  palacio  de  Tunja.  Gomara  nos  advierte 
que  urnas  funerarias  de  oro  y de  plata  también  se  usaban  en 
el  Perú  para  la  sepultación  de  los  restos  de  los  magnates; 
pero  no  tenemos  mayores  noticias  déla  costumbre. 

Cronau  dice  que  cuando  moría  el  monarca  de  Bogotá,  su 
cadáver  era  embalsamado  y encerrado  después  en  un  ataúd 
de  madera  de  palma,  enchapado  de  oro  (1). 

Nezahualpilli,  uno  de  los  príncipes  de  los  Aztecas,  cuando 
murió,  fué  incinerado  y sus  cenizas  depositadas  en  una  urna 
de  oro  (2). 

Indudablementé  la  madera  ha  sido  el  material  más  em- 
pleado en  toda  época  para  la  fabricación  de  cajas  mortuo- 
rias o ataúdes;  pero  no  ha  sido  el  único. 

Los  atures  del  Orinoco  a veces  depositaban  sus  muertos 
en  canastos  hechos  de  hojas  de  palma.  Gumilladice  que  va- 
rias de  las  tribus  caribes,  como  los  guáranos  o warraus,  con- 
servaban los  huesos  de  los  muertos  en  canastos  decorados; 
costumbre  que  se  extendió  a casi  todas  los  isleños  délas 
Antillas  (3). 

En  Ancón,  Uhle  encontró  cadáveres  cubiertos  de  canastos, 
para  protejerlos  de  la  tierra,  (4)  costumbre  también  hallada 
en  Utah.  Los  indios  takulli  de  Colombia  Británica  conser- 
vaban los  restos  desús  muertos  en  canastos.  Las  viudas  de 
esta  tribu  fueron  obligadas  a cuidar  por  el  espacio  de  tres 


Historiadores  primitivos  de  las  Indias.  Tomo  I.,  p.  202.  Edición  Vedim. 
Madrid  1884. 

(1 ) Cronau,  Rodolfo.  América,  Historia  de  su  descubrimiento  desde  los 
tiempos  primitivos  hasta  los  más  modernos.  Tomo  III  p.  71.  Barcelona 
1892. 

(2)  Prescott,  The  conquest  of  Méjico.  Cap.  VI.  nota, 

(3)  Gumilla,  Padre  José.  El  Orinoco.  Madrid  1745. 

(4)  Uhle,  Max  ob.  cit.  p.  32. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


59 


años,  los  canastos  que  contenían  las  cenizas  de  sus  maridos 
difuntos  y llevarlas  consigo  cuando  salian.  Durante  este 
tiempo  no  podían  volverse  a casar.  Debido  a esta  costumbre 
a tribu  recibió  el  nombre  de  cargadores  (1). 

Aquellos  pueblos  que  ocupaban  el  litoral  o las  orillas  de 
los  ríos  navegables  y se  dedicaban  a la  navegación,  con  fre- 
cuencia usaban  sus  canoas  o piraguas  como  ataúdes.  Podían 
ser  un  tronco  de  árbol  ahuecado,  como  entre  los  araucanos 
(que  tienen  el  mismo  nombre  para  canoa  y ataúd);  de  corte- 
za de  árboles,  usada  por  los  fueguinos  y las  tribus  indias  del 
Canadá  y la  Colombia  Británica;  de  cuero  como  las  balsas 
de  los  changos;  o de  tablones,  como  lo  fueron  las  dulcas  de 
los  chilotes. 

Los  más  antiguos  ataúdes  de  los  araucanos  eran  las  rudas 
piraguas  formadas  de  un  tronco  ahuecado,  con  las  cuales 
acostumbraban  pasar  los  ríos.  Esta  costumbre  no  se  derivó 
de  la  necesidad  que  sentían  de  proteger  el  cadáver,  sino  de 
la  idea  de  enterrar  con  el  muerto  los  objetos  de  que  se  había 
servido  durante  la  vida;  pero  poco  a poco  la  práctica  se  hizo 
general  y cuando  el  difunto  no  tenía  canéalos  parientes  fa- 
bricaban una  para  contener  los  restos,  talvez  con  la  idea  que 
le  serviría  para  cruzar  el  océano  al  país  de  los  muertos.  Fre- 
cuentemente los  ataúdes  actuales  de  los  mapuches  no  son 
otra  cosa  que  troncos  ahuecados  y llevan  el  nombre  de  huam- 
pu  que  también  significa  canoa. 

Morice  hablando  de  los  indios  dénés  déla  Colombia  Bri- 
tánica, dice  que  cuando  muere  un  indio  de  alguna  importan- 
cia, colocan  sus  restos  sobre  un  catafalco  y los  cubren  con  su 
canoa  hecha  de  corteza  de  abedul,  o ahuecan  un  tronco  para 
el  mismo  propósito.  A veces  suspenden  el  ataúd  con  el  cadá- 
ver, de  las  ramas  de  un  árbol  (2). 


(1)  Handbook  of  American  Indians.  ob.  cit.  p.  670. 

(2)  Morice  A.  G.  Notes,  archaeological,  industria],  and  sociológica!,  on 
the  Western  Dénés.  Transactions  of  the  Canadian  Institute,  Vol.  IV.  To- 
ronto  1895. 


co 


RICARDO  E.  LATCHAM 


Los  indios  seminólas  de  Florida,  partían  por  el  centro  dos 
troncos  de  palmetto,  de  tamaño  conveniente  y colocaban  los 
trozos  partidos  en  el  suelo  en  forma  de  cajón,  en  dirección  de 
oriente  a poniente.  En  este  marco  ponían  un  piso  que  cubrían 
de  una  frazada,  sobre  la  cual  se  tendía  el  cadáver,  cuidado- 
samente envuelto  en  otra  frazada  y cubierto  de  hojas  de 
palmetto.  El  cajón  se  cerraba  con  troncos  y sobre  la  sepul- 
tura así  formada  se  construía  un  techo.  A cada  extremo  de 
la  sepultura  se  encendía  un  fuego,  que  se  mantenía  durante 
cuatro  días  y noches  (1). 

Hemos  visto  que  hace  1 50  a 200  años,  los  esquimales  acos- 
tumbraban abandonar  los  muertos,  o enterrarlos  con  muy 
pocas  preocupaciones. 

Ahora  construyen  cajones  que  colocan  sobre  postes  y en 
ellos  depositan  sus  muertos. 

Los  indios  menominis,  que  antes  habitaban  la  región  aho- 
ra ocupada  por  las  ciudades  de  Chicago  y Milwaukee,  en- 
cerraban sus  muertos  en  ataúdes  hechos  de  tablones  o de 
corteza  de  abedul.  Cuando  no  se  encontraban  en  la  vecin- 
dad árboles  que  pudieran  proporcionarles  estos  elementos, 
utilizaban  para  el  efecto  sus  piraguas,  o bien  las  canoas  de 
corteza  y en  algunos  casos  sepultaban  los  muertos  en  árbo- 
les huecos.  Sus  descendientes  usan  ataúdes  de  tablas,  y so- 
bre las  tumbas  erijen  pequeñas  estructura^  en  forma  de 
cajas,  en  las  cuahs  se  colocan  las  ofrendas  y el  ajuar  fune- 
rario (2)  que  suelen  enterrar  con  los  muertos. 

Otra  clase  de  receptáculo  usado  como  ataúd,  son  las  ur- 
nas de  barro  cocido.  A veces  son  fabricadas  especialmente 
para  fines  funerarios;  pero  a menudo  se  utilizan  los  grandes 
vasos  destinados  a usos  domésticos.  Esta  costumbre  era 
muy  repartida  en  Sud  América,  especialmente  entre  las  tri- 


(1)  Mac  Gacel  y Clay.  The  Seminóle  Indians  of  Florida.  V Annual  Re- 
port  of  the  Burean  of  Ethnology.  Washington  1887. 

(2)  Hoetman,  W-  J-  The  Menomini  Indians.  XIV  Annual  Report  oftlie 
Burean  of  Ethnology.  Washington  1896. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


61 


bus  del  grupo  tupi-guaraní  y era  también  bastante  genera- 
lizada en  Norte  América  y en  las  Antillas.  Con  frecuencia 
se  practicaba  sólo  en  los  entierros  de  niños  o de  los  indivi- 
duos sacrificados  en  los  ritos  religiosos;  pero  en  otras  partes 
los  adultos  eran  también  sepultados  en  vasijas.  En  la  ma- 
yoría de  casos  sin  embargo,  las  urnas  se  destinaban  única- 
mente para  la  disposición  secundaría  de  los  restos:  para, 
guardar  las  cenizas  en  aquellas  tribus  que  practicaban  la 
cremación,  o para  recibir  los  huesos  de  ¡os  muertos,  una  vez 
que  la  parte  carnosa  desaparecía,  debido  a otros  procedi- 
mientos o ante  los  estragos  del  tiempo. 

La  región  diaguita-calcbaquí,  en  el  noroeste  de  la  Argen- 
tina, era  una  de  las  zonas  donde  se  practicaba  esta  clase  de 
entierro  y los  etnólogo  - argentinos  han  hecho  numerosas 
exploraciones  arqueológicas  que  resultaron  en  las  ricas  colec- 
ciones de  dicho  material  que  pueden  verse  en  los  diferentes 
museos  del  país. 

No  en  todas  partes  se  inhuman  los  restos  de  los  muer- 
tos. Muchas  tribus,  especialmente  las  que  habitan  los  gran- 
des llanuras  del  continente  y pasan  una  vida  nómade  de  ca- 
zadores, exponen  los  cadáveres  en  catafalcos  o ramadas 
elevadas,  dónde  no  pueden  ser  alcanzadas  por  los  animales 
carnívoros. 

Las  tribus  de  las  praderas  de  Norte  América  practicaban 
comunmente  este  sistema  de  disponer  de  los  muertos,  como 
lo  hacían  también  los  pueblos  de  las  pampas  de  Buenos  Ai- 
res, Río  Negro  y Patagonia. 

Los  catafalcos  se  componían  de  cuatro  o más  postes  plan- 
tados rn  el  suelo,  sobre  los  cuales  se  hacía  una  ramada.  Ge- 
neralmente tenían  una  altura  de  dos  a tres  metros;  pero  esto 
se  regulaba  según  las  especies  de  carnívoros  que  frecuenta- 
ban el  paraje.  Sobre  la  ramada  se  colocaba  el  muerto,  en- 
vuelto en  pieles,  frazadas  o esteras  Con  frecuencia,  a pesar 
de  estas  precauciones,  las  fieras  o las  aves  de  rapiña  logra- 
ban devorar  el  cadáver. 

Entre  algunas  tribus,  esta  era  solo  una  disposición  pro- 


RICXRDO  E.  LATCHAM 


(¡2 


visoria  de  los  muertos  y después  de  un  año  o más,  o cuando 
los  huesos  quedaban  descarnados,  estos  se  sepultaban,  a 
veces  después  de  haberlos  pintado  con  colorps  ocrosos,  como 
sucedía  entre  los  antiguos  patagones,  los  mochinos  y otras 
tribus. 

El  padre  Techo  dice  que  los  calchaquíes  tenían  la  costum- 
bre de  no  enterrar  a los  muertos,  sino  de  exponerlos  en  un 
sarcófago  colocado  en  alto.  Boman  considera  que  esto  es  un 
error  y que  probablemente  seríaselo  una  disposición  provi- 
soria, porque  el  gran  número  de  sepulturas  halladas  demues- 
tra que  la  costumbre  más  generalizada  era  la  inhumación. 

Turner  hablando  de  los  esquimah s de  Hudson  Bay  dice 
que  la  inhumación  fué  introducida  entre  ellos  por  los  mi- 
sioneros y,  que  antes,  acostumbraban  exponer  sus  muertos 
en  catafalcos  o en  las  ramas  de  los  árboles,  costumbre  que 
también  era  común  entre  los  iroqueses. 

Los  mandans  hacían  la  misma  cosa.  Los  hidatsas  siempre 
exponen  sus  muertos  de  esta  maneja.  Como  el  Señor  de  la 
Vida  se  enoja  cuando  pelean  entre  sí  o se  matan  unos  a 
otros:  los  que  han  muerto  aun  individuo  de  la  misma  tri- 
bu son  sepultados  para  que  no  se  vuelvan  a ver.  En  este  caso 
colocan  el  cráneo  de  un  bisonte  sobre  la  sepultura  para  que 
estos  animales  no  se  acerquen,  porque  creen  que  al  hacerlo 
podrían  olfatear  al  malvado  y no  volver  más.  Los  buenos, 
después  de  su  muerte,  se  exponen  en  catafalcos  para  que 
los  pueda  ver  el  Señor  de  la  Vida. 

Los  indios  crow  también  tienen  horror  a la  inhumación  de 
los  cadáveres  (1).  Algunas  veces  en  lugar  de  exponer  los  ca- 
dáveres en  catafalcos  hechos  expresamente,  se  les  coloca- 
ban en  las  ramas  de  un  árbol  cerca  de  las  habitaciones.  Esta 
forma  de  disponer  de  los  muertos  era  común  entre  los  huro- 
nes y otras  tribus  de  iroqueses.  El  Dr.  Yarrow  declara  haber 
hallado  la  misma  costumbre  entre  los  gosiats  del  estado  de 
Utah.  Era  también  la  manera  usualmente  empleada  por  las 


(1)  ASfcudy  of  Siouan  Cults.  ob  cit.  p.  518. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


63 


tribus  salish  antes  de  la  introducción  entre  ellos  de  la  inhu- 
mad ón. 

Otra  curiosa  manera  de  disponer  de  los  muertos,  era  la  de 
echarlos  al  agua.  Los  gosiats,  de  que  acabamos  de  hacer  re- 
ferencia, se  deshacían  de  los  cadáveres  de  los  turbulentos  o 
desordenados  de  ese  modo,  echándolos  a las  vertientes  o a 
los  pantanos,  donde  los  sugetaban  con  troncos  o con  piedras 
para  que  no  pudiesen  salir  los  espíritus  (1). 

Cushing  dice  que  los  zuñís  practicaban  primero  la  inhu- 
mación como  medio  de  disponer  de  los  muertos;  pero  que 
cuando  adoptaron  la  costumbre  de  edificar  sus  habitaciones 
en  forma  de  terrazas,  y de  ubicarlas  en  las  partes  más  inac- 
cesibles de  las  peñas,  el  sistema  de  entierro,  dentro  o fuera 
de  las  casas,  llegó  a ser  impracticable  y recurrieron  a otros 
métodos,  generalizándose  la  sepultura  en  el  agua.  Según  la 
tradición,  esto  se  hacía,  incinerando  primero  los  cadáveres 
y echando  las  cenizas  en  los  vertientes  o lagunas  sagradas  (2). 

Algunas  tribus  de  Venezuela  también  echaban  los  cadáve- 
res de  sus  muertos  a los  ríos  o lagunas. 

Otros  pueblos  guardaban  los  despojos  de  sus  muertos  en 
sus  casas  y los  llevaban  consigo  cuando  mudaban  de  resi- 
dencia, como  lo  hacían  los  nanticokes  de  Maryland  según 
Heckewelder  (3). 

Los  santées,  una  división  de  los  indios  dacotas  practica- 
ban una  interesante  costumbre  en  este  respecto,  laque  nos 
ha  descrito  Lawson.  Se  sepultaban  los  muertos  distinguidos 
en  la  cima  de  los  cerritos.  Sobre  las  tumbas  construían  te- 
chos soportados  por  postes  como  abrigo  contra  las  lluvias. 
En  los  postes  se  colocaban  los  regalos  ofrecidos  por  los  pa- 


(1)  Powei.l  J.  W. — Introduction  to  the  VI  Annual  Report  of  the  Bureau 
of  Ethnology.  Washington  1888. 

(2)  Powell  J.  W. — Introduction  to  the  V.  Annual  Report  of  the  Bureau 
of  Ethnology.  p.  XXVII.  Washington  1887. 

(3)  Heckewelder  G.  E. — An  account  of  the  history,  inannersand  cus- 
toms  of  the  Indian  nations  who  once  inhabited  Pennsylvania  and  the 
neighbour  ing  States.  Philadelphia  1819. 


64 


RICARDO  E.  LATCHAM 


rientes  del  difunto.  Los  cadáveres  délas  personas  de  poca 
importancia,  bien  vestidos  y envueltos  en  corteza  de  árboles 
se  exponían  por  varios  días  en  catafalcos.  Durante  este  tiem- 
po uno  de  los  parientes  más  cercanos  enegrccía  la  cara  en 
señal  de  duelo  y montaba  guardia  cerca  del  lugar.  Entretan- 
to cantaba  un  e'ogio  del  muerto.  El  suelo  alrededor  se  man- 
tenía bien  barrido  y debajo  del  catafalco  se  colocaban  las 
armas  y otros  bien»  s del  muerto.  Tan  luego  como  se  ablan- 
decía la  carne  del  muerto,  se  la  sacaba  de  los  huesos  y se  la 
quemaba.  Los  huesos  se  limpiaban  con  cuidado  y se  ence- 
rraban en  una  caja.  El  cráneo  se  guardaba  aparte,  envuelto 
en  un  paño.  Todos  los  años  se  sacaban  los  huesos  para  lim- 
piar y aceitarlos.  De  esta  manera,  algunas  familias  tenían  en 
su  posesión  los  despojos  d.e  sus  antepasados  de  varias  ge- 
neraciones (l  . 

Mttoney,  hablando  del  notable  cacique  de  los  Iíiowas — 
Setangya — dice  que  aun  en  1870  guardaba  los  huesos  de  su 
hijo,  en  una  plataforma,  eregida  dentro  de  su  toldo  y con 
frecuencia  colocaba,  alimentos  y agua  cerca  de  ellos,  para 
que  el  espíritu  no  tuviera  ni  sed  ni  hambre.  Cuando  se 
ausentaba  del  lugar,  llevaba  el  atado  que  conteníalos  hue- 
sos en  un  animal  de  carga  (2). 

Los  charrúas,  al  decir  de  Lozano,  cargaban  los  huesos  de 
sus  parientes,  llevándolos  consigo  de  un  punto  a otro  en 
sus  migraciones;  pero  sabemos  que  aun  cuando  en  algunos 
casos  pueden  haber  hecho  esto,  tenían  la  costumbre  general 
de  sepultar  sus  muertos,  a veces  en  urnas  o vasijas,  costum- 
bre que  probablemente  adquirieron  de  sus  vecinos  los  gua- 
ranls. 

La  costumbre  de  descarnarlos  huesos  de  los  muertos  an- 


(1)  Lawson  .J. — A new  voyage  to  California,  containing  the  exact  des- 
ciiption  and  natural  history  of  t.hat  conntry;  together  with  the  present 
State  thereof,  and  a journal  of  a thousand  miles  travel  thro’several  nations 
of  Indians.  London  1709. 

(2)  Mooney  James. — Calendar  History  of  the  Kiowa  Indians,  p.  328. 
XVII  Annual  Report.  of  the  Bureau  of  Ethnology.  Washington  1898. 


COSTUMBRES  .MORTUORIAS 


65 


tes  de  darles  sepelio  o antes  de  disponer  de  ellos  de  otra  ma- 
nera se  practicaba  por  varios  pueblos,  especialmente  en  la 
región  meridional  de  los  Estados  Unidos,  ias  Antillas  y Ve- 
nezuela, como  también  en  general  en  aquellos  distritos  don- 
de se  acostumbraba  sepultar  los  restos  en  urnas. 

Los  powhattanes  (algonquinos)  colocaban  los  restos  de  sus 
jefes  en  catafalcos,  después  de  haber  descarnado  los  huesos. 
La  carne  se  secaba  al  sol  c sobre  el  fuego.  Entonces  se  hacía 
de  ella  y de  los  huesos  un  atado  que  se  colocaba  en  las  rama- 
das, con  los  restos  de  aquellos  que  habían  muerto  antes  (1). 

Thomas,  en  su  magistral  trabajo  sobre  la  exploración  de 
los  mounds,  dice  que  la  costumbre  de  remover  la  carne  de 
los  huesos  de  los  muertos  antes  de  depositarlos  en  su  última 
morada,  parece  haber  sido  más  o menos  común  entre  los 
constructores  de  los  mounds  y los  demás  indios  y agrega 
que  los  ejemplos  son  tan  numerosos  y bien  conocidos  que 
casi  no  vale  la  pena  de  citar  os  (2). 

Según  Gumilla,  algunas  tribus  de  caribes  colocaban  sus 
muertos  en  los  ríos  hasta  que  los  peces  limpiaban  los  huesos, 
que  entonces  eran  guardados  en  canastos  en  la  forma  que 
hemos  ya  referido. 

En  su  memoria  sobre  los  cementerios  y paraderos  prehistó- 
ricos de  la  Patagonia,  Moreno  (3)  dice  que  encontró  esque- 
letos pintados  de  rojo,  lo  que  prueba  que  allí  existía  la  mis- 
ma costumbre  de  enterrar  solo  los  huesos  descarnados.  En 
el  Museo  Nacional  de  Santiago  existen  cráneos  pintados, 
procedentes  de  la  Isla  de  Mocha  y los  hemos  visto  también 
de  otras  partes  de  la  Araucanía. 

Huesos  pintados,  que  indican  la  misma  costumbre  de 

(1)  Smith  J.,  Trae  relation  of  Virginia.  (London  160c)  Reimpresión  Bos- 
ton 1866. 

Jefferson  T.,  Notes  on  Virginia,  Philadelphia  1801.  4-a  Edición  america- 
na. p.  146. 

(2)  Thomas,  Cyrus,  Report  on  the  Mound  Explorations  of  the  Burean 
of  Ethnology.  Washington  1894. 

(3)  Dr.  Moreno,  Viaje  a la  Patagonia  Austral.  Buenos  Aires  1880. 

COSTUMBRES  — 5 


RIC ARIJO  E.  L^TCHAM 


í'6 


descarnarlos  por  medios  naturales  o artificiales,  se  han  en- 
contrado en  varias  otras  partes.  En  una  caverna  de  Ipi -Ibo- 
to, región  del  Orinoco,  Venezuela,  se  encontraron  varios 
cráneos  pintados  de  rojo  (1),  otros  se  han  encontrado  en  di- 
ferentes localidades  del  Amazonas. 

En  el  estado  de  Missouri  se  encuentran  con  frecuencia  en 
los  mounds,  huesos  y cráneos  pintados  de  rojo.  Fowke  co 
mentando  este  hecho  dice  que  en  algunos  casos  esto  puede 
ser  un  resultado  accidental  de  la  costumbre  de  colocar  en  las 
tumbas  pedazos  de  minerales  de  fierro  silicatados  que  des- 
pués se  descomponían,  pero  las  razones  que  da  no  son  con- 
vincentes (2  . 

Los  indios  pericues  de  la  Baja  California  depositaban  los 
huesos  descarnados  de  sus  muertos  en  cavernas  o abrigos  en 
las  rocas,  después  de  haberlos  pintado  de  rojo  (3). 

Hrdlicka  describe  un  esqueleto  pintado  hallado  en  Méxi- 
co y ha  publicado  dos  artículos  sobre  esta  costumbre  entre 
los  indios  de  Norte  América,  ios  que  desgraciadamente  no 
hemos  podido  consultar.  ' 

Otras  tribus,  en  especial  las  que  habitan  las  costas  del  Pa- 
cífico del  Norte,  tienen  la  costumbre  de  pintar  la  caray  el 
cuerpo  de  los  difuntos  antes  de  enterrarlos.  En  especial  hacen 
esto  las  tribus  de  la  familia  Salish  de  Colombia  Británica. 

Entre  los  snanaimuqs,  en  el  caso  de  un  matrimonio,  el  so- 
breviviente, marido  o mujer,  también  acostumbra  pintar  de 
rojo  las  piernas  y la  frazada  o abrigo,  miéntras  dura  el  pe- 
ríodo del  duelo  (4). 


(1)  Fowke,  Gerakd,  Antiquities  of  Central  and  South  Eastern  Misouri 
Buletin  37,  Bureau  of  American  Ethnology.  Washington  1910, 

(2)  Rivet,  Dr.  P.  Recherches  Anthropologiques  sur  la  Basse-Californie. 
Journal  de  la  Société  des  Americanistes,  Nueva  serie.  Tomo  VI  1909.  pp. 
147-253.  Paris. 

(3)  Dr.  Marcano.  Ethnographie  précolombienne  du  Venezuela,  región 
•desraudals  de  l’Orenoque.  Paris  1890. 

(4)  Boas,  Dr.  Franz. — Report  on  the  Northwestern  tribes  of  the  Domi- 
nion of  Cañada.  London,  1889,  p.  841 . 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


67 


En  las  sepulturas  de  Tacna  se  han  encontrado  cadáveres 
de  niños  pintados  de  rojo. 

Otra  manera  común  de  disponer  de  los  cadáveres  era  la  de 
incinerarlos.  Son  numerosas  las  tribus  y pueblos  que  tenían 
esta  costumbre. 

Gomara  nos  da  numerosas  citas  al  respecto.  Los  mexica- 
nos del  Río  de  las  Palmas,  llamados  apalachen,  quemaban 
a sus  médicos  (machis).  Hacían  polvo  délos  huesos  y guar- 
daban las  cenizas  para  beberías  al  cabo  de  un  año,  los  pa- 
rientes y mujeres  (1).  Esta  costumbre  se  halla  entre  otras 
tribus  de  Venezuela. 

El  rey  de  México,  como  también  otras  personas  de  alto 
rango  cuando  morían,  eran  quemadas  y sus  cenizas  se  guar- 
daban en  urnas  o cajas  de  madera  ricamente  decoradas. 

Los  chibchas,  los  ottowas,  los  shastas  de  California,  los 
atapascas,  los  kutchines,  los  fueguinos,  muchas  tribus  del 
Amazonas,  etc.,  etc.,  cremaban  a los  muertos. 

En  la  región  de  los  mounds  se  encuentran  cenizas  y hue- 
sos quemados,  con  mucha  frecuencia,  en  las  urnas  funerarias, 
como  referiremos  en  su  debido  lugar. 

Otras  tribus,  en  vez  de  incinerar  a los  muertos,  los  deseca- 
ban al  sol  o sobre  el  fuego. 

Relatando  las  costumbres  de  los  indios  de  Darien,  dice  Go- 
mara: 

«Entiérranse  generalmente  todos,  aunque  en  algunas  tie- 
rras, como  en  la  de  Comagre,  desecan  los  cuerpos  de  los  re- 
yes i señores  al  fuego  poco  a poco  hasta  consumir  la  carne. 
Asanlos  en  fin,  después  de  muertos,  y aquello  es  embal- 
samar. 

«Dicen  que  duran  así  mucho  tiempo;  ataviándolos  muy  bien 
de  ropa,  oro,  piedras  y plumas;  guárdanlos  en  los  oratorios 
del  palacio  colgados  o arrimados  a las  paredes»  (2). 

En  otra  parte  el  mismo  cronista  nos  da  un  conjunto  de 


(1)  Historia  de  las  Indias,  ob.  cit.  p.  182. 

(2)  Historia  de  las  Indias,  ob.  cit.,  p.  1991. 


RICARDO  E.  LATCHAM 


6S 


las  costumbres  de  las  Antillas,  la  que  por  ser  corto  y curioso, 
la  reproducimos  aquí: 

«Endechan  los  muertos,  cantando  sus  proezas  y vida;  y o 
los  sepultan  en  casa,  o desecados  al  juego,  los  cuelgan  y guar- 
dan; lloran  mucho  al  muerto  fresco.  Al  cabo  del  año,  si  es 
señor  él  que  se  enterró,  júntanse  muchos  que  para  esto  son 
llamados  y convidados,  con  tal  que  cada  uno  se  traiga  su 
comer,  y en  anocheciendo  desentierran  el  muerto  con  muy 
gran  llanto.  Erábanse  de  los  pies  con  las  manos,  meten  las 
cabezas  entre  las  piernas,  y dan  vueltas  al  rededor;  desha- 
cen la  rueda,  patean,  miran  al  cielo  y lloran  voz  en  grita. 
Queman  los  huesos  y dan  la  cabeza  a la  más  noble  o legíti- 
ma mujer,  que  la  guarda  por  reliquias  en  memoria  de  su  ma; 
rido.  Creen,  juntamente  con  esto,  que  la  ánima  es  inmortal- 
empero  que  come  y bebe  allá  en  el  campo  donde  anda  y que 
es  el  eco  que  responde  al  que  habla  i llama»  (1). 

Todavía  el  mismo  autor  nos  da  otro  ejemplo  déla  cos- 
tumbre de  desecar  el  cadáver;  el  de  los  indios  de  Panamá, 
que  según  dice  «secan  al  fuego  los  cuerpos  de  sus  caciques, 
que  es  su  embalsamar»  (2  . 

Esta  costumbre  la  hallamos  confirmada  por  Oviedo: 

«Asimismo  en  la  dicha  Tierra-Fírme  acostumbran  entre 
los  caciques,  en  algunas  partes  de  ella,  que  cuando  muere, 
toman  el  cuerpo  del  cacique  y asentándole  en  una  piedra 
o leño,  y en  torno  de  él,  muy  cerca,  sin  que  la  brasa 
ni  la  llama  toque  en  la  carne  del  difunto,  tiene  muy  gran 
fuego  y muy  contino  hasta  tanto  que  toda  la  grasa  y hume- 
dad se  s de  de  las  uñas  de  los  pies  y de  las  manos,  y se  va  en 
sudor  y se  enjuga  de  manera,  que  el  cuero  se  junta  con  los 
huesos,  y toda  la  pulpa  y carne  se  consume;  y desque  así  en- 
juto está,  sin  lo  abrir  (ni  es  menester)  lo  ponen  en  una  parte 
que  en  su  casa  tienen  apartada,  junto  al  cuerpo  de  su  padre 
del  tal  cacique,  que  de  la  misma  manera  está  puesto»  (3). 


(1)  Historia  de  las  Indias,  ob.  cit.,  p.  279. 

(2)  Historia  de  las  Indias,  ob.  cit.  p.  279. 

(3)  Sumario  de  la  Natural  Historia  de  las  Indias,  Cap.  X. 


COSTUMBRES  M O R TEORIAS 


69 


Gieza  de  León  cuenta  la  misma  costumbre  en  casi  idénti- 
cas palabras,  de  los  indios  de  Ancerma  (1)  y de  Popayan  (2). 

Vengara  y Velasco  en  sus  anotaciones  déla  Geogiafía  de 
Reclus  dice  que  entre  los  chibchas  de  Bogotá  se  encontraba 
la  misma  costumbre;  de  modo  que  vemos  que  casi  todas  las 
tribus  colombianas  la  practicaban. 

Loscouparisy  los  macureos  de!  Orinoco  eran  otros  pue- 
blos que  desecaban  sus  muertos  y los  guardaban  en  sus  ca- 
bañas. 

Pero  no  solo  en  Colombia  y Venezuela  existía  esta  prácti- 
ca; sino  también  es  corriente  en  este  país  entre  los  arauca- 
nos, hasta  en  la  actualidad. 

Recordamos  haberla  visto  en  dos  o tres  ocasiones  (3).  El 
cadáver,  una  vez  removido  la  viscera  i los  intestinos  es  sus- 
pendido en  un  armazón  de  cañas  sobre  fuego  de  leña  verde 
y dejado  allí  hasta  el  entierro  que  a veces  dura  por  muchos 
días  y hasta  meses. 

Guevara  observa  lo  siguiente:  «Colgados  del  techo  de  la 
habitación  hay  constantemente  unas  zarandas  de  colihues 
{chasquea  quila)  que  denominan  Uangi.  Se  baja  una,  se  tien- 
de en  ella  el  difunto  envuelto  en  pieles  o en  un  colchón;  se 
rodea  de  provisiones,  como  carne,  manzanas,  mudai  (licor); 
se  le  echa  encima  sus  piezas  de  vestir.  Por  último  se  suspen- 
de y se  amarra  alas  vigas,  más  o menos  cerca  del  fuego. 

Algunas  familias  colocan  el  muerto  cerca  de  la  casa,  en 
una  enramada  especial. 

Este  aparato  fúnebre  se  llama  en  las  reducciones  del  nor- 
te pillhuai  y en  el  sur  pillai.»  (4). 

Pillhuai  e s el  nombre  usado  por  las  tribus  de  las  pampas 
para  expresar  el  catafalco  o ramada  en  que  colocan  sus 

(1)  Cieza  de  León. — La  Crónica  del  Perú.  Cap.  XVI. 

(2)  Cieza  de  León. — La  Crónica  del  Perú.  Cap.  XXXII. 

(3)  Litcham,  R.  E. — Ethnology  of  the  Araucanos.  Journal  of  the  Ro, 
yal  Anthropological  Institute  of  Gt.  Britain  & Ireland.  Vol.  XXIX,  1909- 
p.  367. 

(4)  Psicología  del  Pueblo  Araucano,  ob.  cit.,  p.  263. 


70 


RICARDO  E.  LATCHAM 


muertos,  y es  evidente  que  fué  introducido  al  idioma  arau- 
cano, por  los  mapuches,  quienes  son  a todas  luces  una  raza 
pampina. 

Usauro  Martínez  (1)  también  da  noticias  sobre  la  costum- 
bre de  los  araucanos  de  desecar  el  cuerpo  del  difunto  y dice 
que  se  encerraba  entre  dos  maderos  y se  coleaba  en  la  casa 
frente  al  fuego. 

Ha  llamado  mucho  la  atención  de  los  arqueólogos  que  en 
sus  excavaciones  encuentren  un  número  considerable  de  re- 
tos humanos  sin  cráneos;  y en  otras  partes  la  misma  abun- 
dancia de  cráneos  sin  los  correspondientes  huesos  del  cuerpo 
y de  las  extremidades. 

Esto  se  debe,  en  gran  parte,  ala  costumbre  de  llevar  co- 
mo trofeo  las  cabezas  de  sus  enemigos  muertos  en  la  guerra. 

Son  tan  numerosas  las  citas  dé  esta  costumbre  que  seria 
imposible  darlas  todas.  Diremos  que  casi  todas  ¡as  tribus  de 
Colombia  y Venezuela  la  practicaban  y era  igualmente  co- 
mún en  otras  partes  del  continente,  especialmente  entre 
las  tribus  mexicanas. 

Cieza  de  León  dice  que  los  indios  de  Antioquía,  junto  a la 
puerta  del  cacique  Nutibára  y lo  mismo  en  todas  las  casas 
de  sus  capitanes,  tenían  puestas  muchas  cabezas  de  sus  ene- 
migos que  ya  habían  comido  (2). 

Según  el  mismo  autor  los  de  Ancerma,  de  Arma,  de  Pozo, 
de  Picara,  de  Carrapa,  de  Quimbaya,  de  Cadi  y muchas 
otras  tenían  idéntica  costumbre. 

Los  uvailakis  (una  tribu  de  atapascas)  de  Califormia  cor- 
taban las  cabezas  de  sus  enemigos  y los  llevaban  como  tro- 
feos bailando  con  ellos  en  sus  ceremonias. (3). 

Cook  en  sus  viajes  dice  que  los  indios  de  Nootka  trajeron 
para  vender  los  cráneos  y otros  huesos  de  sus  enemigos  (4) 


(1)  La  verdad  en  campaña. 

(2)  Crónica  del  Perú,  ob.cifc.  cap  XI. 

(3)  Handbook  of  American  Indians  .ob.  cit . p.  894  tom.  Ií 

(4)  Cook’s  voyages.  3.rd  Voyage.  1778. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


71 


En  las  Antillas,  los-  cráneos  y otros  huesos  fueron  envuel- 
tos en  paños  de  algodón  o en  canastos  y bien  guardados 
como  obji  tos  de  culto  . Los  cráneos  a veces  se  colocaban 
en  figuras  hechas  de  algodón,  con  forma  humana  y se  guar- 
daban en  las  casas  de  los  caciques.  Esta  costumbre  se  ex- 
tendía hasta  los  caribes  del  Orinoco.  Según  Herrera,  los 
parientes  de  los  muertos  les  cortaban  las  cabezas,  las  que 
eran  cuidadas  con  muchas  veneración  (1). 

Ambrosetti  encontró  que  los  antiguos  calchaquíes  tenían 
la  costumbres  de  separar  la  cabeza  del  tronco.  Hablando 
délas  excavaciones  hechas  en  Pampa  Grande  dice: 

«Pero  lo  más  sorprendente  del  caso,  consiste  en  que 
los  cráneos  se  hallaban  solos,  sin  los  cuerpos  correspondien- 
tes, y por  más  que  allí  se  escaro,  fué  imposible  dar  con 
el  los.» 

«Aqui  vendríamos,  con  esto,  a encontrarnos  en  presencia 
de  esas  curiosas  inhumaciones  de  cráneos  sueltos  ó muy  sepa- 
rados de  los  cuerpo,  que  el  Sr.  Methfessel  halló  en  sus  exca- 
vaciones de  Loma  Kica,y  que  dió  a conocer  por  primera  vez 
el  Dr.  Moreno  (a)  y más  tarde  el  Dr.  Ten  Kate  ( b ) sin  que 
aún  se  haya  dado  explicación  satisfactoria  al  respecto  (2)* 
La  razón  es  como  hemos  dicho,  la  costumbre  qué  te- 
nían muchas  tribus  de  sopar  ar  la  cabeza  del  tronco  l.°  como 
trofeo  quitado  de  los  enemigos;  2.°  de  los  prisioneros  deguerra, 
sacrificados  en  su  ceremonias  ó comidos  por  aquellas  tribus 
que  practicaban  la  antropofagia;  y 3.°  como  objeto  del  cul- 


(1)  Fewkes,  Jesse  Walter. — The  Aborigines  of  Porto  Rico  and  Neighbor- 
ing  Islands.  XXV  Ann.  Rep.  Bur.  of  Eth.  Washington,  1907. 

(2)  Ambrossetti  Juan  B. — Exploi  ai  iones  Arqueológicas  en  la  Pampa 
Grande  (Provincia  de  Salta).  Revista  de  la  Universidad  de  Buenos  Aires. 
—Tomo  VI.  1906. 

a)  Exploración  Arqueológica  de  la  Provincia  de  Catamarca  Primeros 
datos  sobre  su  importancia  y resultados.  Revista  del  Museo  de  la  Plata- 
— Tomo  I.p.  217  . 

b ) Anthropologie  des  anciens  habitants  de  la  Región  Calchaquie.  Ana- 
les del  Museo  de  la  Piala,  1896  p.  16. 


72 


RICARDO  E.  LATCHAM 


to  o de  veneración  por  algunas  tribus  que  incineraban 
sus  muertos,  conservando  solo  el  cráneo  que  se  guardaba,  o 
se  sepultaba  con  ritos  especiales. 

Del  primer  caso  hemos  dado  numerosos  ejemplos:  del  se 
gundo,  los  antiguos  templos  de  México  présentan  la  mejor 
prueba:  Gomara  en  su  descripción  delteocalli  Uitcilopuchtli 
dice  que  en  el  gran  patio  que  tenia  forma  de  teatro»  estaba 
un  osar  de  cabezas  de  hombres  presos  en  guerra  y sacrifica- 
dos a cuchillo,  a la  cabeza  y pie  del  teatro  había  dos  torres 
hechas  solamente  de  cal  y cabezas  los  dientes  afuera. . . An- 
drés de  Tapia  y Gonzalo  de  Umbría,  los  cantaron  un  día 
y hallaron  136(  00  calavernas  en  la  vigas  y gradas.  Las  de 
las  torres  no  pudieron  contar»  (1). 

Cieza  de  León,  Gomara,  Oviedo,  y muchos  otros  escritores 
antiguos  y modernos  se  han  encargado  de  demostrarnos  que 
la  cabeza  o cráneo  del  muerto  y aveces  el  cadáver  momifica- 
do se  conservaba  como  objeto  de  culto,  como  sucedió  entre 
los  antiguos  peruanos  en  las  personas  de  sus  monarcas  (2). 

La  costumbre  de  conservar  el  cráneo  de  los  enemigos  no 
era  desconocida  por  los  araucanos.  Rosales  dice:  «Cuando  en 
la  guerra  matan  a un  general  o persona  de  importancia  y le 
cortan  la  cabeza,  le  toca  el  guardarla  al  toqui  general,  como 
presa  de  grande  estima  y que  pasa  de  padres  a hijos  como 
vínculo  de  mayorazgo  y en  las  ocasiones  de  guerra  o de  al- 
zamientos la  saca  como  estandarte  real  que  quitaron  al  ene- 
migo. 

Guardan  el  casco  después  de  haberlo  pelado  y descarna- 
do en  agua  caliente,  y en  las  borracheras  de  mucho  concur- 
so lo  sacan  para  beber  en  él  por  grandeza  (3). 

La  antropofagia  o canibalismo  fué  también  muy  generali- 
zado entre  una  gran  parte  de  los  indios  americanos,  especial  - 

(1)  Gomaba,  Francisco  López  de.  Conquista  de  México.  2.a  parte  de  la 
crónica  General  de  las  Indias.  Edición  Vedia.  Tomo  I.  p.  350.  Ma- 
drid, 1884. 

(2)  Historia  General,  ob.  cit.  Tomo  I.  p.  123. 

(3)  Crónica  del  Perú,  ob.  cit.  cap.  XII. 


COSTUMBRHS  MORTUORIAS 


73 


mente  en  Colombia,  Venezuela,  Brazil  y el  interior  del  anti- 
guo Perú,  extendiéndose  a las  Antillas  y en  menor  grado  a 
México  y otras  partes  de  Norte  América. 

Puede  ser  que  esta  horripilante  costumbre  haya  origina- 
do en  ciertos  ritos  religiosos;  pero  en  muchas  regiones  había 
asumido  proporciones  y caracteres  tales  que  hace  dudosa  se- 
mejante hipótesis. 

Por  ejemplo,  Cieza  de  León  da  algunas  descripciones  que 
si  son  verídicas,  nos  hacen  ver  que  lejos  de  tener  un  fin  re- 
ligioso, no  era  más  que  un  nefando  vicio. 

«La  segunda  vez  que  volvimos  por  aquellos  valles,  cuan- 
do la  ciudad  de  Antiocha  fué  poblada  en  las  sierras  que  es- 
tan  por  encima  dellos,  oí  decir  que  los  señores  ó caciques 
destos  valles  de  Noré  buscaban  délas  tierras  de  sus  enemi- 
gos todas  las  mujeres  que  podían,  las  cuales  traídas  a sus 
casas,  usaban  con  ellas  como  con  las  suyas  propias;  y si  se 
empreñaban  dellos,  los  hijos  que  nacían  los  criaban  con  mu- 
cho regalo  hasta  que  habían  doce  o trece  años,  y desta  edad, 
estando  bien  gordos,  los  comían  con  gran  sabor,  sin  mirar 
que  eran  de  su  sustancia  y carne  propia;  y desta  manera  te- 
nían mujeres  para  solamente  engendrar  hijos  en  ellas,  para 
después  comer;  pecado  mayor  que  todos  los  que  ellos  hacen.» 

Cita  como  testigo  de  este  hecho  al  licenciado  Juan  de  Va- 
dillo.  Agrega  que  oyó  decir  al  mismo  licenciado  que  los  pri- 
sioneros que  tomaban  en  la  guerra  los  hacían  sus  esclavos 
«a  los  cuales  casaban  con  sus  pacientas  y vecinas,  y que  los 
hijos  que  habían  en  ellas  aquellos  esclavos,  los  comían;  y que 
después  que  los  mismos  esclavos  eran  muy  viejos  y sin  poten- 
cia para  engendrar,  los  comían  también  a ellos»  (l). 

Aun  cuenta  atrocidades  mayores  todavía.  Hablando  de 
las  costumbre-i  de  los  indios  de  la  provincia  de  Arma,  dice: 
«Son  tan  amigos  do  comer  carne  humana  que  se  ha  visto  ha- 
ber tomado  indias  tan  preñadas  que  querían  parir  y con  ser 
desús  mismos  vecinos,  arremeter  a ellas  y con  gran  presteza 


'1)  Crónica  del  Perú.  ob.  cií.  cap.  XIX. 


74 


RICARDO  E.  LATCHAM 


abrirles  el  vientre  con  sus  cuchillos  de  pedernal  o de  caña, 
y sacar  la  criatura;  y habiendo  hecho  gran  fuego,  en  un  pe- 
dazo de  olla  tostarlo  y comerlo  luego,  y acabar  de  matar  la 
madre  y con  las  inmundicias  comérsela  con  tanta  prisa,  que 
era  cosa  de  espanto.»  • > 

Nos  informa  el  mismo  autor  que  los  indios  de  Pozo  eran 
«tan  carniceros  de  comer  carne  humana  como  los  de  Arma, 
porque  yo  les  vi  un  dia  comer  mas  de  cien  indios  y indias 
de  los  que  habían  muerto  y preso  en  la  guerra  andando  con' 
nosotros,  estando  conquistando  el  adelantado  don  Sebastian 
de  Belcázar  las  provincias  de  Picara  y Paucura,  que  se  ha- 
bían rebelado»  (1 ). 

Bernal  Díaz,  Fernando  Cortés,  en  sus  cartas  al  Rey,  Go- 
mara y todos  los  primeros  cronistas  que  hablan  de  la  con- 
quista. de  Méjico,  atestiguan  a las  costumbres  antropófa- 
gas,  que  bajo  el  velo  de  religión,  practicaban  en  aquel  imi 
perio;  y era  tan  repartida  la  costumbre  en  las  Antillas  y en 
Tierra  Firme  que  el  nombre  Caribe  llego  a ser  sinónimo  de 
antropófago. 

Los  araucanos  y los  puelches,  según  el  Padre  Rosales,  eran 
también  antropófagos.  Este  cronista  da  varias  citas  en  apo- 
yo de  su  aserto,  lo  que  por  otra  parte  es  confirmado  por 
otros  escritores.  Recordaremos  aquí  lo  que  dice  Góngora  Mar- 
molejo  de  la  muerte  de  Pedro  Valdivia:  «hicieron  los  indios 
un  fuego  delante  de  él  (Valdivia)  y con  una  cáscara  de  al- 
mejas de  la  mar,  que  ellos  llaman  pello  en  su  lengua,  le  cor- 
taron los  lagartos  de  los  brazos  desde  el  codo  a la  muñeca; 
teniendo  espadas,  dagas  y cuchillos  conque  podello  hacer, 
no  quisieron  por  dalle  mayor  martirio,  i los  comieron  asa- 
dos en  su  presencia»  (2). 

El  mismo  autor  dice  que  después  de  que  Villagra  hizo 


(1)  Crónica  del  Perú.  ob.  cit.  cap.  XXI. 

(2)  Góngora  Marmolejo.  Alonso  de. — Historia  de  Chile,  desde  su  des- 
cubrimiento hasta  el  año  1575.  cap.  XIV.  Colección  de  Historiadores  de 
Chile  Tomo  TI.  Santiago  1862. 


COS'J  UMBRES  MORTUORIAS 


í 5 


desamparar  la  ciudad  de  Concepción  y devastarlos  campos, 
los  indios  no  teniendo  qué  comer  <se  comían  los  unos  a los 
otros  ¡cosa  de  grande  admiración!  que  la  madre  mataba  al 
hijo  y se  lo  comía,  y el  hermano  al  hermano;  y algunos  ha- 
cían tasajos,  y los  daban  un  hervor  en  algunas  ollas  con 
agua  de  arrayan,  y después  puestos  al  sol  y secos  los  co- 
mían» (1). 

Hemos  visto  en  otra  parte  que  los  fueguinos  también  co- 
mían carne  humana  y que  muchos  puebios  no  solo  mataban 
sus  enemigos  para  comerlos,  sino  que  también  devoraban  los 
cadáveres  de  sus  propios  deudos.  Muchas  de  estas  costum- 
bres indudablemente  no  obedecían  a ningún  culto,  sino  eran 
destinadas  simplemente  a satisfacer  apetitos  bestiales. 

Habían  muchas  otras  maneras  de  disponer  de  los  difuntos, 
algunas  curiosas,  otras  horripilantes,  pero  basta  con  las  que 
hemos  citado  para  demostrar  la  poca  uniformidad  que  había 
en  este  respecto.  Muchas  veces  varía  entre  los  diferentes 
grupos  de  una  misma  tribu  como  entre  los  sauks  (Michigan) 
que  tenían  seis  distintas  maneras,  y otros  pueblos  que  te- 
nían aun  más. 


(1)  Góngora  Marmolejo,  Alonso  de. — Historia  de  Chile,  desde  su 
descubr  miento  hada  el  año  1575.  Cap.  XIV.  Colección  de  Historiadorés  de 
Chile  Tomo  II.  Santiago  1862.  cap.  XX.  p.  57. 


COSTUMBRES  Y RITOS 


Factores  determinantes. — Las  enfermedades  y la  magia. — Barbarismo  para 
con  los  agonizantes.  — Sepultura  de  los  vivos. — Sacrificio  de  muje- 
res.— Matan  a los  ociosos.  — Infanticidio.  — Entierro  con  llanto.  — 
Su  extensión  geográfica.  — Su  relación  con  el  saludo  con  llanto.  — 
Es  un  estado  psicológico  de  los  pueblos  primitivos. — Probable  origen. 
— Autopsia  del  cadáver. — Peligro  que  corren  los  médicos  o machis. 
— Rito  de  correr  los  demonios. — Trepanación  de  los  cráneos.  — Ra- 
zones para  este  rito. — -Trepanación  (perforación)  de  los  objetos  fu- 
nerarios. — Matan  el  objeto,  quebrándolo.  — Esta  costumbre  en 
Chile.  — Libaciones  a los  muertos.  — Renovación  de  ofrendas.  — 
Disposición  de  la  propiedad  del  difunto.  — Máscaras  mortuorias.  — 
Representaciones  humanas  colocadas  encima  de  las  sepulturas.  — 
Semejanza  de  costumbres  no  siempre  implica  contactos  o rela- 
ciones. 

No  solo  son  muy  diversos  y curiosos  los  diferentes  proce- 
dimientos empleados  por  los  distintos  pueblos  en  la  dispo- 
sición délos  muertos;  sino  que  las  costumbres  y ritos  prac- 
ticados para  su  consumación  son  igualmente  variadas  e in- 
teresantes. 

Generalmente  dependen  de  dos  factores  principales:  el 
concepto  que  se  ha  formado  del  ánima:  y la  relación  que  se 
supone  existir  entre  ésta  y el  cuerpo  que  ha  abandonado. 


78 


RICARDO  E.  LATCHAM 


Algunos  pueblos  temen  mucho  a las  ánimas  y se  valen  de 
numerosos  medios  para  propiciarlas.  Sus  ritos  funerarios  son 
generalmente  largos  y complicados,  y encierran  la  idea  de 
agradar  al  muerto  y darle  facilidades  para  que  se  aleje,  al 
mismo  tiempo  que  toman  toda  clase  de  precauciones  para 
impedir  que  el  cuerpo  sea  ocupado  por  algún  espíritu  ma- 
ligno que  ande  buscando  donde  albergarse. 

Como  creen  que  la  otra  vida  no  es  más  que  una  prolonga- 
ción de  ésta,  y que  en  ella  rigen  las  mismas  o semejantes 
condiciones,  tratan  de  proporcionar  al  muerto  todas  las  co- 
modidades y regalías  a que  estaba  acostumbrado  cuando 
vivo,  aumentándolas  en  cuanto  sea  posible,  para  que  no  eche 
de  ménosla  vida  que  abandona.  Sus  ideas  animísticas  las 
enseñan  que  todos  los  demás  seres  y objetos  de  la  naturaleza 
también  tienen  sus  ánimas  correspondientes.  Consecuentes 
con  esta  hipótesis  eritierran  con  el  muerto,  todos  aquellos 
objetos  y seres  que  suponen  puede  hacerle  falta  allende  la 
tumba,  creyendo  que  las  ánimas  de  estos  se  juntan  con  la 
del  difunto  y vuelven  a servirle. 

Por  un  progreso  evolutivo  algunos  pueblos  han  llegado  a 
la  condición  de  continuar  estos  ritos  solo  simbólicamente  y 
en  vez  de  enterrar  los  verdaderos  objetos  o animales,  los 
reemplazan  por  efigies  o por  partes  délos  artículos  usados 
por  el  difunto,  como  el  crin  de  su  caballo,  el  cabello  de  su 
mujer,  alfarería  en  miniatura,  representaciones  en  madera 
de  los  objetos  de  mayor  valor,  etc.  Pero  en  ninguna  parte 
de  América  se  ha  encontrado  un  estado  de  cultura  en  que  se 
había  desprendido  completamente  las  ideas  animísticas  y de 
la  necesidad  de  propiciar  a los  difuntos,  aun  cuando  se  ha- 
llaron en  algunas  partes,  tribus  tan  atrasadas  que  todavía 
no  se  preocupaban  seriamente  de  la  suerte  de  los  muertos;  y 
entre  las  cuales  apenas  vislumbraban  la  posibilidad  de  una 
vida  futura. 

Volvemos  a repetir  que  es  preciso  tomar  muy  en  cuenta 
estos  estados  de  desarrollo  mental,  para  formar  un  juicio 
sobre  el  alcance  y motivo  de  las  costumbres  funerarias  de 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


79 


los  indios,  que  a veces  nos  parecen  ridiculas,  asquerosas, 
brutales  o horripilantes. 

Es  necesario  recordarse  también  que  las  facultades  y sen- 
timientos, tanto  físicos  como  morales  de  estos  pueblos,  se  han 
desarrollado  en  otro  ambiente  que  los  nuestros,  y su  punto 
de  mira  es  muy  diverso.  Cosas  que  repugnan  o chocan  a un 
civilizado,  parecen  perfectamennte  natural  y esencial  a un 
salvaje.  Sentimientos  como  el  asco,  la  piedad,  etc.,  s »n  muy 
poco  desarrollados  entre  ellos  y sus  impresiones  mentales  son 
'generalmente  menos  marcadas  que  las  nuestras. 

Basta  fijarnos  en  sus  métodos  de  tratar  a los  enfermos  y 
a los  moribundos.  La  generalidad  de  los  pueblos  primitivos 
no  alcanzan  a comprender  las  causas  de  las  enfermedades  y 
las  atribuyen  comunmente  a las  prácticas  mágicas  o bruje- 
rías de  sus  enemigos,  éntrelos  cuales  incluyen  los  espíritus  ma- 
lignos o demonios.  Su  único  recurso,  es  de  combatirlas  con  la 
magia  y con  encantaciones  que  creen  potentes  para  remover 
la  causa  y sanar  al  enfermo.  Si  fallan  sus  métodos  es  porque 
la  maspa  opuesta  a ellos  es  más  poderosa  que  la  suya. 

Muchos  escritores  han  creído  que  las  prácticas  mágicas  de 
los  s ilvajes  son  simples  supercherías  y engaños  de  los  médi- 
cos o machis.  Esto  puede  ser  y probablemente  lo  es  en  mu- 
chos casos;  pero  no  explica  el  profundo  arraigamiento  de  la 
convicción,  manifestada  por  las  costumbres  comunales  de 
las  sociedades  secretas  y frate  nidades  esotéricas  que  se  en- 
cuentran entre  tantas  tribus,  en  que  grupos  enteros  se  dedi- 
can a estas  prácticas,  imponiéndose  muchos  sacrificios,  con 
el  único  fin  de  beneficiar  el  grupo  a que  pertenecen.  Tampo- 
co explica  las  tremendas  ceremonias  de  expiación,  que  se 
basan  en  la  magia,  como  el  baile  del.  sol,  tan  repartido  entre  las 
tribus  de  Norte  América,  en  el  cual  los  adeptos  se  exponen 
a terribles  tormentos  que  con  frecuencia  resultan  en  la 
muerte.» 

Si  fallan  sus  prácticas  mágicas,  los  indios  se  encuentran 
impotentes  y esperan  la  muerte  con  la  mayor  resignación, 
seguros  de  que  no  hay  medio  de  salvarse. 


80 


RICARDO  E.  LATCHAM 


Convencidos  de  que  el  enfermo  no  puede  recobrar  su  sa- 
lud, sus  deudos  abandonan  la  lucha  y principian  a preocu- 
parse de  las  ceremonias  fúnebres;  muchas  veces  a vista  y pa- 
ciencia del  moribundo 

Entre  algunas  tribus,  no  esperan  el  desenlace  fatal  sino 
que  lo  provocan,  generalmente  con  el  consentimiento  del 
paciente:  pero  en  algunas  ocasiones  sin  consultarle.  Hemos 
mencionado  algunos  casos  en  que  el  moribundo  se  estrangu- 
laba, en  otras  partes  se  enterraba  vivo,  o se  ultimaba  de 
otra  manera.  No  faltaban  tribus  en  que  el  temor  a la  muerte 
era  más  fuerte  que  los  sentimientos  de  la  compasión  y en  que 
sacaban  a los  enfetmos  de  sus  habitaciones  y los  abandona- 
ban para  que  muriesen  solos. 

Veamos  lo  que  dice  el  Padre  Sánchez  Labrador  respecto 
de  las  ceremonias  délos  guaycurús  para  con  los  agonizantes: 

«Como  los  Guaycurús  tienen  por  indefectibles  los  dichos 
de  sus  médicos  creen  sin  rastro  de  duda  que  morirá  el  pa- 
ciente, de  cuyo  inminente  fallecimiento  son  mejores  indicios 
los  preliminares  de  cadáver  que  se  leen  en  su  rostro.  Luego 
al  punto  las  mujeres  de  la  parentela  del  moribundo  se  apli- 
can a dar  muestras  de  su  amor  y sentimiento.  Si  es  varón, 
le  pintan  con  N ibadena  la  cara,  brazos  y pecho:  le  cuelgan 
del  labio  inferior  el  Lapidigí  o barbote  que  tenía  más  largo 
y curioso;  pénenle  los  zarcillos  y al  cuello  los  collares  de 
cuentas  de  vidrie».  En  una  palabra  les  engalanan  con  cuanto 
en  salud  les  íué  de  uso;  así  cuando  el  alma  vaga  al  lugar  de 
los  muertos,  la  reconocerán  estos  por  rica  y de  provecho.  Si 
el  agonizante  es  mujer,  la  primera  diligencia  es  tusarla  bien 
el  pelo,  componerle  el  copete,  pintándola  a su  modo.  Para 
estas  ceremonias  les  dan  tanto  vuelcos,  que  ellos  sobran  para 
acelerarles  la  muerte.  El  médico,  mientras  se  hace  todo  esto, 
entra  y sale  en  el  toldo  como  hombre  suspenso  y ocupado  de 
un  gran  pensamiento.  A veces  se  llega  al  moribundo  y le 
aprieta  el  estómago  tan  fuertemente,  que  aunque  no  estu- 
viera en  riesgo  de  muerte  por  lo  que  digo,  moriría  por  sus 
hechos.  Con  esto,  su  profecía  logra  de  lleno  el  cumplimiento 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


81 


acabando  el  enfermo,  más  no  el  médico;  aquél  la  vida,  y éste 
sus  embustes  y enredos  (1).» 

Nansen,  citando  a Dalager,  dice  de  los  esquimales: 

«Sucede  aveces  con  una  mujer  de  poca  importancia,  cuan- 
do se  enferma  de  gravedad,  que  se  le  sepulta  viva. 

Un  caso  horrible  sucedió  cerca  de  aquí  hace  poco.  Varias 
personas  dijeron  que  sintieron  sus  gritos  por  mucho  tiempo 
después  del  entierro,  pidiendo  algo  que  beber.  Si  se  les  in- 
culpa de  su  crueldad  inhumana,  contestan  que  como  no  pue- 
de sanar  la  paciente,  es  mejor  que  quede  colocada  en  su 
tumba,  para  que  los  sobrevivientes  no  sufran  al  observar  su 
agonía.  No  obstante,  si  se  trata  así  a un  hombre  el  caso 
cambia  y es  considerado  como  asesinato. 

La  verdadera  razón  de  esto  se  encuentra  en  el  intenso  te 
mor  de  tocar  los  cadáveres  y esto  hace  que  vistan  a los  mo- 
ribundos— hombres  o mujeres — con  sus  prendas  mortuorias, 
mucho  antes  que  ocurra  la  muerte  y que  preparen  todo  para 
los  funerales,  a la  vista  del  paciente.  Por  la  misma  razón 
cuando  creen  que  puede  sobrevenir  la  muerte,  no  ayudan  a 
los  que  sufren  accidentes  en  el  mar,  por  temor  de  tocarlos 
después  de  que  hayan  expirado»  (2). 

Turner  dice  que  los  esquimales  de  Hudson  Bay  creen  que 
si  la  muerte  ha  sido  natural,  el  espíritu  continúa  su  residen- 
cia en  la  tierra,  después  de  un  descanso  de  cuatro  años  en  la 
tumba;  pero  que  los  que  fallecen  de  una  muerte  violenta,  o 
de  hambre,  y las  mujeres  que  mueren  de  parto  van  aúna 
región  en  las  nubes,  donde  faltan  muchas  de  las  comodidades 
que  se  encuentran  en  la  tierra.  Todos  desean  entonces  quedar 
en  este  mundo,  donde  pueden  comunicar  con  los  vivos,  pri- 
vilegio que  se  niega  a los  que  van  alas  nubes  (3). 

(1)  El  Paraguay  Católico,  ob.  cit.  Tomo  II.  pp.  41-42. 

(2)  Dalager  Grónlandske  Relationes.  Copenhague,  1752,  citado  por 
Nansen  en  Eskimo  Life.  ob.  cit.  pp.  136.7. 

(3)  Turner,  Lucien  M. — Ethnology  of  the  Ungava  District,  Hudson 
Bay.  Territory.  pp.  192.3.  XI.  Annual  Report.  Bur  of  Ethnology.  Washing- 
ton 1894. 

COSTUMBRES. — 6 


82 


RICARDO  E.  LATCHAM 


La  costumbre  practicada  por  algunas  tribus  de  sepultar 
vivos  alosagonizantes  se  debe  altemor  de  tocar  los  cadáveres, 
o a veces  al  miedo  de  encontrar  el  ánima  al  momento  que 
abandona  el  cuerpo;  momento  en  que  ofrece  mayor  peligro. 

La  misma  idea  hacía  que  se  tomaran  precauciones  para 
que  no  sucediera  la  muerte  de  noche;  cuando  se  suponia  fuese 
más  activa  y maligna  la  potencia  sobrenatural  que  poseía  el 
espíritu.  De  aquí  nacieron  las  prácticas  de  matar  a los  que 
agonizaban;  de  llevarlos  a lugares  apartados  y abandonarlos; 
o bien  de  sepultarlos  vivos  si  se  consideraba  probable  que  la 
muerte  sucediese  durante  la  noche. 

Hemos  citado  un  caso  que  ocurrió  entre  los  esquimales. 
Grubb  nos  refiere  otro  que  presenció  entre  los  lenguas.  Cier- 
ta vieja  se  enfermó  de  gravedad,  pero  se  creyó  que  pudiera 
vivir  hasta  el  día  siguiente.  Sin  embargo  durante  la  noche 
se  empeoró  de  tal  manera  que  se  temió  un  desenlace  fatal. 
Apresuradamente  fué  sacada  de  su  rancho  y llevada  fuera  de 
la  aldea  hasta  el  punto  donde  debe  hacerse  el  entierro.  Aquí 
se  efectuó  la  parte  esencial  de  la  ceremonia  fúnebre.  Se 
hizo  un  tajo  en  el  costado  de  la  moribunda  y se  inserta- 
ron piedras  calientes  en  la  herida.  Entonces  fué  abandonada 
en  la  sepultura. 

Por  la  mañana  su  cadáver  fué  encontrado  a muchos  me- 
tros de  distancia  del  lugar  donde  había  sido  abandonada;  la 
tierra  a su  contorno  estaba  rasguñada  y las  puntas  de  sus 
dedos  estaban  laceradas.  Era  evidente  que  no  estaba  muerta 
cuando  se  hicieron  los  ritos  de  mutilación  (1). 

A veces  se  hacían  enterrar  vivos  a los  niños  o los  adultos, 
como  expiación  en  tiempo  de  gran  sequedad,  de  hambre  o 
de  calamidades  nacionales.  Esta  costumbre,  sin  embargo, 
parece  pertenecer  a las  naciones  de  culto  más  desarrollado, 
como  los  mayas,  aztecas,  peruanos,  diaguitas,  etc.,  quienes 
tenían  una  teogonia  más  o menos  establecida.  Los  numero- 
sos restos  de  párvulos,  enterrados  en  urnas,  parecen  indicar 


(1)  An  Unknown  People.  ob.  cit.  p.  170. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


83 


que  ellos  fueron  en  gran  parte  víctimas  de  esta  clase  de  sa- 
crificios. 

Entre  los  chibchas  existía  la  costumbre  de  sepultar  a don- 
cellas vivas  debajo  de  los  cimientos  de  los  templos  o pala- 
cios (1)  y,  según  Posnansky  (2),  igual  costumbre  deben  ha- 
ber tenido  los  constructores  de  Tiahuanaco  (3). 

Las  vírgenes  del  sol  del  imperio  incaico,  también  se  ente- 
rraban vivas,  si  fuesen  sorprendidas  en  relaciones  sexuales 
con  algún  hombre  y sus  compañeros  eran  ahorcados  o des- 
cuartizados. Las  citas  de  las  mujeres  sepultadas  vivas  en  las 
exequias  de  sus  maridos  son  demasiado  numerosas  para  re- 
producirlas todas.  Sólo  referiremos  algunos  casos. 

Cieza  de  León  dice  que  los  indios  de  Uraba,  Antioquía, 
Ancerma,  Arma,  Pozo,  Picara,  Carrapa,  Popayán,  Pasto, 
Quito,  Tumebamba,  Guayaquil,  Trujillo,  Arequipa,  Cuz- 
co, etc.,  enterraban  las  mujeres  vivas  en  las  sepulturas  de 
sus  maridos  yprueba  que  existía  la  costumbre  en  toda  la 
costa  desde  Panamá  hasta  Tarapacá,  como  también  en  el 
antiguo  Collasuyo,  aunque  en  esta  última  provincia  como 
en  Charcas  y en  las  regiones  habitadas  por  los  Diaguitas  y 
Atacameños,  generalmente  mataban  las  mujeres  antes  de 
enterrarlas. 

Esta  manera  de  sacrificar  a las  mujeres  era  muy  extendi- 
da y la  encontramos  en  diferentes  partes  del  continente. 

Muchas  veces  se  exigía  que  ellas  mismas  se  inmolaran, 
pero  a menudo  se  les  mataban  a pesar  suyo. 

Los  natchez  del  valle  del  Mississipí  lo  tenían  por  tradi- 
ción, que  a la  muerte  desús  caciques,  las  mujeres  de  éstos 


(1)  Simón  Fray  Pedro. — Noticias  Historiales  de  las  Conquistas  de 
Tierra  Firme  en  las  Indias  Occidentales.  Cuenca,  1626. 

(2)  Posnansky  Arturo. — Una  metrópoli  Prehistórica  en  la  América  del 
Sur,  Tomo  I.  Berlín,  1914. 

(3)  Crónica  del  Perú,  Capítulos  VIII,  XII,  XV,  XVI,  XXI,  XXII, 
XXIII,  XXXII,  XXXIII,  XLI,  XLIII,  XLVIII,  LI,  LXII,  LXIII,  etc. 


84 


RICARDO  E.  LATCHAM 


debieran  ofrecer  sus  vidas  y los  padres  a sus  hijos,  para 
acompañar  a su  señor  en  el  otro  mundo  (1). 

A la  llegada  de  los  europeos,  la  mayor  parte  de  las  tribus 
del  Chaco  sacrificaban  a las  mujeres  en  los  entierros  de  los 
jefes;  pero,  debido  tal  vez  a las  influencias  de  los  misioneros 
jesuítas,  a principios  del  siglo  XVIII  la  costumbre  casi  había 
desaparecido. 

Lozano  dice  que  a la  muerte  de  sus  maridos  las  mujeres 
charrúas  frecuentemente  se  sacrificaban  voluntariamente  y 
las  que  no  querían  hacerlo  fueron  despeñadas  de  una  alta 
eminencia  (2).  Igual  práctica  tenían  los  calchaquíes. 

Oviedo  relata  que  cuando  moría  un  cacique  de  las  Antillas, 
a veces  se  enterraba  viva  a una  de  sus  mujeres.  Al  entierro 
de  Behecliio,  cacique  de  Haití,  se  sepultaron  con  él  dos  de 
sus  mujeres  (3).  Gomara  dice  que  hacían  otro  tanto  en  la  Isla 
Española. 

«Entierran  con  los  hombres,  especial  con  señores,  algunas 
de  sus  más  queridas  mujeres  o las  más  hermosas,  ca  es  gran 
honor  y favor;  otras  se  quieren  enterrar  con  ellos  por 
amor»  (4). 

En  otra  parte  cuenta  la  misma  cosa  de  los  antiguos  mexi- 
canos 5.  Los  centroamericanos  casi  sin  excepción  sacrifica- 
ban sus  mujeres  de  igual  modo. 

Sarmiento,  Jerez,  Solís,  Balboa,  Bandalier,  Markham,  y 
muchos  otros  escritores  o cronistas,  dan  detalles  relaciona- 
dos con  esta  costumbre,  observada  en  otras  tantas  partes  del 
continente. 

Antes  de  dejar  el  tema  délos  sacrificios  humanos,  llamare- 
mos la  atención  hacia  una  curiosa  costumbre  practicada  en 
ciertas  ocasiones  por  lossencis,  tribu  guerrera  que  habita  el 
valle  del  Ucayali.  Son  muy  industriosos  y los  ociosos  son 

(1)  Handbook  of  American  lndians.  Art.  Natchez.  p.  36,  ob.  cit. 

(2)  Historia  de  Paraguay,  ob.  cit. 

(3)  Historia  General  de  las  Indias,  ob.  cit. 

(4)  Historia  de  las  Indias,  ob.  cit.  p.  173. 

(5)  Historia  de  las  Indias,  ob.  cit.  p.  437. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


85 


ultimados  por  ellos,  por  considerarlos  miembros  inútiles  de 
la  comunidad  (1). 

No  damos  aquí  la  lista  de  sacrificios  humanos  ofrecidos 
por  los  diferentes  pueblos  en  sus  ritos  religiosos,  por  no  co- 
rresponder a la  índole  de  este  ensayo,  ni  hablaremos  de  la 
práctica  de  infanticidio  tan  común  éntrelos  pueblos  de  poca 
cultura;  sólo  diremos  que  en  algunos  casos  esta  última  cos- 
tumbre tenía  un  significado  ritualístico,  como  entre  los  ji- 
manas,  que  mataban  al  primogénito,  fuera  hombre  o mujer, 
y los  muiscas  que  exigían  que  el  mayor  de  los  hijos  fuera  va- 
rón y mataban  a todas  las  hijas  que  nacieran  antes.  Cuando 
nacían  mellizos,  era  costumbre  entre  todas  las  tribus  matar 
a uno  de  ellos  y a veces  ambos. 

Una  de  las  costumbres  repartidas  por  casi  toda  la  Améri- 
ca es  la  del  entierro  con  llanto.  No  referiremos  a las  señales 
usuales  de  pesar  de  los  deudoso  amigos  íntimos  del  difunto, 
sino  a un  llanto  organizado  e impuesto  por  la  tradición  como 
duelo  nacional  o tribal.  A veces  se  acompaña  de  lágrimas, 
pero  no  era  de  rigor  sino  entre  los  parientes  mas  próximos 
del  muerto.  Los  llantos  son  verdaderos  plañidos  o lamentos 
oficiales  practicados  por  una  gran  parte  o toda  la  tribu. 
Sánchez  Labrador  describe  cómo  practicaban  esta  costumbre 
los  mbayas:  «Luego  que  ven  expirar  al  enfermo,  levantan  el 
grito  los  parientes,  permitiendo  al  corazón  algún  desahogo 
por  los  ojos.  Concurren  muchas  mujeres  del  cacicato  y en 
presencia  del  cadáver  lloran  cantando  y hablando.  Traen  la 
memoria  las  prendas  en  que  sobresalió  el  sujeto  de  sus  lágri- 
mas. Las  que  no  acuden,  plañen  en  sus  esteras.  El  tono  en 
que  explican  sus  sentimientos  es,  al  paso  que  tierno,  muy 
expresivo.  Las  mujeres  empiezan  las  cláusulas  con  estas  vo- 
ces: guayema  piguidi , que  en  su  ¡Ay!  desdichado  de  mí!  Los 
hombres  expresan  lo  mismo  con  éstas:  hatanagá  mya.  Han 
de  llorar  todos  los  de  la  parcialidad,  ceremonia  que  dura  al- 


lí) Smyth  Teniente  R.  N. — Journal  frorn  Lima  to,  Pará  1832,  cit.  por 
Markham.  A list  of  trebes.  ob.  cit.  p.  124. 


RICARDO  E.  LATCHAM 


gimos  días  al  amanecer,  y que  ni  con  los  ausentes  se  dispensa. 

Guando  éstos  vuelven  al  toldo,  han  de  llorar  manifestando 
sus  penas.  Lloran  también  por  la  tarde,  antes  que  el  sol  se 
ponga.  Dura  el  llanto  casi  una  hora.  No  por  esto  interrum- 
pen sus  tales  cuales  faenas,  a excepción  de  la  que  lleva  el 
coro,  que  no  se  ocupa  en  otra  cosa*  (1). 

Los  chañas,  vecinos  de  los  mbayas,  según  el  mismo  autor, 
tenían  parecida  costumbre  (2)  como  también  la  tenían  los 
lenguas  (3)  y abipones  (4)  y probablemente  otras  tribus 
chaqueñas 

Cieza  de  León  hace  frecuentemente  mención  de  ella  entre 
los  diversos  pueblos  de  indios  de  Colombia,  por  ejemplo  los 
de  Uraba,  de  Antioquía,  de  Ancerma,  de  Pasto,  de  Quito,  de 
Puerto  Rico,  de  La  Loja,  de  Cuzco,  etc. 

Describe  la  ceremonia  tal  como  la  practicaban  los  chin- 
chas. «Y  cuando  los  señores  morian,  se  juntaban  los  princi- 
pales del  valle  y hacían  grandes  lloros , y muchas  de  las  mu- 
jeres se  cortaban  los  cabellos  hasta  quedarse  sin  ningunos, 
y con  atambores  y flautas  salían  con  sones  tristes  cantando 
por  aquellas  partes  por  donde  el  señor  solía  festejarse  más  a 
menudo,  para  provocar  a llorar  a los  oyentes.  Y habiendo 
llorado,  hacían  más  sacrificios  y supersticiones,  teniendo  sus 
pláticas  con  el  demonio.  Y después  de  hecho  esto,  y muér- 
tose  algunas  de  sus  mujeres,  los  metían  en  las  sepulturas 
con  sus  tesoros  y no  poca  comida,  teniendo  por  cierto  que 
iban  a estar  en  la  parte  que  el  demonio  les  hace  entender. 
Y guardaron  y aún  ahora  lo  acostumbran  generalmente, 
que  antes  que  los  metían  en  las  sepulturas  los  lloran  cuatro 
o cinco  o seis  días,  o diez,  según  es  la  persona  del  muerto, 
porque  mientras  más  señor  es,  más  honra  se  le  hace  y ma- 


(1)  El  Paraguay  Católico,  ob.  cit.  Tomo  II.  p.  46. 

(2)  El  Paraguay  Católico,  ob.  cit.  Tomo  II,  p.  292. 

(3)  An  Unknown  People.  ob.  cit.  p.  169. 

(4)  Dobrizhaffer  Martín.  Historia  de  Abiponibus,  equectri,  bellicosa 
que  Paraquariae  natione.  Viena,  1784. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


87 


yor  sentimiento  muestran,  llorándolo  con  grandes  gemidos  y 
endechándolo  con  música  dolorosa,  diciendo  en  sus  cantares 
todas  las  cosas  que  sucedieron  al  muerto  siendo  vivo.  Y si 
fué  valiente,  llévanlo  con  estos  lloros,  contando  sus  hazañas, 
y al  tiempo  que  meten  el  cuerpo  en  la  sepultura,  algunas 
joyas  y ropas  suyas  queman  junto  a ella,  y otros  meten 
con  él»  (1). 

Gomara  refiriéndose  a los  indios  del  Rio  délas  Palmas  en 
el  Golfo  de  México  dice  de  ellos:  «Regalan  mucho  a sus  hijos, 
y si  se  les  mueren,  tíznanse  y entiérranlo  con  grandes  llantos. 
Dúrales  el  luto  un  año,  y lloran  tres  veces  al  día  todos  los 
del  pueblo,  y no  se  lavan  los  padres  ni  parientes  en  todo 
aquel  tiempo»  (2). 

Dice  que  la  misma  costumbre  la  halló  en  Venezuela,  (3) 
y en  la  descripción  que  da  del  entierro  de  los  reyes  de  Mé- 
xico cita  la  misma  práctica  (4). 

Wallace  en  su  descripción  de  las  costumbres  de  los  uaupés, 
del  río  Amazonas  dice  que  lloran  los  muertos  con  grandes 
lamentaciones  (5)  y Von  Sprix  cuenta  idéntica  cosa  de  los 
omaguas  (6)  como  lo  hace  también  Raleigh  de  los  tiuitiuas 
del  Orinoco  (7). 

En  su  relación  de  los  assinniboines,  Smet  dice:  «la  cere- 
monia de  enterrar  a los  muertos  termina  con  lágrimas,  llo- 
ros, lamentaciones  y maceraciones  de  la  carne». 

Los  indios  choctaw  de  Louisiana  lloraban  sus  muertos  y 
al  final  del  duelo,  que  duraba,  según  la  edad  y categoría  del 


Smet,  Pierre  J.  de  Western  Missions  and  Missionaries.  p.  243.  New 
York,  1863. 

(1)  Crónica  del  Perú.  ob.  cit.  Cap.  LXIII. 

(2)  Historia  de  las  Indias,  ob.  cit.  p.  182. 

(3)  Historia  de  las  Indias,  ob.  cit.  p.  203. 

(4)  Historia  de  las  Indias,  ob.  cit.  p.  436. 

(5)  Travels  on  the  Amazon.  ob.  cit.  Cap.  XVII. 

(6)  Sprix  und  Martins.  Reise  in  Brasil.  1820. 

(7)  Discovery  of  Guiana.  ob.  cit.  p.  70. 


88 


RICARDO  E.  LATCHAM 


difunto,  tres,  seis  o aún  doce  meses,  notificaban  a los  del 
grupo  que  ya  debía  de  terminar.  Por  tres  días  seguidos  llo- 
raban o plañian  tres  veces  al  día  y pasado  este  tiempo  cele- 
braban una  gran  fiesta  (1). 

En  las  Relations  des  Jésuites  1636.  pp.  128-139  encon- 
tramos una  larga  e interesantísima  narración  de  las  ceremo- 
nias funerarias  délos  hurones,  escrita  por  el  Padre  BrebeuL 

Entre  otras  cosas  dice:  «Después  de  cumplir  con  estos 
deberes  (la  preparación  del  cadáver)  todos  los  que  se  encuen- 
tran en  la  cabaña  principian  a emitir  suspiros,  llantos  y 
lamentaciones.  Nadie,  al  verlos  llorar  y plañir,  creería  que 
estas  eran  sólo  lamentaciones  ceremoniales ; unen  las  voces  de 
un  acuerdo  en  tono  lúgubre  hasta  que  alguien  que  tiene 
autoridad  les  manda  cesar,  y el  capitán  manda  anunciar  por 
todas  las  cabañas  que  fulano  ha  muerto.  Cuando  llegan  los 
amigos,  resúmen  sus  lamentaciones...  El  día  del  entierro 
toda  la  gente  de  esta  y otras  agrupaciones  se  reúnen  y se  re- 
nueva el  llanto. 

Parry,  (2)  Lyon  (3)  Klutschak,  (4)  Boas,  (5)  Nansen,  (6)  y 
otros  relatan  que  parecida  costumbre  prevalece  éntrelos  es- 
quimales. 

Aprendemos  de  Me.  Gee,  que  los  indios  seri  hacen  una  la- 


(1)  Bushnell,  David  I.  The  choctaw  of  Bayou  Lacomb.  St.  Tammany 
Parish  Louisiana,  p.  27.  Buletin  número  48.  Bureau  of  American  Ethno 
logy.  Wáshington.  1909. 

(2)  Parry.  Capt.  Wm.  Ed.  Journal  of  a Second  Voyage  for  the  discovery 
of  a Northwest  Passage  from  the  Atlantic  to  the  Pacific  performed  in  the 
years  1821-22-23  in  his  Magestys  ships  Fury  and  Hecla.  London,  1824. 

(3)  The  prívate  journal  of  Cap.  G.  T Lyon  of  H.  M.  S.  Hecladuring  the 
recent  voyage  of  discovery  under  Cap.  Parry.  London  1824,  p.  369. 

(4)  Klutschak.  Heinrich  W.  Ais  Eskimo  unter  den  Eskimos.  Eine 
Schilderung  der  Erlebnisse  der  Schwatka,  schen  Franklin-Aufsuchungs 
Expedition  in  der  Jahren  1878-1880.  Leipzig.  1881.  p.  21. 

(5)  The  central  Eskimo.  ob.  cit.  p.  614. 

(6)  Eskimo  Life.  ob.  cit.  p.  249. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


89 


mentación  nocturna  después  de  la  muerte  en  combate  de  sus 
guerreros  o de  sus  mujeres  (1). 

El  padre  Techo  (du  Toict),  cuenta  que  entre  los  diaguitas 
el  entierro  siempre  se  hacía  con  llanto  y agrega  que  había 
plañideras  profesionales  que  acudían  a todos  los  entierros 
para  hacerse  cargo  del  duelo.  Lozano  confirma  el  hecho  y 
dice  que  estas  mujeres  se  llamaban  prefeas. 

El  entierro  con  llanto  es  todavía  común  entre  los  chirigua- 
nos y se  repiten  las  lamentaciones  periódicamente  por  todo 
el  tiempo  que  dure  el  duelo. 

Thouar,  en  la  relación  que  hace  de  sus  exploraciones  en 
Sud  América  en  busca  de  los  restos  de  la  misión  Crevaux, 
dice  que  cuando  muere  un  chiriguano,  la  viuda  debe  lamen- 
tar cinco  o seis  veces  al  día,  durante  la  época  del  duelo,  que 
generalmente  se  mantiene  por  un  año. 

Los  zuñis  también  lloran  al  muerto  durante  la  ceremonia 
de  preparar  el  cadáver  y en  el  entierro;  las  lamentaciones  a 
la  salida  y a la  puesta  del  sol  continúan  por  algunos  meses 
más,  hasta  que  el  jefe  de  la  familia  declara  terminado  el 
duelo. 

*» 

Hennepín  halló  esta  costumbre  entre  los  sioux,  (2)  en  la 
tribu  Santee  la  misma  que  guardaban  los  huesos  de  sus  ante- 
pasados. sacándolos  una  vez  al  año  para  limpiar  y aceitarlos. 
También  tenian  la  costumbre  de  saludar  a los  forasteros  con 
llanto,  costumbre  a que  tendremos  que  referir  en  seguida  (3). 
Era  tan  arraigada  entre  ellos  el  hábito  de  piañir,  o recitar 
con  llanto  y lamentaciones  en  todas  sus  ceremonias  por  tri- 
vial que  fuesen,  que  los  voyageurs  (tramperos),  canadienses 
les  dieron  el  apodo  de  pleureurs  o llorones  (4).  En  este  res- 


(1)  The  Seri  Indians.  ob.  eit.  p.  292. 

(2)  Hennepín,  Padre  Lotus. — La  deacription  de  la  Louisianie,  nouve- 
Uement  decouverte  au  sudouest  de  la  Nouvelle  France.  París  1683. 

(3)  Véase  también  Lawson,  ob.  cit. 

(4)  Hennepín.  ob.  cit. 


90 


RICARDO  E.  LATCHAM 


pecto  eran  igualados  por  muchas  tribus  de  Brasil  y del 
Chaco. 

En  Chile  hasta  hace  poco,  también  se  encontraba  esta 
curiosa  ceremonia.  Ruiz  Aldea  nos  ha  conservado  una  buena 
descripción  de  la  manera  cómo  lo  practicaban  los  araucanos 
a mediados  del  siglo  XíX.  «El  escuadrón  mujeril  representa 
por  su  parte  otra  escena  no  menos  singular.  Como  entre  los 
indios  es  desconocido  el  llanto,  para  suplirlo  apelan  a las 
mujeres  plañideras,  que  tienen  el  oficio  de  llorar.  Estás  mu- 
jeres lloronas  están  sentadas  en  frente  dé  las  viudas  del 
cacique;  y como  su  oficio  es  llorar,  de  cuando  en  cuando 
sueltan  el  llanto  a gritos,  como  si  las  tuviesen  azotando, 
cuya  pantomina  imitan  las  otras  con  pestañeos  muy  rápidos 
para  humedecer  los  ojos. 

Cuando  no  hay  plañideras,  las  mismas  mujeres  de  la  casa 
hacen  el  duelo,  entonando  un  cántico  lúgubre  y patético; 
pero  sin  hacer  los  visajes  ni  representar  la  farsa  de  las  otras. 
Estas  pobres  mujeres  son  las  únicas  que  en  aquella  reunión 
manifiestan  un  profundo  y verdadero  dolor.»  (1). 

El  día  del  entierro  el  féretro  va  precedido  por  las  plañide- 
ras y las  mujeres  del  cacique. 

La  misma  cosa  nos  cuentan  los  cronistas  de  los  siglos  XVI, 
XVII  y XVIII,  y así  vemos  que  no  era  una  costumbre  nue- 
va adquirida  después  de  la  llegada  délos  españoles,  sino  que 
existía  entre  ellos  desde  tiempos  anteriores. 

No  sabemos  si  las  otras  tribus  de  indios  chilenos  la  prac- 
ticaban igualmente;  porque  ninguno  de  los  cronistas  da  de- 
talles de  los  araucanos  o tribus  de  ultra  Bio-Bío. 

Pero  el  Padre  Ovalle,  Molina,  Núñez  de  Pineda,  Gonzá- 
lez de  Nájeray  Rosales,  están  acordes  en  que  el  entierro 
con  llanto  era  una  de  las  costumbres  mapuches. 

El  Abate  Molina  dice  al  respecto:  «Luego  que  uno  ha 


(1)  Ruiz  Aldea  P. — Los  araucanos  y sus  costumbres,  Los  Angeles 
1868.  Santiago  1902.  p.  46. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


91 


muerto,  sus  parientes  y amigos,  sentados  sobre  la  desnuda 
tierra,  al  rededor  del  cadáver,  lloran  por  un  gran  ralo , y des- 
pués lo  exponen  vestido  de  su  mejor  ropa,  sobre  un  alto 
átaud  que  llaman  pilluay : asi  lo  tienen  toda  la  noche,  la  cual 
pasan  parte  llorando , y parte  comiendo  y bebiendo,  en  com- 
pañía de  aquellos  que  han  venido  a consolarlos.  Esta  junta 
se  llama  curi  cahuín,  esto  es,  el  convite  negro,  porque  este 
color  es  también  entre  ellos  símbolo  de  luto. 

El  día  siguiente,  y talvez  el  segundo,  o el  tercero  después 
de  la  muerte,  llevan  el  cadáver  procesionalmente  al  eltum,  o 
sea  al  cementerio  de  la  familia,  que  por  lo  común  es  situado 
es  un  bosque,  o sobre  una  colina.  Dos  jóvenes  a caballo,  co- 
rriendo a rienda  suelta,  preceden  el  acompañamiento.  Los 
parientes  principales  llevan  el  ataúd,  el  cual  es  rodeado  de 
muchas  mujeres  que  lloran  al  difunto  a modo  de  las  plañideras 
délos  Romanos.  Otra  mujer  entre  tanto,  va  esparciendo  en 
el  camino,  detrás  de  el  féretro,  rescoldo,  para  que  el  alma  no 
pueda  volver  más  a la  casa ... . Hecho  esto,  se  despiden  con 
mucho  llanto  del  muerto»  (1). 

Hasta  ahora  no  se  ha  perdido  la  costumbre  entre  los  arau- 
canos y se  ha  arraigado  de  tal  manera  que  no  solo  se  nota 
en  sus  entierros  y durante  el  duelo,  sino  que  ha  impermeado 
tanto  su  modo  de  ser,  que  aún  en  su  oratoria  no  pueden  des- 
prenderse de  la  cadencia  lúgubre  y llorosa,  y al  oir  sus  dis- 
cursos, uno  que  no  entiende  su  lengua,  se  imagina  que  están 
lamentando  sus  desgracias  o recordando  incidentes  de  un 
gran  pesar,  tan  triste  es  el  sonsonete  con  que  los  pronun- 
cian. 

Guevara  comentando  la  costumbre  dice:  «Es  un  llanto  can- 
tado en  una  escala  que  se  desarrolla  da  las  notas  altas  a las 
bajas  y vice-versa.  No  se  conoce  éntrelas  indias  el  llanto  de 
sollozos,  propio  délos  pueblos  civilizados. 

El  concierto  de  lamentaciones  de  las  mujeres  alrededor 

(1)  Molina,  Abate  Juan  Ignacio — Compendio  de  la  Historia  Civil 
del  Reino  de  Chile,  escrito  en  italiano  y traducido  al  español  por  Nicolás 
de  la  Cruz  y Baliamonde.  Madrid  1795.  Tomo  II  págs.  90-91. 


92 


RICARDO  E.  LATCHAM 


del  muerto  no  es  únicamente  una  práctica  fúnebre,  sino  una 
serie  de  maldiciones  contra  el  matador,  mágicamente  efica- 
ces en  algunas  ocasiones;  la  venganza  toma  esta  forma  a fal- 
ta de  otra  más  positiva»  (1). 

No  solo  ha  existido  la  costumbre  éntrelos  indios  y otras 
razas  primitivas,  sino  también  entre  los  pueblos  civilizados 
y en  épocas,  bastante  recientes. 

Era  común  entre  los  griegos  y romanos,  y no  hace  muchos 
lustros  era  igualmente  común  en  España  y en  los  países  lati- 
no americanos.  Todavía  viven  personas  que  recuerdan  la 
práctica  en  Chile.  Respecto  al  Perú  reproduciremos  algunos 
párrafos  debidos  a la  pluma  de  Ricardo  Palma:  «Existió  en 
Lima,  hasta  hace  cincuenta  años,  una  asociación  de  mujeres 
cuyo  oficio  era  gimotear  y echar  lagrimones  como  garbanzos. 
Lo  particular  es  que  toda  socia  era  vieja  como  el  pecado,  fea 
como  un  chisme  y con  pespunte  de  bruja  y rufiana.  En  Es- 
pañolábanlas el  nombre  de  plañideras;  pero  en  estos  reinos 
del  Perú  se  las  bautizó  con  el  de  doloridas  o lloronas.  • 

No  bien  moría  un  prójimo  que  dejase  hacienda  con  qué 
pagar  un  decente  funeral,  cuando  el  albaceay  deudos  se  echa- 
ban por  esas  calles  de  Dios  en  busca  de  la  llorona  de  más 
fama,  la  cual  se  encargaba  de  encontrar  a las  comadres  que 
la  habían  de  acompañar. 

El  estipendio,  según  reza  un  añejo  centón  que  he  consul- 
tado, era  de  cuatro  pesos  para  la  plañidera  en  jefe  y dos  para 
cada  una  subalterna.  Y cuando  los  dolientes,  echándola  de 
rumbosos,  añadían  algunos  realejos  sobre  el  precio  de  tarifa, 
entonces  las  doloridas  estaban  también  obligadas  a hacer 
algo  de  extraordinario,  y este  algo  era  acompañar  el  llanto 
con  patatuces,  convulsiones  epilépticas  y repelones.  Ellas 
esperaban,  la  puerta  del  templo  la  entrada  y salida  del  cadá- 
ver para  dar  rienda  suelta  a su  aflicción  de  contrabando. 

No  concluía  aquí  la  misión  de  las  lloronas.  Quedaba  aún  el 
rabo  por  desollar,  esto  es,  la  ceremonia  de  recibir  el  duelo  en 


(1)  Pscología  del  Pueblo  Araucano,  ob.  cit.  p.  271. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


93 


casa  del  difunto  durante  treinta  noches.  Enlutábanse  con 
cortinajes  negros  la  sala  y cuadra,  alumbrándola  con  un  fanal 
o guarda  brisa  cubierto  por  un  tul  que  escasamente  dejaba 
adivinar  la  luz,  o bien  encendían  una  palomilla  de  aceite  que 
despedía  algo  como  amago  de  claridad;  pero  que  realmente 
no  servía  sino  para  hacer  más  terrífica  la  lobreguez».  (1). 

Desde  las  siete  hasta  las  ocho  de  la  noche  se  reunían  los 
amigos  y amigas  déla  familia  pero  guardaban  un  profundo 
silencio,  el  que  era  interrumpido  solo  por  las  lamentaciones 
y jemidos  de  las  lloronas. 

Aún  existe  la  costumbre  entre  los  indios  fueguinos  del  ex- 
tremo sur  del  continente.  Goazzi  nos  asegura  que  en  la  ac- 
tualidad tanto  los  onas  como  los  yahganes  la  practican.  Al 
efecto  escribe:  «También  entre  los  yahganes,  como  entre  los 
onas,  los  parientes  del  difunto  abandonan  la  choza  en  que 
murió,  y abandonan  por  algún  tiempo  la  localidad.  Parece 
que  no  conservan  largo  y doloroso  recuerdo  de  sus  muertos, 
y que  los  gritos  y las  heridas  que  se  hacen  por  la  muerte  de 
algún  pariente  son  más  bien  efecto  de  costumbre  que  de 
verdadero  dolor.»  (2). 

El  heeho  es  confirmado  por  Cañas  Pinochet  quien  dice: 
«cuando  un  indio  está  enfermo,  sus  compañeros  de  choza  se 
ponen  a cantar  con  una  entonación  triste  y monótona,  siem- 
pre repetida  por  largas  horas. 

Cuando  el  enfermo  ha  fallecido,  los  parientes  y los  amigos 
prorrumpen  en  gemidos  lastimeros,  acompañados  por  una 
melopea  tierna  y suave;  rasgúñándose  las  piernas,  haciéndose 
una  serie  de  tajos,  por  los  cuales  derraman  abundante  san- 
gre. Son  las  mujeres  en  especial  las  que  manifiestan  su  dolor 
en  esta  forma.  El  llanto  se  prolonga  por  largas  horas  duran- 
te las  cuales  derraman  abundantes  lágrimas.  Las  lamentacio- 


(1)  Palma,  Ricardo.  Las  lloronas  del  Viernes  Santo.  Cuadro  tradicional 
de  costumbres  antiguas.  Valparaíso.  La  Patria  N.°  3,510,  enero  15  de  1875; 
reproducido  después  en  Tradiciones  Peruanas. 

(2)  Los  Indios  del  archipiélago  Fueguino,  ob.  cit.  p.  27.  Segunda  parte. 


94 


RICARDO  E.  LATCHAM 


nesse  oyen  a larga  distancia  y producen  impresión  su  misma 
monotonía  y tristeza.»  (1). 

Es  una  costumbre  tan  repartida  que  casi  no  hay  nación  en 
el  continente  en  que  no  se  practica  por  algunas  de  sus  tribus. 

La  encontramos  en  las  regiones  antárticas  entre  los  fue- 
guinos y en  las  más  septentrionales  entre  los  esquimales.  La 
hallamos  igualmente  entre  los  colombianos  y peruanos  de  las 
costas  del  Pacífico  como  entre  las  tribus  que  bordean  el 
Atlántico;  en  la  parte  central  del  continente  en  ambos  hemis- 
ferios; en  las  montañas  y en  los  llanos. 

Entre  muchas  tribus  sobre  todo  entre  las  más  salvajes  del 
continente,  el  hábito  está  tan  inherente  en  la  psicología  del 
indio  que  se  hace  patente  en  todos  sus  actos  ceremoniosos  en 
su  manera  de  saludar  a los  forasteros  o a los  que  han  estado 
por  largo  tiempo  ausente,  como  también  en  sus  rituales  reli- 
giosos y hasta  en  su  oratoria. 

No  es,  como  han  opinado  algunos  autores,  una  prueba  de 
tristeza  de  la  raza;  porque  se  encuentra  practicada  por  por 
pueblos  de  más  diverso  índole  y carácter  y que  en  otras  oca- 
siones son  de  alegre  disposición. 

Tampoco  es  especial  a un  sólo  grupo  de  naciones  como  ha 
supuesto  Friederici  (2)  talvez  por  insuficiencia  de  datos); 
porque  como  hemos  visto,  es  una  costumbre  esparcida  por 
todo  el  continente. 

Es  verdad  que  este  etnólogo  ha  considerado  sólo  una  fase 
de  la  cuestión;  la  relacionada  con  el  saludo  con  llanto,  como 
también  lo  hizo  Schuller  en  su  crítica  del  artículo.  Ni  el  uno 
ni  el  otro  se  ha  fijado  que  la  costumbre  que  describen  no  es 
más  que  el  corolario  de  otra  mucho  más  generalizada  y que 
se  ha  conocido  no  sólo  en  América  sino  también  en  Europa  j 

(1)  Cañas  Pinochet  Alejandro.  La  Geografía  de  la  Tierra  del  Fuego  y 
noticias  de  la  antropología  y etnografía  de  sus  habitantes.  Trabajos  del  IV 
Congreso  Científico  (I.°  Pan  Americano).  Vol.  XI.  Trabajos  de  la  III  Sec- 
ción. Tomo  I.  p.  362.  Santiago  de  Chile  1911. 

(2)  Friederici  Georg.  Der  Tranengruss  der  Indianer.  Globus.  Tomo 
XXXIX  N.°  2.  pp.  30-40.  Braunschweig  1906. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


95 


las  demás  parles  del  mundo.  No  se  puede  separar  de  una 
manera  arbitraria  las  diferentes  fases  de  una  expresión  psico- 
lógica, como  ha  tratado  de  hacerlo  el  etnólogo  alemán.  To- 
dos los  seis  ca^os  de  saludos  con  llanto  citados  por  él,  eran 
observados  en  pueblos  donde  también  existe  el  entierro  y el 
duelo  con  llanto  y donde  es  probable  que  otras  ceremonias 
también  se  efectúan  con  lamentaciones.  Es  verdad  que 
son  muy  numerosas  las  citas  de  las  ceremonias  funerarias  en 
que  toman  una  parte  activa  las  plañideras,  mientras  que  son 
más  escasas  las  que  mencionan  el  saludo  con  llanto;  pero  esta 
omisión  no  autoriza  la  opinión  que  sólo  ha  existido  en  una 
área  limitada  o entre  pocos  pueblos.  Por  otra  parte  existen 
muchas  citas  que  parece  haber  ignorado  Friederici,  y encon- 
tramos la  fase  que  le  llamó  tanto  la  atención  mucho  más  re- 
partida de  lo  que  él  sospechaba. 

Por  ejemplo  entre  los  araucanos  también  se  practica;  pero 
la  mayor  parte  de  los  cronistas  y escritores  omiten  toda  men- 
ción de  ella. 

Sólo  Guevara  nos  da  algunas  noticias  al  respecto,  dice:  «Se 
ha  podido  comprobar  que  antiguamente  se  agregaba  el  llanto 
al  saludo  de  parentesco  o amistad.  Esta  costumbre  alcanzó 
a llegar  en  forma  atenuada  a la  época  moderna. 

El  odio  a la  raza  conquistadora  y el  orgullo  guerrero,  los 
obligaban  a ocultar  esta  costumbre  a los  españoles;  pero  en 
su  trato  íntimo  la  practicaban  como  regla  ordinaria. 

A medida  que  el  tiempo  avanzaba,  desde  la  conquista  a 
nuestros  dias,  el  saludo  con  llanto  iba  perdiendo  lentamente 
de  intensidad». 

En  seguida  da  un  caso  concreto  que  le  fué  contado  por  un 
indio  que  lo  presenció  y termina  diciendo  que  «antes  de  la 
pacificación  de  la  Araucanía,  aun  se  practicaba  por  ausencias 
cortas» (1). 

No  lo  creemos  muy  difícil  explicar  el  origen  de  tan  extraña 
costumbre.  Si  estudiamos  las  seis  tribus  citados  por  Friede- 


(1)  Psicología  del  Pueblo  Araucano,  ob.  cit.  pág.  63. 


96 


RICARDO  E.  LATCHAM 


ricie  (charrúas,  tupis,  lenguas,  tejas,  caddos  y santeesl,  ve- 
mos que  todos  eran  nómades  o semi-nómades  y que  sus 
principales  ocupaciones  eran  la  caza  y la  guerra.  Sucedía  a 
veces  que  partidas  de  cazadores  o guerreros  se  ausentaban 
délas  tolderías,  alejándose  por  distancias  considerables  y 
por  períodos  más  o menos  largos.  Con  frecuencia  algún  in- 
dividuo perdía  la  vida  durante  la  expedición,  o moría  algún 
miembro  de  los  que  se  habían  quedado  en  la  toldería.  En 
semejantes  ocas:ones,  cuando  se  volvían  a reunirse,  era  de 
rigor  que  todos  lamentasen  la  pérdida,  como  nos  enseña  el 
padre  Sánchez  Labrador,  quien  dice  que  entre  los  mbava 
vhan  de  llorar  todos  los  de  la  parcialidad,  ceremonia  que 
dura  algunos  días  al  amanecer  y que  ni  con  los  ausentes  se 
dispensa.  Cuando  estos  vuelven  al  toldo  han  de  llorar  manifes- 
tando a todos  sus  penas » (1). 

Es  probable  que  esta  idea  forma  la  base  del  saludo  con 
llanto  y se  prolongaría  todo  el  tiempo  que  duraba  el  duelo, 
renovándose  cada  vez  que  llegaba  a la  toldería,  una  persona 
que  no  hubiese  estado  en  el  momento  de  la  defunción,  fuese 
o no  de  la  agrupación.  Poco  a poco  se  iría  cristalizando  la 
costumbre  hasta  hacerse  general  como  saludo  para  todos 
los  que  veían  por  primera  vez  o que  les  visitaba  después  de 
una  prolongada  ausencia. 

El  hecho  de  hallar  esta  costumbre  tan  repartida,  no  sólo 
en  este  continente,  sino  también  en  Asia  y en  Polinesia,  hace 
evidente  que  no  se  trata  aquí  de  una  cuestión  de  contactos 
o relaciones,  sino  más  bien  de  un  estado  psicológico  inheren- 
te en  los  pueblos  de  civilizaciones  no  muy  avanzadas. 

Los  pueblos  de  cultura  primitiva  no  alcanzan  a compren- 
der el  efecto  de  las  enfermedades.  Para  explicar  los  males  a 
que  está  sujeto  el  cuerpo  humano,  recurren  a las  ideas  su- 
persticiosas respecto  de  los  poderes  sobrenaturales  y gene- 
ralmente malignos  de  las  ánimas,  los  demonios  y aún  de 
personas  vivas,  como  los  brujos,  etc.  Sus  medios  de  comba- 


tí) El  Paraguay  Católico.  Tomo  II.  p.  46.  ob.  cit. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


97 


tir  las  enfermedades  son  casi  siempre  mágicos,  destinados  a 
contrarrestar  estas  causas  por  el  exorcismo,  por  incantacio- 
nes  o por  acciones  expiatorias. 

Cuando  a pesar  de  sus  ritos,  muere  el  enfermo,  la  ley  de 
tallón  les  obliga  descubrir  al  malhechor  que  haya  causado  la 
muerte.  Generalmente  consideran  necesaria  la  autopsia  del 
cadáver  a fin  de  averiguar  quien  fue  el  causante;  opera- 
ción ejecutada  por  los  médicos;  que  son  los  principales  prac- 
ticantes de  los  ritos  mágicos. 

Generalmente  se  consideran  como  farsantes,  estos  médi- 
cos (o  médicas)  que  se  ocupan  exclusivamente  de  engañar  a 
sus  clientes.  Esto  es  verdad  en  parte  y no  cabe  duda  que  con 
frecuencia  abusan  de  la  credulidad  del  vulgo  para  satisfacer 
venganzas  personales,  para  fines  políticos,  para  peculio  o para 
otros  motivos  privados.  Pero  sería  un  error  creer  que  son  to- 
dos embusteros  y que  no  existe  ningún  fundamento  para  su 
ciencia  o prácticas. 

Para  juzgar  estas,  es  preciso  colocarse  al  nivel  de  sus  ofi- 
ciadores,  y mirar  las  cosas  desda  el  punto  de  vista  de  ellos. 
Hay  que  reconocer,  antes  de  todo,  el  poder  que  los  sueños 
ejercen  sobre  su  mente.  Para  ellos  son  hechos  reales,  perci- 
bidos por  sus  propios  sentidos  y contra  los  cuales  no  hay  ape- 
lación. 

Las  prácticas  de  los  médicos  casi  siempre  tienden  a pro- 
ducir un  sueño  hipnótico,  un  emborrachamiento  por  medio 
de  drogas,  humo,  narcóticos  etc.,  estados  de  ánimo  en  que 
son  muy  predispuestos  a las  alucinaciones.  En  esta  condi- 
ción, producida  artificialmente,  ven  personas,  animales,  séres 
grotescos  o terroríficos  y todas  clases  de  visiones  parecidas 
a las  producidas  por  el  delirium  tremens. 

Generalmente  se  imputa  la  culpa  de  la  en  fermedad  o de  la 
muerte  a los  seres  que  aparecen  en  estas  visiones.  A veces 
sucede  que  en  este  estado  de  éxtasis  o de  sueño  hipnótico 
el  médico  ve  a una  persona  conocida  de  la  agrupación  a que 
pertenece  el  difunto  o de  otra  vecina.  Denunciado  el  hechor, 
los  parientes  del  muerto  se  preparan  a tomar  sumaria  ven- 

COSTUMBRES. — 7 


98 


RICARDO  E.  LATCHAM 


ganza  que  frecuentemente  resulta  en  la  muerte  de  la  persona 
inculpada  y origina  una  guerra  de  represalias  entre  una  y 
otra  familia  o tribu. 

Un  hecho  curioso  relacionado  con  estas  superaciones  es, 
que  con  frecuencia  el  acusado  cree  que  puede  haber  cometi- 
do el  crimen  que  se  le  imputa.  Recuerda  el  autor  de  estas 
lineas  que  hace  algunos  años  conversaba  sobre  este  punto 
con  un  mapuche,  a quien  se  le  habían  acusado  de  dañar  con 
sus  brujerías  a otro  indio  de  la  misma  reducción.  Afortuna- 
damente en  este  caso  no  murió  el  individuo;  pero  se  despertó 
entre  tos  parientes  del  injuriado  un  sentimiento  tan  hostil 
que  el  supuesto  brujo  tuvo  que  abandonar  la  agrupación. 

Preguntándole  si  verdaderamenee  había  cometido  la  su- 
perchería de  que'  s.e  le  acusaba,  contestó  que  no  se  recorda- 
ba, pero  posiblemente  durante  un  sueño  lo  había  hecho,  pues 
el  machi  (doctor)  no  tendría  motivo  para  culparle  si  hubiese 
estado  inocente,  porque  siempre  habían  guardado  buenas  re- 
laciones. 

La  carrera  de  médico  entre  los  indios  no  carece  de  pe- 
ligros. Casi  siempre  se  hace  de  enemigos,  quienes  se  aprove- 
chan de  cualquiera  oportunidad  favorable  para  vengarse  de 
él,  venganza  solo  restringida  por  el  temor  de  sus  poderes  so- 
brenaturales. 

Entre  algunas  tribus  el  médico  corre  otro  peligro.  En  el 
caso  de  que  haya  sido  llamado  para  atender  a algún  cacique 
de  importancia  y este  muere  a pesar  de  sus  artes,  el  mismo 
pueblo  se  encarga  de  correrle  de  la  reducción  y aun  en  cier- 
tos casos  de  darle  muerte  por  incompetente. 

Esto  sucede  con  frecuencia  entre  los  fueguinos,  los  mba- 
yas  y otras  tribus  del  Chaco,  especialmente  cuando  mueren 
dos  o tres  enfermos  en  corto  tiempo.  Debido  a esto,  en  mu- 
chos lugares  el  médico  vive  apartado  de  la  tribu  o aun  en  al- 
gunos casos  se  niega  a atender  a los  enfermos  de  su  propia 
agrupación  y es  casi  el  único  freno  que  existe  para  que  no 
abusen  de  los  poderes  con  que  la  imajinación  popular  los 
dota. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


99 


Naturalmente,  mezclado  con  sus  supersticiones  y con  sus 
verdaderos  conocimientos,  se  encuentran  muchos  engaños  y 
patrañas  voluntarias,  especialmente  los  juegos  de  prestid ij ¡ - 
tación  que  emplean  para  mostrar  a los  expectadores  los  ob- 
jetos como  piedras,  huesos,  espinas  e insectos  que  extraen 
délos  enfermos  y que  aseguran  hayan  sido  la  causa  de  la  en- 
fermedad. 

Acaecida  la  muerte,  son  numerosas  y complicados  los  ritos 
y ceremonias  que  generalmente  preceden  el  entierro  o última 
disposición  del  cadáver.  Una  de  las  preocupaciones  princi- 
pales es  la  de  impedir  que  los  demonios  o espíritus  malignos 
entren  en  posesión  del  cuerpo,  y muchos  de  los  ritos  están 
destinados  a ese  fin.  Los  parientes  rodean  la  habitación,  o 
recorren  la  vecindad,  a pié  o a caballo,  blandiendo  sus  ar- 
mas en  medio  de  una  gritería  y sonajera  de  instrumentos 
musicales,  mientras  los  médicos  hacen  sus  incantaciones  para 
ahuyentar  los  espíri'us  o descubrir  el  culpable. 

Otra  preocupación,  que  daba  lugar  a muchas  curiosas  y 
bárbaras  costumbres  y ritos,  era  el  temor  que  tenían  algu- 
nas tribus  del  ánima  del  muerto,  que  resultaba  en  el  aleja-* 
miento  del  difunto,  y en  el  abandono  o destrucción  déla 
habitación  que  ocupaba. 

Sin  embargo,  existían  algunos  pueblos  que  se  empeñaban 
en  dar  toda  clase  de  facilidades  al  ánima,  para  su  libre  trán- 
sito y no  temían  su  proximidad.  No  faltaban  los  que  creían 
que  el  espíritu,  bajo  ciertas  circunstancias,  no  podía  escapar 
del  cuerpo,  y esto  originó  la  costumbre  de  la  trepanación 
posi-mortem  practicada  por  algunas  tribus  del  antiguo  Perú. 
La  costumbre  de  trepanar  el  cráneo  en  el  caso  de  enferme- 
dades del  cerebro  era  bastante  común  en  esa  región  (1)  y se 
derivaba  de  la  idea  de  que  el  cuerpo  estaba  posesionado  de 
un  espíritu  maligno,  al  que  obligaban  a salir  por  la  perfora- 


(1)  Muñiz,  Manuel  Antonio  and.  Mo.  Gec.  W.  I.  Primitive  Trephi- 
ning  en  Perú.  XVI  Annual  Report  of  the  Bureau  of  Ethnology.  Washig- 
ton,  1897. 


100 


RICARDO  E.  LATCHAM 


ción  practicada  en  el  cráneo  del  enfermo.  Cuando  moría  el 
enfermo  antes  de  poderse  hacer  la  operación,  esta  se  hacía 
después  de  la  muerte,  para  dar  paso  al  espíritu  encerrado. 

Cráneos  trepanados  también  se  lian  hallado  en  las  faldas 
de  la  cordillera  argentina.  Recordamos  un  caso  citado  por 
Aguiar,  de  un  cráneo  trepanado  hallado  en  una  antigua  se- 
pultura huarpe.  Este  cráneo  había  sido  trepanado  durante 
la  vida  del  individuo  y no  le  causó  la  muerte  como  era  fre- 
cuente en  esta  clase  de  operaciones,  porque  los  bordes  del 
portillo  practicado,  demostraban  señales  de  una  parcial  su- 
turación  posterior  (1). 

Muchas  otras  explicaciones  traumaturgas  o terapéuticas 
se  han  dado  como  motivo  de  esta  curiosa  costumbre  y es 
probable  que  muchas  de  ellas  sean  verídicas  en  ciertos  casos; 
pero  al  mismo  tiempo  no  cabe  duda  que  la  razón  principal 
es  la  que  hemos  mencionado. 

Esta  idea  se  hacía  extensiva  a los  objetos  y encontramos 
en  muchas  partes  la  práctica  de  quebrar  o de  perforar  (tre- 
panar) los  objetos  enterrados  con  los  muertos  para  que  pue- 
da escapar  su  ánima. 

Ten  Kate  en  un  informesobre  sus  excavaciones  en  el  nor- 
oeste argentino  dice  que  con  frecuencia  encontró  perforacio- 
nes redondas  en  los  objetos  de  cerámica  desenterrados,  o 
bien  quebraduras  al  parecer  intencionales.  Al  principio  no 
dió  importancia  al  hecho,  pero  asombrado  por  su  frecuencia 
llegó  a la  conclusión  de  que  se  trataba  de  la  costumbre  co- 
mún entre  los  shiwis  de  matar  la  vasija  (2). 

Baxter,  citado  por  Ten  Kate,  hablando  de  este  pueblo 
zuñi  dice:  «Salvo  que  la  urna  mortuoria  se  haya  fabricado 
especialmente  para  este  propósito,  es  muerto  por  la  perfora- 
ción. de  un  portillo  en  el  fondo,  o por  la  quebradura  parcial; 


(1)  Los  Huarpes.  ob.  cit.  pág.  292. 

(2)  Ten  Kate,  Hernán. — Rapport  Sommaire  sur  une  Excursión  Arché- 
ológique  dans  les  provinces  de  Catamarca,  de  Tucuman  et  de  Salta. 

Revista  del  Museo  de  la  Plata.  T.  V.  pp.  347.  358. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


101 


para  permitir  escapar  su  alma  con  la  de  la  persona  que 
contiene»  (1). 

Cushing trata  en  detalle  la  misma  cuestión  (2). 

Ambrosetti  cita  todos  estos  casos  y dice  que  en  Pampa 
Grande  encontró  la  misma  costumbre  en  siete  sepulturas  y 
publica  entre  los  grabados  de  su  obra  las  fotografías  de  las 
piezas  en  referencia  (3).  En  la  Paya  encontró  ollas  nuevas 
quebradas  al  enterrarlas  (4). 

El  Dr.  Fonck  descubrió  la  misma  costumbre  en  Chile  y 
refiere  el  números  de  objetos  hallados  por  él.  en  las  diversas 
sepulturas  examinadas,  que  al  parecer  habían  sido  quebra- 
dos intencionalmente  antes  del  entierro.  Estos  objetos  con- 
sistían especialmente  de  morteros  de  piedra  (5). 

Medina  dice  que  entre  los  objetos  más  usuales  en  las  sepul- 
turas de  los  indios  chilenos  debemos  contar  muy  especial- 
mente la  piedra  de  moler,  que  según  parece,  se  quebraba  en 
señal  de  duelo , pues  en  todas  las  huacas  hemos  encontrado 
siempre  roto  este  utensilio»  (6). 

Nordenskióld  observó  la  misma  costumbre  en  Perú  y Boli- 
via  (7). 

En  aquel  epítome  de  costumbres  curiosas,  El  Paraguay 
Católico , donde  encontramos  una  explicación  lucida  de  tan- 
tas cosas  extrañas,  el  Padre  Sánchez  Labrador  nos  da  una 
detallada  descripción  de  los  entierros  de  los  payaguás.  Entre 

(1)  Baxter  Sylvester. — The  Oíd  New  World.  An  account  of  the 
Hemmenway  Soutkwestern  Archaeological  Expedition.  Salem.  1888. 

(2)  Cushing  T.  H. — Compte-rendu  de  la  septiéme  session  du  Congrés 
International  des  Américanistes  a Berlín.  1888.  pp.  172-174. 

(3  ) Pampa  Grande,  ob.  cit.  pp.  43-45. 

(4)  Ambrosetti,  Juan  B.  — Exploraciones  Arqueológicas  en  la  ciudad 
Prehistórica  de  La  Paya.  Dos  tomos.  Tomo  I.  p.  165.  Buenos  Aires.  1907. 

(5)  Fonck,  Francisco. — La  Región  Pre-histórica  de  Quilpué  y su  rela- 
ción con  la  de  Tiahuanacu.  Valparaíso  1910. 

(6)  Medirá  José  Toribio. — Los  Aborígenes  de  Chile,  p.  259.  Santiago 
1882, 

(7)  Nordenskióld  Erland. — Arkeologista  undersókningar  i Perus  och 
Bolivias  gránstrahter.  1904-1905.  Up.sala  y Stockholm.  1906. 


102 


RICARDO  E.  LATCHAM 


otras  cosas  dice:  «Lo  que  no  se  puede  penetrar  es  por  qué  de- 
bajo de  los  cántaros  grandes  había  dos  o tres  chicos  de  la 
misma  forma;  también  por  qué  unos  tenían  suelo  (fondo?)  y 
otros  no;  y finalmente  por  qué  en  todas  las  sepulturas  estaba 
un  cántaro  de  éstos  con  tres  agujeros , uno  a un  lado,  otro  en 
medio  y otro  en  el  fondo.  Ofrecióse  que  dichos  agujeros  servían 
para  que  el  espíritu  metido  en  su  tinaja , tenga  sol , viento  y co- 
modidad para  registrar  lo  que  pasa  por  afuera  y por  dentro  de 
la  sepultura , cuando  gustare  vivir  en  retiro  (1). 

Goeldi  hace  referencia  a la  costumbre,  que  encontró  entre 
los  cunanis  de  la  Guayana  holandesa  y dice  que  encontró  un 
lebrillo  que  tenía  pequeños  agujeros  en  el  fondo  (2). 

Me.  Gee  hablando  de  esta  costumbre  entre  los  indios  seris 
de  California  dice  que  la  práctica  «expresa  la  idea  de  matar 
el  objeto  que  sirve  para  los  sacrificios  mortuorios,  para  asimi- 
larlos a la  condición  del  difunto;  como  también  la  intención 
subentendida  de  preservar  el  sepulcro  contra  depredacio- 
nes» (3). 

El  profesor  Uhle,  por  otra  parte,  cree  que  la  mayor  parte 
de  las  piezas  de  alfarería  perforada  que  se  hallan  en  las  tum- 
bas, han  sido  horadadas  para  permitir  las  libaciones,  pero 
aun  cuando  admitimos  que  en  algunos  casos  este  puede  ha- 
ber sido  el  motivo,  no  creemos  que  lo  era  en  general.  Los  tes- 
timonios son  demasiado  numerosos  para  que  todos  los  obser- 
vadores se  hayan  equivocado,  sobre  todo  si  tomamos  en 
cuenta  que  la  costumbre  se  hacía  extensiva  a tantos  otros 
objetos  como  morteros,  arcos,  flechas  y otras  armas  que  en 
ningún  caso  podrían  haber  servido  para  libaciones.  Hemos 
visto  en  otro  capítulo,  como  entre  algunas  tribus  era  muy 
generalizada  la  costumbre  de  romper  los  objetos  sepultados 
con  los  muertos  para  permitir  que  escapasen  sus  ánimas. 

Obedece  la  misma  orden  de  ideas,  la  costumbre  de  dejar 

(1)  Ob.  cit.,  Tomo  II.  p,  94. 

(2)  Goeldi  E.  A.— Memoria  del  Museu  de  Historia  Natural  y Etnología 
do  Para.  1900. 

(3)  The  Seri  Indians.  ob.  cit.  p.  291. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


103 


aberturas  en  las  tumbas  para  el  libre  egreso  e ingreso  de  las 
ánimas  (1),  de  dejar  intactas  las  habitaciones  y ajuar  antes 
ocupadas  por  el  muerto,  para  que  las  halle  listas  para  su  uso 
si  el  espíritu  desea  volverlas  a visitar. 

Con  el  tiempo  el  temor  a las  ánimas  desterró  estos  senti- 
mientos hospitalarios  y aun  cuando  guardábanse  toda  clase 
de  consideraciones  y respeto  alas  supuestas  necesidades  del 
difunto,  sin  embargo,  se  tomaban  todas  las  precauciones  po- 
sibles para  asegurar  su  permanencia  en  la  sepultura,  o por 
lo  menos  para  impedir  que  su  alma  volviera  a la  tierra  de 
los  vivos. 

Con  este  objeto  inventaron  varios  métodos  de  asegurar  el 
cadáver.  A veces  lo  amarraban  fuertemente  con  sogas,  o bien 
lo  envolvían  en  muchas  fajas  o mantas  v aun  lo  cosían  den- 
tro de  bolsas  de  cuero.  Hacían  sepulturas  hondas,  las  que 
cubrían  con  montones  de  tierra  o de  piedras;  encerraban  el 
cadáver  en  cajones,  ataúdes  o urnas  y algunas  tribus  incine- 
raban sus  muertos  y guardaban  solamente  las  cenizas.  Ves- 
tigios de  la  mayor  parte  de  estas  costumbres  todavía  sobre- 
viven éntrelas  naciones  más  civilizadas. 

Enterrábanse  juntos  con  el  cadáver,  alimentos,  ropa,  ar- 
mas, utensilios  de  su  profesión,  o caseros  y con  frecuencia  se 
sacrificaban  sus  mujeres,  esclavos  y animales  favoritos  para 
que  no  se  sintiera  olvidado  o abandonado  en  su  nueva  mo- 
rada. 

La  atención  a sus  necesidades  no  terminaba  con  esto.  Co- 
mo los  vivos  necesitaban  comer  a menudo,  así  también  lo 
harían  los  muertos;  como  a aquéllos  les  gustaba  reunirse  en 
banquetes  y fiestas,  éstos  también  tendrían  los  mismos  gus- 
tos. En  consecuencia,  se  renovaban  las  ofrendas  de  comidas 
y bebidas  y la  sepultura  a menudo  llegaba  a ser  el  punto  de 
reunión  délos  deudos  en  sus  ocasiones  festivas. 


(1)  Weiner  Charles. — Pérou  et  Bolivie.  París  1880.  p.  537.  Habla  de 
las  ventanas  dejadas  en  las  tumbas  del  cerro  de  Sigsá  para  el  paso  del 
muerto. 


104 


RICARDO  E.  LATCHAM 


Cieza  de  León  nos  pinta  un  interesante  cuadro  de  cómo  los 
indios  de  Ecuador  precavían  estas  libaciones  postumas.  Des- 
pués de  describir  su  modo  de  entierro,  prosigue:  «Hecho  esto, 
ponen  encima  de  la  sepultura  una  caña  de  las  gordas  que  ya 
he  dicho  haber  en  aquellas  partes,  y como  sean  estas  cañas 
huecas,  tiene  cuidado  a sus  tiempos  de  les  echar  deste  bre- 
baje, que  éstos  llamai*  azúa,  hecho  de  maiz  o de  otras  raí- 
ces; porque,  engañados  del  demonio,  creen  y tienen  por  opi- 
nión (según  yo  lo  entendí  del  los)  que  el  muerto  bebe  deste  vino 
que  por  la  caña  le  echatn  (1). 

Describe  también  una  costumbre  parecida  practicada  por 
los  collas  (aimaras),  «haciendo  con  sus  ilusiones  demostración 
de  algunas  personas  de  las  que  eran  ya  muertas,  por  las  he- 
redades, parecíales  que  los  veían  adornados  y vestidos  como 
los  pusieron  en  las  sepulturas;  y para  echar  más  carga  a sus 
difuntos,  usaron  y usan  estos  indios  hacer  sus  cabos  de  año, 
para  lo  cual  llevan  a su  tiempo  algunas  yerbas  y animales, 
los  cuales  matan  junto  a las  sepulturas,  y queman  mucho 
sebo  de  corderos;  lo  cual  hecho,  vierten  muchas  vasijas  de  su 
brebaje  por  las  mismas  sepulturas,  y con  ello  dan  fin  a su 
costumbre  tan  ciega  y vana  (2  . 

Zarate  dice  que  en  el  Perú  tenían  la  misma  costumbre  que 
describe  Cieza  en  el  Ecuador;  «los  parientes  derramaban  so- 
bre el  lugar  de  la  sepultura,  esa  bebida  que  llaman  chicha,  la 
que  por  medio  de  unos  tubos  llegaba  hasta  la  boca  del 
muerto»  (3). 

La  costumbre  de  renovar  las  ofrendas  es  muy  común  por 
toda  la  América  y no  tenemos  para  qué  ir  detallando  tribu 
por  tribu,  las  que  la  practicaban. 

Los  esquimales  según  Boas,  visitan  las  sepulturas  tres 
días  después  del  entierro  y dan  tres  vueltas  al  rededor  de 


(1)  Crónica  del  Perú.  ob.  cit.,  cap.  LI. 

(2)  Crónica  del  Perú,  ob,  cit.,  cap.  CI 

(3)  Zarate  Agustín. — Historia  del  descubrimiento  y conquista  del  Pe- 
rú. Tomo  I.  Libro  I.  Cap.  12. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


105 


ella,  conversando  con  el  muerto  y prometen  llevarle  alimen- 
tos. Preguntan  si  ha  tenido  bastante  que  comer,  si  ha  llega- 
do a la  tierra  de  las  sombras,  sí  se  encuentra  bien  de  salud 5 
etc.  Estas  visitas  se  repiten  un  año  después  de  la  mnerte  y 
llevan  a veces  alimentos  para  el  ánima  del  difunto  los  que 
este  debe  devolver  con  creces  (1). 

Las  tribus  del  Chaco  también  renuevan  las  esteras  con  que 
cubren  las  sepulturas,  para  impedir  que  entre  el  agua  du- 
rante las  lluvias  y que  sienta  frío  el  difunto. 

Tampoco  faltan  costumbres  parecidas  éntrelos  araucanos. 
Entierran  con  los  muertos  todo  lo  que  creen  puede  hacerles 
falta  y renuevan  las  libaciones  v ofrendas  un  año  después. 

La  manera  de  disponer  de  la  propiedad  de  los  difuntos 
varia  según  la  tribu  o nación.  Las  que  tienen  más  miedo  de 
las  ánimas,  creen  que  si  guardan  en  su  posesión  los  objetos 
que  han  sido  del  muerto,  da  a' este  cierto  poder  sobre  ellos 
y si,  como  es  probable,  se  enoja  por  esta  causa,  puede  cau- 
sarles mucho  daño.  Para  evitar  que  esto  suceda,  se  queman  o 
se  destruyenjtodos  los  bienes  del  difunto  y algunas  tribus  lle- 
van tan  léjos  la  práctica  que  aun  llegan  a matar  los  anima- 
les que  deja  (2).  Otras  tribus  venden  dichos  bienes  en  agrupa- 
ciones apartadas,  donde  los  moradoresnotienen  conocimiento 
de  la  defunción,  o donde  creen  que  no  han  de  llegar  las  áni- 
mas. Esta  costumbre  se  practica  por  los  araucanos.  Algunos 
pueblos  creen  que  las  ánimas  de  los  muertos  sólo  pueden 
ejercer  sus  influencias  sobre  los  de  la  misma  familia  o sangre. 
Entre  ellos  los  bierfes  que  deja  el  difunto  (salvo  los  que  se 
entierran  con  el  cadáver)  son  repartidosfentre  los  extraños  que 
asisten  a los  funerales.  Entre  los  shastas  de  California  y mu- 
chas otras  tribus  donde  la  sucesión  se  cuenta  por  línea  ma- 
terna, el  marido  no  herédalas  posesiones  que  deja  su  mujer 
y estas  vuelven  a las  parientes  consanguíneas  de  ella  (3). 

Las  mujeres  de  un  hombre  casado  eran  consideradas  como 

(1)  The  Central  Eskimo,  ob.  cit,  p.  614. 

(2)  An  Unkenown  People,  ob.  cit.  pp.  162-169. 

(3)  Hale  Horatio. — Ethnology  and  Philology.  Phiiadelphia,  1846. 


106 


RICARDO  E.  LATCHAM 


de  su  propiedad  personal  y entre  muchas  tribus  la  disposi- 
ción de  ellas  después  de  la  muerte  de  su  marido  dependía  en 
gran  parte  de  las  ideas  animísticas  del  grupo  a que  pertene- 
cían. A veces  eran  sacrificadas  sobre  la  sepultura  del  difunto 
o enterradas  vivas  en  la  tumba.  La  mayor  parte  de  los  pue- 
blos les  concedían  libertad  para  contraer  nuevo  matrimonio 
después  de  haber  terminado  el  duelo  y de  haber  c implido 
con  el  tabú  o las  restricciones  impuestas  por  la  costumbre  en 
tales  casos.  Empero,  en  algunas  partes  donde  la  idea  de  la 
propiedad  se  extendía  hasta  incluirlas  mujeres,  estas  se  he- 
redaban junto  con  los  demás  bienes  dejados  por  el  finado. 
Entre  algunas  tribus  los  herederos  eran  los  hijos  del  difunto 
y en  este  caso  la  madre  del  beneficiado  se  exceptuaba  y re- 
cobraba su  libertad.  En  otros  casos  eran  los  hermanos  del 
muerto  bis  que  heredaban  y todas  las  mujeres  que  dejaba  este 
inclusas  las  hijas,  pasaban  a formar  parte  déla  familia  del 
nuevo  dueño. 

Esta  costumbre  existía  hasta  hace  poco  entre  los  arauca- 
nos, pero  en  la  actualidad  ha  caído  en  desuso. 

La  costumbre  déla  purificación  de  los  que  preparaban  el 
cadáver  o que  de  algún  otro  modo  se  ocupaban  directamente 
en  la  ceremonia  fúnebre,  era  muy  generalizada  entre  muchos 
pueblos.  En  la  mayoría  de  los  casos  la  ablución  desempeñaba 
el  principal  papel  en  estos  ritos  y los  contaminados  se  lava- 
ban y se  bañaban  enagua  fría  o caliente.  La  ceremonia  de 
purificación  era  de  rigor  entre  las  tribus  del  Chaco;  pero 
otras,  como  los  araucanos,  se  preocupaban  muy  poco  de  se- 
mejante rito. 

Una  costumbre  practicada  por  varias  tribus  de  las  cos- 
tas del  Pacífico,  desde  Alaska  hasta  el  Perú,  era  la  de  cubrir 
la  cara  del  difunto  con  una  máscara.  Las  máscaras  mortuo- 
rias se  fabricaban  de  diferentes  materiales,  empleándose  la 
madera,  las  pieles,  el  metal,  etc.  y eran  por  la  mayor  parte 
adornadas  o engalanadas  con  pintura,  piedras  de  colores, 
plumas,  colgajos  de  lana  y otras  cosas.  No  se  sabe  a ciencia 
cierta  el  origen  de  esta  costumbre,  algunos  etnólogos  creen 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


107 


que  nació  en  el  deseo  de  engañar  ala  muerte  cuando  venía 
a buscar  al  moribundo;  pero  estimamos  que  debe  desecharse 
esta  idea  por  cuanto  el  hombre  primitivo  no  conceptuaba  la 
idea  abstracta  de  la  muerte  y por  consiguiente  no  podía 
atribuirla  funciones  alegóricas. 

Es  más  probable  que  se  derivó  de  la  costumbre  de  acom- 
pañar al  muerto  con  todos  los  objetos  de  su  uso  personal  o 
que  podrían  serle  de  utilidad  en  la  otra  vida.  Como  entre 
las  naciones  de  las  costas  del  Pacífico,  sus  principales  fiestas, 
•ceremonias  y ritos  eran  intimamente  ligadas  con  las  repre- 
sentaciones dramáticas,  en  que  la  máscara  jugaba  un  impor- 
tante papel;  sería  considerado  una  falta  muy  grave  que  se 
omitiera  del  ajuar  funerario  un  objeto  tan  esencial. 

Esta  costumbre  se  practica  especialmente  en  el  litoral  del 
Pacífico;  sin  embargo  se  encuentra  esporádicamente  en  otras 
regiones  de  América,  al  este  de  la  gran  cordillera  que  cruza 
de  norte  a sur  todo  el  continente;  como  por  ejemplo  entre 
los  zuñis  y los  mexicanos,  en  Yucatán,  en  la  región  diagui- 
to-calchaquí  y elinteriorde  Brasil. 

A veces  sucede  que  la  máscara,  no  es  artificial,  sino  hecha 
déla  piel  de  la  cara  humana,  con  o sin  los  huesos  e integu- 
mentos, preparada  de  una  manera  especial  para  conservar  en 
■cuanto  sea  posible  las  verdaderas  facciones  del  individuo, 
cuyo  cráneo  servía  para  este  fin. 

Frecuentemente  para  fabricar  esta  clase  de  máscara  no  se 
removía  sino  la  parte  posterior  del  cráneo,  dejando  la  cara  y 
el  cuero  cabelludo  intactos. 

La  más  conocida  de  las  máscaras  de  esta  categoría  es  pro- 
bablemente la  que  existe  actualmente  en  el  Museo  Británico 
en  la  colección  Christy,  llevada  a España  un  poco  después  de 
la  Conquista,  desde  México. 

Excelentes  reproducciones  de  esta  máscara  que  está  in- 
crustada con  piedras  preciosas  y fragmentos  de  concha,  exis- 
ten en  numerosas  publicaciones,  de  las  cuales  citaremos  la 
obra,  Monuments  Anciens  du  Mexiqne  por  el  Abbé  Brasseur 


108 


RICARDO  E.  LATCHAM 


de  Bourbourg.  (Plancha  43  p.  VIII,  y Mexican  Archaeology 
por  Thornas  A.  Joyce.  (London  1914,  frontispicio). 

Reiss  y Stiibel  en  su  publicación  sobre  el  Necrópolis  de 
Ancón  en  el  Perú,  figuran  varias  momias  con  la  cara  cubier- 
ta de  máscaras  (1)  y Uhle  en  un  estudio  sobre  la  misma  re- 
gión dice  que  entre  los  objetos  extraídos  de  las  tumbas  más 
antiguas  del  llano,  encontró  momias  con  máscaras  de  madera 
del  estilo  de  Tiahunaco  (2). 

Los  Mexicanos  según  Gomara  ponían  una  máscara  al  ca- 
dáver de  sus  reyes:  «Poníale  una  máscara  muy  pintada  de 
diablos,  y muchas  joyas,  piedras  y perlas». 

Después  de  incinerados  los  restos  del  monarca  hacían  una 
figura  de  bulto,  muy  ataviada  con  ricos  vestimentos  y joyas 
y colocaban  una  máscara.  Esta  figura  se  sepultaba  junto 
con  la  urna  que  contenía  las  cenizas  del  difunto  (3). 

Los  esquimales  de  Alaska,  como  también  los  aleutianos  po- 
nen máscara  de  madera  sobre  la  cara  de  los  muertos.  Dalí 
dice  que  los  aleutianos  lo  hacían  para  protegerlos  contra  la 
mirada  de  los  espíritus  durante  su  viaje  al  país  de  los  muer- 
tos (4). 

Los  hopis  fabricaban  máscaras  de  algodón  crudo  que  re- 
presentaban nubes  y con  ellas  cubrían  la  cara  de  los  difuntos. 

Decían  que  era  un  rito  simbólico,  porque  los  muertos  eran 
los  que  se  preocupaban  de  las  lluvias  y veían  que  estas  caye- 
sen a su  debido  tiempo  (5). 


(1)  Reiss  W.  ükd  Sttjbel  A. — Das  Todtenfeld  von  Ancón  in  Perú.  Berlín 
1880-1887.  planchas  14.  15.  18.  19. 

(2)  Uhle  Max. — Die  Muschelhügel  von  Ancón,  Pcpú,  ob  cit.  p.  34  y 44. 

(3)  Conquista  de  México,  ab.  cit.  p.  436-437. 

(4)  Dall,  Willxam  Healey. — On  Masks.  Labrets,  and  certain  aboriginal1 2 3 4 5 
customs,  with  an  enquiry  into  the  bearing  of  their  Geographical  distribu- 
tion.  III  Anual  Report  of  the  Bureau  of  Ethnology.  p.  139.  Washing- 
ton. 1884. 

(5)  Fewkes  Jesse  W.  The  group  of  Tusayan  Ceremonials  called  Katci- 
na.  XV  Anual  Report  of  the  Bureau  of  Ethnology.  p.  312.  Washington» 
1897. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


109 


En  Chile  también  se  han  encontrado  máscaras  mortuorias. 
Recordamos  el  caso  de  un  niño  cuyo  cadáver  se  encontró  en 
una  sepultura  de  Punta  Pichalo.  La  cara  se  cubría  de  una 
mascarilla  detierra  verde  mezclada  con  una  substancia  resino- 
sa, dura  y compacta  y adornada  de  una  larga  cabellera. 

En  el  Museo  Nacional  de  esta  ciudad  se  encuentran  varias 
máscaras  de  madera  y una  formada  de  la  concha  de  una  tor- 
tuga, todas  procedentes  de  sepulturas  de  diferentes  partes  del 
país.  No  sabemos  si  en  estos  casos  fueron  colocadas  en  la 
cara  de  los  muertos  o simplemente  enterrados  con  el  cadá- 
ver como  parte  del  ajuar  fúnebre. 

Otra  costumbre  que  practicaban  algunas  tribus  era  la  de 
colocar  sobre  las  sepulturas,  figuras  de  madera  de  forma 
humana,  que  probablemente  representaban  las  personas  en- 
terradas allí. 

Dichas  figuras  eran  generalmente  toscas  y de  poco  mérito 
artístico  y a veces  se  reemplazaban  por  representaciones  de 
otras  cosas  y en  algunos  casos  por  cruces.  Estas  últimas 
son  generalmente  de  época  post-española  y denotan  influen- 
cias cristianas,  pero  al  mismo  tiempo  está  bien  comprobado 
el  empleo  de  la  cruz  como  símbolo  y adorno  antes  de  la  con- 
quista. 

Según  Gomara,  cuando  los  españoles  llegaron  a Yucatán, 
hallaron  cruces  de  latón  y de  palo  colocadas  en  las  sepultu- 
ras indígenas  (1).  Elisée  Reclus  nos  cuenta  que  entre  los 
chibchas,  los  que  morían  de  la  mordedura  de  culebra  eran 
enterrados,  poniéndose  además  una  cruz  sobre  el  túmulo 
funerario»  (2). 

Los  araucanos  todavía  colocan  estas  figuras  de  madera 
sobre  sus  sepulturas,  pero  varían  en  for  na  según  la  localidad. 
Smith  en  su  viaje  por  la  Araucanía  en  1853  dedicó  especial 
atención  a los  diferentes  tipos  de  sepulturas  que  vió.  Descri- 
be varias  de  estas  figuras. 


(1)  Historia  délas  Indias,  ob.  cit.  p.  184. 

(2)  Geografía  de  Colombia  ob.  cit.  E,  Reclus. 


110 


RICARDO  E.  LATCHAM 


Dice:  «La  comarca  situada  entre  los  ríos  Cholchol  y Cautín 
es  fértil  y bien  poblada.  Son  numeresos  los  cementerios  y 
notamos  otra  diferencia  más  en  la  manera  de  distinguir  las 
sepulturas;  las  cuales  en  vez  de  indicarse  por  cierros  de  ta- 
blones, se  señalan  por  postes  toscamente  labrados  y adorna- 
dos en  su  parte  superior;  algunas  con  una  figura  parecido  a 
un  sombrero  de  copa  y otros  con  una  escultura,  que  con 
un  poco  de  imaginación  puede  describirse  como  aguda  de  dos 
cabezas. 

No  pude  averiguar  lo  que  quería  representar  esta  última 
figura;  pero  es  indudablemente  la  misma  vista  por  los  espa- 
ñoles cuando  visitaron  esta  región,  por  primera  vez.  Conci- 
bieron que  representaba  el  águila  imperial  de  Austria  y le 
sugerió  el  nombre  de  Imperial  que  dieron  a la  ciudad  que 
fundaron  en  lavecindad>>  (1). 

Más  al  sur  el  mismo  viajero  vió  otro  tipo  de  figura.  Encon- 
tró un  grupo  de  sepulturas  que  supuso  pertenecía  a un  caci- 
que y a sus  mujeres  en  número  de  ocho  o diez.  «Sobre  cada 
sepultura  se  había  plantado  un  tronco  de  diez  o doce  pies  de 
alto,  rudamente  esculpido  para  representar  el  cuerpo  huma- 
no. El  cacique — porque  sin  duda  habría  sido  algún  jefe — se 
encontraba  en  el  centro  del  grupo,  sin  más  vestido  que  un 
sombrero  y una  espada,  y por  ambos  lados  estaban  alineadas 
sus  mujeres  in  puris  naturalibus.  Cualquiera  que  fueran  las 
otras  faltas  en  que  había  incurrido  el  escultor,  no  había  de- 
jado lugar  a duda  respectq  del  sexo  de  sus  figuras  y esto  pare- 
ce haber  sido  su  principal  empeño»  (2). 

Los  esquimales  del  estrecho  de  Bering  también  colocaban 
postes  esculpidos  sobre  las  sepulturas.  Decían  los  naturales 
que  las  levantaban  en  memoria  de  aquellas  personas  que 
habían  muerto  en  el  mar  y cuyos  cadáveres  no  se  habían 
vuelto  a ver  (3). 


(1)  The  Araucanians.  ob.  cit.  p.  290. 

(2)  The  Araucanians.  ob.  cit.  p.  309. 

(3)  The  Eskimo  abont  Bering  Strait.  ob.  cit.  p.  318. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


111 


Champlain  dice  que  los  algonquines  plantaban  postes  so- 
bre las  sepulturas  y que  los  pintaban  de  rojo  en  la  parte  su- 
perior. El  mismo  autor,  hablando  de  los  ottowas  de  la  isla 
de  Alumettes,  dice  que  pintaban  o esculpían  los  postes  con 
una  grosera  representación  de  la  persona  enterrada.  A veces 
cubrían  las  sepultura  con  tablones  en  los  cuales  pintaban  el 
retrato.  Si  el  sepultado  era  hombre,  le  dibujaban  con  su  ro- 
dela, una  lanza  y una  macana,  un  arco  y flechas;  le  coloca- 
ban una  pluma  en  la  cabeza  y si  era  cacique  le  agregaban  la 
insignia  de  su  rango.  Cuando  se  trataba  de  un  niño  solo 
pintaban  una  flecha  y si  fueran  mujeres  y niñas  las  sepul- 
tadas, representaban  teteras,  ollas,  cucharas  u otro  utensi- 
lios domésticos  y un  remo,  porque  las  embarcaciones  se  tri- 
pulaban por  las  mujeres  (1). 

Los  crees  esculpían  la  efigie  de  los  muertos  distinguidos 
y la  colocaban  sobre  la  tumba.  Pintaban  y engrasaban  la 
imagen  periódicamente  en  el  mismo  estilo  como  acostumbra- 
ba hacer  con  el  individuo  antes  de  su  muerte.  Esta  costumbre 
también  la  practicaban  los  dakotas  y otras  tribus  de  sioux. 

Los  algonquines  y otros  indios  de  Alaska  y Colombia  Bri- 
tánica colocaban  sobre  las  sepulturas  postes  esculpidos  que 
representaban  los  animales  o aves  que  eran  sus  totems. 

Los  playsanos  (sección  de  lá  tribu  kauvuya)  de  California 
del  Sur,  levantaban  tablones  sobre  las  tumbas  y los  pinta- 
ban con  pictografías  que  indicaban  las  buenas  cualidades  del 
muerto.  A veces  usaban  lajas  de  piedra,  las  que  grababan 
con  los  mismos  símbolos  (2).  Los  menominis,  los  chinooks 
y muchas  otras  tribus  acostumbraban  señalar  las  sepulturas 


(1)  Champlain  Lesieur  Samuel  de. — Les  voyages  de  la  Nouvelle  Frail- 
ee Occidentale,  dicte  Cañada,  faits  par  le  Sr.  de  Champlain  Xaintangeois, 
Capitaine  pour  le  Roi  de  la  Marine  du  Ponant,  & toutes  les  Descouuertes 
qu’il  a faites  en  ce  país  depuis  l’an  1603  iusques  en  Tan  1629.  etc. 

Primera  edición.  París  1632. 

(2)  Mallery,  Garrick. — Picture  Writing  of  the.  American  Indians.  Tenth 
Annual  Report  of  the  Bureau  of,  Ethnology.  p.  519.  Washington,  1899, 


112 


RICARDO  E.  LATCHAM 


con  postes  pintados  o esculpidos.  Schoolcraft  describe  los 
postes  usados  por  los  sioux  y chippewas  y hace  notar  que  los 
totems  representados  en  ellos  se  hallan  invertidos  en  señal 
déla  muerte  de  los  individuos  a que  pertenecían  (1). 

Se  podría  llenar  volúmenes  enteros  con  relaciones  de  las 
diferentes  costumbres  encontradas  en  las  varias  regiones  de 
América.  Muchas  de  ellas  se  encuentran  repartidas  entre  di- 
versas tribus  en  diferentes  partes  del  continente.  Otras  son 
locales  y algunas  se  encuentran  esporádicamente  en  zonas 
aisladas.  A menudo  se  puede  trazar  la  línea  que  han  seguido 
en  su  migración,  pero  frecuentemente  no  hay  indicio  de  que 
las  diferentes  tribus  que  las  practican  hayan  estado  en  con- 
tacto unas  con  otras  o que  se  deben  a las  mismas  influencias. 

La  índole  de  todos  los  puebles  no  es  igual  y los  fenómenos 
de  la  naturaleza  no  se  presentan  siempre  bajo  el  mismo 
aspecto;  de  modo  que  no  es  de  extrañarse  al  encontrar  tan- 
tas distintas  creencias  agrupadas  al  rededor  de  una  manifes- 
tación tan  misteriosa  como  la  muerte. 

No  es  fácil  dar  una  explicación  satisfactoria  de  todas  las 
costumbres  y supersticiones  que  observamos  y por  el  momen- 
to solo  se  puede  decir  que  la  mente  de  ios  pueblos  primiti- 
vos obra  independientemente,  y sus  ideas  se  forman  bajo  una 
multitud  de  condiciones  que  no  siempre  son  iguales  o pareci- 
das y asi  da  lugar  a la  gran  diversidad  que  en  ella  notamos. 
Por  otra  parte,  cuando  las  condiciones  son  semejantes,  en- 
contramos un  paralelismo  entre  la  mentalidad  de  pueblos 
que  viven  muy  apartados  unos  de  otros.  Esta  semejanza 
se  nota  no  solo  en  su  modo  de  pensar,  sino  también  en  sus 
inventos,  sus  costumbres,  sus  industrias,  su  técnica  y en  todas 
las  múltiples  actividades  de  su  vida  diaria  y es  lógico  encon- 
trarla también  en  sus  costumbres  mortuorias  v en  la  lenta 
evolución  de  sus  ideas  respecto  del  animismo  y de  la  vida 
futura. 

(1)  Schoolcraft,  Henry  R. — Information  respecting  the  History  Con 
dition  and  Prospects  of  the  Indian  Tribes  of  the  United  States.  Tomo  II 
p.  54.  Philadelphia. 


EL  DUELO  Y EL  TABÚ. 

Los  afectos  éntrelos  pueblos  primitivos. — Extériorización, — Cortar  las  ar- 
ticulaciones de  las  extremidades  en  señal  de  duelo. — Otras  mutilacio- 
nes.-— Baños  para  disminuir  el  pesar. — Cortar  el  pelo  en  señal  de 
duelo. — Tiznar  la  cara  y el  cuerpo Supersticiones. — Tabú. — Prohi- 

biciones impuestas  a los  viudos  y a las  viudas. — El  duelo  entre  los 
esquimales. — Curiosas  costumbres  al  respecto. — El  llanto  en  el  duelo 
y en  el  saludo. — Apreciaciones  al  respecto. — Costumbres  de  los  fue- 
guinos.— Las  costumbres  de  los  pueblos  primitivos  semejantes  por  el 
mundo  entero. 


Algunos  escritores  presumen  que  la  sensibilidad  de  los 
afectos  entre  los  pueblos  primitivos  es  menos  desarrollada 
que  entre  los  civilizados  y que  sus  sentimientos  son  más  su- 
perficiales y poco  duraderos.  Citan  en  prueba  de  ello  mu- 
chas de  las  costumbres  que  hemos  pasado  en  revista;  cos- 
tumbres que  nos  parecen  crueles  y horribles.  Sin  embargo 
no  es  fácil  saber  hasta  qué  punto  sean  exacta  estas  aprecia- 
ciones. 

Las  acciones  de  los  salvajes  y los  semicivilizados  se  rigen 

COSTUMBRES. — 8 


114 


RICARDO  E.  LATCHAM 


por  una  serie  de  factores  que  no  tienen  fuerza  entre  la  gente 
de  mayor  desarrollo  psíquico.  No  por  eso  debemos  desesti- 
marlos, porque  tienen  un  valor  real  para  los  que  se  encuen- 
tran en  otro  ambiente  mental. 

Muchas  veces  las  tribus,  que  practican  costumbres  bárba- 
ras para  con  los  enfermos  y agonizantes,  lamentan  muy  de 
veras  la  muerte  de  los  a quienes  se  sienten  obligados  a ulti- 
mar, pero  la  superstición  y las  leyes  sociales  que  inculca  pue- 
den más  que  elsentimento  personal  y las  prácticas  origina- 
das en  el  temor  o el  instinto  de  la  preservación  siguen  su 
curso.  Las  costumbres  del  duelo  y del  tabú  o la  sanción  mo- 
ral impuesta  a los  deudos  del  muerto  por  el  sentimento  po- 
pular, nos  enseñan  que  no  carecen  de  afectos  familiares  aun 
cuando  por  sus  hechos  aparentan  no  tenerlos. 

Debe  recordarse  que  entre  los  pueblos  poco  cultos,  la  expre- 
sión de  los  sentimientos  se  exterioriza  por  medio  de  privacio- 
nes, sacrificios,  mutilaciones  voluntarias  y otros  medios  que  a 
menudo  nos  parecen  absurdos  o bárbaros.  Algunos  pueblos, 
tanto  en  Norte  como  en  Sud  América  cortaban  una  articu- 
lación de  los  dedos  de  las  manos  o de  los  pies  cuando  moría 
uno  de  sus  deudos  y entre  ellas  se  encuentran  individuos 
que  han  perdido  de  esta  manera  la  mayor  parte  de  sus  extre- 
midades digitales. 

Varias  tribus  del  Chaco  practicaban  esta  costumbre.  Los 
charrúas;  pueblo  desaparecido,  que  ocupaba  la  Banda  Orien- 
tal de  Uruguay  también  se  mutilaban  en  seña  de  gran  dolor; 
por  cada  pariente  que  moría  se  cortaban  la  articulación  de 
un  dedo  de  la  mano  o del  pie  (l).Lafone  Quevedodice  que  los 
mbeguas,  y timbues  tenian  esta  práctica  (2)  como  también 


(1)  López  de  Souza,  Pedro.  ^-Diario  da  Naviga§ao  (de  1530  a 1532). edic. 
E.  A.  Varmhage  (Revista  Trimensal  do  Instituto  Histórico  Geográfico  o 
Ethnográphíco  do  Brazil.)  Tomo  XXIV.  Río  de  Janeiro.  1861. 

(2)  Lafone  Quevedo  Samuel  A. — Etnología  Argentina.  La  Universidad 
Nacional  de  La  Plata  en  el  IV  Congreso  científico  (l.°  Panamericano)  Bue- 
nos Aires  1909.  p.  190 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


115 


la  tenían  Sos  yaros  según  Techo  (1)  quien  agrega  que  «a  al- 
gunos de  estos  indios  faltaban  todos  los  dedos  de  las  manos.» 

Lafone  Quevedo  opina  que  los  mocoretaés  derivaban  su 
nombre  de  esta  costumbre.  Dice:  «En  Mocoretá  yo  advierto 
Jaraíz  Mbo  — mano,  y hetá  o etá  = cercenado  = que  le  falta: 
sin  duda  un  apodo  de  gente  que  se  cortaba  los  dedos,  como 
los  charrúas  y algunos  timbues»  (2). 

Madero,  citando  a Ramírez  habla  de  esta  costumbre  entre 
los  timbues:  «Las  mujeres  de  los  timbues  tienen  por  costum- 
bre cada  vez  que  se  les  muere  algún  hijo  ó pariente  cercano 
se  cortan  una  coyuntura  de  un  dedo,  y tal  mujer,  ay  de  ellas, 
que  en  las  manos  ni  en  los  pies  no  tienen  cabeza  en  ningún 
dedo,  y dizen  lo  hazen  a causa  del  gran  dolor  que  sienten  por 
muerte  de  tal  persona»  (3). 

Famin  dice  que  además  de  esta  bárbara  costumbre  las 
mujeres  charrúas  se  cortan  la  piel  y las  carnes  de  los  brazos 
y de  las  piernas  en  signo  de  duelo  (4). 

La  costumbre  de  mutilarse  en  señal  de  duelo  y pesar 
también  se  encuentra  entre  algunos  tribus  de  Norte  Améri- 
ca. Mooney  dice  que  durante  el  verano  de  1892,  los  Kiowas 
fueron  visitados  por  una  epidemia  de  alfombrilla  que  causó 
grandes  estragos  entre  las  tribus.  «La  condición  de  los  indios 
era  lastimosa  en  extremo;  casi  todas  las  mujeres  tenían  el 
pelo  cortado  completamente,  y habían  hecho  profundos  ta- 
jos con  cuchillos  en  los  brazos  y cara  en  señal  de  duelo;  mien- 
tras algunos  habían  cortado  un  dedo  como  prueba  de  dolor 
por  la  pérdida  de  algún  hijo  predilecto»  (5). 


(1)  Techo,  Nicolás  del. — Historia  de  la  Provincia  de  Paraguay.  Libro 
VII.  cap  VIL 

(2)  Lafone  Quevedo  Samuel  A.—  La  raza  pampeana  y la  raza  guara- 
ni.  1.a  Reunión  del  Congreso  Científico  Latino  americano  Tomo  V p.  45. 
Buenos  Aires.  190. 

(3)  Madeko,  E. — El  Puerto  de  Buenos  Aires,  p.  342.  Buenos  Aires  1900. 

(4)  Famin,  Césak  — Chile,  Paraguay,  Uruguay,  Buenos  Aires. 

(5)  Mooney  james. — Calender  History  of  the  Kiowa  Indians.  XVII 
Annual  Report  of  the  Burean  of  Ethnology.  p.  363.  Washington  1898. 


116 


RICARDO  E.  LATCHAM 


Los  numerosos  pueblos  que  forman  la  gran  familia  sioux 
incluyendo  los  dacotas,  asiniboines,  ornabas,  ponkas,  osages, 
kansas,  kwapas,  iowas,  otos,  missouris,  winnebagos,  man- 
dans,  hidatsas,  crows,  fútelos,  biloxis,  catawbas,  y otros  son 
especialmente  adictos  a mutilarse  y lacerarse,  no  sólo  en  se- 
ñal de  duelo,  sino  también  en  todas  sus  ceremonias  rogato- 
rias (1 ). 

Smet,  hablando  de  algunas  de  estas  tribus  (mandans  e 
hidatsas)  y también  de  los  arikaras  de  la  familia  caddo,  dice: 

«Cortan  sus  dedos  y hacen  profundas  incisiones  en  las 
partes  carnosas  del  cuerpo,  antes  de  partir  a la  guerra,  para 
obtener  los  favores  de  sus  falsos  dioses.  En  la  ocasión  de  mi 
última  visita  a los  ricaries,  minataries  y mandans  no  pude 
encontrar  a un  solo  hombre,  algo  avanzado  en  años,  cuyo 
cuerpo  no  fuese  mutilado,  o que  poseyera  el  número  comple- 
to de  sus  dedos»  (2). 

Hablando  de  los  assiniboines  prosigue:  «Algunos  queman 
tabaco  y presentan  al  gran  espíritu  las  mejores  presas  de  la 
carne  de  búfalo,  echándolas  al  fuego;  mientras  otros  hacen 
profundas  incisiones  en  las  partes  carnosas  del  cuerpo  v aun 
cortan  las  primeras  articulaciones  de  los  dedos  para  ofrecer- 
las como  sacrificio»  (3) . 

Seler  en  su  trabajo  sobre  las  antigüedades  de  Guatemala, 
habla  de  las  excavaciones  efectuadas  por  Sapper  y Diesel- 
dorff,  en  La  Cueva  cerca  de  Santa  Cruz  y dice  que  hallaron 
numerosas  vasijas  de  greda  que  contenían  falanges  de  dedos 
humanas,  pero  supone  que  eran  trofeos  quitados  a los  ene- 
migos muertos  o prisioneros  (4) . 

Los  indios  sacs  se  preocupan  mucho  de  las  demostraciones 
exteriores  de  su  pesar  para  los  deudoso  amigos  que  mueren. 
Estas  consisten  en  ennegrecer  la  cara  con  carbón,  en  ayunar, 
en  no  usar  el  rojo  de  sus  pinturas  corporales,  y en  abstener 

(1)  Dorsey. — A study  of  Sionan  Cults.  ob.  cit  .p. 

(2)  Smet. — Western  Missions  and  Missionaries.  ob.  cit.  p.  92. 

(3)  Smet. — Western  Missions  and  Missionaries  ob.  cit.  p.  134. 

(4)  Stevenson. — The  sia.  ob.  cit.  p.  145. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


117 


de  adornarse,  etc.  También  hacen  incisiones  en  los  brazos, 
las  piernas  y otras  partes  del  cuerpo;  no  con  el  propósito  de 
mortificar  la  carne,  ni  de  producir  un  dolor,  que  por  absor- 
ber su  atención  borre  el  recuerdo  déla  pérdida  sufrida;  sino 
exclusivamente  con  la  idea  de  que  siendo  interno  el  pesar, 
la  única  manera  de  hacerlo  salir  es  hacerle  aberturas  por 
donde  pueda  escapar  (1).  Esta  explicación  de  la  práctica  ha 
sido  confirmada  por  las  labores  del  Burean  of  Ethnology  de 
los  Estados  Unidos;  y no  queda  duda  de  que  entre  muchas 
tribus  la  costumbre  de  aliviar  los  dolores  internos  por  los 
mismos  medios  era  muy  arraigada.  Estos  hechos  constitu- 
yen una  nueva  prueba  de  que,  en  el  concepto  de  los  pueblos 
primitivos,  las  enfermedades,  dolores,  pesares  y aun  la  muer- 
te se  deben  a las  maquinaciones  délos  hechiceros  o de  los 
espíritus  malignos  y para  librarse  es  preciso  expulsarlos  de 
cualquier  modo.  Entre  los  antiguos  peruanos  se  recurría  a la 
trepanación  del  cráneo,  que  en  el  principio  no  se  practicaba 
con  fines  quirúrgicos,  sino  simplemente  para  facilitar  la  sa- 
lida del  demonio  que  se  había  posesionado  del  paciente. 

La  repartición  de  semejantes  costumbres  entre  tantas  dis- 
tintas tribus  que  habitan  las  llanuras  de  continentes  diferen- 
tes, separadas  por  miles  de  kilómetros,  nos  da  otro  ejemplo 
del  desarrollo,  por  líneas  paralelas,  del  mismo  modo  de  pen- 
sar, cuando  las  circunstancias  son  parecidas. 

Mientras  algunas  tribus  tratan  de  amortiguar  sus  penas 
por  medio  de  sufrimientos  corporales,  otras  procuran  obtener 
los  mismos  resultados  por  abluciones  o ceremonias  de  puri- 
ficación. 

Un  ejemplo  de  esto  nos  ofrécela  costumbre  prevaleciente 
entre  los  Sia  y los  Zuñís.  «Cuando  se  le  muere  el  marido,  la 
esposa  es  bañada,  después  del  entierro,  por  una  de  las  muje- 
res del  mismo  clan  de  ella:  si  es  la  esposa  que  muere  el  ma- 
rido es  bañado  por  una  mujer  de  su  propio  clan. 


(1)  Seler,  Eduard.-— Antiquities  of  Guatemala,  in  Mexican  Antiquities. 
Buletin  num.  28  del  Bureau  of  American  Ethnology.  pp.  105  106. 


118 


RICARDO  E.  LATCHAM 


Esto  se  hace  para  que  el  sobreviviente  sea  limpiado  de  sú 
pesar  y tristeza»  (1). 

En  muchas  tribus,  los  parientes  del  muerto  cortan  el  pelo 
en  señal  de  duelo,  en  otras  tiznan  de  negro  la  cara. 

El  negro  parece  ser  el  color  más  usado  por  los  indios  en  sus 
ritos  funerarios,  pero  algunos  usan  además  otros  tintes,  en 
especial  para  las  ceremonias  mágicas  que  emplean  para  es- 
pantar las  ánimas  o demonios  que  pueden  estar  en  acecho. 

Entre  los  pimas,  los  hombres  cortan  el  pelo,  que  usan  muy 
largo,  al  nivel  de  la  cintura;  las  mujeres  cuando  se  les  mue- 
re el  marido  o algún  hijo  suelen  cortarlo  a la  altura  de  las  ore- 
jas y en  el  caso  de  una  viuda  anciana  que  tiene  poca  espe- 
ranza de  volverse  a casar,  esta  lo  corta  completamente,  por- 
que ella  más  que  nadie  debe  sentir  la  pérdida  de  su  marido. 
El  pelo  que  se  corta  se  sepulta  en  el  lecho  del  río.  No  se  lo 
debe  quemar,  porque  se  cree  que  esto  produciría  dolores  de 
cabeza  tan  violentos  que  pudiesen  ocasionar  la  muerte  de  la 
persona  trasquilada.  Las  viudas  observan  el  duelo  por  cua- 
tro años  y durante  este  tiempo  deben  quedarse  en  la  casa,  no 
lavarse  la  cabeza  y se  las  impone  como  obligación  llamar  al 
difunto  todas  las  mañanas  al  amanecer.  Antes  que  princi- 
piaban a usar  las  faldas  actuales  se  envolvían  en  frazadas. 
Mientras  duraba  el  duelo  no  les  era  permitido  cubrir  el  bus- 
to y andaban  con  el  pecho  y los  brazos  desnudos  y después  de 
que  se  acostumbraban  usar  camisolas,  estas  se  dejaban  a un 
lado  en  semejante  ocasión,  aún  durante  el  tiempo  más  he- 
lado (2). 

Los  indios  tlingit  mostraban  el  pesar  que  sentían  por  la 
muerte  de  un  deudo  cortándose  o chamuscándose  el  pelo  al 
nivel  de  las  orejas  (3). 

En  Sud-América  prevalece  la  misma  costumbre  entre  los 

(1)  í.ong,  Stephen  H arriman. — Narrative  oí  an  expedition  to  the  Wa- 
shington 1904  source  of  the  st.  Peters  River  in  the  year  1823  Compiled  by 
William  H.  Kealing.  2 vols.  Pliiladelphia  1824. 

(2)  The  Pima  Indians.  ob.  cit  p.  195. 

(3)  The  Social  condition  etc.  of  the  Tlingit  Indiana,  ob.  cit.  p.  429. 


COSTUMBRKS  MORTUORIAS 


119 


indios  del  Chaco- y de  Bolivia  oriental.  Los  lenguas,  al  prin- 
cipiar el  duelo  pintan  de  negro  la  cara,  generalmente  con 
una  mezcla  de  grasa  y carbón  y debajo  de  los  ojos  pintan 
rayas  que  representan  lágrimas.  Se  corta  el  pelo  de  raíz  y 
cubren  la  cabeza  con  un  paño.  Mudan  de  sitio  sus  tolderías 
después  de  una  defunción  y los  parientes  cercanos  del  muer- 
to, al  entrar  la  nueva  aldea,  se  arropan  bien  para  que  nadie 
vea  su  rostro.  Viven  aparte  por  un  mes,  comen  solos,  de 
viandas  preparadas  especialmente  y no  se  les  permite  parti- 
cipar déla  olla  común.  Se  les  considera  contaminados  hasta 
que  termina  el  período  fijado  por  el  duelo,  que  varía  según 
la  importancia  del  muerto.  Entonces  se  ejecuta  la  ceremonia 
de  purificación,  que  se  hace  lavándolos  con  agua  caliente  y 
sólo  después  de  terminada  esta  función  se  da  por  suspen- 
dido el  duelo  y se  celebra  la  fiesta  mortuoria. 

En  el  caso  de  infanticidio  no  hay  ritos  ni  duelo.  Guando  se 
ejecuta  a un  asesino,  no  se  observa  el  duelo,  el  cadáver  se 
incinera,  las  cenizas  de  ia  pira  fúnebre  son  desparramadas  y 
los  instrumentos  usados  para  la  ejecución  son  mostrados  a 
los  parientes  del  reo,  todo  manchados  de  sangre,  a fin  de  pro- 
bar que  la  venganza  se  ha  cumplido  y en  seguida  son  sepul- 
tados porque  no  se  pueden  usar  otra  vez  para  ningún  propó- 
sito (1). 

El  Padre  Sánchez  Labrador  nos  da, como  siempre,  un  cua- 
dro muy  interesante  del  duelo  entre  los  mbayas: 

«Mudados  los  toldos,  los  parientes  del  difunto  continúan 
su  duelo  con  nuevos  ritos.  Las  mujeres  se  tusan  el  pelo  a su 
modo  y no  le  vuelven  a cortar  hasta  que  les  crece  y llega 
casi  a los  hombros.  Los  hombres  hacen  lo  mismo  y dura  la 
ceremonia  los  meses  de  su  duelo,  que  suelen  ser  dos  o más, 
según  la  calidad  del  difunto.  Todos  los  de  la  parentela  se  abs- 
tienen de  algunos  alimentos,  como  pescado,  carne  de  ciervo, 
etc.;  reducidos  a comer  palma  y legumbres  si  las  pueden  con- 
seguir.  No  juegan  ni  concurren  a las  borracheras,  que  son  sus 


(1)  An  Unknown  People.  ob.  cit.  p.  169. 


RICARDO  E.  LATCHAM 


120 


fiestas.  Tampoco  se  pintan;  ni  se  ponen  adorno  alguno  de 
sus  cuentas  o planchitas.  Guardan  un  retiro,  para  infieles, 
muy  estrecho,  pues  no  salen  de  su  toldo  sino  a lo  muy  preciso. 
Los  hombres  están  sentados  en  ademán  de  absortos,  hacien- 
do flechas  etc.,  o echados  de  dolor,  rendidos. 

Las  mujeres  se  entretienen  en  sus  cuotidianas  labores.  Du- 
ran estas  señales  de  dolor  hasta  que  el  cacique  les  manda  ale- 
grarse. Envíales  a decir  que  se  diviertan  y coman  como  los 
demás  del  toldo;  que  se  pinten  y que  se  engalanen  y que  no 
den  lugar  a que  les  consuma  la  tristeza.  Con  este  aviso  cesan 
los  lutos  y entra  la  alegría  en  los  corazones  afligidos,  y valen 
tanto  las  palabras  de  su  príncipe  como  si  fuera  una  revela- 
ción del  feliz  estado  de  sus  difuntos»  (i). 

Hill  T out,  describiendo  las  costumbres  de  los  indios  stlat- 
lumh  de  Colombia  Británica,  dice  que  en  la  mañana  del 
quinto  día  de  las  ceremonias  fúnebres,  todos  los  miembros 
de  la  familia  del  difunto  salen  de  las  chozas  y hacen  cortarse 
el  pelo  por  el  shaman  a cargo  de  los  ritos.  Se  les  corta  pri- 
mero el  lado  derecho  por  ser  ese  el  lado  de  más  honra  en 
todos  sus  asuntos.  Una  vez  trasquilados  vuelven  a las  cho- 
zas, se  pintan  la  cara  y vuelven  nuevamente  a la  fiesta.  Se 
forman  pelotas  del  pelo  cortado,  las  que  son  llevadas  al  bos- 
que y amarradas  a las  ramas  de  los  árboles;  pero  siempre 
por  el  lado  oriente  (2  v 

Los  stseelis,  descritos  por  el  mismo  autor  y que  pertenecen 
a la  misma  familia  étnica,  también  se  cortan  el  pelo  en  señal 
de  duelo.  La  manera  de  efectuar  esta  operación  indica  el  gra- 
do de  parentesco  que  tienen  con  el  difunto  o expresa  la  pro- 
fundidad de  su  pesar. 

Los  parientes  lejanos  solo  cortan  la  punta;  los  más  inme- 
diatos, al  nivel  de  las  orejas;  pero  cuando  quieren  expresar 
profundo  dolor  se  trasquilan  completamente. 

La  duración  del  duelo  varía  entre  un  mes  y varios  años, 


(1)  El  Paraguay  Católico,  ob.  cit.  pp.  48-49. 

(2)  Report  on  the  Ethnology  of  the  Stlathihm.  ob.  cit,  p.  138. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


121 


según  la  importancia  del  difunto.  Entre  ellos  el  cortarse  el 
pelo  tiene  el  mismo  significado  que  el  llevar  luto  entre  no- 
sotros (1). 

Los  menominis  ennegrecen  la  cara  con  carbón  o con  ceni- 
zas. Antes  se  acostumbraba  mezclar  estos  ingredientes  con 
resina  de  pino  para  que  no  se  borrasen  con  tanta  facilidad,  y 
no  se  permitía  a las  viudas  volverse  a casar  hasta  que  hubiera 
desaparecido  completamente.  En  los  casos  de  gran  dolor,  se 
cortaba  el  pelo  sobre  la  frente  (2).  Varias  tribus  de  los  iro- 
queses  teñían  la  cara  en  seña  de  luto  y lo  hacían  también  con 
el  cadáver.  El  padre  Tomás  Falkner  cuenta  que  éntrelos 
moluches  «las  viudas  se  obligaban  a mantener  el  duelo  y de 
ayunar  por  un  año  después  de  la  muerte  de  sus  maridos.  Con- 
siste esto  en  mantenerse  encerradas  en  sus  toldos  sin  comu- 
nicarse con  nadie  y sin  salir  sino  para  hacer  sus  necesidades. 
No  podían  lavarse  ni  la  cara  ni  las  manos,  las  que  se  enne- 
grecían con  hollín»  (3). 

Dice  Schuller  que  los  «paisanos»  o campesinos  del  interior 
del  Brasil  tienen  apego  a las  costumbres  tradicionales  y que 
no  se  afeitan  ni  se  cortan  el  pelo  durante  todo  el  tiempo  que 
llevan  el  pañuelo  negro , es  decir,  que  llevan  luto.  Los  deudos 
no  salen  de  sus  casas  por  el  término  de  ocho  días;  y durante 
este  tiempo  también  quedan  cerradas  las  puertas  y venta- 
nas (4). 

En  las  costas  del  actual  territorio  de  Texas,  al  norte  del 
Golfo  de  México,  Pánfilo  de  Narváez,  cuando  fué  a poblar  y 
conquistar  el  Río  de  las  Palmas,  con  título  de  adelantado  y 
gobernador,  encontró  indios  apalaches.  Gomara  dice  de  ellos: 
«Dórales  el  luto  un  año,  y lloran  tres  veces  al  día  todos  los 
del  pueblo,  y no  se  lavan  los  padres  ni  parientes  en  todo 

(1)  Ethnological  Report  on  the  Stseelis.  ob.  cit.  p.  320. 

(2)  The  Menomini  Indians.  ob.  cit.  p.  241. 

(3)  Falkner,  Padre  Tomás. — -A  descriptión  of  Patagonia  and  the  ad- 
joining  parts  of  South  América.  London.  1774.  p.  119. 

(4)  Schuller,  Rodolfo  R. — Sobre  el  origen  de  los  charrúa.  Anales  de  la 
Universidad  de  Chile.  Tomo  CXVI1I.  p.  487.  Santiago.  1906.  l.°  semestre. 


122 


RICARDO  E.  LATCHAM 


aquel  tiempo.  No  lloran  a los  viejos.  Entiérranse  todos,  salvo 
los  físicos,  que  por  honra  los  queman,  y entre  tanto  que  ar- 
den, bailan  y cantan.  Hacen  polvo  los  huesos,  y guardan  la 
ceniza  para  bebería  al  cabo  de  año  los  parientes  y mujeres; 
los  cuales  también  se  jasan  (se  sajan)  entonces»  (1). 

Entre  los  zuñís  y los  piulas,  el  sobreviviente  de  los  esposos 
es  bañado  por  los  padres  y hermanas  del  difunto,  quienes 
también  le  acompañan  por  las  cuatro  noches  en  que  suponen 
estar  el  ánima  en  la  vecindad.  Se  colocan  debajo  de  la  cabe- 
za del  doliente,  un  grano  negro  de  maíz  y un  pedazo  de  car- 
bón, para  protejerle  contra  los  sueños.  Creen  que  si  soñara 
del  muerto  y despertara  de  repente,  vería  el  ánima  y esta 
podría  causarle  daño  (2). 

Los  seminólas  de  Florida  continúan  los  ritos  funerarios  du- 
rante cuatro  días  y en  seguida  resumen  sus  ocupaciones  acos- 
tumbradas. Las  viudas  no  se  peinan  por  un  año  después  de 
la  muerte  de  su  marido  ni  pueden  volverse  a casar  durante 
ese  período  (3). 

Entre  los  indios  de  Norte  América  como  también  entre  al- 
gunos de  los  de  Sud- América  se  encuentra  muy  repartida  la 
idea  de  que  el  ánima  del  recién  muerto  frecuenta  la  vecindad 
por  cuatro  días  después  de  la  defunción  y sólo  terminado 
este  período,  inicia  su  viaje  al  otro  mundo.  Esta  idea  originó 
probablemente  en  la  creencia  de  que  el  ánima  no  puede  ale- 
jarse del  cuerpo,  mientras'este  no  se  haya  sepultado  y como 
las  ceremonias  mágicas  relacionadas  con  el  entierro  son  gene- 
ralmente demorosas  y no  se  sepulta  el  cadáver  hasta  que  los 
deudos  se  han  despedido  del  muerto,  el  tiempo  que  media 
entre  la  defunción  y el  entierro,  nunca  era  menos  que  los  cua- 
tro días  mencionados. 

Posteriormente,  cuando  muchas  de  las  ceremonias  se  supri- 
mieron y el  entierro  se  hacía  con  mayor  brevedad,  persistía 


(1)  Historia  de  Indias,  ob.  cit.  p.  182. 

(2)  The  Zuñí  Indians.  Ob.  cit.  p.  307. 

(3)  The  Seminóle  Indians  of  Florida,  ob.  cit.  p.  522. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


123 


la  creencia  de  que  el  ánima  quedaba  en  los  contornos  basta 
terminar  los  cuatro  días. 

Se  creía  también  que  las  ánimas  no  podían  iniciar  su  viaje 
al  otro  mundo,  de  noche,  por  estar  obscuro  el  camino.  Los 
seminólas,  y otras  tribus  que  sepultaban  sus  muertos  en  po- 
sición tendida,  colocaban  el  cadáver  con  los  piés  hacia  el 
oriente,  porque  el  sendero  por  donde  tendrían  que  viajar 
principiaba  en  el  punto  donde  aparecía  el  sol  por  la  mañana 
y si  el  cadáver  fuese  dejado  en  otra  posición  el  ánima  no  po- 
día divisar  dicha  punto  y se  perdería  en  la  obscuridad  (1). 

Entre  los  ornabas  era  costumbre  que  los  viudos  y las  viu- 
das esperasen  de  cuatro  a siete  años  antes  de  volverse  a casar. 
Si  lo  hacían  antes,  los  parientes  del  difunto  las  golpeaban  y 
las  maltrataban,  quitándoles  sus  posesiones  (2). 

En  las  Antillas  y todas  las  costas  vecinas  al  Mar  Caribe  los 
indios  solían  cantar  canciones  lúgubres  rememorando  los  he- 
chos y cualidades  del  muerto;  alternando  los  cantos  con  bailes 
mortuorios,  llamados  areitos.  Estas  ceremonias  de  duelo 
fueron  continuadas  por  los  parientes  por  quince  o veinte  días 
después  del  entierro.  El  hijo  del  cacique  heredaba  la  postcién 
y las  mujeres  de  su  padre  (3). 

Las  costumbres  de  los  esquimales  son  muy  interesantes  en 
este  respecto  y varían  según  la  localidad,  probablemente  debi- 
do a su  contacto  con  los  diferentes  pueblos  que  deslindan  con 
ellos. 

Entrelos  que  ocupan  la  región  central  de  la  parte  septen- 
trional del  continente,  las  costumbres  y tabús  relacionadas 
con  el  duelo  son  complicadas  y numerosas. 

Cuando  muere  un  niño,  durante  un  año  a lo  menos,  la  ma- 
dre, cuando  sale  de  la  choza,  debe  cubrirse  la  cabeza  con  un 
gorro  o una  piel.  Cada  vez  que  ella  pesca  una  foca,  debe  bo- 

(1)  The  Seminóle  Indians.  of.  Florida,  ob.  cit.  p.  522. 

(2)  Doksey,  Revd.  J.  Owen — Omaha  Sociology.  III.  Annual  Report  of 
thr-  Bureau  of  Ethnology.  pp.  207-8.  Washington  1884. 

(3)  Oviedo,  Gumilla  Solis  y otros  cronistas. 


124 


RICARDO  E.  LATGHAM 


tarse  el  gorro  que  lleva  y hacerse  otro  nuevo.  Los  padres, 
cuando  viajan,  llevan  el  calzado  del  niño  muerto  y lo  sepultan 
en  el  lugar  donde  se  detienen,  debajo  de  la  nieve  y las  pie- 
dras. No  se  les  permite  a los  padres  comer  carne  por  un  año 
después  de  la  muerte.  La  madre  debe  prepararse  su  comida 
en  una  olla  que  se  destina  exclusivamente  a ese  objeto.  Para 
que  ella  pueda  entrar  en  una  choza  donde  hay  hombres  es 
preciso  que  ellos  salgan  primero.  Si  quiere  salir  de  una  choza 
cuando  hay  hombres  presentes  debe  pasar  por  detrás  de  to- 
dos ellos. 

Sus  costumbres  en  el  duelo  por  los  adultos  no  son  menos 
curiosas.  El  cadáver  debe  ser  llevado  a la  sepultura  por  los 
parientes  más  cercanos.  En  el  caso  de  emplear  trineos,  no 
pueden  ser  arrastrados  estos  por  los  perros  como  se  hace  en 
general,  sino  por  los  mismos  deudos.  Raras  veces  emplean 
el  trineo;  porque  en  tal  caso  tendrían  que  dejarlo  con  el  ca- 
dáver; pues  no  se  lo  podía  volver  a usar. 

Después  de  regresar  a la  choza,  los  parientes  se  encierran 
por  tres  días,  para  lamentar  al  muerto. 

Durante  este  tiempo  no  se  peinan  y tapan  las  ventani- 
llas de  la  nariz  con  pedacitos  de  cuero  (1).  Después  de  los 
tres  días  se  abandona  para  siempre  la  choza,  pero  antes  de 
hacerlo  echan  los  perros,  para  que  cómanlo  que  pueden  en- 
contrar. No  los  echan  por  la  puerta  sino  por  la  ventana. 
Por  algún  tiempo  después  los  deudos  deben  preparar  su  co- 
mida en  ollas  aparte. 

Por  tres  o cuadro  días  después  de  una  defunción,  los  ha- 
bitantes de  una  aldea  no  deben  ocupar  los  perros  en  los  tri- 
neos, y por  un  dia  a lo  menos  no  pueden  salir  a cazar.  Las 
mujeres  tampoco  deben  ocuparse  en  ese  día  de  ninguna  fae- 
na doméstica.  Sólo  después  del  cuarto  día,  las  parientes  pue- 
den aventurarse  sobre  el  hielo. 

(1)  Es  probable  que  esto  se  hacía  en  un  principio  para  impedir  que  el 
ánima,  les  entrara  al  cuerpo;  pués  varias  tribus  creen  que  el  espíritu,  du- 
rante los  sueños,  entra  y sale  por  la  nariz;  relacionando  el  ánima  con  el 
aliento:  idea  común  entre  los  pueblos  primitivos. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


125 


Al  viudo  se  le  permite  guardar  solo  la  carne  déla  primera 
foca  que  caza  después  de  la  muerte  de  su  mujer;  el  cuero,  la 
gordura,  los  huesos  y los  intestinos  deben  arrojarse  al  mar. 
Todos  los  parientes  deben  vestirse  de  nuevo  y la  ropa  que 
usaban  al  tiempo  de  la  muerte  es  botada.  No  se  les  permite 
entrar  en  ninguna  choza  ajena  sin  permiso,  ántes  que  hayan 
cumplido  con  esta  restrición  (1). 

Lyon,  hablando  de  las  mismas  tribus,  (los  iglulik,  esqui- 
males de  la  tierra  de  Baffin),  dice  respecto  de  estas  costum- 
bres: «A  las  viudas  se  les  prohibe  durante  seis  meses  comer 
carne  que  no  se  haya  cocido.  No  pueden  usar  el  pelo  tren- 
zado, y cortan  una  parte  de  sus  largas  cabelleras  en  señal 
de  dolor,  la  parte  que  dejan  queda  suelta  sobre  los  hombros 
sin  peinarse.  Después  de  los  seis  meses  de  duelo  pueden  co- 
mer carne  cruda  y trenzar  de  nuevo  su  pelo;  como  también 
casarse  de  nuevo;  pero  entretanto  cohabitan  con  sus  futuros 
maridos;  si  los  encuentran;  o de  no,  distribuyen  sus  favores 
de  un  modo  más  general. 

El  viudo  en  compañía  de  sus  hijos  permanece  en  la 
choza  donde  murió  su  mujer  durante  tres  días.  Pasado  este 
tiempo  muda  a otra.  No  se  le  permite  cazar  en  toda  la  esta- 
ción, ni  contraer  nuevo  matrimonio  durante  el  mismo  pe- 
ríodo» (2). 

Las  tribus  de  la  vecindad  de  la  Bahía  Hudson  no  permi- 
tían que  los  deudos  fumasen  durante  el  tiempo  que  se 
mantenía  el  duelo.  No  quitaban,  ni  de  día  ni  de  noche,  la 
capucha  de  pieles  que  les  cubria  la  cabeza,  y colocaban  en 
ella  las  plumas  del  Uria  gnylle,  y amarraban  otras  en  cada 
brazo,  por  encima  del  codo.  Todos  los  hombres  usaban  un 
cinturón  y guantes  durante  el  duelo  (3). 

(1;  The  Central  Eskimo,  ob.  cit.  pp.  611  a 615. 

(2)  A.  Private  Journal,  etc.,  ob.  cit.  p.  368. 

(3)  Hall,  Charles  F. — Narrative  of  the  second  Arctic  Expedition  made 
by  Charles  T.  Hall:  his  voyagé  to  Repulse  Bay,  sledge  journey  to  the  straits 
of  Fury  and  Hecla  and  to  King  Willuuis  Laúd,  and  residence  among  the 
Eskimos  during  the  years  1864-69.  London.  1879. 


126 


RICARDO  E.  LATCHAM 


, Entre  los  esquimales  del  Estrecho  de  Behring  nadie  tra- 
baja el  día  en  que  ocurre  la  defunción,  y los  parientes  del 
muerto  no  deben  trabajar  durante  los  tres  días  siguientes. 
Es  especialmente  prohibido  durante  ese  período  usar  instru- 
mentos cortantes  o punzantes,  porque  creen  que  se  puede 
cortar  o lastimar  al  ánima  que  ronda  por  sus  antiguos  lares. 
En  estos  días  los  deudos  deben  ocupar  sus  puestos  acos- 
tumbrados en  las  chozas,  pero  el  lugar  ocupado  por  el  muer- 
to debe  llenarse  de  otros  objetos  para  que  no  lo  vuelva  a ocu- 
par (1). 

Murdock  dice  que  éntrelos  esquimales  de  Norton  Sound, 
Jos  parientes  de  los  muertos  no  deben  cortar  leña  por  cinco 
días  después  de  una  defunción;  ni  usar  martillos,  ni  otras  he- 
rramientas que  pudieran  lastimarlas  ánimas  ;2). 

Todos  los  autores  están  de  acuerdo  en  que,  por  el  tiempo 
que  dure  el  duelo,  los  parientes  del  muerto  deben  dejar  de 
comer  ciertos  alimentos;  sobre  todo,  la  carne  cruda;  y que 
al  encontrarse  con  un  conocido  o un  amigo  que  ven  por  pri- 
mera vez  después  de  la  defunción,  le  saludan  con  llantos  y 
lamentaciones;  aun  cuando  haya  pasado  mucho  tiempo.  Nan- 
sen,  tratando  este  punto,  dice:  «Deben  llorar  y mantener  el 
duelo  por  el  difunto  durante  un  período  fijo  (3),  y cuando  se 
encuentran  con  amigos  o parientes  que  no  han  visto  después 
de  la  muerte,  deben— aún  habiéndose  pasado  largo  tiem- 
po— llorar  y aullar  tan  luego  como  el  recién  llegado  haya 
entrado  en  la  casa.  Estas  escenas  de  lamentaciones  son  en 
extremo  burlescas,  y no  dejan  de  ser  mera  comedia,  que  ter- 
mina en  un  banquete  consolatorio  (4). 


(1)  The  Eskimo  ahont  Bering  strait.  ob.  cit.  p.  312. 

(2)  Murdoch  John. — Ethnological  resulte  oí  the  Point  Barrow  Expe- 
dition.  IX  Annual  Report.  Burean  of  Ethnology.  p.  424.  Washington. 
1892. 

(3)  Dicho  período  duraba  de  pocos  meses  a un  año,  según  la  categoría 
del  difunto. 

(4)  Eskimo  Life,  ob.  cif.  p.  249. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


127 


No  solo  pasaba  esto  con  los  amigos  y parientes,  sino  tam- 
bién con  todos  los  que  visitaban  la  agrupación,  aunque  fue- 
sen forasteros  o aun  extranjeros. 

Es  ésta  la  práctica,  indubablemente,  que  ha  llamado  la 
atención  de  los  viajeros  que  han  descrito  la  costumbre  de 
saludar  con  llanto,  cuyo  verdadero  alcance  no  han  llegado  a 
comprender. 

Los  conquistadores,  los  descubridores  y los  viajeros  que 
han  visitado  los  indios,  luego  después  déla  muerte  de  uno 
de  sus  deudos,  se  sorprenderían  al  ser  recibidos  con  un 
saludo,  a su  modo  de  ver,  tan  extravagante  y no  dejarían 
de  llamar  la  atención  hacia  el.  Los  que  visitaban  estas  mis- 
mas tribus  en  tiempos  normales  no  verían  nada  de  semejan- 
te costumbre  y por  consiguiente  no  la  mencionarían  y por 
eso  se  ha  supuesto  que  era  solo  localizada  en  dos  o tres  cen- 
tros aislados;  pero  la  verdad  es  que  era  común  a la  mayor 
parte  de  las  tribus  del  continente  y ha  existido  en  otros 
tiempos  casi  por  el  mundo  entero. 

Los  indios  crees  tenían  la  costumbre  de  prevenir  a los  au- 
sentes de  la  muerte  de  un  individuo  de  la  agrupación,  por 
medio  de  un  poste  plantado  en  el  camino  por  donde  se  es- 
deraba  su  llegada.  Se  colocaba  en  este  poste  el  objeto  de 
que  el  difunto  derivaba  su  nombre;  es  decir  su  tótem  su  pic- 
tografía o cualquiera  cosa  que  pudiera  indicar  quién  era  el 
difunto. 

Esto  lo  hacían  con  el  doble  propósito  de  advertir  al  viaje- 
ro e impedir  que  pronunciara  el  nombre  muerto  que  desde 
ese  momento  quedaba  tabú , como  también  para  que  al  lle- 
gar a vista  de  la  ranchería  prorrumpiera  en  llanto  y lamen- 
taciones como  era  rigor  entre  ellos  (1). 

Los  chiriguanos  del  Chaco  boliviano  quebran  el  espinazo 
del  muerto,  creyendo  que  al  hacer  esto  no  vuelve  el  espíritu; 
pero  es  probable  que  la  costumbre  originó  en  la  necesidad  de 
acomodar  el  cadáver  en  la  urna  de  greda  que  sirve  de  féretro. 


(1)  Relations  Jésuites,  ob.  cit.  Tomo  II.  p.  48. 


128 


RICARDO  E.  LATCHAM 


La  misma  tribu,  como  varias  otras  emparentadas  con  ellos, 
llevan  a exceso  la  costumbre  de  llorar  al  muerto  con  llanto  y 
lamentaciones.  Si  muere  un  hombre,  su  mujer,  o si  es  soltero, 
su  madre  principia  el  llanto  y todos  los  concurrentes  la  hacen 
coro. 

Cada  persona  que  asiste  a los  funerales,  ayuda  en  las  la- 
mentaciones y hace  un  elogio  del  muerto  en  tono  lastimero  y 
lloroso.  Esto  dura  por  varios  días  y noches,  sin  ningún  des- 
canso; tornando  los  presentes,  que  en  general  son  todos  los 
de  la  reducción.  Entre  tanto,  no  beben  ni  comen;  hasta  los 
niños  ayunan. 

Después  del  entierro,  todos  los  asistentes  van  juntos  al 
río  o agua  corriente  más  cercana,  se  lavan,  se  bañan  y vuel- 
ven corriendo  a la  choza,  en  un  rincón  de  la  cual  se  ha  hecho 
la  sepultura.  Se  sientan  al  rededor  de  esta  y cortan  el  pelo 
déla  viuda  lo  más  corto  posible.  El  cabello  lo  arrojan  sobre 
la  tumba.  La  viuda  de  rodillas,  llora  y solloza  hasta  regar 
con  sus  lágrimas  toda  la  tierra  recien  removida,  golpea  el 
suelo  i no  deja  de  plañir.  Después  cubre  la  cabeza  con  todos 
los  trapos  viejos  que  puede  encontrar  en  la  cabaña.  El  duelo 
dura  por  Ió  menos  un  año,  durante  el  cual  no  asiste  a ningu- 
na reunión  o fiesta.  Todos  los  días  debe  plañir  cinco  o seis 
veces.  La  tribu  la  mira  con  malos  ojos  si  vuelve  a casarse 
antes  del  término  acostumbrado  del  duelo;  caso  que  le  es 
harto  difícil  (l). 

Los  calchaquíes  también  lloraban  a los  muertos  de  una 
manera  parecida.  Dice  Techo  que  cuando  un  individuo  se 
enfermaba  de  gravedad  i se  encontroba  agonizante,  se  reu- 
nían todos  los  parientes  y mientras  duraba  con  vida  se  cerra- 
ban a beber,  día  i noche  plantando  flechas  en  el  suelo  a con- 
torno del  lecho  para  espantar  la  muerte.  Inmediatamente 
después  del  último  suspiro,  las  personas  presentes,  principia- 
ban a lamentar  en  voz  alta.  Las  ceremonias  duraban  ocho 


(1)  Thouar  A. — Explorations  dans  1’ Amengüe  Sud,  á la  recherclie  des 
restes  de  la  mission  Crevaux.  pp.  46-53.  París.  1891. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


129 


días  antes  de  efectuar  el  sepelio.  Después  del  entierro  se  que- 
maba lo  choza  donde  ocurrió  la  muerte.  El  duelo  duraba  un 
año  y el  color  usado  para  los  vestidos  durante  este  tiempo  era. 
el  negro  (1). 

Las  costumbres  de!  duelo  entre  los  araucanos  las  trata- 
remos en  detalle,  más  tarde. 

Coazzi  nos  da  la  descripción  siguiente  de  los  ritos  fúnebres 
de  los  yaganes:  «Al  acercarse  la  muerte,  los  miembros  de  la 
familia  y todos  los  presentes  prorrumpen  en  gritos  terribles. 

Después  de  la  muerte > los  parientes  más  cercanos  se  tiñen 
el  rostro  y las  manos  de  negro,  se  arrancan  el  pelo  y se  hie- 
ren el  cuerpo  con  conchas  o cuchillos. 

El  cadáver,  envuelto  en  harapos,  es  enterrado  con  sus  ar- 
mas, si  es  hombre,  con  sus  cestas  y útiles  de  pesca,  si  es 
mujer. 

Antiguamente  los  yaganes  solían  cremar  el  cadáver  en  el 
bosque  cerca  del  lugar  donde  había  ocurrido  la  muerte;  y 
Bove  que  afirma  ésto,  dice  que  la  precipitación  con  que  se 
ejecutaba  esta  operación  daba  lugar  a desagradables  sor- 
presas. 

Por  ejemplo,  un  indio  «acompañaba  ala  hoguera  a un  pa- 
riente suyo  creído  muerto.  Muchas  fueron  las  lágrimas  y 
grande  la  desesperación  cuando  el  yacamush  (médico)  dió  al 
difunto  el  extremo  adiós  y puso  fuego  a la  pira,  sobre  la  cual 
yacía  el  cadáver,  pero  ¡oh  espectáculo!  no  bien  las  llamas  em- 
pezaron a chamuscar  las  carnes,  el  muerto  dió  un  salto...  El 
calor  lo  había  vuelto  en  sí:  la  muerte  no  había  sido  más  que 
un  largo  desmayo,  al  cual  parece  que  los  fueguinos  están 
muy  sujetos». 

«Pero  ahora  los  yaganes  han  abandonado  el  sistema  de  la 
cremación  cuando  la  persona  muere  en  localidades  extranje- 
ras y esto  a fin  de  que...  ¡los  enemigos  no  hagan  de  los  huesos 
harpones  para  la  pesca!  También  entre  los  yaganes,  como 
entre  los  onas,  los  parientes  del  difunto  abandonan  la  choza 


(1)  Historia  de  Paraguay,  ob.  cit.  Lib.  V.  cap.  XXIII. 
COSTUMBRES. — 9 


130 


RICARDO  E.  LATCHAM 


en  que  murió  y abandonan  por  algún  tiempo  la  localidad»  (1). 

La  mayor  parte  de  las  costumbres  concernientes,  el  duelo 
y el  tabú  son  comunes  a muchas  otras  tribus  que  no  hemos 
mencionado,  por  no  extendernos  demasiado. 

Así  los  winebagos,  tiñen  de  negro  la  cara  y el  cuerpo,  andan 
descalzos  por  un  año,  y cortan  el  pelo  en  señal  de  dolor. 

Todos  estos  ejemplos  recalcan  el  hecho  de  que  el  modo  de 
pensar  y de  obrar  de  los  pueblos  primitivos  es  semejante  por 
todas  parres  y que  no  es  preciso  recurrirá  hipótesis  insoste- 
nibles de  contactóse  de  descendencia-común  en  épocas  leja- 
nas para  explicar  costumbres  que  vemos  esparcidas,  no  sólo 
por  todo  el  continente;  sino  por  el  mundo  entero  entre  pue- 
blos de  un  estado  cultural  más  o menos  parecido. 

Todas  las  costumbres  que  hemos  citado  hasta  aquí  se  en- 
cuentran en  otras  partes  del  mundo,  entre  los  australianos, 
los  micronesios,  los  polinesios,  los  pueblos  asiáticos  y africa- 
nos y al  estudiar  la  historia  primitiva  de  los  pueblos  hoy  ci- 
vilizados, vemos  que  no  hace  muchos  siglos  se  encontraban 
en  igual  condición. 


(1)  Los  indios  del  Archipiélago  Fueguino,  ob.  cit.  parte  2.  pp.  37-8. 


CAPITULO  VII 

COSTUMBRES  Y CREENCIAS  CURIOSAS 

Costumbres  basadas  en  animismo. — Antropofagia. — Desollar  el  cuerpo  o la 
cara. — Pieles  humanas  rellenas  de  cenizas  u otras  cosas. — Muertos  lleva- 
dos como  estandartes. — Veneración  a las  momias  de  los  antepasados.— 
Costumbres  de  los  chibchas.— Resurrección  simbólica.— Cadáveres  suje- 
tos a estacas.- — Rojo,  el  color  sagrado. — Sacrificios  humanos. — El  cráneo 
objeto  de  culto. — Curiosa  manera  de  conservar  los  cadáveres. — Osarios. 
— Costumbres  mortuorias  de  los  moluches  y otras  tribus  de  las  pampas . 
— Se  quiebra  el  espinazo  del  muerto  para  que  no  vuelva. — Sepultura  de 
vivos  entre  los  chinooks. — Supersticiones.— Manera  primitiva  de  above- 
dar las  sepulturas, — Curiosa  disposición  de  los  muertos- — Supersticiones 
de  los  sia,  omahas,  dacotas,  zuñis,  tlingits  y esquimales. — El  duelo  en- 
tre los  choctaws. — Supervivencias . 

Además  de  aquellas  costumbres  y creencias  que  hallamos 
repartidas  en  grandes  zonas  y entre  muchas  naciones,  tanto 
en  el  norte  como  el  sur  del  continente,  existen  otras  locales, 
o menos  generales,  que  también  ofrecen  mucho  que  es  curio- 
so e interesante  para  el  estudiante  de  la  psicología.  Como  las 
demás  que  hemos  pasado  en  revista,  estas  también  tienen  su 
base  en  el  animismo  y las  ideas  despertadas  por  el  respeto  o 


132 


RICARDO  E.  LATCHAM 


temor  de  los  espíritus  de  los  muertos.  Hasta  las  costumbres 
más  horripilantes  y crueles;  para  con  los  propios  y los  ene- 
migos; en  el  fondo  están  relacionadas  con  estas  ideas;  pero  a 
menudo  quedan  como  reliquias,  mucho  después  de  que  las 
creencias  que  les  dieron  nacimiento  hayan  evolucionado  y los 
que  las  practican  hayan  olvidado  su  significado  real  o simbó- 
lico. Asi  la  antropofagia  o canibalismo,  que  en  su  principio 
era  un  rito  supersticioso  basado  en  la  idea  del  traspaso  de  las 
cualidades  de  la  víctima  al  participante;  continuó  entre  mu- 
chas tribus  como  práctica  abominable  de  gula  mucho  des- 
pués de  haberse  perdido  pu  significado  primitivo. 

La  costumbre  de  cortar  y conservar  la  cabeza  de  los  ene- 
migos muertos  en  combate,  se  inició  con  la  idea  de  que  era 
un  gran  fetiche  que  daría  a su  poseedor  la  astucia,  fuerza  o 
valor  del  muerto  y en  este  sentido  formaba  un  objeto  cul- 
tural. Al  perderse  poco  a poco  esta  estimación,  se  siguióla 
práctica  con  la  idea  de  conservarla  como  trofeo,  sin  que  se 
borrara  completamente  la  alusión  simbólica:  puesto  que  to- 
davía se  usaba  con  frecuencia  como  ofrenda  a los  espíritus 
de  los  antepasados,  o como  sacrificio  a los  seres  sobrenatura- 
les de  su  teogonia. 

Otro  tanto  se  puede  decir  de  la  costumbre  de  desollar 
todo  o parte  del  cuerpo  de  los  enemigos  y los  diferentes  des- 
tinos dados  a estas  pieles.  En  su  origen  se  debe  a la  misma 
orden  de  ideas  y su  primer  objeto  era  ritualístico;  y no  como 
creen  muchos  simple  exhibición  de  pasiones  brutales. 

El  motivo  de  otras  costumbres  queda  obscuro  y ni  los  que 
las  practican  pueden  explicar  su  significado,  conformándose 
a menudo  con  decir:  «asi  hicieron  nuestros  padres  y abuelos». 
El  conservantismo,  o conservación  de  las  costumbres  de  los 
antepasados  es  una  de  las  características  de  todos  los  pue- 
blos poco  civilizados  y muchas  son  las  reliquias  de  antiguos 
ritos  y creencias  que  encontramos  en  todos  los  países,  cuyos 
motivos  y orígenes  están  hoy  completamente  perdidos. 

Por  ejemplo,  encontramos  entre  los  lenguas  una  serie  de 
ritos,  no  comprendidos  por  los  indios  que  los  continúan  hoy, 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


133 


únicamente,  porque  sus  antepasados  lo  hacían.  No  es  difícil 
adivinar  el  motivo  de  algunos  de  ellos;  pero  solo  se  puede 
hacerlo  después  de  comprender  las  ideas  propias  a las  dife- 
rentes etapas  de  la  evolución  mental  de  la  humanidad,  en 
sus  primeras  tentativas  de  descubrir  los  enigmas  de  la  natu- 
raleza. 

Los  lenguas  casi  siempre  colocan  brasas  o rescoldo  debajo 
de  las  plantas  de  los  pies  v en  la  cabeza  del  muerto,  proba- 
blemente con  la  idea  de  impedir  su  vuelta  déla  tierra  de  las 
sombras.  Si  el  difunto  ha  sentido  dolores  de  cabeza  durante 
la  enfermedad  que  causó  la  muerte;  al  colocar  el  cadáver  en 
la  sepultura,  despedazan  el  cráneo  a golpes  de  macana.  Si 
fuese  el  corazón  el  atacado,  disparan  sus  flechas  a ese  ór- 
gano. A veces  se  clava  una  estaca  debajo  del  omóplato,  atra- 
vesando el  cuerpo  y fijándolo  en  la  tierra  por  este  medio. 
En  el  caso  de  que  la  enfermedad  haya  sido  la  hidropesía,  el 
cadáver  recibe  una  lluvia  de  flechas  y el  jefe  del  duelo  lleva 
en  la  mano  un  atado  de  yerbas,  las  cuales  son  quemadas  en 
seguida  y cada  miembro  del  cortejo  fúnebre  inhala  un  poco 
del  humo.  Un  rito  muy  común  y que  casi  nunca  se  omite, 
es  el  de  abrir  el  costado  del  cadáver  e insertar  en  la  herida 
piedras  calientes,  las  uñas  de  armadillo,  huesos  de  perro  u 
hormigas;  y no  siempre  está  muerto  el  individuo  cuando  se 
ejecuta  la  operación,  sobre  todo  si  hay  apuro;  porque  para 
ser  eficaz  la  conjuración  es  preciso  que  se  haga  antes  de  que 
el  ánima  haya  abandonado  la  vecindad  del  cuerpo  (1). 

Es  probable  que  la  destrucción  de  la  parte  afectada  sea 
motivada  por  la  idea  de  estar  alojado  en  ella  el  espíritu  ma- 
ligno que  ha  causado  la  muerte. 

Las  uñas  de  armadillo,  según  sus  creencias  cavan  bajo  el 
suelo  hasta  que  dan  con  el  brujo  culpable.  Entonces  le  en- 
tran en  el  cuerpo  y lo  destruyen  (2). 

De  la  costumbre  de  desollar  el  cráneo  del  enemigo  como 


(1)  An  Unknown  People . ob.  cit.  p.  162. 

(2)  Id.  id.  id.  p.  163. 


134 


RICARDO  E.  LATCHAM 


trofeo  de  guerra,  déla  de  llevar  la  cabeza  entera  y de  la  de 
desollar  el  cuerpo,  existen  muchísimas  citas,  y Friederici  ha 
resumido  muchas  de  ellas  en  un  notable  tratado  sobre  este 
punto  (1). 

Los  antiguos  cronistas  de  las  cosas  de  América  abundan  en 
esta  clase  de  detalle.  Gomara  nos  describe  cómo  los  indios 
dePánuco  mataron  a muchos  españoles,  comiéndolos  en  se- 
guida «y  aún  los  desollaron,  y pusieron  los  cueros  bien  curti- 
dos en  los  templos  por  memoria  y ufanía»  (2). 

Esto  sucedió  en  1518.  Cinco  años  tarde,  Francisco  de  Ca- 
ray mandó  otra  expedición  al  mismo  punto,  la  que  corrió 
idéntica  suerte  y según  Gomara  de  setecientos,  los  indios 
mataron  cuatrocientos;  muchos  délos  cuales  «fueron  sacrifi- 
cados y comidos;  y sus  cueros  puestos  por  los  templos,  cur- 
tidos o embutidos;  que  tal  es  la  cruel  religión  de  aquellos,  o 
la  religiosa  crueldad»  (3). 

Cortés  cuando  fué  a castigar  a los  indios  dePánuco,  tres 
años  más  tarde,  halló  estos  lúgubres  despojos  y dice  que  te- 
nían das  caras  propias  de  los  españoles  desollados  en  sus 
oratorios,  digo  los  cueros  dellas,  curados  en  tal  manera 
que  muchos  de  ellos  se  conocieron»  (4). 

Herrera  dice  lo  mismo:  «las  Caras,  con  las  Barbas  desolla- 
das, curtidos  los  cueros  y'  pegados  por  las  Paredes,  y algunos 
fueron  conocidos,  que  movieron  a lágrimas  a sus  amigos»  (5). 

El  virrey  don  Antonio  de  Mendoza  (1542-1543),  escribien- 
do de  los  chichimecas  de  Jalisco  y Mechuacan  dice  que  «de- 
suéllenles las  caras  y cabezas,  estando  vivos»  (6). 


(1)  Freidericx  Georg. — Scalpieren  und  áhnliche  Kriegs  gebráuche  m 
Amerika.  Braunsckweig  1906 . 

(2)  Historia  de  las  Indias,  ob.  cit.  p.  183 . 

(3)  Historia  de  las  Indias,  ob.  cit.  p.  183. 

(4)  Cartas  de  Hernán  Cortés Carta  fechada  en  Párnuco  1820. 

(5)  Herrera.— Décadas  III.  p.  107.  II. 

(6)  Citado  por  Schuller  R. — Desollarla  piel  del  cráneo,  p.  95.  Rev1 2 3 4 5 6 7.  de 

Hist.  Natural.  Mayo  1907  Santiago. 


COSTUMBRE^  MORTUORIAS 


135 


Los  indios  de  Colombia  también  desollaban  a sus  ene- 
migos. 

Refiriéndose  a las  costumbres  de  los  indios  de  Cali,  dice 
Cieza  de  León:  «abríanlos  con  cuchillos  de  pedernal  y los  de- 
sollaban, y después  de  haber  comido  la  carne,  henchían  los 
cueros  de  ceniza  y hacíanles  caras  de  cera  con  sus  propias 
cabezas,  poníanlos  en  la  tabla  de  tal  manera,  que  parecían 
hombres  vivos.  En  las  manos  a unos  les  ponían  dardos,  y a 
otros  lanzas,  i a otros  macanas»  (1). 

Encontró  la  misma  costumbre  en  Ecuador  (2)  y en  la  pro- 
vincia de  Jauja  en  el  Perú  entre  los  indios  guaneas,  de  quie- 
nes dice  «a  los  que  tomaban  en  las  guerras  desollaban,  y 
henchían  los  cueros  de  ceniza,  y de  otros  hacían  atambo- 
res» (3). 

Sarmiento  de  Gamboa  relatando  la  conquista  de  los  collas 
por  el  inca  Tupac  Yupanqui  cuenta  cómo  capturó  las  plazas 
fuertes  de  Llallana,  Asdlo,  Arapa  y Pucara.  Tomó  prisione- 
ro a los  principales  capitanes  y al  comandante  en  jefe  chuca- 
chucav  Pachacutí  Coaquiri,  a quienes  hizo  matar  y convirtió 
sus  pieles  en  tambores  (4). 

Parece  que  esta  era  costumbre  entre  los  incas,  porque  el 
mismo  autor  nos  cuenta  que  cuando  HuavnaCapac  domi- 
nó la  rebelión  de  las  tribus  del  norte  y de  Ecuador,  ordenó 
hacer  un  tambor  de  la  piél  del  cacique  Pinto  de  los  cayam- 
bis;  quien  había  sido  apresado  por  sus  soldados  (5). 

Cieza  de  León  en  la  segunda  parte  de  su  Crónica  del  Perú; 
obra  que  desde  el  error  de  Prescott,  fue  generalmente  impu- 
tada a Sarmiento,  describe  un  rito  curioso,  ordenado  por  el 
Inca  Yupanqui,  después  de  la  derrota  de  los  chancas.  De- 

(1)  La  Crónica  del  Perú.  ob.  cit.  p.  380.  Cap.  XXVIII. 

(2)  La  Crónica  del  Perú.  ob.  cit.  p.  403.  Cap.  XLIX. 

(3)  La  Crónica  del  Perú.  ob.  cit.  p.  432.  Cap.  LXXXIV. 

(4)  Sarmieneo  de  Gamboa,  Pedro. — History  of  the  Incas  p.  145,  tra- 
ducción de  Sir  Clements  Markham.  Cambridge  1907. 

(5)  Sarmiento  de  Gamboa,  Pedro. — History  of  the  Incas,  p.  165,  tra- 
ducción de  Sir  Clements  Markham . Cambridge  1907. 


136 


RICARDO  E.  LATCHAM 


cretó  que  todas  las  tropas  incas  que  habían  caído  en  la  ba- 
talla fuesen  sepultadas  con  las  ceremonias  de  costumbre; 
pero  para  los  chancas,  hizo  construir  una  gran  casa  sobre  el 
mismo  campo  de  batalla,  como  mausoleo;  donde  se  coloca- 
ron los  restos  como  recuerdo.  Hizo  desollar  los  cadáveres  y 
rellenarlos  de  ceniza  o de  paja  y dejándolos  en  posturas  na- 
turales; algunas  con  tambores  y otros  con  flautas.  Agrega 
Cieza,  que  Alonso  Carrasco  y Juan  de  Pancorvo  le  contaron 
que  ellos  y muchos  otros  que  llegaron  con  Pizarro  y Almagro 
hablan  visto  esos  cueros  rellenos  de  cenizas  (1). 

En  el  tercer  tomo  de  Cronau,  encontramos  esta  curiosa  re- 
lación de  los  indios  de  Virginia.  «Al  lado  se  veía  otro  edificio 
también  sin  ventanas,  destinado  a panteón  délos  caciques, 
cuyos  cadáveres  eran  depositados  sobre  un  armazón  de  ma- 
dera de  tres  metros  de  elevación.  Dichos  cadáveres  estaban 
armados  artificialmente,  para  lo  cual  empleaban  el  siguien- 
te procedimiento.  En  cuanto  fallecía  el  individuóle  abrían 
el  vientre  y le  sacaban  los  intestinos:  después  desollaban  el 
cuerpo  y mondaban  la  carne  de  los  huesos,  la  secaban  al  sol 
y,  envuelta  entre  esteras,  la  ponían  más  tarde  al  pies  de  la 
momia.  Los  descarnados  esqueletos  conservaban  unidos 
sus  huesos  por  medio  de  los  tendones,  que  durante  la  opera- 
ción se  procuraba  con  exquisito  cuidado  no  cortar,  y des- 
pués toda  su  osamenta  era  revestida  de  cuero  hasta  darle 
la  verdadera  forma  del  cuerpo  humano.  Por  fin  vol  vían  a 
poner  la  piel  verdadera  sobre  aquellas  momias,  y hecho  esto 
las  colocaban  en  el  lugar  correspondiente»  (2). 

Barros  Arana,  hablando  de  las  barbaridades  de  los  arauca- 
nos, dice  que  desollaban  vivos  a algunos  de  los  prisioneros, 
«comiendo  enseguida  sus  carnes  y moliendo  los  huesos  que 
no  podían  utilizar.  Guardaban  algunos  indios,  como  prenda 
de  gran  estimación,  la  piel  del  rostro  de  sus  víctimas,  para 
usarlas  como  máscaras  en  sus  fiestas  y borrracheras,  una 

(1)  Cieza  be  León. — Segunda  Parte  de  la  Crónica  del  Perú.  Cap.  XLVI. 
Madrid  1880. 

(2)  Cbonau.  Rodolfo. — América.  Tomo  III.  p.  211.  Barcelona  1892. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


137 


mano,  o a lo  menos  una  tira  de  cuero  que  empleaban  para 
amarrarse  los  cabellos»  (1). 

Varios  de  los  cronistas  citan  estas  costumbres  bárbaras 
délos  araucanos. 

Los  indios  de  Tunja  en  Colombia  practicaban  una  ope- 
ración semejante  a la  empleada  por  los  de  Virginia  para  pre- 
parar los  cádaveres  de  sús  caciques  valientes,  los  que  fueron 
llevados  ala  guerra  como  estandartes. 

Dice  Gomara:  ('Llevan  a la  guerra  hombres  muertos  que 
fueron  valientes,  para  animarse  con  ellos,  y por  ejemplo  que 
no  han  de  huir  más  que  ellos,  ni  dejarlos  en  poder  de  los  ene- 
migos; los  tales  cuerpos  están  sin  carne,  con  sólo  el  armadu- 
ra délos  huesos  asidos  por  las  coyunturas»  (2). 

Otras  tribus  de  Colombia  hacían  la  misma  cosa  con  los  ca- 
dáveres embalsamados  de  sus  antepasados  (3). 

Los  incas  y los  indios  de  Jauja,  conservaban  las  momias  de 
sus  antepasados,  sacándolas  en  ocasión  de  sus  grandes  cere- 
monias y tributában  los  honores  y veneración  y aún  sacrifi- 
cios humanos. 

Describiendo  los  diferentes  modos  de  entierro  hallados  en 
el  Perú,  Cieza  de  León  habla  de  los  de  Jauja  en  estos  térmi- 
nos: «En  la  provincia  de  Jauja,  que  es  cosa  muy  principal 
en  estos  reinos  del  Perú,  los  meten  los  muertos  en  un  pelle- 
jo de  una  o veja  fresco  (llama),  y con  él  los  cosen,  formándo- 
le por  de  fuera  el  rostro,  narices,  boca  y lo  demás,  y de  esta 
suerte  los  tienen  en  sus  propias  casas,  ya  los  que  son  señores 
y principales  ciertas  veces  en  el  año  los  sacan  sus  hijos  y los 
llevan  a sus  heredades  y cacerías  en  andas  con  grandes  cere- 
monias, y les  ofrecen  sus  sacrificios  de  ovejas  y corderos,  y 
aún  de  niños  y mujeres»  (i). 


(1)  Cronau  Rodolfo. — América  Tomo  III,  p.  211.  Barcelona  1892. 

(2)  Barros  Arana,  Diego. — Historia  General  de  Chile.  Tomo  I.  pág.  90. 
Santiago.  1884. 

(3)  Historia  de  las  Indias. — Ob.  cit.  p.  202. 

(4)  Piedrahita  Dr,  Lucas  Fernández. — Conquista  del  Nuevo  Reino 
de  Granada.  Amberes  1688. 


138 


RICARDO  E.  LATCHAM 


Azara  nos  cuenta  que  los  payaguás  del  Chaco,  enterra- 
ban sus  muertos  parados,  dejando  la  cabeza  fuera  de  la  se- 
pultura y cubriéndola  con  una  olla  de  barro»  (1). 

Entre  las  costumbres  curiosas  relacionadas  con  la  muerte, 
se  puede  incluir  la  de  los  antiguos  chibchas,  de  hacer  res- 
ponsable al  marido  cuando  la  mujer  moría  de  parto  y de 
considerarle  criminal.  Su  suegro  le  quitaba  la  mitad  de  sus 
bienes,  salvo  que  sobrevivía  el  hijo,  caso  que  era  muy  excep- 
cional, entonces  le  dejaban  algo  para  la  crianza  de  la  cria- 
tura. Si  el  hombre  no  tuviera  nada,  los  parientes  de  la  mu- 
fer  difunta  podrían  darle  muerte  (2). 

Entre  estos  mismos  pueblos,  las  largas  y costosas  ceremo- 
nias de  inhumación,  diferían  según  la  zona,  y las  castas: 
en  unos  puntos  se  extraían  las  visceras  para  rellenar  el  cuer- 
po con  objetos  preciosos:  en  otros  se  exponían  los  cadáveres 
en  catafalcos  construidos  en  torno  de  los  templos  para  que 
se  secasen  al  sol;  otros  los  secaban  a fuego  y algunos  los  echa- 
ban al  agua;  pero  estas  operaciones  sólo  se  efectuaban  en  el 
caso  de  personas  de  calidad.  Los  pobres  se  enterraban  en  el 
acto,  en  el  suelo,  con  los  objetos  que  poseían  y encima  de 
la  sepultura  se  plantaba  un  árbol  para  evitar  que  fuese  pro- 
fanada. «Los  cadáveres  de  los  adúlteros  se  corrompían  sin 
entierro,  para  mayor  escarmiento»  (3). 

Los  salivas  y pijaosiarrojaban  sus  muertos  al  río,  después 
de  encerrarlos  en  un  féretro,  llorándolos  primero  con  bailes 
por  tres  días  y sólo  daban  sepultura  a sus  jefes.  En  las  sepul- 
turas de  los  caciques  délos  pijaos  se  lian  encontrado  planos 
de  los  territorios  que  gobernaban,  grabados  en  lajas  de  pie- 
dra (4). 


(1)  La  Crónica  del  Perú. — Ob.  cit.  p.  416.  cap.  LXIII. 

(2)  Azara,  Félix  de. — Geografía  Física  y Esférica  de  las  Provincias  de 
Paraguay.  Anales  del  Museo  Nacional  de  Montevideo  1904.  p.  347. 

(3)  Reclus.  E. — Geographie  Universelle.  Traducción  de  la  parte  referen- 
te a Colombia,  por  Vergara  y Velasco. 

(4)  Geographie  Universelle. — Ob.  cit.  y notas  de  Vergara  y Velasco. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


139 


Los  chikchas  enterraban  a sus  caciques  con  mucho  secre- 
to, probablemente  con  la  idea  de  impedir  la  profanación  de 
la  sepultura,  por  los  ladrones.  «Desde  que  algún  cacique  toma 
la  posesión  de  sus  dominios,  iban  los  jeques  (sacerdotes)  se- 
cretamente a cavar  su  sepultura  en  un  lugar  retirado  y ocul- 
to, del  que  no  llegaba  a tener  conocimiento  ni  aún  aquél  se- 
ñor a quien  estaba  destinada.  Abrían  un  hoyo  profundo  en 
medio  de  los  bosques,  en  las  espesas  sierras  o en  lugares  don- 
de, después  de  enterrar  el  cuerpo  hacían  correr  agua  de  los 

* 

ríos,  o lagunas  para  cubrirla  fosa,  de  manera  que  no  queda- 
se rastro  alguno  que  pudiera  revelar  su  existencia. 

Los  jeques  hacían  secretamente  el  entierro,  y si  alguna 
otra  persona  llegaba  a saber  el  lugar  de  la  sepultura,  y lo 
revelaba,  la  amarraban  a un  palo  y la  flechaban,  y premia- 
ban al  que  le  acertara  más  pronto  al  corazón  o a un  ojo. 

Al  rededor  del  cuerpo  quedaban  las  mucuras  de  chicha  y 
los  bollos  de  maíz.  Cubríanlo  todo  con  una  capa  de  tierra, 
encima  de  la  cual  sepultaban  vivas  tres  o cuatro  de  las 
mujeres  más  queridas  del  cacique.  Echaban  luego  otra  capa 
de  tierra,  y sobre  ella  ponían  los  esclavos  que  mejor  le  ha- 
bían servido.  Finalmente  llenaban  la  superficie  de  tierra  pa- 
ra que  el  odioso  sepulcro  quedara  oculto  (1). 

En  los  dominios  del  hunsa  cuando  fallecía  alguna  perso- 
na noble  o principal  que  no  fuera  cacique,  le  vaciaban  el 
vientre,  secaban  ti  cuerpo  a fuego  lento  sobre  una  barba- 
coa, lo  henchían  de  oro  en  tejuelas  y en  otras  formas,  y de 
esmeraldas,  y lo  envolvían  en  mantas  con  muchas  ligaduras. 
En  este  estado  io  colocaban  sobre  una  especie  de  camas,  gran- 
des, un  poco  altas,  que  tenían  en  uno  de  los  lados  interiores 
de  sus  templos  (2). 

Oviedo,  hablando  de  esta  costumbre  dice:  «E  por  la  dili- 
gencia e manos  de  nuestros  soldados  fueron  después  digestos 


(1)  Geographie  Universelle. — Ob.  cit.  y notas  de  Vergara  y Velasco. 

(2)  Restrepo,  Vicente. — Los  Chibchas  antes  de  la  Conquista  Español^ 
pp.  116-117.  Bogotá.  1895. 


140 


RICARDO  E.  LATCHAM 


é alimpiados  aquellos  estómagos  e vientres  rellenos,  en  que 
se  ovo  mucha  cantidad  d©  oro  e de  esmeraldas,  que  allí  esta- 
ban perdidas  con  el  oro»  (1). 

Los  indios  neutrales  (iroqueses),  cuando  morían  su  grandes 
capitanes  o las  personas  notables  por  su  valor  o talento,  los 
resucitaban  simbólicamente  por  la  sustitución  de  otro  indi- 
viduo parecido  al  difunto  en  edad,  persona  y carácter.  La 
elección  se  hacía  por  todo  el  clán,  reunido  eri  consejo.  Una 
vez  elejido  el  sustituto  todos  los  miembros  déla  tribu  se  reu- 
nían para  presenciar  los  ritos.  El  maestro  de  ceremonias,  que 
era  generalmente  el  shaman,  ba  jaba  la  mano  suavemente  al 
suelo,  y figuraba  el  levantamiento  del  muerto,  representado 
por  el  candidato  elegido  y le  daba  nueva  vida.  El  resucita- 
do quedaba  investido  del  nombre  y dignidades  del  fallecido 
y se  aclamaba  jefe  en  lugar  de  éste  (2). 

Los  quapaues  (sioux)a  menudo  entierran  los  muertos  de 
la  siguiente  manera.  Plantan  en  el  suelo  una  estaca,  a la 
cual  amarran  el  cadáver  en  posición  sentada.  Encima  amon- 
tonan tierra  y piedras  hasta  formar  un  túmulo  (3).  Lossauks 
también  amarran  el  cadáver  a una  estaca  pero  lo  dejan 
abandonado  sin  cubrirlo  de  tierra  (4). 

Los  sekanis  a veces  colocan  sus  muertos,  en  posición  pa- 
rada, en  los  árboles  huecos,  o excavan  algún  tronco  para  que 
sirva  de  ataúd  y lo  dejan  colgado  verticalmente  alas  ramas 
de  un  árbol  (5). 

Hemos  mencionado  la  costumbres  de  algunas  tribus  de 
pintar  los  huesos  de  los  muertos,  y que  el  color  usado  para 
este  objeto  era  casi  siempre  el  rojo.  Entre  muchas  tribus  el 
rojo  es  el  color  sagrado  y se  encuentra  muy  empleado  en 


(1)  Id.  id.  ,id. 

(2)  Brebeuf.  ob.  cit. 

(3)  Kip.  W.  Ingraham  The  Earlv  Jesuit  Missions  in  Xorth  America. 
Álbany  1866. 

(4)  Handbook  of  American  Indians.  ob.  cit,  (Art.  Sauk)  Tomo  II 
p.  479. 

(5)  Morice.  Notes  on  Western  Dénés.  ob.  cit. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


141 


otras  ceremonias  mágicas  o religiosas.  Muchos  de  los  objetos 
sacrificados  en  sus  ritos,  como  plumas,  paños,  etc.  son  de 
este  tinte. 

En  Punta  Pichalo  cerca  de  Pisagua,  se  han  encontrado 
momias  pintadas  de  rojo  y lo  que  es  más  curioso,  los  cuerpos 
llenados  de  tierra  de  ese  color.  Es  verdad  que  en  la  misma 
localidad  se  han  encontrado  cadáveres  de  niños  pintados  de 
otros  colores  (1),  y en  el  Museo  Nacional  de  Santiago  se  en- 
cuentran dos  cráneos  procedentes  de  la  Isla  déla  Mocha,  pin- 
tados de  color  gris  plomo  y los  bordes  de  las  órbitas  de 
negro. 

La  mayor  parte  de  los  indios  ofrecían  sacrificios  a los  seres 
superiores,  dioses  o elementos  de  la  naturaleza,  y muchas 
veces  esos  sacrificios  eran  seres  humanos.  Algunos  pueblos 
sacrificaban  a los  prisioneros  después  de  terminada  una 
guerra. 

En  tiempos  pasados,  los  kansas  arrojaban  los  corazones 
de  los  muertos  en  batalla,  al  fuego,  como  sacrificio  a los  cua- 
tro vientos.  Los  hurones  quemaban  las  visceras  y una  por- 
ción del  cuerpo  de  las  personas  que  morían  ahogadas,  para 
propiciar  el  dios  de  las  nubes,  a quien  suponían  enojado.  Los 
taensas  cuando  uno  de  sus  templos  fue  destruido  por  el  rayo, 
arrojaron  cinco  niños  a las  llamas  a manera  de  sacrificio 
para  ganar  la  voluntad  del  dios  ofendido. 

Los  iroqueses  sacrificaban  a un  niño  recién  nacido,  dispa- 
rando sus  flechas  en  el  cuerpo;  molían  los  huesos  y los  be- 
bían en  agua;  antes  de  partir,  a una  expedición  de  guerra, 
creyendo  que  este  acto  traería  buena  suerte  (2). 

En  otras  partes  como  en  México,  Centro  América,  Colom- 
bia y el  Perú,  los  sacrificios  humanos,  se  hacían  en  enorme 


(1)  Canales  Pedro  P. — Los  Cementerios  Indígenas  en  las  costas  del  Pa- 
cífico. Actas  del  XVIIo  Congreso  Internacional  de  Americanistas.  Buenos 
Aires  1912.  p.  293. 

(2)  Handbook  of  American  Indians.  ob.  cit.  Tomo  II.  pág.  404.  Artículo 
«Sacrifice.» 


142 


RICARDO  E.  LATCHAM 


escala,  sin  hablar  de  las  mujeres  muertas  o enterradas  vivas 
en  las  sepulturas  de  sus  maridos. 

La  cabeza  o el  cráneo  de  los  muertos  ha  sido  considerada 
por  algunas  tribus  como  objeto  de  culto  o de  especial  reve- 
rencia. Asi  lo  hemos  visto  entre  los  payaguas.  Dixon  observó 
que  entre  los  Tlinkit  la  manera  de  disponer  de  sus  muertos 
era  de  separarla  cabeza  del  tronco,  y que  éste  se  colocaba  en 
cajones  soportados  sobre  cuatro  postes,  (como  también  lo 
hacen  los  esquimales  de  Alaska).  La  cabeza  se  conservaba 
separadamente  en  una  caja  esculpida  y adornada  o pintada 
de  varios  colores,  que  se  guardaba  en  un  armazón  colocado 
encima  del  cajón  que  contenía  el  resto  del  cadáver.  A veces 
el  cuerpo  se  quemaba  y solamente  las  cenizas  se  guardaban 
en  el  cajón;  pero  siempre  se  conservaba  intacta  la  cabeza  en 
la  forma  dicha  (1). 

En  las  pequeñas  islas  de  Guañape  y Macabi,  situadas  en  la 
costa  del  Perú,  entre  Chimbóte  y Salaverry,  se  encontraron 
cementerios  muy  antiguos  considerados  sagrados. 

A varias  profundidades  se  hallaron  momias  de  mujeres,  to- 
das sin  cabeza,  que  parecen  haber  sido  víctimas  de  los  sacri- 
ficios. 

El  depósito  de  huano  eh  estas  islas  tenía  en  partes  una  al- 
tura de  730  pies  y se  han  hallado  antigüedades  a más  de  cien 
pies  debajo  de  la  superficie  (2). 

Una  curiosa  costumbre  se  conserva  todavía  entre  los  que- 
chuas de  la  altiplanicie,  de  la  región  comprendida  entre 
Uyuni,  Potosí  y Toropalca.  Estos  indios  han  adoptado  en 
apariencia  las  prácticas  cristianas,  llevan  sus  muertos  ala 
iglesia  y los  enti erran  según  los  ritos  católicos;  pero  a pesar 
de  todo  esto  conservan  la  mayor  parte  de  sus  antiguas  su- 
persticiones y muchas  costumbres  añejas,  algunas  de  las  cua- 
les practican  conjuntamente  con  los  ritos  de  la  iglesia. 

Cada  año,  en  el  día  de  Todos  Santos,  los  parientes  del  di- 


(1)  Dixon. — Voyage  round  the  world  p.  175.  y 181.  London  1789, 

(2)  Marxham  sir  clements.  The  Incas  of  Perú.  p.  118  London  1910. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


143 


fynto  levantan  pequeños  altares  dentro  de  la  iglesia  parro- 
quial, en  los  cuales  colocan  representaciones*  de  los  cráneos  y 
huesos  de  los  muertos,  y pagan  al  cura  para  que  cante  res- 
ponsos (1).  Este  rito  es  evidentemente  un  recuerdo  del  tiem- 
po cuando  hacían  ofrendas  de  verdaderas  cabezas  o cráneos 
a las  ánimas  de  los  muertos. 

Otra  curiosa  manera  de  conservar  los  muertos  se  encontra- 
ba entre  los  alentianoe  del  archipiélago  de  Sitkau. 

Para  los  ricos  o personas  de  importancia  adoptaban  un  pro- 
cedimiento especial.  Se  sacaban  las  visceras  y enseguida  se 
limpiaban  bien  el  cuerpo,  extrayendo  toda  la  grasa  posible 
en  agua  corriente,  se  lo  secaba  bien  y se  lo  envolvía  en  cue- 
ros y esteras  de  esparto,  colocándolo  después  en  una  cueva. 
A veces  se  lo  colocaba  en  postura  natural;  como  si  fuese  ocu- 
pado en  alguna  tarea,  como  la  pesca,  la  caza,  o en  el  caso  de 
mujeres  en  los  quehaceres  domésticos.  Con  ellos  se  coloca- 
ban representaciones  de  los  animales  que  cazaban.  Al  caza- 
dor se  le  vestía  con  su  armadura  de  palo,  con  su  enorme  más- 
cara adornada  de  plumas  con  visceras  de  focas,  mechones  de 
pelo,  etc.,  y con  un  sinnúmero  de  pendientes  de  madera,  pin- 
tados de  diversos  colores.  Todos  los  animales  eran  de  made- 
ra y hasta  las  armas  en  las  manos  de  los  muertos  eran  de  la 
misma  materia  (2). 

Entre  los  iroqueses  y algunas  otras  naciones,  existen  osa- 
rios comunes,  donde  los  huesos  de  los  muertos  son  echados 
periódicamente.  Entre  los  hurones  esta  ocasión  ocurre  cada 
doce  años  y se  celebra  una  gran  fiesta  de  los  muertos  por 
toda  la  tribu  y miembros  de  otras,  especialmente  invitados. 

Todos  los  cadáveres,  sepultados  en  diferentes  partes  del 
territorio  son  cuidadosamente  desenterrados  y llevados  con 
el  mayor  respeto  y veneración  al  punto  donde  se  hace  el  co- 
mún sepulcro. 

La  carne  se  saca  de  los  huesos  y se  arroja  al  fuego  junto 


(1)  Anthropologie  Bolivienne.  ob,  cit.  Tomo  I.  p.  202. 

(2)  Masks  and  Labréis.  ob.  cit.  p.  139-140. 


144 


RICARDO  E.  LATCHAM 


con  la  ropa  y las  esteras  en  que  habían  sido  sepultados  los 
cadáveres.  Después  se  limpian  bien  los  huesos,  éstos  se  en- 
vuelven en  sacos  de  cuero  o en  frazadas  nuevas. 

La  nación  de  los  hurones  era  antes  muy  grande  y a veces 
se  juntaban  centenares  de  cadáveres  u osamentas.  Se  cavaba 
una  enorme  sepultura  dentro  de  la  cual  se  echaban  todos  los 
huesos  y duraban  las  ceremonias  por  varios  días.  En  seguida 
se  llenaba  de  tierra  la  sepultura  y encima  de  ella  se  levan- 
taba un  gran  túmulo  (1). 

Una  costumbre  algo  parecida  existía  entre  las  tribus  que 
habitaban  las  pampas  argentinas  durante  el  siglo  XVIII  y 
probablemente  perduró  hasta  mucho  más  tarde.  Falkner  nos 
da  una  lucida  descripción  de  las  costumbres  mortuorias  de 
estas  tribus,  la  que  reproducimos  aquí  por  estar  relacionada 
con  las  costumbres  de  los  indios  chilenos. 

«La  sepultura  de  sus  muertos,  y la  reverencia  supersticiosa 
que  prestan  a su  memoria,  son  atendidas  con  gran  ceremo- 
nia. Guando  muere  un  indio,  una  de  las  mujeres  más  distin- 
guidas es  elejida  para  convertir  el  cuerpo  en  esqueleto.  Esto 
se  hace,  abriendo  el  cuerpo  y sacando  las  entrañas,  que  se 
queman.  En  seguida  se  quita  la  carne  de  los  huesos,  los  cua- 
les se  dejan  tan  limpios  como  es  posible.  Después  son  sepul- 
tados hasta  que  los  restos  de  carne  se  pudren  completamente, 
o hasta  que  son  removidos  a las  sepulturas  de  sus  antepa- 
sados (lo  debe  hacerse  dentro  del  año;  pero  que  a veces  no 
demora  ni  dos  meses). 

Esta  costumbre  se  observa  estrictamente  entre  los  molu- 
ches (araucanos  argentinos),  los  taluhets  y diuihets  (indios 
pampas);  pero  los  cbechehets  (puelches)  y los  tehuelhets 

(1)  Por  una  descripción  detallada  de  estas  ceremonias  referimos  al  lec- 
tor la  narración  del  Padre  Jean  Brebeuf.  Relatión  des  Jesuites.  ob.  cit. 
1636.  pp.  128  a 139.  Esta  relación  ha  sido  traducida  al  inglés  por  la  seño- 
rita Nora  Tilomas,  y reproducido  como  nota  suplementaria  al  artículo  de 
su  padre  el  Prof.  Cyrus  Thomas,  sobre  «Burial  Mounds  of  the  Northern 
Sections  of  the  United  States:  publicado  en  el  Vo  Annual  Report  of  the 
Bureau  of  Ethnology,  Washington.  1887.  pp.  110  a 119. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


145 


(tehuelches)  o patagones  colocan  en  alto  los  huesos,  sobre 
cañas  o ramadas,  para  secarse  y emblanquecerse  al  solé  in- 
temperie. 

Mientras  dura  la  operación  de  producir  el  esqueleto,  los 
indios  rondan  el  toldo,  cubiertos  de  largas  mantas  de  pieles 
y con  las  caras  teñidas  de  negro;  llevando  en  las  manos  lar- 
gos palos  o lanzas;  cantando  en  tono  lúgubre  y golpeando  el 
suelo  para  espantar  los  valichú  o seres  malignos.  Algunos  van 
a visitar  y a consolar  a la  viuda  o viudas  y los  otros  parien- 
tes del  difunto;  eso  es,  si  existe  la  probabilidad  de  sacar  al- 
gún provecho;  porque  no  se  hace  nada  desinteresadamente. 
Durante  esta  visita  de  condolencia,  lloran,  aúllan  y cantan 
de  la  manera  más  lastimosa;  forzando  lágrimas,  clavándolos 
brazos  y muslos  con  espinas  hasta  que  corra  la  sangre.  Por 
esta  demostración  de  duelo  son  pagados  con  cuentas  de  vi- 
drio, cascabeles  de  latón  y otros  cachibaches  parecidos  que 
son  muy  estimados  entre  ellos.  Los  caballos  del  difunto  son 
también  sacrificados,  para  que  tenga  en  que  andar  en  el 
Alhue  Mapa  o país  de  los  muertos;  reservando  unos  pocos 
solamente;  para  servir  en  las  últimas  pompas  funerales  y 
para  llevar  los  restos  a su  sepulcro  especial. 

La  viuda,  o las  viudas  del  difunto  son  obligadas  a conti- 
nuar el  duelo  y de  ayunar  por  un  año  después  de  la  muerte 
de  su  marido.  Consiste  esto  en  mantenerse  encerradas  en  sus 
toldos  sin  tener  comunicación  con  nadie,  ni  salir  sino  para  las 
absolutas  necesidades  de  la  vida:  en  no  lavarse  la  cara  ni  las 
manos  que  se  tiñen  de  hollin;  en  llevar  trajes  viejos;  en  no 
comer  carne  de  caballo,  de  vaca,  de  avestruz  ni  de  guanaco; 
pero  todo  lo  demás  pueden  comer. 

Durante  el  año  del  duelo,  es  prohibido  que  se  casen,  y si 
durante  este  tiempo  se  descubre  que  una  viuda  haya  tenido 
comunicación  con  un  hombre,  los  parientes  del  marido  di- 
funto matan  a ambos,  salvo  que  pueda  probar  que  ha  sido 
violada.  Pero  no  descubrí  que  estas  condiciones  se  imponían 
a los  viudos. 

Cuando  remueven  los  huesos  de  los  difuntos,  los  empaque- 

COSTUMBRES — 10 


146 


RICARDO  E.  LATCHAM 


tan  en  un  cuero,  y los  colocan  en  uno  de  los  caballos  favori- 
tos del  fallecido,  que  han  guardado  para  este  propósito  y 
que  adornan  de  la  mejor  manera  posible  con  mantas,  plumas 
etc.,  y viajan  de  este  modo,  aunque  sea  una  distancia  de 
trescientas  leguas;  hasta  que  llegan  a su  propio  cementerio 
donde  ofician  la  última  ceremonia. 

Los  moluches,  taiuhets  y diuihets  sepultan  sus  muertos  en 
grandes  pozos  cuadrados  de  unos  dos  metros  de  profundidad. 
Los  huesos  se  juntan  en  su  debida  colocación  respecto  al  es- 
queleto y son  sujetos  por  amarras.  En  seguida  son  vestidos 
con  las  mejores  prendas  y adornos  de  cuentas,  plumas  etc., 
que  son  limpiados  o mudados  una  vez  al  año. 

Son  colocados  en  hilera,  sentados,  con  espada,  lanza,  arco, 
flechas,  bolas,  y cualquier  otra  cosa  poseída  por  el  muerto. 
Los  pozos  se  cubren  con  troncos,  cañas,  o entretejidos  de 
ramas  sobre  los  cuales  echan  la  tierra.  Cada  tribus  elije  una 
vieja  para  cuidar  estas  sepulturas,  y a causa  de  su  ocupación 
es  mirada  con  veneración.  Es  su  deber  abrir  todos  los  años 
estas  tristes  habitaciones,  vestir  y limpiar  los  esqueletos. 
Ademas,  todos  los  años  vacian  sobre  las  tumbas  unos  jarros 
de  la  primera  chicha  que  fabrican  y beben  otros  a la  salud 
de  los  muertos. 

Los  cementerios  generalmente  no  son  muy  alejados  desús 
habitaciones  normales  y colocan  al  contorno  de  los  muertos, 
los  esqueletos  de  sus  caballos  apoyados  por  puntales. 

Los  tehuelhets  o patagones  meridionales,  difieren  en  algu- 
nos respectos  de  los  demás  indios.  Después  de  secarlos  hue- 
sos de  sus  muertos,  los  llevan  a una  gran  distancia  de  sus 
habitaciones,  al  desierto  del  litoral;  y después  de  arreglarlos 
en  la  forma  descrita,  los  colocan  sobre  el  suelo  debajo  de  un 
toldo  o una  ramada  que  levantan  con  esc  fin,  con  los  esque- 
letos de  sus  caballos  ubicados  en  contorno»  (1). 

Falkner  incluye  entre  sus  moluches  los  araucanos  de  Chile; 


(1)  Falkner  Tomas.  A Description  of  Patagonia  and  the  Adjoining 
parts  of  South  America,  p.  p.  118-120.  Hereford  1774. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


147 


pero  aun  cuando  es  casi  seguro  que  eran  del  mismo  estirpe,  es 
probable  que  sus  costumbres  se  habían  modificado  en  algo, 
al  este  de  la  cordillera.  De  todos  modos,  no  sabemos  nada 
sobre  sus  ritos  funerales  durante  el  primer  siglo  después  de 
la  llegada  de  los  españoles  y es  muy  posible  que  cuando  los 
vienen  a describirlos  cronistas  de  los  siglos  XVII  y XVIII, 
se  hallaban  influenciados  por  contactos  extraños.  Los  indios 
de  las  pampas,  como  eran  más  independientes  y alejados  de 
los  centros  españoles,  con  toda  probabilidad  guardarían  sus 
costumbres  antiguas  con  mayor  conserva ntismo. 

Entre  muchas  tribus  era  costumbre  tener  cementerios  fi- 
jos, donde  sepultaban  sus  muertos,  generación  tras  genera- 
ción. Parece  que  cada  familia  tenía  sepulturas  especiales  en 
estos  cementerios,  donde  encerraban  los  muertos  uno  tras 
otro,  hasta  que  el  hacinamiento  de  restos  era  tan  grande  que 
la  tierra  se  llenaba  de  huesos  y éstos  quedaban  esparcidos 
al  contorno  con  cada  nuevo  entierro.  A causa  de  esto  el  es- 
tudio sistemático  del  contenido  de  las  sepulturas  se  hace  muy 
dificultoso,  porque  los  restos  humanos  y los  objetos  enterra- 
dos con  ellos,  pertenecientes  a una  época,  se  revolvían  con 
los  de  las  siguientes,  sin  que  se  pueda  distinguir  los  unos  de 
los  otros  (1). 

La  costumbre  de  sacar  y limpiar  los  huesos  de  los  muer- 
tos, descrita  por  Falkner  tiene  su  réplica  en  Norte  América, 
donde,  como  hemos  visto,  los  santees  los  guardan  en  cajas  y 
los  sacan  para  limpiar  y aceitarlos  todos  los  años. 

Una  manera  común  de  llevarlos  muertos  a la  sepultura, 
entre  aquellas  tribus  que  los  enterraban  en  posición  tendi- 
da érala  practicada  por  les  seminólas.  El  cadáver  se  suspen- 
día de  un  largo  palo,  al  cual  se  sujetaba  por  medio  de  corde- 


(1)  Esto  pasa  en  los  cementerios  de  atacameños  en  Calama  y Pisagua, 
y sólo  un  conocimiento  profundo  de  la  secuencia  de  culturas  en  esas  zo- 
nas, permite  hacer  una  clasificación  de  los  restos  arqueológicos;  por  otra 
parte  muy  abundantes,  hallados  en  ellos.  En  alguna  parte  de  la  región 
calchaquí  sucede  la  misma  cosa. 


148 


RICARDO  E.  LATCHAM 


Ies  o correas  pasados  al  rededor  del  cuello,  cintura,  muslos 
y tobillos  (1). 

Hemos  hecho  mención  de  cómo  los  chiriguanos  quebraban 
el  espinazo  de  los  recién  muertos,  para  evitar  la  vuelta  del 
ánima  al  cuerpo.  Lafone  Quevedo  nos  asegura  que  esta  cos- 
tumbre se  practicaba  en  los  agonizantes  en  la  región  diagui- 
ta,  no  hace  muchos  años. 

«En  aquellos  tiempos  cuando  recién  llegué  al  país,  había 
ciertas  mujeres  que  solían  ser  llamadas  para  ultimar  co- 
mo enfermeras,  a esos  desgraciados  que  prolongaban  dema- 
siado la  agonía  de  la  muerte. 

Los  curas  y autoridades  perseguían  esta  horrenda  costum- 
bre, pero  se  hacía  con  gran  sijilo;  la  del  hecho  no- creía  pe- 
car ni  venialmente,  y muchos  infelices  anticipaban  su  viaje 
a la  eternidad  con  un  movimiento  de  artista  que  les  quebra- 
ba el  espinazo. 

Es  horrible  este  cuadro  pero,  más  tarde,  los  llorones,  a gri- 
tos, hacían  honor  al  muerto  y el  Padre  Nuestro  y otras  ora- 
ciones cantadas  antifónicamente,  reproducían  ceremonias  del 
tiempo  de  la  idolatría,  vestidas  con  algo  de  los  símbolos  del 
cristianismo  que  ponía  remedio  al  mal»  (2). 

Otro  cuadro  bárbaro  que  encierra  algunas  de  las  costum- 
bres que  ya  hemos  anotado,  nos  da  un  testigo  ocular,  que 
lo  presenció  entre  los  indios  chinooks,  de  la  boca  del  Río  Co- 
lombia. t 

«Acabo  de  volver  de  una  visita  al  país  de  los  chinooks, 
donde  presencié  una  ceremonia  horrorosa,  la  de  sepultarlos 
vivos  con  los  muertos.  Uno  de  los  caciques  perdió  a su  hija, 
mujer  de  buena  presencia  que  tenía  unos  veinte  años.  La  en- 
volvieron en  una  estera  de  juncos,  junto  con  todos  sus  ador- 
nos personales  y la  colocaron  en  una  canoa.  El  padre  hizo 
atarde  pies  y manos  a un  esclavo  indio  y le  amarraron  al 
cadáver,  envolviendo  los  dos  en  otra  estera,  dejando  sólo  la 

(1)  The  Seminóla  Indiaus,  ob.  cit.  p.  522. 

(2)  Lafone  Quevedo,  Samuel.— Londres  y Catamarca,  p.  124.  Buenos 
Aires  1888. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


119 


cabeza  del  vivo  afuera.  Los  indios  cargaron  la  canoa  usada 
como  ataúd  y la  llevaron  a la  cúspide  de  un  alto  farellón  y 
allí  la  abandonaron.  Acostumbran  dejar  en  esta  condición 
durante  tres  días  a!  esclavo  que  sacrificaban  y entonces  si  no 
había  muerto,  otro  esclavo  lo  estrangulaba  por  medio  de  un 
cordel.  También  mataban  el  caballo  favorito  del  difunto  y 
le  enterraban  a la  cabeza  de  la  canoa»  (1). 

Otras  tribus  del  Oregón  tenían  prácticas  parecidas.  Algu- 
nas de  las  supersticiones  de  los  indios  conducen  a la  adop- 
ción de  curiosas  costumbres.  Muchas  son  las  tribus  que  creen 
que  cualquier  daño  causado  al  cadáver  o a la  osamenta,  se- 
gún el  caso,  lo  siente  el  ánima  en  igual  grado.  Hemos  visto 
que  los  moluches  tapaban  la  sepultura  primero  con  ramas 
que  no  descansaban  sobre  los  huesos  del  muerto,  sino  sobre 
el  borde  de  la  sepultura,  apilando  la  tierra  sobre  esta  especie 
de  techo.  Este  procedimiento  fué  adoptado  por  numerosos 
pueblos.  En  las  sepulturas  de  las  costas  peruanas  es  un  fac- 
tor casi  constante.  Los  caribes  de  Venezuela  cuando  sepulta- 
ban sus  muertos,  cruzaban  tablones  sobre  la  boca  déla  fosa 
antes  de  echar  la  tierra  (2). 

En  las  Antillas  existía  la  misma  preocupación.  La  mujeres 
fueron  encargadas  de  la  sepultura  desús  maridos.  Se  coloca- 
ba el  cadáver  sobre  una  especie  de  banca  en  el  fondo  del  se- 
pulcro y se  sujetaban  los  costados  de  éste  por  medio  de 
puntales  para  que  no  se  derrumbasen,  y tapaban  la  boca  de 
la  fosa  con  gruesas  ramas,  sobre  las  cuales  amontonaban  la 
tierra  (3). 

La  misma  superstición  fué  observada  por  Parry  entre  los 


(1)  Sohoolcraft,  Henry  R. — Information  respeeting  the  History,  con- 
dition,  and  Prospects  of  the  Indian  Tribes  of  the  United  States.  5 tomos. 
Philadelpia  3/f.  Tomo  II.  p.  79. 

(2)  Ballet,  J. — Les  cara'ibes.  Congrés  International  des  Americanistes 
Compte-rendu  de  la  1.a  Session.  Nancy  1875.  Tomo  I,  p.  438. 

(3)  Corhilliac  J.  J.  J. — Anthro’pqlogie  des  Antilles  Congrés  Internatio- 
nal des  Americanistes.  Compte-rendu  de  la  1.a  Session.  Nancy  1875.  Tomo 
TI,  p.  1(50. 


150  RICARDO  E.  LATCHAM 


esquimales.  Creían  que  todo  peso  que  caigaba  sobre  el  ca- 
dáver podría  causarle  una  sensación  dolorosa.  En  otro  país 
más  favorecidos  esta  creencia  habría  conducido  a la  construc- 
ción de  una  bóveda  (en  la  forma  que  hemos  observado  en 
otras  partes);  pero  entre  las  tribus  polares  solo  resultó  en  que 
la  capa  de  tierra  echada  encima  de  los  muertos,  fuera  muy 
delgada  y fué  causa  de  que  las  sepulturas  fuesen  a menudo 
abiertas  por  los  perros,  zorros,  lobos,  etc.  (1). 

Esta  idea  fué,  posiblemente,  una  de  las  razones  porque 
muchas  tribus,  especialmente  en  aquellos  territorios  donde 
predominaban  los  grandes  llanos,  no  adoptaron  la  costum- 
bre de  enterrar  los  muertos,  dejándolos  expuestos  en  cata- 
falcos o ramadas. 

Entre  las  maneras  curiosas  de  disponer  de  los  muertos, 
podemos  citar  una  empleada  en  el  condado  de  Sha  en  el  esta- 
do de  Arkansas.  Robert  H.  Poynter  describe  asila  sepulta- 
ción de  un  indio  que  presenció  en  1834:  «La  casa  en  que 
vivía  la  familia  era  construía  de  palos  redondos  y estucada 
de  barro.  En  el  centro  de  la  choza  se  enterró  el  extremo  de 
un  tablón  hasta  una  profundidad  de  un  metro,  y el  viejo  fué 
amarrado  a éste,  por  medio  de  correas,  en  postura  sentada, 
con  la  barba  entre  las  rodillas  y las  manos  cruzadas  y ata- 
das a las  piernas.  El  cadáver  se  cubrió  de  barro  que  fué 
amoldado  en  forma  de  túmulo,  con  la  superficie  lisa.  Se  hizo 
un  gran  fuego  encima,  el  que  se  mantuvo  hasta  que  el  barro 
se  coció.  Seis  meses  después  la  familia  mudó  a otra  parte  y 
se  abrió  la  sepultura  encontrándose  el  cadáver  en  buen  es- 
tado (2). 

Otro  ejemplo  de  esta  costumbre  nos  da  Yarrow.  Dice  que 
en  la  vecindad  de  Tillmore  (Utah)  se  excavó  un  mound  que 
presentó  un  caso  admirable  de  una  habitación  convertida  en 
sepulcro.  Es  probable  que  el  dueño  de  la  casa  murió  en  ella 


(lj  Citado  por  Sir  John  Lübbock,  Prehistoric  Man. 

(2)  Citado  por  Cyrus  Thomas,  Report  oh  the  Mound  Explorations  of 
the  Bureau  of  Ethnologv.  Washington  1894.  p.  678. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


151 


y que  fué  abandonada  por  la  familia.  La  casa  era  construi- 
da de  adobes  y antes  de  formar  el  mound  se  quitó  el  techo. 
El  cadáver  se  colocó  en  el  suelo  y se  cubrió  de  una  pasta  de 
arcilla  humedecida;  sobre  la  cual  se  colocaron  las  ofrendas 
mortuorias,  armas,  utensilios  y alimento.  Se  apiló  encima 
de  todo,  ramas  y leña  las  que  fueron  encendidas,  de  manera 
que  la  arcilla  se  coció  y muchos  de  los  objetos  quedaron  car- 
bonizados. Después  se  cubrió  de  tierra  toda  la  estructura, 
para  formar  el  mound  o túmulo  (1). 

Algunas  tribus  celebran  periódicamente  Fiestas  de  los 
Muertos t grandes  ceremonias  a las  cuales  no  solamente  acu- 
den los  vivos,  sino  según  sus  supersticiones,  también  las  áni- 
mas de  sus  antepasados.  Esta  costumbre  existe  entre  los 
sias.  Los  muertos  tienen  cuerpos  idénticos  a los  que  tenían 
cuando  vivos,  son  invisibles  para  los  vivos,  pero  no  para 
los  otros  espíritus,  quienes  reconocen  a sus  parientes  y 
amigos.  Pocos  llegan  a la  fiesta  durante  el  día,  pero  duran- 
te la  noche  llegan  en  grandes  números.  Solo  quedan  una  no- 
che y se  van  antes  del  amanecer.  Los  maridos  no  duermen 
con  sus  mujeres  porque  creen  que  si  lo  hicieran  sufrirían  los 
vivo  s. 

La  luna  es  el  padre  de  los  muertos  y el  sol  el  de  los  vivos. 
Mientras  viaja  el  sol  descansan  los  muertos  porque  entonces 
no  ven  nada;  y es  solo  cuando  él  se  acuesta  que  los  espíritus 
trabajan  y andan  en  la  tierra  para  visitar  sus  antiguos  ho- 
gares. 

Al  sepultar  los  muertos,  estos  indios  hacen  tajos  en  las 
prendas  de  vestir,  para  permitir  que  salga  su  alma  (2). 

Los  oinahas  creen  que  cuando  el  rayo  mata  a una  persona, 
ésta  debe  sepultarse  boca  abajo  y partirse  las  plantas  de  los 

(1)  Citado  por  Powell  en  la  introducción  del  «6th  Annual  Report  of  the 
Bureau  of  Ethnology.  Las  obras  del  Dr.  Yarrow  sobre  las  costumbres  mor- 
tuorias de  los  indios,  me  habrían  sido  de  la  mayor  utilidad,  pero  desgracia- 
damente no  las  he  podido  consultar,  por  estar  agotadas  y porque  no  existen 
en  ninguna  de  las  bibliotecas  de  Santiago. 

(2)  The  Sia.  ob.  cit,  p.  144-145. 


152 


RICARDO  E.  LATCHAM 


pies.  Cuando  esto  se  hace  sale  el  espíritu  y va  directamente 
a la  tierra  de  los  muertos,  sin  molestar  más  a los  vivos-  Creen 
también  que  los  antecesores  de  los  indios  son  los  animales  de 
que  han  tomado  su  tótem  o nombre,  y que  al  morirse,  van 
a juntarse  con  ellos  (1). 

Los  dakotas  se  oponen  a retratarse  porque  creen  que  el 
ánima  o espíritu  puede  quedarse  en  el  retrato  después  déla 
muerte  del  individuo,  en  vez  de  ir  al  país  de  los  muertos. 
También  creen  que  otra  de  las  ánimas,  (cada  persona  tiene 
cuatro),  la  sombra,  reside  en  el  cabello.  Los  padres,  a veces 
cortan  un  cadejo  de  la  frente  del  difunto  y lo  guardan  por 
algún  tiempo  cuando  quieren  que  conserve  su  lugar  en  el 
seno  déla  familia.  Hasta  que  se  entierra  el  cadejo,  no  puede 
alejarse  la  sombra  (2). 

Los  mismos  indios  tienen  muchas  otras  supersticiones  res- 
pecto de  las  ánimas.  Antes  de  la  muerte  de  un  individuo, 
el  toldo  es  rodeado  por  los  espíritus  de  sus  parientes  muer- 
tos, quienes  son  visibles  al  moribundo. 

Si  un  ánima  llama  a una  persona  querida  y esta  contesta, 
morirá  dentro  de  poco  tiempo.  Si  se  siente  llorar  fuera  del 
toldo  es  señal  que  alguno,  de  sus  ocupantes  morirá  luego.  Si, 
durante  una  fiesta  fúnebre,  alguien  come  antes  de  que  se 
haya  apartado  la  porción  que  corresponde  al  ánima,  todos 
los  espíritus  se  enojan  y le  castigan.  La  comida  caerá  al 
suelo  cuando  está  comiendo,  derramará  el  líquido  que  quiere 
beber,  o se  cortará  la  boca  con  su  cuchillo  (3). 

Los  zuñís  creen  que  la  tierra  es  regada  por  las  ánimas  de 
sus  muertos,  quienes  son  controlados  por  un  consejo  que  se 
compone  de  los  dioses  abuelos.  Las  ánimas  recojen  el  agua 
en  jarros  y calabazas  de  las  seis  grandes  fuentes  del  mundo, 
y pasan  entre  cielo  y tierra  protegidas  por  máscaras,  que  son 
las  nubes.  De  aquí  nace  la  costumbre  de  taparla  cara  de 


(1) .  A study  of  Sionan  0ults.  ob.  cit.  p.  420. 

(2) .  Id.  id,  id.  p.  484. 

(3) .  A study  of  Sionan  Cnlts.  ob.  cit.  pp.  486-489. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


153 


los  muertos  con  máscaras  de  algodón  crudo,  simbólicas  de 
las  nubes  (1).  Creen  que  si  incineraban  los  cadáveres,  no  ha- 
bría lluvia. 

Los  niños  que  se  sepultan  sin  haberse  perforado  las  orejas 
no  pueden  ayudar  a regarla  tierra,  y llevan  canastos  de  sa- 
pos y renacuajos  en  la  cabeza,  que  dejan  caer  a la  tierra 
mientras  las  ánimas  de  los  adultos  están  produciendo  la  llu- 
via; estos  niños  no  llevan  en  las  orejas  zarcillos  de  turque- 
sas como  los  demás,  sino  sapos.  Esto  se  considera  una  des- 
gracia y a los  que  no  las  tenían  perforadas  antes,  las  perfo- 
ran al  enterrarlos  (2). 

Los  pimas  creen  que  los  pobres  que  mueren  sin  tener  nada 
que  echar  a la  sepultura,  andan  vagando  en  el  espacio  hasta 
que  alguna  persona  caritativa  deja  algún  óbolo  en  su 
tumba  (3). 

La  razón  que  da  los  tlinglits  para  quemar  sus  muertos  es 
que  el  difunto  pueda  encontrarse  cerca  del  fuego  en  la  Gran 
Casa  de  los  Muertos.  Si  no  se  cremaba  tendría  que  quedarse 
alejado  del  fuego  tiritando  de  frío  (4). 

Los  esquimales  creen  que  las  almas  de  los  hombres  quedan 
con  los  cuerpos  hasta  el  quinto  día;  pero  las  de  las  mujeres 
solo  hasta  el  cuarto  día.  Dicen  que  encierran  los  cuerpos  en 
cajas  para  impedir  que  anden  vagando  las  ánimas,  como 
antes  solían  hacer,  causando  espanto  a los  vivos. 

El  primer  niño  que  nace  en  una  aldea  después  de  la  muerte 
de  uno  de  los  habitantes,  recibe  el  nombre  de  éste  y lo  re- 
presenta en  las  fiestas  que  después  se  dan  en  su  honor.  Si  no 
nace  ningún  niño,  uno  de  los  que  ayudó  a preparar  la  sepul- 
tura recibe  el  nombre  del  difunto  y abandona  el  suyó 
propio. 

Si  muere  una  persona  y no  hay  nadie  que  le  haga  una 


(1) .  Tusayan  Katchinas.  ob.  cit.  p.  312. 

(2) .  The  Zuñí  Indians.  ob.  cit.  p.  305. 

(3) .  The  Pima  Tndians.  ob.  cit.  p.  195. 

(4) .  The  Tlingit  Indians.  ob,  cit.  p.  430. 


154 


RICARDO  E.  LATCHAM 


fiesta  o que  adopte  su  nombre,  creen  que  queda  olvidado,  su 
espíritu  no  puede  asistir  nunca  a las  fiestas,  y permanece 
pobre  y sin  amigos  en  la  tierra  délas  ánimas. 

Los  esquimales  guardan  los  orines  en  baldes  para  sus  ba- 
ños y para  curtir  sus  cueros.  Nelson  nos  cuenta,  que  cuando 
muere  un  shaman  (médico  o machi)  todos  los  hombres  déla 
aldea  toman  su  tina  y derrama  un  poco  de  la  orina  al  suelo 
delante  de  la  puerta  de  su  choza;  diciendo,  «esta  es  nuestra 
agua;  ¡beba!».  Creen  que  el  ánima,  si  volviere  durante  la  no- 
che, probarían  el  agua  y hallándola  mala  se  iría.  Le  segunda 
noche  se  introducía  la  tina  que  contenía  los  orines  a todos 
los  rincones  de  la  choza,  para  correr  el  ánima.  El  tercer  día, 
en  ayuna,  todos  los  de  la  aldea,  hombres,  mujeres  y niños, 
se  bañaban  en  orines,  que  los  limpiaban  del  contagio  y,  les 
consevaban  contra  toda  influencia  ordinaria  del  ánima  (1). 

El  aya  huasca,  o soga  do  la  muerte,  es  un  bejuco  que  los 
indios  ticunas  beben  en  infusión  y que  les  procura  los  ma- 
yores deleites  que  son  capaces  de  experimentar.  Los  efectos 
del  bejuco  son  maravillosos.  El  indio  lo  bebe  cada  vez  que 
quiere  conversar  con  los  muertos  o con  los  ausentes.  Produce 
un  efecto  parecido  al  que  se  siente  tomando  el  hashish  de  los 
árabes. 

El  indio  predispuesto  a ver  visiones  y de  considerar  reales 
y verdaderas  todas  las  fantasías  conjuradas  por  su  imagina- 
ción sobreexitada  recurre  a este  medio  para  ponerse  en  co- 
municación con  todos  aquellos  seres  que  se  le  presentan 
mientras  esté  en  ese  estado  (2). 

Los  choctaws  conservaban  una  curiosa  costumbre  rela- 
cionada con  el  duelo.  El  período  que  duraba  esto,  variaba 
según  la  categoría  del  difunto. 

Cuando  una  persona  deseaba  descontinuar  el  duelo,  plan- 
taba en  el  suelo,  de  manera  que  formaban  un  triángulo, 
tres  palos,  cada  uno  de  varios  pies  de  largo,  unidos  en  su 

(1) .  The  Estimo  about  Bering  Strait.  ob.  cit.  pp.  311-314. 

(2) .  Lobo  Toledo,  Julio.  La  Región  Amazónica:  Memorias  de  un  viajero 
«El  Mercurio»  de  Santiago.  Lunes  16  de  mayo  de  1910. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


155 


parte  superior  por  un  pedazo  de  tela  o cinta  de  color  resal- 
tante. Este  objeto  se  colocaba  cerca  de  la  entrada  del  toldo 
e indicaba  que  el  dueño  quería  abandonar  el  luto. 

Durante  los  tres  días  siguientes  los  deudos  lloraban  con 
llanto,  tres  veces  al  día;  al  amanecer,  a medio  día  y a la 
puesta  del  sol.  Mientras  lamentaban  se  envolvían  la  cabeza 
en  sus  frazadas,  sentados  o arrodillados  en  el  suelo.  Duran- 
te estos  tres  días  se  reunían  los  amigos  y principiaban  una 
fiesta  con  bailes  y banquetes  que  duraban  por  otro  día  más. 
Entonces  se  declaraba  suspendido  el  duelo  (1). 

Es  curioso  notar  que  entre  los  pueblos  primitivos  se  prin- 
cipia y termina  el  duelo  con  ceremonias  que  casi  siempre 
tienen  por  parte  principal,  fiestas  i banquetes,  a los  cuales 
se  supone  asistan,  halagadas,  las  ánimas  de  los  muertos. 
Estos  banquetes  se  continúan  aun  entre  algunos  pueblos 
más  civilizados,  si  es  verdad,  que  muchas  de  las  supersticio- 
nes relacionadas  con  ellos  han  desaparecido. 

De  la  manera  como  sobreviven  las  antiguas  costumbres  y 
supersticiones,  aun  cuando  el  pueblo  que  las  practican  ha 
progresado  en  otros  sentidos,  tenemos  un  ejemplo  en  los  fu- 
nerales de  los  indios  de  la  Puna  de  Atacama,  que  en  nombre 
son  cristianos  y practican  los  ritos  de  la  Iglesia  Católica.  Sin 
embargo,  no  se  han  desprendido  de  sus  antiguas  ceremonias, 
muchas  de  las  cuales  se  encuentran  entremezcladas  con  el 
ritual  del  cristianismo.  Esto  se  ve  especialmente  en  sus  en- 
tierros. Después  de  las  ceremonias  de  la  iglesia,  el  cadáver 
es  llevado  otra  vez  a la  casa,  donde  permanece  el  tiempo 
necesario  para  cavar  la  sepultura,  operación  que  cumplen 
cuatro  amigos  de  la  familia;  quiénes  lo  mismo  que  los  cam- 
panilleros,  que  tocan  las  campanas  de  la  iglesia  todo  el  día, 
reciben  razones  especiales  de  coca  y de  chicha.  La  fosa  debe 
ser  exactamente  del  largo  necesario;  si  es  demasiado  largo 
vuelve  el  muerto.  Terminada  la  excavación  de  la  sepultura, 


(I)  The  choctaw  of  Bayou  Lacomb.  ob.  eit.  pág.  27. 


156 


RICARDO  E.  LATCHAM 


se  revuelve  unos  puñados  de  coca  con  la  tierra  sacada,  en  el 
interior  de  la  tumba.  Todas  las  personas  presentes  desparra- 
man hojas  de  coca,  como  igualmente  sobre  el  cadáver,  depo- 
sitado sobre  el  fondo,  sin  ataúd  y envuelto  sencillamente  en 
un  tejido  gris,  llamado  barchila , fabricado  especialmente 
para  la  ocasión. 

E)  muerto  lleva  sus  usutas  (ojotas),  pero  se  coloca  la  ojota 
derecha  sobre  el  pie  izquierdo  y vice-versa.  Se  baja  el  cadá- 
ver a la  fosa  por  medio  de  cordeles  de  lana  negro,  y se  des- 
parrama sobre  él  más  hojas  de  coca;  operación  se  continúa 
mientras  se  rellena  la  sepultura,  para  mezclar  bien  la  tierra 
con  dichas  hojas. 

Cuando  queda  relleno  el  sepulcro,  todas  las  personas  sacan 
con  el  dedo,  el  acullico  o mascada  de  coca,  que  tiene  en  la 
boca  y lo  arrojan  sobre  la  tumba,  arrodillándose  en  seguida 
para  recitar  sus  oraciones.  Se  planta  una  cruz  sobre  la  sepul- 
tura y después  de  algunos  otros  ritos  paganos,  se  retiran  los 
deudos  para  terminar  la  ceremonia  con  una  gran  borrache- 
ra (1 ). 

Supervivencias  de  esta  naturaleza  son  muy  comunes  y las 
observamos  en  muchas  de  las  costumbres  ordinarias  de  la 
vida,  sin  que  se  nos  ocurre  muchas  veces  que  pueden  tener 
un  origen  lejano,  basado  en  ideas  muy  diferentes  a las  pro- 
fesadas hoy  dia. 

Por  ejemplo:  el  temor  o la  desinclinación  de  pronunciar  el 
nombre  del  difunto,  empleando  cualquier  otro  término  indi- 
recto; subsiste  aun  en  la  forma,  y hablamos  del  finado , cuan- 
do la  razón  de  éste  se  ha  olvidado. 

Una  ceremonia  que  incluye  muchos  de  los  antiguos  ritos 
practicados  en  los  entierros  de  niños,  sobrevive  en  los  velo- 
rios de  angelitos , todavía  comunes  en  el  pueblo  bajo  de  mu- 
chas naciones  que  se  jactan  de  cultas. 

Si  examinamos  una  por  únalas  supersticiones  y costumbres 


(1)  Antiquités  de  la  región  Andino,  ob.  cit.  pp.  517-18.  Tomo  II. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


157 


populares  de  los  diversos  pueblos,  por  más  civilizados  que 
sean,  encontramos  en  todas  un  substratum  de  las  antiguas 
creencias  animísticas  que  se  nos  parecen  ridiculas  hoy;  sin 
embargo,  en  un  tiempo,  tenían  un  real  significado  y desper- 
taban serias  preocupaciones  por  parte  de  aquéllos  que  vivían 
en  constante  temor  y recelo  de  los  seres  invisibles  que  po- 
blaban esta  tierra  y la  otra. 


■ 


CAPITULO  VIH- 


MANERA  DE  ENVOLVER  LOS  CADÁVERES 

Observaciones. — Los  esquimales. — Mortajas  de  pieles. — -La  Fiesta  de  los 
Muertos  entre  los  iroqueses, — Mortajas  de  corteza  de  árboles,  de  esteras 
y tejidos  de  lana. — Telas  de  algodón. — Costumbres  de  diferentes  tribus. 
— Los  sias. — Los  pimas  y zuñis, — Los  chichimecas  y otras  tribus  mexi- 
canas.—Los  mayas.— Los  caribes.— Las  momias  del  Perú.— La  prepara- 
ción de  las  momias,  según  Barrera, — Momias  en  Pisagua  y Tacna. — Los 
calchaquíes. — Las  tribus  del  Chaco.— Los  bororos.— Los  tehuelches. — 
Los  fueguinos. 

La  mayor  parte  de  los  pueblos  inhuman  o sepultan  el 
cadáver  de  sus  difuntos.  Algunos  como  hemos  visto,  los 
abandonan  y otros  los  incineran;  pero  forman  la  minoría. 
Aún  los  que  descarnan  los  huesos,  o que  los  exponen  en  ca- 
tafalcos, suelen  darles  sepultura  después,  y tienen  mucho 
cuidado  en  tratarlos  con  respeto  y veneración. 

Los  cadáveres  o los  restos  esqueletales  son  generalmente 
envueltos  con  esmero,  y muchas  veces  con  un  lujo  de  deta- 
lle. Son  muy  variadas  las  maneras  de  preparar  los  envoltorios 
y no  menos  diversos  los  materiales  empleados,  pero  casi 
siempre  son  los  mejores  que  la  economía  doméstica  del  indio 


160 


RICARDO  E.  LATCHAM 


permite.  Algunas  tribus  emplean  pieles,  otras  esteras,  cor- 
teza de  árboles,  tejidos  groseros  o finos  según  el  casó,  fraza- 
das, prendas  de  vestir,  etc.  Los  atados  o envoltorios  comun- 
mente encierran  además  del  cadáver  las  joyas  o adornos 
personales  del  difunto,  ofrendas  mortuorias  dejadas  en  re- 
cuerdo, o para  ganar  la  buena  voluntad  del  ánima  que 
parte. 

Un  estudio  de  los  diferentes  envoltorios  nos  da  una  bue- 
na idea,  no  sólo  del  estado  mental  de  los  pueblos  que  las 
usaban,  sino  también  de  su  condición  cultural  y del  estado 
de  sus  industrias  en  general.  Así  quedan  beneficiadas  tanto 
lo  arqueología  como  la  etnología. 

Principiando  por  el  norte  del  continente,  encontramos  a 
los  esquimales  con  una  cultura  bastante  primitiva,  a causa 
de  que  el  país  que  habitan  no  se  presta  a otra  más  desarro- 
llada. Sin  embargo,  dentro  de  sus  limitadas  industrias,  han 
adquirido  una  destreza  manual  y una  variedad  de  produc- 
tos, rara  veces  igualadas  por  otros  pueblos  en  semejante 
situación . 

Sus  prendas  de  vestir  son  hechas  casi  exclusivamente  de 
pieles.  No  es  de  extrañarse  entonces,  que  emplean  idénticos 
materiales  para  envolver  a sus  muertos.  El  modo  más 
común  de  preparar  el  cadáver  para  el  entierro  es  de  vestirlo 
con  el  mejor  traje  que  posee.  Esto  por  razones  que  hemos 
expuesto,  se  hace  con  frecuencia  antes  que  muera  el  enfer- 
mo. En  seguida  se  le  envuelve  en  pieles  que  son  cosidas  o 
amarradas  hasta  formar  un  paquete.  Muchas  veces  las  pier- 
nas son  dobladas  de  tal  manera  que  los  talones  quedan 
juntos  a la  cintura.  Sin  embargo,  la  costumbre  varía  de  una 
localidad  a otra.  Entre  los  unalits  de  la  vecindad  del  estre- 
cho de  Behring,  se  viste  al  cadáver  en  un  traje  que  no  ha 
•sido  usado  jamás,  y se  lo  coloca  en  postura  sentada,  con  la 
barba  entre  las  rodillas  y los  brazos  cruzados  sobre  el  abdo- 
men. En  seguida  se  le  envuelve  en  cueros,  o er.  esteras  de 
esparto,  qup  son  atados  con  sogas. 

En  vez  de  enterrarlos,  estas  atados  fúnebres  son  coloca- 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


161 


dos  en  cajones  cuadrangulares  elevados  sobre  el  suelo  en 
postes. 

Los  utensilios  y otras  posesiones  del  muerto  se  colocan 
en  el  mismo  cajón  o en  el  suelo  al  lado,  o en  el  caso  excep- 
cional de  un  entierro,  dentro  y encima  de  la  tumba. 

Las  mismas  costumbres  son  practicadas  por  todas  aque- 
llas tribus  que  habitan  las  regiones  polares  o semi-polares, 
donde  las  pieles  forman  el  principal  material  para  sus  tra- 
jes; como  igualmente  entre  las  del  extremo  sur  del  continen- 
te, como  los  fueguinos  y patagones  y entre  las  cuya  ocupa- 
ción principal  es  la  caza  y que  aún  no  saber  tejer,  como  al- 
gunas tribus  del  Chaco  y las  del  interior  del  Brasil. 

Los  yahganes  envuelven  el  cadáver  en  viejos  pellejos  de 
nutria  y lo  sepultan  en  los  montones  de  conchas  delante  de 
la  puerta  de  la  choza  (1),  los  alacalufes  usaban  la  misma 
clase  de  envoltorio,  pero  depositaban  los  muertos  en  caver- 
nas o en  los  abrigos  de  las  rocas. 

Algunos  de  los  aleut.ianos  momificaban  el  cadáver  des- 
pués de  extraer  las  visceras  e intestinos,  y en  seguida  los  ves- 
tían con  sus  mejores  prendas,  colocándolo  en  las  grutas  mor- 
tuorias, en  posición  natural  como  si  fuese  ocupado  en  las 
tareas  de  la  vida;  o bien,  lo  envolvían  en  cueros  o pieles  a 
la  usanza  de  los  esquimales. 

La  costumbres  de  amortajar  a los  muertos  en  pieles  era 
probablemente  la  más  generalizada  en  ambas  Américas;  por- 
que la  vemos  empleada  tanto  en  los  bosques  como  en  llanu- 
ras, sobre  una  enorme  extensión  de  norte  y sud  América; 
en  donde  la  mayor  parte  de  las  tribus  eran  cazadoras. 

El  algunas  partes  había  árboles,  cuya  corteza  era  fácil 
sacar  en  grandes  planchas  que  tenían  una  flexibilidad  rela- 
tiva. En  dichos  lugares  se  valía  con  frecuencia  de  este  mate- 
rial para  formar  ataúdes;  pero  generalmente  envolvían  al 
muerto  en  sus  frazadas  o abrigos  de  pieles,  antes  de  ente- 
rrarlo con  esta  cobertura. 

(I)HyadesP.  et  Deniker  J.— Mission  Scientifique  de  Cap.  Hórn. 
1882-3.  Tomo  VIII.  p.  379.  Anthropoiogie  Ethnographie,  París  1891. 

COSTUMBRES. — 1 1 


162 


RICARDO  E.  LATCHAM 


Algunos  indios,  como  ciertas  tribus  de  las  familias  iroquesa 
y sioux;  practicaban  dos  y hasta  tres  sepulturas  sucesivas. 
Primero,  exponían  los  cadáveres  en  catafalcos  o ramadas, 
hasta  que  se  descarnaban  los  huesos,  o bien  se  desecaban  los 
cuerpos,  para  luego  enterrarlos.  Pero  esto  no  fué  su  último 
destino;  sino  una  sepultura  provisoria,  hasta  la  próxima 
Fiesta  délos  Muertos  o enterratorio  comunal  de  todos  los  que 
habían  muerto  en  el  seno  de  la  tribu  después  de  la  última 
celebración. 

Dichas  fiestas  se  practicaban  periódicamente,  a intervalos 
que  variaban  entre  diez  y treinta  años. 

Hemos  referido  la  descripción  que  da  el  Padre  Brebeuf  de 
esta  ceremonia  entre  los  hurones.  En  un  librito  anónimo, 
escrito  en  francés  y traducido  al  español  (1)  encontramos  la 
siguiente  narración  de  la  misma  costumbre;  entre  los  nado- 
wessinas,  otra  tribu  de  los  indios  iroqueses: 

«Cuando  cayó  la  hoja  de  los  árboles  se  prepararon  mis  her- 
manos a la  gran  función  de  los  muertos, que  celebraban  cada 
treinta  años  para  transportar  los  huesos  de  sus  padres  a la 
gran  caverna,  situado  alas  orillas  del  río.  Un  héroe  pregonó 
por  orden  del  consejo  que  había  llegado  el  día:  a su  voz  re- 

(1)  Este  libro  tiene  por  título:  Oderay,  usos,  trajes,  ritos,  costumbres  y le- 
yes de  los  habitantes  déla  América  Septentrional.  Traducidas  de  1 francés  e 
ilustradas  con  varias  notas  críticas,  históricas  y geográficas,  por  don  Gas- 
par Zavala  y Zamora.  Madrid  1804. 

Refiere  la  narración  de  un  joven  francés,  cautivado  por  los  indios  y adop- 
tado por  ellos  en  la  tribu,  pero  oculta  su  verdadero  nombre.  Como  la  tra- 
ducción no  lleva  ni  prólogo  ni  prefacio,  nada  sabemos  respecto  de  su  publi- 
cación origina],  pero  sospechamos  que  puede  ser  la  traducción  de  un  ma- 
nuscrito, escrito  en  francés  pero  que  solo  se  publicó  en  ese  idioma  en  1864, 
editado  por  el  padre  J.  Tailhan.  En  tal  caso  el  autor  sería  Nicolás  Perrot, 
y la  edición  francesa  lleva  el  siguiente  título:  Mémoire  sur  les  meours,  cons- 
tumes,  et  religión  des  sauvagos  de  l’Amérique  Septentrionale,  par  Nico- 
lás Perrot;  publie  pour  la  premiére  fois  par  le  R.  P.  J.  Tailhan,  Leipzig  et 
París,  1864. 

Desgraciadamente”no  hemos  podido  cotejar  las  dos  ediciones  y conoce 
mos  personalmente,  solo  la  española;  de  modo  que  avanzamos  esta  suges- 
tión solo  como  hipótesis. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


163 


tumbaron  en  toda  la  comarca  los  lamentables  ecos,  presen- 
tando escenas  de  desesperación  y de  llanto.  Cada  uno  llora- 
ba a sus  amigos  y deudos,  que  habían  fallecido  desde  la  fiesta 
anterior;  y esto  renovó  la  pena  de  mi  padre,  y mis  amigos,  de 
modo  que  se  revolcaban  en  sus  esteras,  y se  destrozaban  sus 
brazos  y piernas  con  espinas  de  pescados,  como  hicieron  en  la 
muerte  de  mi  querida  Oderay. 

Salieron  luego  de  sus  tiendas  para  ir  a buscar  en  el  bosque 
los  cadáveres  que  había  pendientes  de  los  árboles  (1),  los 
cuales  llevaban  a las  orillas  del  río,  después  de  quitar  la  car- 
ne y,  quemarla,  a fin  de  trasladar  solo  el  esqueleto  ala  caver- 
na de  los  muertos. 

Era  un  espectáculo  horroroso  y desagradable  el  ver  los 
grados  de  putrefacción  que  ofrecían  aquellos  cadáveres,  se- 
pultados unos  hacía  treinta  años,  y otros  el  día  antes,  des- 
nudos enteramente  y conducidos  por  hombres  de  todas  eda- 
des. La  generación  presente  llevaba  la  pasada  al  sepulcro 
mismo,  a que  ella  había  de  descender.  La  madre  al  hijo  que 
poco  antes  había  tenido  en  sus  brazos;  el  esposo,  a la  tierna 
esposa,  que  había  estrechado  en  su  seno;  la  joven  amante,  al 
guerrero  que  consintió  sentar  sobre  su  estera.  Sus  cabezas 
descarnadas  caídas  sobre  los  hombros  de  los  que  lo  sostenían, 
iban  rozando  con  susmexillas  sonrosadas,  ofreciendo  el  horro- 
roso contraste  de  la  vida  y de  la  muerte,  de  los  despojos  de  la 
humanidad  al  lado  de  la  frescura  de  la  juventud  lozana.  Yo 
vi  a Ourahoo  mi  padre  cargado  con  el  cadáver  de  su  hija,  que 
él  llevaba  a sus  espaldas  asido  por  las  manos:  la  larga  cabelle- 
ra cubria  su  rostro;  y la  bañaba  con  sus  lágrimas.  El  aire  se 
llenaba  de  lastimeros  gritos,  y cada  familia  entonaba  la  can- 
ción de  la  muerte. 


(1)  Esta  tribu  acostumbraba  envolver  los  muertos  en  pieles  y luego  de- 
jarlos colocados  en  las  ramas  de  los  árboles  cerca  de  sus  habitaciones  hasta 
la  fiesta  de  los  muertos  que  aquí  se  detalla.  Laceraban  sus  cuerpos  y corta- 
ban sus  cabellos,  los  que  dejaban  suspendidos  del  árbol  en  que  se  dejaba  al 

muerto. 


164 


RICARDO  E.  LATCHAM 


Ellos  se  encaminaron  a la  gran  caverna,  y yo  qu  dé  solo  en 
el  bosque,  en  tanto  que  volvían*  (1). 

Cada  vez  que  se  cambiaba  el  lugar  de  sepultura  de  los  res- 
tos, se  solía  mudar  completamente  los  vestidos  y envoltorios 
de  los  muertos  y generalmente  se  hacía  gran  acopio  de  pie- 
les, ponchos,  etc.,  en  anticipación  de  estas  grandes  fiestas. 

Encontramos  una  costumbre  parecida  entre  las  antiguas 
tribus  de  las  pampas  argentinas  y déla  Patagonia.  Todos 
los  años  llevaban  los  despojos  de  sus  difuntos  a los  sepulcros 
ancestrales,  situados  casi  siempre  en  el  litoral;  y a veces  te- 
nían que  emprender  largos  viajes  con  este  propósito. 

Las  tribus  que  vivían  en  la  vecindad  de  los  grandes  ríos  y 
lagos  y que  se  dedicaban  a la  navegación  de  ellos,  acostum- 
braban depositarel  atado  mortuorio  dentro  de  la  canoa  del 
difunto,  o en  el  caso  de  que  éste  no  tuviera,  de  fabricar  una 
nueva  con  este  objeto. 

Los  pueblos  que  usaban  esteras  tejidas  de  juncos,  esparto 
o fibras  vegetales,  empleaban  estas  para  amortajar  a los 
m uertos.  Así  hacían  muchas  tribus  del  norte  de  México,  del 
sur  de  los  Estados  Unidos,  del  Chaco  y de  otras  partes. 

Con  la  llegada  de  los  europeos  y con  la  introducción  en 
América  de  la  oveja,  los  tejidos  de  lana  poco  a poco  reem- 
plazaron las  pieles  y esteras  como  artículos  de  vestir  y por 
consiguiente  como  prendas  mortuorias. 

El  arte  de  tejer  fué  conocido  en  América,  mucho  antes  de 
los  viajes  de  Colón.  Los  mexicanos,  los  mayas,  los  chibchas 
y otros  pueblos  fabricaban  hermosas  telas  de  algodón  y sus- 
tancias vegetales;  los  peruanos  y otras  naciones  andinas  apro- 
vechaban estos  materiales  como  también  la  lana  del  llama, 
vicuña,  alpaca  y guanaco  para  sus  géneros,  que  eran  de 
muchas  diversas  calidades.  Todos  ellos  guardaban  los  me- 


(1)  Desgraciadamente  el  autor  no  presenció  y por  lo  tanto  no  describió  la 
manera  de  disponer  de  los  muertos,  ni  los  ritos  o ceremonias  que  acostum- 
braban practicar  en  estos  entierros  comunales,  que  suponemos  debían  ser 
parecidos  a los  descritos  por  el  padre  Brebeuf. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


163 


jores  de  sus  productos  para  hacer  honor  a los  muertos  y los 
ataviaban  con  las  prendas  mas  escogidas. 

En  general  se  puede  decir  que  en  toda  América,  los  mate- 
riales usados  para  confeccionar  los  envoltorios  de  los  cadá- 
veres eran  los  mismos  empleados  en  la  fabricación  de  las 
vestiduras. 

La  manera  de  formar  el  atado  mortuorio  variaba  de  una 
partea  otra.  Esto  dependía  en  parte  del  modo  de  colocar 
el  cadáver  y en  parte  a otros  factores.  Muchas  tribus  expo- 
nían o sepultaban  sus  difuntos  en  posición  tendida,  otras 
adoptaban  la  postura  sentada  o encogida  y a veces  descoyun- 
ban  o quebraban  los  huesos  del  muerto  para  darle  la  forma 
de  ovillo  que  consideraban  conveniente. 

En  los  entierros  secundarios  de  los  huesos,  también  pre- 
valecían diferentes  métodos.  A veces  se  esmeraba  en  dar  a 
cada  hueso  su  ubicación  correspondiente,  ligándolos  con  ti- 
ritas de  cuero  en  el  caso  de  haberse  desprendido  de  los  cartí- 
lagos; en  otras  ocasiones  formaban  un  atado  sin  orden  nin- 
guno, solo  preocupándose  de  que  estuvieran  entera  la 
osamenta. 

No  siempre,  los  envoltorios  se  dejaban  en  la  sepultura.  En 
la  descripción  que  nos  da  el  Padre  Brebeuf  del  entierro  co- 
munal de  los  hurones,  dice  que  a pesar  del  gran  lujo  gastado 
en  llevar  los  restos  del  osario,  las  ricas  prendas  usadas  para 
esta  ceremonia  no  fueron  dejadas  allí  sino  llevadas  por  sus 
dueños;  lo  que  demuestra  que  la  pompa  en  estas  ocasiones 
era  simplemente  ocasionada  por  el  deseo  de  aparentar  ri- 
quezas. 

Los  hurones  y otras  tribus  iroqueses  usaban  para  este  pro- 
pósito, sacos  de  cuero  o de  pieles  que  cubrían  con  sus  más 
ricas  mantas  o frazadas. 

No  es  solamente  entre  los  iroqueses  que  encontramos  se- 
pulturas comunales  sino  también  en  casi  toda  la  parte  central 
de  los  Estados  Unidos,  en  Virginia.  Wisconsin,  Florida,  Illi- 
nois, Georgia,  Carolina,  Missouri,  Arkansas,  etc. 

Los  indios  menominis  envolvían  sus  muertos  en  largos 


166 


RICARDO  E.  LATCHAM 


pedazos  déla  corteza  interior  del  abedul;  los  de  Carolina  en 
esteras  del  junco,  los  winnebagos  en  el  cu  ero  del  animal  que 
formaba  el  tótem  del  gens  a que  pertenecía  el  difunto.  Los 
seris  vestían  a los  muertos  en  sus  mejores  trajes,  que  con- 
sistían principalmente  délos  cueros  de  aves  marinas.  Hacían 
bultos  mortuorios  en  forma  de  ¡as  momias  peruanas,  fuer- 
temente ligados  por  correas  y sepultados  debajo  de  conchas 
de  tortugas  de  mar  en  tumbas  de  poca  profundidad  que 
se  cubrían  de  quísoos,  ramas  espinudas  y piedras. 

Los  choctaws  adornábanlos  muertos  con  todo  el  lujo  que 
podrían  juntar,  lo  que  se  les  quitaba  en  el  momento  del  en- 
tierro. Estos  objetos  se  usaban  exclusivamente  para  seme- 
jantes ocasiones  y pasaban  como  herencia  de  una  generación 
a otra. 

Los  seminóles  de  Florida  vestían  el  difunto  con  ropa 
nueva  y al  momento  de  colocarlo  en  la  sepultura  lo  envolvían 
en  una  frazada. 

Entre  los  sias  no  se  acostumbra  vestir  el  cadáver.  El  traje 
del  difunto  se  corta  en  tiras  que  se  depositan  encima  del 
cuerpo.  Se  coloca  un  poco  de  alimento  debajo  del  brazo  iz- 
quierdo y en  seguida  se  hace  el  atado  mortuorio. 

El  cadáver,  tendido  de  espaldas,  con  los  brazos  estirados 
a lo  largo  del  cuerpo,  se  envuelve  en  una  frazada  que  sobre- 
sale en  los  dos  estreñios.  Con  la  punta  de  un  cordel  largo  se 
amarra  el  extremo  por  encima  de  la  cabeza  y se  hace  otro 
nudo  corredizo  alrededor  del  cuello.  Se  enrolla  el  cuerpo  con 
el  cordel  y se  hace  una  tercera  amarra  por  las  rodillas,  otra 
por  los  tobillos  y por  último  se  amarra  el  estremo  opuesto  de 
la  frazada,  por  debajo  délos  pies.  Los  mismos  hombres  que 
amortajan  al  muerto  y que  deben  ser  de  otra  fratría  o di- 
visión de  la  tribu,  son  los  que  lo  llevan  a la  sepultura  donde 
lo  entierran  sin  más  ceremonia. 

Los  pimas  forman  un  atado  mortuorio  con  el  cadáver  en 
postura  sentada,  envuelto  en  frazadas  y atado  con  cordeles 
de  lana  con  mucha  seguridad.  Tapan  la  cara  con  un  paño, 
pero  dejan  la  cabeza  fuera  del  atado.  En  esta  forma  lo  en- 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


167 


tierran  pero  cruzan  palos  sobre  el  cadáver,  diagonalmente, 
desde  el  piso  por  un  lado  hasta  la  boca  de  la  sepultura  por 
la  otra,  formando  así  una  especie  de  techo  para  que  al  re- 
llenar la  tumba  la  tierra  no  cayese  sobre  el  difunto. 

La  manera  de  envolver  a los  muertos  en  uso  entre  los 
zuñís  es  casi  idéntica  a la  empleada  por  los  sias.  Guando  una 
frazada  no  alcanza  para  para  hacer  el  atado  usan  dos  o aun 
tres,  pero  el  modo  de  atarlos  es  el  mismo. 

Los  chichimecas  del  norte  de  México  a menudo  practica- 
ban la  cremación  de  los  cadáveres  de  sus  jefes  o reyes.  Las 
cenizas  se  empaquetaban  en  paños  costosos  hasta  que  asu- 
mían la  forma  de  un  ovillo,  sobre  el  cual  colocaban  una 
cabeza  artificial  con  cabello  y máscara.  Esta  figura  se  ence- 
rraba en  una  gran  urna  que  se  sepultaba  al  pie  de  las  gradas 
que  subían  al  templo.  La  sepultura  se  techaba,  y la  tierra  se 
amontonaba  encima  en  forma  de  túmulo. 

Los  que  morían  en  la  guerra  también  se  quemaban  y sus 
cenizas  se  llevaban  a la  ciudad  natal  donde  se  sepultaban 
en  urnas.  La  gente  común  se  sepultaban  simplemente,  en 
posición  sentada  envueltas  en  paños  de  algodón  bordados  o 
pintados. 

Los  alcohuas,  los  otomies  y otras  tribus  mexicanas  tam- 
bién incineraban  a los  muertos;  como  lo  hacian  con  frecuencia 
los  aztecas,  quienes  sin  embargo  generalmente  inhumaban 
los  cadáveres;  empaquetándolos  en  la  forma  de  las  momias 
del  Perú.  Hecho  el  atado,  este  se  adornaba  con  una  máscara 
y con  los  símbolos  que  indicaban  la  profesión  del  difunto; 
en  el  caso  de  un  guerrero  con  su  yelmo  emplumado  y sus 
armas,  coraza  y rodela.  Dentro  del  atado  colocaban  canti- 
dades de  papel  de  agave,  que  suponían  daba  facilidades  al 
difunto  para  vencer ■ las  numerosas  dificultades  que  encon- 
traba en  su  viaje  al  otro  mundo. 

Los  mercaderes  de  la  fraternidad  de  Pochteca  recibían  un 
tratamiento  especial;  el  cadáver  se  envolvía  en  papel,  y se 
le  decoraba  la  cara  con  pinturas  negra  y roja;  se  agregaban 
sus  adornos  personales  y se  terminaba  el  envoltorio  con  los 


168 


RICARDO  E.  LATCHAM 


tejidos  más  finos.  El  atado  se  colocaba  en  una  anda  y se  lle- 
vaba a la  cima  de  una  montaña  donde  quedaba  expuesto  en 
un  lugar  inaccesible. 

Entre  los  mayas  de  Centro  América  las  costumbres  mor- 
tuorias eran  muy  parecidas  a las  mexicanas.  Ellos  también 
empleaban  los  dos  sistemas  de  cremación  y de  inhumación. 
En  el  último  caso,  el  cadáver  se  envolvía  en  telas  que  varia- 
ban en  riqueza  según  la  calidad  del  difunto.  El  cadáver  se 
replegaba  antes  de  fajarlo.  A veces  se  dejaba  la  cabeza  afue- 
ra cubriendo  la  cara  con  una  máscara  de  madera  o de  plu- 
mas; pero  con  frecuencia  las  telas  que  formaban  el  envoltorio 
encerraban  totalmente  el  cuerpo,  cabeza  y todo. 

Después,  con  las  influencias  aztecas,  las  personas  de  alto 
rango  se  incineraban  y sus  cenizas  se  depositaban  en  urnas, 
o en  la  cavidad  dejada  en  la  cabeza  de  una  figura  esculpida 
en  madera,  que  representaba  el  muerto.  Se  dice  que  antes  de 
incinerar  el  cuerpo,  se  cortaba  la  cabeza.  La  parte  facial, 
arreglada  con  facciones  artificiales  se  colocaba  en  una  esta- 
tua que  se  guardaba  en  el  templo.  En  las  Antillas  el  cadá- 
ver se  fajaba  con  largas  tiras  de  paño,  tejidas  expresamente 
para  ese  fin  a manera  de  vendas.  Generalmente  el  cadáver 
e colocaba  en  una  hamaca  suspendida  entre  las  ramas  de 
los  árboles,  o bien  en  la  bóveda  que  formaba  su  sepultura.. 
Esta  costumbre  se  practicaba  en  toda  la  región  caribe.  Vi- 
guier  describiendo  el  modo  de  enterrar  en  uso  entre  los  in- 
dios payas  d«  Darién,  dice  que  la  sepultura  era  cuadrangular. 
La  hamaca  con  el  cadáver  se  suspendía  de  estacas,  en  la 
parte  superior.  En  el  piso  se  colocaba  el  ajuar  fúnebre.  La 
sepultura  se  tapaba  con  un  techo  de  tablones  sobre  el  cual 
se  amontonaba  tierra  (1). 

Sin  embargo,  entre  los  caribes,  estos  entierros  eran  gene- 
ralmente solo  provisorios  y a la  vuelta  del  año,  cuando  esta- 


(1)  V igtjier  Dr.  C.  Notes  sur  les  Indiens  de  Paya. 

Memoires  de  la  Société  d’anthropologie  de  París.  Tomo  I.  2,a  serie, 
p.  411  y sig.  Año  1873. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


169 


ban  descarnados  los  huesos,  los  sacaban  y los  empaquetaban 
en  canastos  o envoltorios  tejidos  de  las  hojas  de  palma,  y 
los  guardaban  en  sus  chozas  como  objetos  de  reverencia. 
Cieza  de  León  nos  describe  la  manera  cómo  los  indios  de  Po- 
payan  envuelven  los  cadáveres.  Dice:  «Los  muertos  que  son 
los  más  principales  los  envuelven  en  muchas  de  aquellas 
mantas,  (mantas  gruesas  de  algodón)  que  son  tan  largas  co- 
mo tres  varas  y tan  anchas  como  dos.  Después  que  lns  tienen 
envueltos  en  ellas,  les  revuelven  a los  cuerpos  una  cuerda 
que  hacen  de  tres  ramales,  que  tienen  más  de  doscientas 
brazas;  entre  estas  mantas  ponen  algunas  joyas  de  oro;  otros 
entierran  en  sepulturas  hondas»  (1). 

Según  el  mismo  cronista  las  de  Jauja  envolvían  los  muer- 
tos en  pieles  de  llama  o de  vicuña  porque  dice:  «los  meten 
en  un  pellejo  de  una  oveja  fresco,  y con  él  los  cosen,  for- 
mándoles por  defuera  el  rostro,  narices,  boca  y lo  demás,  y 
desta  suerte  las  tienen  en  sus  propias  casas»  (2). 

En  la  región  de  los  Andes  y en  las  costas  del  Pacifico  abar- 
cando toda  la  zona  del  antiguo  imperio  de  los  incas,  desde 
Ecuador  hasta  Atacama,  encontramos  que  predominaba  la 
costumbre  de  hacer  atados  mortuorios  de  los  cadáveres,  en- 
volviéndolos con  telas  de  algodón  y de  lana.  Debido  al  buen 
estado  de  conservación  en  que  se  han  encontrado  estos  ca- 
dáveres se  ha  acostumbrado  a llamarlos  momias;  pero  no  lo 
son  en  el  sentido  de  que  hayan  sido  conservados  por  medios 
artificiales;  pues  son  solamente  desecados  por  el  clima  seco 
y la  falta  de  infiltraciones  de  humedad  en  el  suelo. 

Si  es  verdad  que  el  sistema  general,  durante  los  tiempos 
pre-españoles,  era  de  hacer  atados  mortuorios;  sin  embar- 
go, los  detalles  de  estos  variaban  de  una  época  a otra;  como 
también  en  las  diferentes  localidades.  La  posición  sentada 
con  el  cuerpo  replegado,  era  la  universalmente  adoptada, 
pero  la  forma  del  atado  y los  materiales  empleados  en  su 


(1)  La  Crónica  del  Perú.  ob.  cit.  Cap.  XXVI. 

(2)  id.  id.  Cap.  LXIII. 


170 


RICARDO  E.  LATCHAM 


confección,  cambiaban  según  la  región  y la  época  a que  per- 
tenecían. A veces  eran  rectangulares,  a veces  cónicos,  ovoi- 
des o periformes.  Sería  muy  largo  detajlar  todas  sus  diferen- 
cias y señalaremos  aquí  sólo  los  tipos  más  usuales.  En  los 
kjókkenmóddinger  o iconcliales  de  la  costa,  se  encuentran 
los  que  son  probablemente  los  más  antiguos.  El  cadáver 
amarrado  con  sogas  para  mantener  su  posición,  son  simple- 
mente envueltos  en  toscos  géneros  y sepultados  bajo  un  ca- 
nasto o montón  de  redes  de  pescar. 

Pertenecientes  a una  época  posterior,  son  los  atados  en 
forma  de  huevo  que  son  compuestos  de  numerosas  envoltu- 
ras de  algodón  y lana,  de  tejido  muy  fino,  adornados  de  los 
más  hermosos  colores  y dibujos;  y probablemente  son  aun 
más  modernos  los  a que  se  han  agregado  una  cabeza  falsa 
con  máscara  de  madera,  tipo  hallado,  tanto  en  la  cordillera 
como  en  la  costa. 

En  algunas  partes,  especialmente  en  la  vecindad  del  lago 
de  Titicaca  los  atados  eran  envueltos  en  esteras  de  totora,  o 
bien  con  largas  trenzas  de  este  material. 

Pero  cualquiera  que  fuera  la  forma  del  atado,  la  región  o 
la  época  a que  pertenecía,  el  cadáver  que  contenía  siempra 
se  encontraba  encogido  en  la  posición  de  un  feto  en  el  vien- 
tre de  su  madre. 

En  la  costa,  con  frecuencia  se  han  encontrado  dos  o más 
cadáveres  en  el  mismo  atado  y en  general  el  envoltorio  es 
más  complicado  3 elaborado  que  en  el  interior. 

Reiss  y Stübel  dicen  que  en  Ancón  se  envolvían  separada- 
mente Jos  dedos  de  los  pies  y las  manos.  En  seguida  se  en 
tornaba  el  cuerpo  con  numerosas  fajas;  generalmente  de 
algodón;  a veces  de  paños  de  lana,  mantas  etc.  Se  agregaba 
al  contorno,  cantidades  de  algodón  en  rama,  hojas  de  plan- 
tas, esparto,  o algas  marinas,  envolviendo  todo  en  mantas, 
tiras  de  género,  o esteras  (1  . 


(1)  Reiss  W-  ttnd  Stübel.  A.  Das  Todtenfeld  von  Ancón  in  Perú. 
Berlín,  1880-1887. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


171 


Todos  los  atados  se  sujetaban  con  sogas  trenzadas  de  la- 
na o de  totora. 

Rívero  y Tschudi  (1)  dan  una  interesante  descripción  de 
la  manera  de  envolver  las  momias,  pero  como  parece  adap- 
tada de  la  de  Barrera,  preferimos  dar  esta  última  por  ser 
original  y a la  vez  menos  conocida.  Es  verdad  que  Barrera 
eree  que  la  conservación  de  los  cadáveres  se  debe  principal- 
mente al  embalsamiento  artificial,  y da  a ciertas  operaciones 
post-mortem  de  su  preparación  un  significado  que  parecen  no 
tener,  pero  esto  no  es  del  caso;  sólo  deseamos  reproducirla 
descripción  de  esta  preparación  tal  como  lo  escribió  el 
autor. 

«Los  profesores  ejecutaban  la  operación  de  varios  modos. 
Imitando  a los  antiguos  egipcios  extraían  el  cerebro  por  las 
narices,  convenciéndolo  así  la  falta  del  pequeño  hueso  que 
separa  las  ventanas  y la  fractura  hecha  en  la  sutura  que 
une  a éste  con  el  coronal,  facilitando  el  paso  interior  del  crá- 
neo. Conservaban  otras  veces  este  pequeño  hueso  faltando 
enteramente  el  cerebro,  sin  notar  reliquia  capaz  de  manifes- 
tar la  corrupción  que  podía  haber  producido,  si  lo  hubieran 
dejado  sin  tocar,  convenciéndose  de  aquí  que  poseyendo  bue- 
nos conocimientos  en  anatomía  hacen  sus  extracciones  de 
este  órgano  de  diferentes  modos  y por  distinto  lugares.  Les 
sacaban  los  ojos  como  compuestos  de  partes  muy  corrupti- 
bles, llenaban  las  órbitas  de  algodón  y otras  materias  inge- 
niosamente colocadas,  que  disimulaban  la  falta  cuando  les 
juntaban  los  párpados;  todo  ejecutado  con  primor,  sin  alte- 
rar las  facciones  de  la  cara  de  aquel  aire  que  tuviesen  en  el 
estado  de  la  vida. 

La  lengua  con  todas  sus  partes  era  arrancada  con  el  pul- 
món por  una  pequeña  cortadura  hecha  del  ano  al  pubis,  des- 
pués de  vaciar  por  él  todos  los  intestinos,  quedando  el  vien- 
tre inferior  y pecho  libres  de  las  partes  que  podían  ser 
putrescibles.  La  capacidad  de  ambas  regiones  la  llenaban  de 


(1)  Rívero  M.  E.  y Tschudi  J.  J.  Antigüedades  Peruanas.  Vienna  1851. 


172 


RICARDO  E.  LATCHAM 


un  polvo  sutil,  color  de  hígado,  que  exhalaba  un  ligero  olor 
a trementina  en  el  instante  que  se  saca  y se  pierde  después 
de  un  rato  de  puesto  en  contacto  con  el  aire  libre.  Absuelve 
la  humedad,  hace  una  pequeña  efervescencia  en  el  agua  fría: 
presumiendo  por  estos  datos  que  la  composición  parece  hecha 
de  resina  de  molle,  cal  y alguna  tierra  mineral.  Les  ungían 
la  cara,  pies  y manos  con  un  líquido  oleoso,  color  de  naran- 
j i,  cubriéndola  después  con  algodones; unían  antes  las  manos 
a las  mejillas;  las  rodillas  al  pecho,  dejando  de  la  parte  de 
afuera  los  codos  sujetando  los  miembros  con  fajas  hasta  que 
tomaban  la  apetecida  posición. 

La  colocación  de  las  diversas  mantas  en  que  están  envuel- 
tos los  cuerpos  y compostura  de  sus  partes,  hace  admirar  la 
prolijidad  y el  arte.  En  Ja  boca  una  pequeña  rodaja  de  oro, 
plata  o cobre,  envolviendo  la  cabeza  con  tres  diferentes  pa- 
ñuelos cosidos  cada  uno  separadamente,  de  los  cuales  dos 
eran  blancos,  siendo  el  tercero  siempre  de  color  a listas  de 
un  tejido  fino  y transparente  a imitación  del  velo.  De  la  gar- 
ganta abajo  sobreponían  hojas  de  diversas  plantas  aromáti- 
cas, en  que  se  nota  la  yerba-buena  con  más  frecuencia;  cu- 
briéndolo todo  con  una.  manta  blanca  ajustada  y cosida  para 
que  permaneciese  en  su  colocación;  en  este  estado  les  ponían 
algunos  un  ídolo  en  el  pecho,  de  tierra  cosida  o madera,  y los 
muebles  de  toda  especie  que  más  usaban  en  la  vida,  por  los 
costados,  abras  de  los  brazos  con  la  mayor  simetría,  envol- 
viéndolo'en  dos  mantas  más  y la  última  de  color. 

Adaptábanles  dos  cañas  por  cada  costado  que  mantenían 
fuertemente  con  una  faja  doble  que  daban  vuelta  de  abajo 
arriba,  también  de  color,  cubrían  el  todo  de  una  estera  de 
totora  o junco,  quedando  en  esto  tan  dilatada  operación. 

En  este  estado  los  ponían  en  el  centro  del  sepulcro,  sirvién- 
dole de  apoyo  las  cañas,  para  que  se  quedara  en  posición 
vertical;  con  la  cara  hacia  el  mar  si  está  situado  en  el  llano, 
o mirando  el  campo  si  por  su  clase  estaba  colocado  a la  fal- 
da de  un  cerro.  Armaban  por  delante  dos  filas  de  platos  de 
cua  tro  a ocho  en  cada  una  cubiertas  con  otros  que  contenían 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


173 


habas,  maíz,  cuyes,  dos  a cuatro  cántaros  de  agua  a los  cos- 
tados, cerradas  las  bocas  con  tazas  y vasos,  y algunas  ollas 
que  habían  tenido  uso  en  la  cocina.  Cubrían  con  arena  casi 
pura,  el  espacio  desde  el  plan  hasta  dejar  oculta  la  cabeza, 
ponían  entonces  ropa  de  toda  especie  como  mantas,  ponchos, 
colchas  en  que  se  admira  el  primor  con  que  matizaban  de 
colores  las  figuras  y dibujos  hechos  del  mismo  tejido  con 
particular  gusto  y delicadeza,  llenando  por  último  el  espacio 
que  quedaba»  (1). 

Esta  forma,  con  pocas  diferencias,  era,  la  empleada  en  to- 
do el  Perú  antiguo.  Los  aimarás  y los  atácamenos  practica- 
ban el  mismo  sistema. 

En  Pisagua  se  han  encontrado  momias,  que  tenían  una 
sustancia  calcárea,  colocada  dentro  del  atado  entre  las  envol- 
turas interiores  y exteriores  y que  tenían  la  cavidad  abdo- 
minal rellena  de  tejidos  de  lana. 

Algunas  de  ellas  llevaban  las  cabezas  envueltas  en  turban- 
tes de  paja  tejida,  o de  lana  en  madejas,  de  gran  tamaño, 
que  en  forma  recuerdan  aquellos  de  los  hindúes.  También  se 
las  ha  encontrado  con  máscaras  pintadas  de  resina  vegetal, 
con  cabellera  artificial.  Por  otra  parte,  los  atados  son  hechos 
de  una  manera  parecida  a la  que  hemos  descrito  más  arriba. 

En  el  mismo  lugar  se  encuentran  cadáveres  que  evidente- 
mente pertenecen  a una  época  anterior.  Son  sepultados  en 
posición  tendida,  costumbre  común  entre  los  changos  y otras 
tribus  pescadoras  ue  las  costas  chilenas.  Estos  cadáveres  se 
envolvían  en  cueros  de  foca,  o de  pelícanos,  que  se  encuen- 
tran a veces  intactos  con  su  plumaje. 

En  1872  se  hallaron,  en  el  sitio  de  la  casa  que  en  Pisagua 


(1)  Barbera  Francisco.  Antigüedades  Peruanas,  publicado  en  el  Tomo 
II  del  Memorial  de  Ciencias  Naturales  y de  Industria  Nacional  y Extran- 
jera redactado  por  M.  de  Rivero  y N.  de  Piérola.  Lima  sin  fecha,  pp.  101 

a 111. 

Este  Memorial  fué  publicado  probablemente  a fines  del  año  1828  o prin- 
cipios de  1829,  en  la  Imprenta  de  la  Instrucción  Primaria  regentada  por 
Pedro  Casal. 


174 


RICARDO  E.  LATCHAM 


ocupaba  la  Agencia  de  Vapores,  algunas  sepulturas  antiguas 
de  indígenas.  Una  momia  llamó  la  atención  por  algunos  de- 
talles curiosos.  Era  de  un  hombre  con  su  cuerpo  completo, 
de  espaldas  y con  sus  brazos  estirados.  En  partes  tenía  la 
carne  destruida  o carcomida  hasta  el  hueso.  La  piel  y mús- 
culos muy  duros,  en  perfecto  estado  de  momificación.  Lleva- 
ba puesto  un  poncho  de  algodón,  grueso,  con  dibujos  a cua- 
dritos  pintados  de  negro,  amarillo,  colorado  y blanco.  Enci- 
ma le  habían  colocado  un  gran  caparacho  de  tortuga  de 
setenta  centímetros  de  largo  que  le  cubría  completamente  la 
cara  y el  pecho. 

Aquí,  a diferencia  de  los  changos  de  más  al  sur,  los  cadá- 
veres son  casi  siempre  envueltos  en  tejidos  de  lana.  Tam- 
bién se  encuentran  momias  de  niños  pintados  con  diferentes 
colores  Parece  ser  una  especie  de  tierra;  con  la  cual  se  han 
llenado  los  cuerpos  (1). 

Hablando  de  los  cementerios  de  Tacna,  Canales  da  una 
breve  descripción  de  un  cementerio  de  niños  y dice: 

«Los  cuerpos  se  hallan  envueltos  en  únatela  gruesa;  de 
lana  o algodón,  y no  pocos  están  metidos  en  una  alforja  per- 
fectamente conservada;  ni  más  ni  menos  que  los  usados  hoy 
por  los  indios  que  venden  yerbas  por  todas  las  ciudades  de 
América  (indios  chachapoyas).  Y todavía  más, este  envoltorio 
se  ha  guardado  en  una  red  de  soga  hecha  de  totora  o batro 
con  mallas  como  las  redes  de  los  pescadores....  En  otra 
tumba  se  halló  el  cadáver  de  una  mujer;  encima  del  cráneo 
se  halló  un  gorro  de  plumas  negras  i cortas,  como  para  pro- 
curar blandura  para  conducir  algún  peso.  La  cabeza  con 
todo  su  pelo,  arregladas  en  dos  trenzas  puestas  cuidadosa- 
mente alrededor  del  cráneo;  parece  que  las  mujeres  eran 
peinadas  con  esmero  al  tiempo  de  enterrarlas,  porque  todas 
esas  momias  se  encuentran  con  el  pelo  dispuesto  en  la  misma 
forma»  (2). 

(1)  Los  cementerios  indígenas  en  la  costa  del  Pacífico,  ob.  cit.  pp.  279- 
281. 

(2)  Los  cementerios  indígenas  en  la  costa  del  Pacífico,  ob.  cit.  pp.  279-281. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


175 


Los  calchaquíes  no  practicaron  la  costumbre  de  formar 
atados  funerarios  a semejanza  de  los  peruanos  y tampoco 
los  cadáveres  se  encuentran  en  tan  buen  estado  de  preser- 
vación. La  mayor  parte  de  los  entierros  que  se  conocen  pa- 
recen haber  sido  secundarios,  por  la  confusión  notada  en  los 
huesos,  faltando  i con  frecuencaalgunos  de  estos.  La  falta 
de  tejidos  en  las  sepulturas,  si  bien  puede  deberse  a la  des- 
trucción natural  del  tiempo,  nos  parece  más  segur^  indicio 
de  que  ha  sido  así  en  muchos  casos,  y el  constante  hallazgo 
de  restos  humanos  en  urnas  de  greda  en  las  cuales  no  cabría 
el  cuerpo  de  un  adulto  confirma  más  bien  esta  idea. 

¿Cuál  habrá  sido  la  manera  de  sepulturas  primarias  o 
provisorias?  La  ignoramos,  como  también  ignoramos  la 
manera  de  envolver  a los  muertos.  Techo  nos  dice  simple- 
mente que  «revestían  ai  cadáver  en  prendas  regaladas  por 
los  amigos*  (1).  El  mismo  cronista  dice  que  los  indios  de 
Londres  (Gatamarca)  no  enterraban  sus  muertos  sino  que 
los  guardaban  en  un  sarcófago  elevado  sobre  el  suelo;  lo  que 
puede  significar  que  tenían  la  costumbre  de  exponer  los 
muertos  en  un  catafalco,  como  hemos  observado  entre  otras 
naciones.  Si  fuera  efectivo  esto,  sería  una  explicación  de 
los  entierros  segundarios  a que  nos  hemos  referido  más 
arriba. 

Pasando  al  Chaco,  encontramos  que  la  mayor  parte  de  las 
tribus  tenía  la  costumbre  de  formar  atados  mortuorios  de 
los  cadáveres.  El  Padre  Sánchez  Labrador  no  ha  olvidado 
describir  la  manera  de  hacer  esto  éntrelos  mbayas.  Al  res- 
pecto dice: 

«Satisfecha  la  primera  obligación  con  las  lágrimas,  se 
sigue  la  de  amortajar  al  difunto.  El  modo  es  liarle  en  una 
manta  en  postura  de  sentado  en  cuclillas.  Atavíanle  con 
cuanto  pueden,  si  el  médico  les  dejó  algo,  y sino,  lo  buscan 
para  este  desempeño.  Luego  cargan  el  cuerpo  sobre  uno  de 


(1)  Historia  del  Paraguay,  ob.  cit.  Libro  V.  Cap.  XXIII. 


176 


RICARDO  E.  LATCHAM 


los  caballos  que  en  vida  sirvió  a su  dueño.  Llévanle  a un 
sitio  retirado  que  en  su  idioma  se  llama  napoig  y es  lugar  de 
enterramiento»  (1). 

Los  bororos  de  Brazil  Central,  descritos  por  Von  den 
Steinen,  una  vez  descarnados  los  huesos  de  sus  muertos  los 
llevan  al  cementerio  de  la  tribu,  envueltos  en  greda  i ador- 
nados de  plumas.  Las  sepulturas  en  que  entierran  estos  des- 
pojos nq  son  mas  que  hoyos  pequeños,  cuyos  muros  son  sos- 
tenidos por  palos.  Cada  semana  mandan  echar  agua  sobre 
las  tumbas  (2). 

Estos  mismos  indios  creen  en  la  transmigración  del  alma 
al  cuerpo  del  animal  que  contiene  el  espíritu  desús  ante- 
pasados. Las  ánimas  de  las  mujeres  que  mueren  van  a los 
cuerpos  de  los  jaguares.  Por  lo  tanto  cuando  un  viudo  desea 
casarse  de  nuevo,  debe  primero  matar  un  jaguar  para  librar 
el  espíritu  de  su  primera  mujer.  Las  ánimas  no  tienen  mas 
que  un  sexo,  son  todas  femeninas. 

El  entierro  se  hace  con  llanto  como  entretantas  otras  tribus. 
Muerto  un  individuo,  dejaban  cubierto  el  cadáver  con  man- 
tas, por  dos  dias.  Erítónces  se  le  envolvía  en  esteras  fabri- 
cadas de  hoja  de  palma  y se  le  enterraba  al  lado  afuera  de  la 
choza,  dejándolo  allí  unos  veinte  dias  o un  mes.  En  este 
tiempo  los  huesos  quedaban  completamente  descarnados.  Se 
los  llevaban  al  arroyo  para  limpiarlos  bien  i prepararlos 
para  su  sepultura  definitiva,  en  que  variaba  de  una  región 
a otra.  Cerca  deSanta  Catalina  los  enterraban  en  la  manera 
descrita  arriba,  pero  en  otras  partes  encerraban  los  hue- 
sos en  canastos.  El  cráneo  lo  colocaban  en  dos  canastos 
semiesféricos  y los  demás  huesos  en  otro  de  mayor  ta- 
maño. El  canasto  que  contenía  el  cráneo  se  decoraba  de 
plumas  y los  deudos  se  laceraban  las  carnes  y dejaban  gotear 


(1)  El  Paraguay  Católico,  ob.  cit.  Tomo  II.  Cap.  XXV.  p.  46. 

(2)  Steinen,  Karl  von  den.  Unter  den  Naturvólkern  Zentral.  Brasi- 
liens.  Reisesehilderung  und  Ergebnisse  der  zweiten  Schingú-Expeditionen 
1887-1888.  Berlín  1894. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


177 


la  sangre  en  él.  Las  mujeres  arrancaban  el  cabello  hasta 
quedar  completamente  peladas.  Los  canastos  que  contenían 
el  cráneo  y los  huesos  se  encerraban  en  otro  grande  y en  se- 
guida se  incineraban  los  restos,  o los  echaban  al  río. 

Toda  la  propiedad  del  muerto  se  quemaba,  apilándola  en 
la  casa  que  había  ocupado,  que  entonces  se  incendiaba  (1). 

Parece  que  con  el  tiempo,  se  modificaron  algunas  de  las 
costumbres  mortuorias  de  los  Tehuelches  o Patagones,  porque 
dice  el  Capitán  Musters  que  en  su  permanencia  entre  estos 
indios  en  1869  no  vi  ó la  exposición  de  los  cadáveres  en  ca- 
tafalcos, ni  tampoco  la  exhumación  de  los  huesos  y su  tras- 
lado a otra  parte  (2),  pero  es  posible  que  si  esta  costumbre, 
descritapor  Falkner  y otros,  todavía  existiera,  él  no  la  vería 
debido  al  corto  tiempo  que  duró  su  visita.  Por  otra  parte, 
Beerbohm  que  estaba  en  esa  región  por  un  año  en  una  épo- 
ca posterior  (1877-78)  tampoco  la  menciona  (3). 

Para  terminar  este  capítulo  describiremos  una  sepultura 
de  fueguinos  hallados  en  Orange  Bay. 

<<A  treinta  centímetros  de  profundidad,  bajo  una  capa  su- 
perficial de  conchas  que  se  separaban  fácilmente  con  la  mano, 
descubrimos  sucesivamente  cuatro  o cinco  ramas  verdes  de 
haya;  más  abajo  un  plano  hecho  de  cortezas,  y troncos  de 
árboles  que  cubrían  el  cadáver  que  estaba  enteramente  en- 
vuelto en  vestidos  viejos  que  provenían  de  algún  buque  lo- 
bero. una  camisa  de  tela  y una  chaqueta  cubría  la  cabeza  y 
el  pecho,  otra  chaqueta  cubría  el  vientre  y las  piernas  y él 
todo  estaba  ligado  con  un  cordel  de  piel  de  lobo  que  partía 
del  cuello,  donde  formaba  un  nudo  corredizo  sóbrela  envol- 
tura de  la  cabeza,  cruzándose  varias  veces  por  delante  y por 


(1)  Landor  H ene  y Savage.  Acros.s  Unhnown  South  America,  2 vols. 
London  1913. 

(2)  Musters,  Cap.  George  Chatworth.  At  home  with  the  Patagonians. 

London  1871. 

(3)  Beerbohm,  Julius.  Wanderings  in  Patagonia,  or  Life  among  the 
Ostrioh  Huntars.  London  1880. 

COSTUMBRES. — 12 


178 


RICARDO  E.  LATCHAM 


detrás  y abrazando  igualmente  la  envoltura  de  los  pies. 
Acostado  de  espaldas  con  los  pies  hacia  el  norte,  no  tenía . 
más  adornos  que  una  cinta  de  piel  de  foca  en  los  tobillos  de 
cada  pie». 

Lo  que  se  desprende  de  este  examen  es  que  era  general 
por  todo  el  continente  vestir  al  muerto  con  sus  mejores  ropas 
para  las  ceremonias  funerales,  y que  además  era  costumbre 
casi  universal  formar  con  el  cadáver  un  atado,  envolviéndolo 
en  pieles,  frazadas,  esteras,  etc.,  los  cuales  eran  bien  asegu- 
rados por  medio  de  sogas  o correas. 

Parece  que  esta  costumbre  tenía  doble  objeto,  primero  in- 
cluir varias  prendas  para  que  el  muerto  no  llegase  pobre  o 
desnudo  a la  tierra  de  las  ánimas;  y segundo,  lo  que  era  de 
mayor  importancia  para  los  que  quedaban,  asegurarse  por 
medio  de  envolturas  y amarras  contra  su  vuelta  de  ultra- 
tumba. 


CAPITULO  IX 

INHUMACIÓN 

Observaciones:  Sepultura  en  cavernas. — Cairns,  o sepultura  bajo  montones 
de  piedras. — Túmulos  o mounds. — Túmulos  en  forma  de  pirámides. — 
Inhumación  simple. — Sepultura  en  cistas. — Dólmenes  y chupas. — Se- 
pulturas abovedadas. — Nichos. — Sepultura  en  urnas. — -Entierros  segun- 
darios.— Temor  a las  imanas  y costumbres  sepulcrales  derivadas  de  este 
sentimiento. 

Parece  que,  por  el  mundo  entero,  en  toda  época  después 
de  la  concepción  de  la  idea  de  la  existencia  de  un  ánima  qué 
podía  independizarse  del  cuerpo;  el  sistema  más  universal- 
mente  adoptado  para  la  disposición  de  los  muertos,  fué  el 
de  la  inhumación,  en  una  u otra  de  sus  formas.  No  ha  sido  el 
único,  y probablemente  no  fué  el  primero.  Como  hemos  dicho, 
muchas  tribus  abandonaban  sus  muertos  a las  fieras  y es  po- 
sible que  la  mayor  parte  de  los  hombres,  en  su  estado  más 
primitivo,  haya  hecho  otro  tanto.  Luego,  cuando  principia- 
ron a convencerse  de  que  la  vida  no  se  acababa  con  la  des- 
trucción del  cuerpo,  sino  que  persistía  después,  albergándose 
en  la  forma  de  algún  otro  ser  y que  el  cuerpo  no  era  más 
que  la  habitación  animada,  pero  temporal  del  espíritu;  co- 


180 


RICARDO  E.  LATCHAM 


menzaron  a comprender  la  necesidad  de  guardar  el  cadáver 
por  el  mayor  tiempo  posible.  Esto  lo  hacían  por  dos  razones; 
primero,  porque  el  espíritu  pudiera  desear  volver  y luego  por 
respeto  al  ánima,  que  pudiera  sentirse  ofendida,  si  no  se  cui- 
dase de  sus  despojos.  Después,  cuando  se  atribuyeron  pode- 
res sobrenaturales  a las  ánimas,  llegó  a ser  imperioso  preca- 
verse contra  su  vuelta  y las  sepulturas  se  hacían  con  más 
proligidad  y más  seguras. 

Es  probable  que  la  primera  forma  de  sepultura  haya  sido 
3a  colocación  del  cadáver  dentro  de  las  grutas  o cavernas 
que  servían  de  abrigo  y de  habitación.  Como  en  un  principio, 
el  hombre  primitivo  no  tenía  el  miedo  de  los  difuntos  y el 
temor  a las  ánimas  que  después  le  sobrevinieron,  debe  haber 
guardado  los  cadáveres  en  los  rincones  de  las  mismas  cuevas 
que  habitaba.  No  es  argumento  en  contra  de  esta  costumbre, 
la  descomposición  y los  consiguientes  olores  pestilenciales 
que  tendría  que  soportar,  porque  vemos  que  tribus,  como 
los  seris,  los  fueguinos,  los  esquimales  y otras  viven  rodeadas 
de  toda  clase  de  putrefacción,  sin  que  les  llame  la  atención 
o que  les  moleste. 

Más  tarde  cuando  comenzaban  a construir  chozas  y aban- 
donaban el  uso  de  las  grutas  como  habitaciones,  continua- 
ban utilizándolas  como  lugares  de  sepultura.  Que  esta  cos- 
tumbre era  casi  universal  lo  prueba  las  numerosas  grutas 
sepulcrales  halladas  en  casi  todos  los  países  de  la  tierra. 

Sepulturas  en  cavernas. — En  América  encontramos  que  las 
cavernas  fueron  usadas  como  lugares  de  sepelio,  desde  el 
extremo  norte  del  continente,  sobre  las  playas  del  océano 
Artico.  Dixon,  Swan,  Lisiansky,  Langsdorff,  Billings  y mu- 
chos otros  las  encontraron  en  Alaska  (1). 

Abundaban  también  en  las  islas  Aleutianas  (2).  Pinart  pu- 

(1)  Véase  tamhién.  Dall.  W.  H.  Tribes  of  the  extreme  North  West. 
Con  tribu  tions  to  North  American  Ethnology.  Tomo  I. 

(2)  Item  ai  ns  of  later  prehistoria  man  obtained  from  caves  (etc.)  of  the 
Aleutian  Islands.  Smithsonian  contributions  to  Knowledge  núm.  318. 
Washington  1878. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


181 


blicó  un  elegante  volumen  en  que  de;cribió  la  exploración  de 
una  de  estas  cavernas  y lo  ilustró  con  grabados  representan- 
do las  colecciones  que  pudo  hacer  en  ella  (1).  Hemos  men- 
cionado algunas  de  estas  cavernas,  en  las  cuales  se  colocaban 
los  cadáveres  momificados  en  posiciones  naturales. 

Entre  los  iroqueses  era  frecuente  el  uso  de  las  cavernas 
como  osarios  o cementerios  ancestrales,  donde  se  deposita- 
ban periódicamente  los  huesos  de  sus  muertos. 

Por  todo  el  largo  de  las  Montañas  Rocosas,  las  tribus  Ata- 
pascas,  Shoshones  y otras  sepultaban  sus  muertos  en  las  gru- 
tas naturales  de  la  cordillera  y sus  ramales. 

Igual  cosa  pasaba  en  Arizona,  Utah,  Nuevo  México,  etc. 
Moonev  exploró  una  serie  de  grutas  sepulcrales  en  Aguas 
Calientes  mas  o menos  200  millas  al  suroeste  de  la  ciudad  de 
Chihuahua  en  México  septentrional  e hizo  una  colección  de 
objetos  hallados  en  ellas  que  incluye  una  momia,  que  se  ha 
depositado  en  el  Museo  Nacional  de  Washington  (2). 

Lumholtz,  que  exploró  la  misma  región,  años  más  tarde, 
describe  estas  cavernas,  en  muchas  de  las  cuales  hizo  inves- 
tigaciones; pero  también  extendió  sus  exploraciones  más  al 
norte,  en  el  territorio  de  los  indios  tarahumares,  una  de  las 
tribus  más  numerosas  de  México. 

No  sólo  encontró  cadáveres  momificados  en  las  cuevas, 
sino  también  sepultura?  cavadas  en  el  suelo  de  ellas;  «en  for- 
ma oblonga  o circulares,  revestidas  ie  una  capa  de  zacate  y 
lodo  y como  tres  pies  de  profundidad.  Aparentemente  no  se 
había  puesto  tierra  sobre  el  cadáver  mismo,  sino  que  sólo  se 
le  había  rodeado  de  tablas  longitudinales  a manera  de  caja. 
Los  cuerpos  están  inclinados  y tendidos  de  costado.  Sobre 
las  tablas  superiores  se  había  extendido  una  capa  de  corteza, 
de  pino  como  de  una  pulgada  de  espesor,  cubierta  a su  vez 


(1)  Pjnart  Alphonse.  La  cáveme  d’Ahnañh,  Isle  d’Ounga,  París.  1875 

(2)  19.  Annual  Report  of  the  Bureau  of  Ethnology.  Administrativo 
Report  p.  XVII.  Washington  1900. 


182 


RICARDO  E.  LATCHAM 


por  otra  capa  de  tierra  y escombros  de  tres  pulgadas  de 
grueso,  y ésta  se  había  revestido  con  la  mezcla  de  zacate  y 
lodo  en  forma  de  un  sólido  disco  de  cuatro  o cinco  pulgadas 
de  grueso,  cuyo  borde  por  sobresalir  ligeramente  de  la  fosa, 
se  alzaba  a nivel  un  poco  más  alto  que  el  suelo»  (1). 

Encontró  muchas  momias  en  cavernas  en  el  Valle  de  las 
Cuevas,  Río  de  Piedras  Verdes,  al  noroeste  de  Chiluahua; 
como  también  en  el  territorio  délos  indio  huichols. 

Todos  los  indios  pueblas,  zuñís,  hopis,  utes,  pimas,  moquis, 
como  también  los  cheyennes,  los  arapahos  y otros  de  las 
fronteras  mexicanas,  antiguamente  sepultaban  sus  muertos 
en  cuevas,  y lo  hacen  aun  en  muchos  casos. 

En  las  Antillas  también  existía  la  costumbre. 

Sir  Ilans  Sloane  dice  que  en  Jamaica  se  encontraban  nu- 
merosos esqueletos  tendidos  en  el  piso  de  las  cuevas  (2). 

Oviedo  habla  de  los  trogloditos  de  Haití,  y se  han  encon- 
trado cavernas  sepulcrales  en  Cuba  y Puerto  Rico  según  dice 
Fewkes  en  su  «Aborígenes  de  Puerto  Rico»,  p.  41. 

En  Venezuela,  sobre  todo  en  la  antigua  Guayana  española, 
entre  el  Atlántico  y el  Essequibo,  son  abundantes  las  grutas 
funerarias.  En  una  caverna  en  el  cerro  de  la  Luna,  se  encon- 
traron restos  de  52  hombres  y 43  mujeres;  en  otraen  Ipi- 
Iboto  24  hombres  y 25  mujeres;  algunos  de  los  cráneos  pinta- 
dos de  rojo.  En  otra  cueva  en  Cucurital  se  encontraron 
sepulturas  en  urnas  (3). 


(1)  Lumiioltz  Carl.  El  México  Desconocido . Cinco  años  de  exploración 
entre  las  tribus  de  La  Sierra  Madre  occidental;  en  la  Tierra  Caliente  de 
Tepic  y Jalisco,  y entre  los  tarascas  de  Michoacan. 

Traducido  del  inglés  por  orden  del  Gobierno  de  México  por  Balbino 
Dávalos.  New  York.  1904. 

(2)  Sloane,  Sir  Hans.  Avoyage  to  tke  islands  of  Madeira,  Barbadoes, 
Nieves,  St.  Christopher  and  Jamaica,  2 vols.  London  1725. 

(3)  MaRcano,  Dr.  G.  Ethnogr apiñe  précolombienne  du  Venezuela.  Valles 
de  Aragua  et  de  Caracas. 

Memoires  de  la  Société  d’Antbropologie  de  Paris.  Tomo  IV,  2 ? serie. 
1889-1893. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


183 


Reclus  nos  dice  qne  en  Cundinamarca,  en  la  región  de  los 
antiguos  chibchas  «ciertas  grutas  sagradas  encerraban  cente- 
nares de  muertos,  todos  sentados  en  círculos  y con  las  manos 
juntas»  (1).  Comentando  esto  dice  Vergara  y Velasco  que 
«en  el  norte  de  Santander  abundan  las  grutas  llenas  de  osa- 
mentas: en  ellas  se  encuentran  en  gran  número,  vasijas  de 
barro  colmadas  de  ceniza  y algunas  veces  instrumentos  de 
música.  Entre  los  pijaos  se  hallan  cámaras  mortuorias,  ta- 
lladas en  las  rocas»  (2). 

Las  caras  y los  scyris  de  Ecuador,  empleaban  las  grutas 
naturales  como  lugares  de  sepultura  y frecuentemente  los 
hacían  artificialmente  para  el  mismo  propósito  (3). 

Son  muy  numerosas  las  cavernas  usadas  como  lugar  de 
sepultura  en  el  Brasil.  Mencionaremos  en  este  respecto,  las 
famosas  cavernas  de  Lagóa  Santa,  la  no  menos  célebre  de 
Babylonia,  las  de  Macahé  en  la  Provincia  de  Río  Janeiro, 
las  de  Río  Nova  y tantas  otras  halladas  en  diferentes  partes 
del  territorio  (4). 

Nordenskiold  halló  en  el  Alto  Perú  numerosas  cavernas  y 
abrigos  en  la  roca  que  habían  servido  de  sepulturas  de  los 
indios  de  la  región.  Una  de  estas  grutas,  situadas  en  el  valle 
de  Queara  a una  altura  de  3,400  metros  sobre  el  nivel  del 
mar,  contenía  más  o menos  doscientos  esqueletos.  No  se  en- 
contraban jamás  enterrados,  sino  simplemente  colocados 
sobre  el  piso  de  la  gruta,  en  posición  sentada  (5). 

En  las  provincias  de  Junín  y Ayacucho,  la  plebe,  según 
Ri  vero  se  colocaban  en  hileras  o semicírculos  en  las  caver- 
nas, fisuras  de  las  rocas,  o en  las  terrazas  formadas  por  pe- 


(1)  Geographie  de  Colombie:  ob.  cit. 

(2)  id.  id.  ob.  cit.  notas 

(3)  Velasco,  Juan  de.  Historia  del  reyno  de  Quito.  1789. 

(4)  Lacerda  filho  e Rodrigues  Peixoto.  Contribui^óes  para  o 'esta- 
do anthropologico  das  ra9as  indígenas  do  Brazil. 

Archivos  do  Museu  Nacional.  Voí.  I,  Rio  de  Janeiro,  1876. 

(5)  Nordenskiold  Erland. — Arkeologiska  undersokningar  y Perus 
och  Bolivias  granstraker  1904-1905.  Upsala  1906. 


184 


RICARDO  E.  LATCHAM 


ñascos  sobresalientes  (1),  y Cieza  de  León  dice  que  en  el  va- 
lle de  Pacasmayo  habían  sepulturas  déla  misma  clase  (2). 

En  la  Sierra  eran  comunes.  Las  cavernas  naturales  fre- 
cuentemente se  agrandaban  por  medios  artificiales  y los 
cadáveres  se  colocaban  en  contorno  de  los  muros  o en  ni- 
chos excavados  con  ese  fin.  Muchas  de  estas  cuevas  mortuo- 
rias se  encuentran  en  la  frente  de  algún  peñasco  inaccesible 
y los  muertos  deben  haberse  bajado  allí  por  medio  de  cor- 
deles (3). 

Wiener  dice  que  ostas  sepulturas,  grandes  y pequeñas,  son 
pircadas  con  gran  cuidado  y que  generalmente  la  entrada  es 
tapada  con  montes,  o se  halla  en  lugares  inaccesibles.  Dice 
que  después  de  hacer  el  entierro,  los  sepultureros  destruían 
el  único  camino  de  acceso  (4). 

Esto  refiere  igualmente  a Bolivia,  donde  los  indios  teníau 
costumbres  semejantes  a los  del  Perú. 

En  el  Noroeste  de  la  Argentina  son  numerosos  los  vesti- 
gios de  los  entierros  en  cavernas. 

Bomán  abunda  en  citas  de  esta  naturaleza  y son  también 
mencionadas  por  Moreno  y por  Ten  Kate.  La  Misión  Sueca 
de  Von  Rosen  y Nordenskiold,  el  profesor  Max  Uhle  y otros 
han  explorado  y descrito  ias  grutas  funerarias  de  la  Puna 
de  Jujuy,  donde  Bomán  examinó  las  de  Sayate,  Casabindo, 
Pucará,  Chacuñayo,  Chulin,  Sanjuanmayo,  Chacrahuaico  y 
otros.  En  la  Sierra  de  Córdoba  también  han  sido  encontra- 
dos. Más  al  sur,  en  la  región  ocupada  por  los  indios  huarpes 
o alentiaks  son  igualmente  numerosas. 

Aguiar  habla  de  grutas  utilizadas  como  cementerios  en  la 
vecindad  del  pueblo  de  Rodeo  y eu  otras  partes  de  la  región, 
en  Calingasta,  Cerro  Negro,  etc.  (5). 

(1)  Antigüedades  del  Perú.  ob.  cit.  cap. VIII. 

(2)  La  Crónica  del  Perú.  ob.  cit,  cap.  LXVI1I. 

(3)  Joyce,  Tu  omas  A. — South  American  Archaeology.  London  1912. 

(4)  Wienrp,  Chaju.es.— Pérou  et  Bolivie,  recit  de  voyage.  Paris.  1880. 

(5)  Aguiar,  Desiderio  2.° — Los  Huarpes.  l.er  Congreso  Científico  La- 
tino Americano.  Tomo  V.  Buenos  Aires . 1900. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


185 


Moreno  descubrió  cavernas  mortuorias  en  la  Patagonia  con 
sus  paredes  pintadas  (1).  Darwin  nos  asegura  que  los  fue- 
guinos tenían  idéntica  costumbre,  hecho  que  después  ha  sido 
confirmado  por  muchos  otros  escritores. 

En  Chile  también  se  han  encontrado  en  varias  partes.  El 
capitán  Simpson  describiendo  las  exploraciones  hechas  por 
la  corbeta  Chacabuco  habla  así  de  los  Chonos:  «sus  habita- 
ciones eran  cuevas  y a veces  chozas  circulares,  cuyas  estacas 
he  visto.  A menudo  enterraban  los  muertos  cerca  de  estas 
habitaciones;  pero  por  lo  común  preferían  colocarlos  en  cue- 
vas, tapándolos  con  ramas.  En  varias  de  éstas  se  encontra- 
ron momias  acondicionadas  en  ataúdes  de  cortezas  de  ciprés, 
en  forma  de  huevos,  pero  todos  han  sido  ya  removidos  o 
destruidos»  (2).  Algunas  de  estas  momias  existen  en  el  Museo 
Nacional  de  Santiago. 

Grutas  funerarias  han  sido  encontradas  en  Nahuelbuta, 
Antuco,  Tinguiririca,  Vichuquén,  Constitución  y otras  partes 
del  país,  pero  desgraciadamente  la  mayor  parte  de  ellas  no 
han  sido  descritas. 

Los  indios  pericues  de  la  península  de  California  coloca- 
ban sus  muertos  en  las  grutas  o en  los  abrigos  de  las  rocas 
y una  ve/,  descarnados  los  huesos  los  pintaban  de  rojo  (3). 

Anthony  y Rivet  encontraron  restos  precolombianos  en 
los  grutas  de  Paltacalo  en  el  Ecuador  (4). 

Goeldi  halló  cavernas  con  la  boca  tapada  de  donde  extrajo 
18  urnas  conteniendo  restos  humanos;  en  ígarope,  Guavana 


(1)  Ameghino,  Florentino. — La  Antigüedad  del  Hombre  en  el  Plata. 
Tomo  I.  p.  505.  París.  1880. 

(2)  Simpson,  Capt.  Enrique.— Exploraciones  hechas  por  la  corbeta  Cha- 
cabuco en  los  Archipiélagos  de  Guaitecas,  Chonos  y Taitao.  Anuario  Hidro- 
gráfico de  Chile,  1879. 

(3)  Recherches  anthropologiques  sur  la  Basse.  Californie.  ob.  cit.  p.  1. 

(4)  Anthony,  R.  et  Rivet.,  P. — Etude  anthropologique  des  races  préco- 
lombiennes  de  la  République  de  l’Equateur.  Mémoires  de  la  Société  d’An- 
thropologie  de  Paris.  5.a  serie.  Tomo  IX.  pp.  314-430.  París.  1908. 


186 


RICARDO  E.  LATCHAM 


Holandesa  (1).  Dice  que  los  cunanyuaras  usaban  como  re- 
positorios de  los  restos  mortales  de  sus  deudos,  cavernas 
artificiales,  y las  halló  también  en  Serpa  (Amazonas). 

Markham  dice  que  entre  los  incas,  los  orejones  y otras  per- 
sonas de  importancia  se  enterraban  generalmente  en  caver- 
nas ( machay ) con  dos  cámaras,  una  para  la  momia  y la  otra 
para  su  propiedad  y para  las  ofrendas  llevadas  por  sus  de- 
pendientes y deudos.  Las  cavernas  se  bailaban  en  lugares 
desiertos,  o en  las  faldas  de  las  montañas.  Las  alturas  que 
dominan  el  hermoso  valle  de  Yucay,  llamadas  Ttantana 
Marca  son  completamente  socavadas  con  un  inmenso  número 
de  cavernas  funerarias.  Todas  han  sido  desecradas  por  los  es- 
pañoles en  busca  de  tesoro  (2). 

Hutchinson  dice  la  misma  cosa  de  la  Quebrada  de  Coclia- 
Huakra  cerca  de  Chosica  (3). 

Doctor  Sapper  halló  numerosas  cavernas  en  Guatemala 
que  habían  sido  usadas  como  sepulturas  (4). 

Seler  dice  que  era  costumbre  éntrelos  zapotecas,  mixtecas, 
euicatecas  y mixes,  de  sepultar  sus  jefes  y nobles  en  cavernas 
y observa  que  probablemente  había  una  doble  razón  para 
esta  costumbre.  Por  el  mundo  entero  las  cavernas  se  han 
considerado  como  las  entradas  al  interior  de  la  tierra.  Entre 
los  zapotecas  y mixtecas  existía  otra  creencia  además,  que 
también  se  encuentra  entre  otras  tribus  americanas.  Imagi- 
naban que  sus  antepasados,  los  fundadores  de  la  raza  habían 
salido  de  las  entrañas  de  la  tierra  a la  luz  del  sol.  Hasta  cier- 
to punto  las  cavernas  pertenecían  al  reino  de  sus  progenito- 
res y eran  por  lo  tanto  consideradas  como  sagradas. 

En  el  país  de  los  mixtecas,  la  caverna  de  Chalcatongo,  si- 
tuada en  una  alta  montaña,  servía  como  lugar  de  sepultura 
para  los  reyes  y hombres  de  nota. 


(1)  Memorias  dél  Museo  del  Perú,  ob.  cit. 

(2)  The  Incas  of  Perú.  ob.  cit.  p.  112. 

(3)  Two  years  in  Perú.  ob.  cit.  Vol.  II.  p.  51. 

(4)  Antiquities  of  Guatemala,  ob.  cit.  pp.  89-90. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


187 


Los  zapatecas  también  tenían  sus  cavernas  sagradas  en 
las  montañas  de  Yoopaa  o Mictlan,  donde  enterraban  los  re- 
yes y sacerdotes.  El  antiguo  polacio  de  Mictlan  estaba  co- 
municado con  una  gran  caverna,  donde  acostumbraban  se- 
pultar los  cadáveres  de  las  víctimas  de  los  sacrificios  y los 
jefes  que  caían  en  batalla  (1). 

Estas  citas,  tomadas  al  azar  entre  los  centenares  que  exis- 
ten, son  suficientes  para  demostrar  que  el  empleo  de  las 
cavernas  como  lugares  de  sepultura  ha  sido  bastante  gene- 
ralizado por  todo  el  continente;  sino  por  todas  las  tribus, 
al  menos  por  la  mayor  parte  de  aquellas  cuyo  territorio  ofre- 
cía esta  clase  de  abrigo. 

Cairns  o sepulturas  bajo  montones  de  piedras. — Cuando  el 
hombre,  abandonándolos  valles  de  los  ríos,  donde  general- 
mente establecía  su  albergue  en  las  cavernas  y abrigos  pro- 
porcionados por  sus  barrancos,  aventuró  a las  llanuras,  no 
se  halló  con  las  mismas  facilidades  para  disponer  de  sus 
muertos.  Muchas  veces  hacía  largas  peregrinaciones  para 
llevarlos  a las  cavernas  ancestrales;  pero  no  siempre  le  era 
fácil  o conveniente.  No  sabía  aún,  cavar  el  suelo,  de  manera 
que  tuvo  recurso  a otro  sistema  Colocaba  el  cadáver  en  el 
suelo,  en  postura  sentada  o tendida  y lo  cubrían  con  monto- 
nes de  piedras,  como  defensa  contra  los  ataques  de  las  fieras 
o aves  de  rapiña . 

En  las  regiones  heladas  del  norte,  cuando  la  tierra  se  en- 
cuentra tan  conjelada  y dura  que  no  se  puede  abrir  fosas  en 
ella,  los  esquimales  y otras  tribus  que  habitan  aquella  zona, 
recurren  con  frecuencia  a esta  práctica. 

Después  se  acostumbraba  hacer  una  excavación  de  poca 
profundidad,  en  la  cual  enterraban  el  cadáver,  pero  conti- 
nuaban colocando  las  piedras  encima. 


(1)  Seler,  Edo  ard.  Wall  paintings  of  Milla,  a Mexican  picture  writing 
in  fresco. 

Buletin  28  del  Bureau  of  American,  Ethnology.  pp.  247  a 324.  Washing- 
ton. 1904. 


188 


RICARDO  E.  LATCHAM 


Más  tarde,  cuando  la  modesta  pila  de  piedras  se  convirtió 
en  grandes  montones  de  tierra,  estos  túmulos  o mounds  lle- 
garon a ser  casi  universales. 

La  sepultura  bajo  cairns  es  especialmente  común  en  la  Pa- 
tagonia.  Son  generalmente  circulares  y a veces  elípticos. 
Ocasionalmente  las  piedras  que  las  componen  han  sido  pin- 
tadas de  rojo— el  color  sagrado — lo  mismo  que  los  huesos 
que  contienen, 

Musters  dice  que  el  tamaño  del  cairn  depende  de  la  impor- 
tancia del  difunto  (1). 

Los  charrúas  y otras  tribus  del  Chaco,  también  levantaban 
cairns  sobre  sus  sepulturas. 

Los  araucanos  generalmente  enterraban  sus  muertos  en 
las  cimas  de  las  lomas  o morros  y levantaban  sobre  ellos 
montones  de  piedras  que  más  tarde  asumían  las  proporcio- 
nes de  verdaderos  túmulos. 

Esta  misma  clase  de  sepultura  según  Bomán,  se  encuentra 
con  frecuencia,  en  la  región  diaguita. 

«Los  caras  de  Ecuador  no  abrían  sepulturas  como  hacían 
los  quitus.  Colocaban  el  cadáver  al  haz  del  suelo,  en  lugar 
separado  de  las  poblaciones,  y poniendo  en  contorno  las  ar- 
mas y alhajas,  levantaban  al  rededor  del  cuerpo  una  pared 
baja  de  piedras  brutas,  cubierta  de  una  bóveda,  encima  de 
esto  levantaban  un  montículo  de  tierra  y piedras»  (2). 

En  época  posterior,  estas  sepulturas  tomaban  grandes 
proporciones  y formaban  los  túmulos  conocidos  con  el  nom- 
bre de  tolas. 

«Es  muy  fácil  encontrar  sepulturas  antiguas  en  cualquier 
punto  del  territorio  de  Costa  Rica,  las  cuales  se  manifiestan 
unas  veces  con  cuadrados  de  piedras  colocadas  de  punta; 
otras  por  montones  de  piedra,  también  del  río,  pero  haci- 
nadas con  tal  profusión,  que  llegan,  hasta  formar  verdaderos 


(1)  At  lióme  with  the  Patagonians.  ob.  cit.  p.  187. 

(2)  Cevallos,  Pedro  Fermín.  Resumen  de  la  Historia  del  Ecuador. 
Guayaquil.  1886. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


189 


túmulos  elípticos,  que  miden  algunos  metros  en  su  diámetro 
mayor. 

En  Sardinal,  cerca  del  viejo  pueblo  de  Diría,  hay  como 
doscientas  sepulturas  indígenas,  indicadas  por  simples  aglo- 
meraciones de  piedras  pues  esa  era  la  costumbre  antigua- 
mente establecida  en  aquella  parte  del  país»  (1). 

El  doctor  Bo  vallino  encontró  grandes  cairns  o túmulos  de 
piedras  en  la  isla  Zapatera  del  lago  de  Nicaragua  (2). 

Los  cairns  al  igual  de  los  mounds  o túmulos  eran  comunes 
por  toda  la  parte  central  y meridional  de  los  Estados  Uni 
dos  y hay  frecuente  mención  de  ellos  en  muchas  otras  par- 
tes del  continente. 

Túmulos. — Los  túmulos  o montones  de  tierra  y piedras 
elevadas  sobre  el  lugar  de  sepultura  se  encuentran  esparcidos 
por  todo  el  continente  en  enormes  números.  Varían  en  tama- 
ño, desde  el  pequeño  montículo,  hasta  llegar  a las  propor- 
ciones de  un  verdadero  cerro,  y cubren  sepulturas  en  las  más 
diversas  formas.  Generalmente  circulares  o elípticas,  sin 
embargo  en  algunas  partes  como  en  la  región  de  los  mounds 
en  los  Estados  Unidos,  asumen  formas  especiales  y aún  se 
les  encuentra  como  grandes  diseños  de  animales. 

A veces  son  elevados  sobre  simples  entierros,  otros  cubren 
sepulturas  construidas  como  dólmenes,  cistas,  pozos,  pir- 
cas, etc. 

Eri  algunas  ocasiones  no  contienen  sino  un  sólo  cadáver, 
en  otras  son  verdaderos  cementerios  y los  hay  que  cubren 
centenares  de  muertos. 

En  Patagonia  se  encuentran  algunos  túmulos,  en  aquellas 
regiones  donde  escasean  las  piedras,  principalmente  en  las 
zonas  de  los  médanos,  territorio  donde  los  indios  puelches 
tenían  sus  sepulturas.  Los  restos  humanos  que  el  señor  Mo- 
reno encontró  en  este  punto,  estaban  en  dos  círculos  de  ocho 
cadáveres  cada  uno,  sentados  perpendicularmente  y juntos 


(1)  Alfaro  Anastasio.  Antigüedades  de  Costa  Rica.  San  José  1896. 1 2 

(2)  Id.  id.  id.  p.  14. 


190 


RICARDO  E.  LATCHAM 


uno  a otro.  Cada  círculo,  de  1 metro  50  centímetros  de  diá- 
metro, estaba  cubierto  por  una  pequeña  eminencia  o monte- 
cilio  convexo,  que  naciendo  sobre  los  cráneos,  se  elevaba 
progresivamente  hasta  cerca  de  sesenta  centímetros  en  el 
centro. 

El  montecillo  funerario  que  cubre  los  esqueletos  se  presen- 
ta más  perfeccionado  y de  dimensiones  mucho  mayores  en 
las  costas  del  Rio  Chubut  y del  Santa  Cruz  (1). 

En  la  provincia  de  Entremos  se  encuentran  numerosos  tú- 
mulos de  tamaño  considerable,  llamados  por  jos  habitantes 
«cerritos».  Lista  exploró  dos  de  ellos  y de  uno  extrajo  los 
restos  de  nueve  esqueletos.  En  el  Museo  Etnográfico  de  Bue- 
nos Aires  existen  objetos  arqueológicos  extraídos  délos  tú- 
mulos de  Gualeguaychú  de  la  misma  provincia,  como  tam- 
bién de  Mazaruca. 

En  Chile  son  relativamente  numerosos  los  túmulos,  pero 
han  sido  muy  pioco  explorados  o estudiados. 

Fonck  examinó  algunos  en  San  José  de  Piguchen,  cerca  de 
Putaendo  y dice  que  había  en  la  vecindad  inmediata  más  de 
treinta.  «Se  observa  en  ellos  cierto  tipo  invariable,  alo  me- 
nos en  la  parte  central  del  país,  de  pequeñas  eminencias  muy 
fáciles  de  reconocer  por  su  agrupación  bastante  densa,  su 
forma  circular  y su  perfil  de  cono  sumamente  tendido. 

Las  excavaciones  hechas  en  cuatro  de  las  tumbas  indica- 
das permitieron  encontrara  dos  metros  de  profundidad,  dos 
esqueletos  completos,  aunque  bastante  descompuestos  y un 
gran  número  de  ollas  de  barro  bien  conservados  (2). 

En  1875,  don  Prudencio  Valderrama  descubrió  algunos 
antiguos  túmulos  en  la  Punta  de  Teatinos,  al  norte  del  Puer- 
to de  Coquimbo.  Estos  túmulos  formados,  como  todos  los 
que  se  hallan  en  el  resto  de  Chile,  de  tierra  y piedras,  cuando 


(1)  La  antigüedad  del  hombre  en  el  Plata,  ob.  cit.  p.  386-488.  T.  I. 

(2)  Fonck,  Francisco.  Las  sepulturas  antiguas  de  Piguchen.  El  Mercu- 
rio de  Valparaíso,  18  de  Diciembre  de  1896. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


191 


r.o  han  sido  desgastados  por  la  lluvia  o el  arado,  tienen  la 
forma  de  un  cono  y su  altura  dos  metros  a lo  más,  corres- 
pondía probablemente  a la  calidad  de  la  persona  a que  se 
destinaban  (1). 

Hemos  hablado  de  las  primitivas  tolas  o cairas  del  norte 
de  Ecuador.  A medida  que  progresábala  cultura  de  los  ca- 
ras, más  complicadas  y extensas  llegaron  a ser  las  tolas  has- 
ta que  asumieron  las  proporciones  de  verdaderos  mausoleos, 
cubiertos  por  túmulos.  Eran  de  diferentes  formas,  circula- 
res, ovalados  o cruciformes  y a veces  contenían  más  de  un 
cadáver. 

En  la  región  de  la  costa  de  Manabí  y Esmeraldas,  los  muer- 
ros  se  sepultaban  en  grandes  túmulos,  que  a veces  tenían  un 
piso  de  tierra  cocida  o de  adobes.  Eran  frecuentemente  rec- 
tangulares u ovalados  y planos  por  encima  con  superficies 
que  llegan  hasta  quince  metros  por  diez.  Con  frecuencia  te- 
nían un  monolito  a ambos  extremos  y un  altar  de  greda  co- 
cida. Los  cadáveres  se  encuentran  esparcidos  por  todo  el 
túmulo  (2). 

Wiener  encontró  la  misma  clase  de  túmulo  en  las  costas 
del  Perú  y dice:  «estos  túmulos  son  cerritos  o bien  colmenas 
de  muertos;  pequeños  mausoleos  que  son  cubiertos  de  tierra 
y que  a su  vez  sirven  de  base  de  una  nueva  serie  que  se  vuel- 
ven a cubrir  de  la  misma  manera  formando  así  varios  pi- 
sos» (3). 

Gieza  de  León  observó  esta  clase  de  sepultura  en  la  vecin- 
dad de  Antioquía  en  Colombia  y las  describe  de  esta  manera: 
«hacen  una  sepultura  tan  grande  como  un  pequeño  cerro,  la 
puerta  della  hacia  el  nascimiento  del  sol.  Dentro  de  aquella 
tan  grande  sepultura  hacen  un  bóveda  mayor  de  lo  que  era 
menester  muy  enlozada,  y allí  meten  al  difunto  lleno  de 
mantas,  y con  el  oro  y armas  que  tenía,  etc.»  (4). 

(1)  Revista  de  la  Sociedad  Arqueológica  de  Santiago.  N.°  1.  1880. 

(2)  Saville  M.  H.  Antiquities  of  Manabi.  New  York.  1907-10. 

(3)  Perou  et  Bolivie.  ob.  cit.  p.  329. 

(4)  Crónica,  del  Perú.  ob.  cit.  Cap.  XII. 


192 


RICARDO  E.  LATCHAM 


Los  antiguos  kakchiquels,  quichés  y mayas  de  América 
Central  levantaban  túmulos  de  importancia  sobre  las  sepul- 
turas de  sus  jefes  y colocaban  encima  una  estatua  de  la 
persona  enterrada. 

Los  lacandones  de  Chiapa  y Tabasco  construyen  sus  tú- 
mulos de  una  manera  que  merece  citar.  El  cadáver  se  ex- 
tiende de  espaldas  en  una  fosa  de  más  o menos  una  vara  de 
profundidad.  Sobre  el  abdomen  se  coloca  maíz  triturado 
para  que  el  muerto  pueda  fabricar  harina  tostada  y tortillas; 
lo  recubren  en  seguida  de  hojas  de  palma.  Sobre  estas  echan 
tierra  hasta  rellenarla  fosa,  formapdo  un  montículo  de  tie- 
rra sobre  la  sepultura  y cubriendo  todo  con  una  capa  de 
cenizas.  En  los  cuatro  puntos  cardinales  se  colocan  figuras 
de  un  perro,  fabricadas  de  hoja  de  palma.  Estas  son  los  guar- 
dianes del  muerto.  En  seguida  se  colocan  al  contorno  del 
túmulo  un  número  de  pequeños  candiles  de  cera.  Cada  uno 
de  los  deudos  hombres,  encienden  tres  o cuatro  de  estos  y las 
mujeres  y los  niños  dos  cada  uno.  Por  último  se  construye 
encima  del  túmulo  un  abrigo  de  hojas  de  palma,  de!  techo 
del  cual  suspenden  tres  calabazas,  una  con  harina  tostada, 
otra  con  agua  y la  tercera  con  tortillas  (1). 

Un  gran  número  de  túmulos  funerarios  se  encontraron  en 
el  Norte  de  Honduras  Británica,  muchos  de  los  cuales  fueron 
explorados  por  Tomás  Gann  (2). 

En  Costa  Rica  también  existen  túmulos  funerarios.  Cerca 
de  Cartago  en  un  lugar  denominado  Los  Limones,  Hartman 
halló  dosmounds  de  grandes  dimensiones,  pero  de  poca  altu- 
ra. En  el  primero  hallaron  26  cistas  y en  el  otro  39.  En  otro 
que  halló  en  Orosi  descubrió  65  cistas  o sepulturas  de  piedra. 
Cerca  de  Santiago  un  túmulo  de  forma  elíptica  contenía 


(1)  Tozzer,  A.M.  A comjparative  Study  of  thp  Mayas  and  the  Lacando- 
nes. Archaeological  Institute  Qf  Ameriqa.  New  Yprk  1905. 

(2)  Gann,  Thomas.  Mounds  in  Northern  Honduras.  19  tb.  Annual  Report 
of  the  Bureau  of  Ethnology.  T.  II.  Washington  1900. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


209 


o menos  la  mitad  de  los  sepulcros  eran  también  de  este  tipo. 

En  Chircot,  suburbio  de  Cartago,  antigua  capital  de  Costa 
Rica  exploró  205  sepulturas,  todas  de  cistas,  muchas  de  las 
cuales  por  su  tamaño  pequeño,  solo  pueden  haber  servido 
para  entierros  segundarios.  En  los  Limones,  a seis  kilóme- 
tros de  Cartago  encontró  dos  mounds  que  contenían,  el  pri- 
mero 26  cistas  y el  segundo  39  (1). 

En  el  Alto  Perú,  Nordenskióld,  encontró  cistas  en  el  valle 
de  Quiaca.  Tenían  la  especialidad  de  ser  cubiertas  de  lajas, 
sobre  las  cuales  se  habían  colocado  columnas  macizas  de 
piedra  labrada,  coronadas  por  otras  lajas  (2). 

Cistas  fueron  encontradas  en  el  Perú,  en  Chosica  y Parará 
por  Hutchinson,  quien  da  una  breve  descripción  de  ellas  en 
su  obra  (3). 

Cronau  dice:  «Los  restos  más  antiguos  de  habitantes  origi- 
nales del  Perú  son  los  sepulcros  construidos  de  cuatro  o más 
lozas,  de  1.66  metro  de  alto  por  10  a 20  centímetros  de  es- 
pesor, cubiertas  con  otra  loza,  y además,  para  mayor  segu- 
ridad de  los  cadáveres,  a los  que  estas  cajas  de  piedra  sirven 
de  última  morada,  con  un  montón  de  tierra  y piedras.  Estos 
sepulcros  antiguos  se  encuentran  en  gran  número  cerca  de 
Acora  y en  las  inmediaciones  del  lago  Titicaca»  (4). 

Bandalier  describe  numerosas  cistas  que  examinó  en  la 
isla  de  Titicaca.  Dice  que  abrieron  y midieron  85  de  ellas. 
Algunas  eran  pequeñas  y servían  sólo  para  los  restos  de  ni- 
ños. La  cabeza  del  cadáver  se  colocaba  invariablemente  ha- 
cia el  Oeste  (5). 

La  región  de  Titicaca  y toda  la  altaplanicie  perú-boliviana 
abundan  en  esta  clase  de  sepulcro. 

(1 ) Hartman  C.  V.  Archaeological  Researches  in  Costa  Rica.  Stockholm . 
] 905 . 

(2)  Arkeologiska  untersókningar.  ob.  cit. 

(3)  Two  Years  in  Perú.  Tomo  II,  pp.  45  y 49.  ob.  cit. 

(4)  América,  ob.  cit.  Tomo  I,  p.  110. 

(5)  Bandalier,  Adolph  P.  The  islands  of  Titicaca  and  Koafi.  New  York 
1910. 

COSTUMBRES. — 14 


210 


RICARDO  E.  LATCHAM 


En  la  región  Diaguita,  provincia  de  Catamarca,  en  los  an- 
tiguos cementerios  de  Fuerte  Quemado,  Garlos  Bruch  halló 
un  tipo  de  cista  bastante  curioso.  Reproducimos  su  descrip- 
ción de  ellas:  «Todos  los  sepulcros  son  i ás  bien  pequeños, 
de  forma  más  o menos  circular  u ovalada,  a veces  rectan- 
gular, con  sus  ángulos  mal  definidos,  y cuyo  interior  casi 
nunca  excede  de  1.50  metro  a 2 metros  de  diámetro  y un 
metro  de  altura;  mejor  dicho  de  profundidad.  Sobre  el  pro- 
pio piso  del  sepulcro  descansan  los  restos  fúnebres,  y se  al- 
zan las  paredes  formadas  por  lajas  muy  delgadas  y largas, 
de  un  solo  tamaño,  y colocadas  como  duelas  de  barril;  a me- 
nudo estas  paredes  son  inclinadas  de  tal  modo  que  el  diáme- 
tro déla  parte  de  arriba  supera  al  de  abajo,  diferencia  que 
les  ha  valido  el  nombre  local  de  hornos. 

En  ciertas  ocasiones  hemos  observado  que  por  la  falta  de 
lajas  laterales  bastante  largas,  se  sobrepone  a éstas  una  pir- 
ca de  piedras  colocadas  horizontalmente;  en  este  caso  el  diá 
metro  máximo  está  enlaparte  donde  descansa  la  pirca  so 
bre  las  lajas. 

Por  lo  que  se  ve,  y sin  excepción  alguna,  todas  estas  cons 
trucciones  se  han  tapado  con  piedras  muy  grandes  y chatas, 
que  estarían  o no  a la  vista;  pero  que  hoy  por  hoy  se  hallan 
cubiertas  por  una  capa  de  ripio  y pedregullo  de  medio  me- 
tro y más  de  espesor  (1). 

También  halló  cistas  en  Hualfintde  la  misma  zona. 

En  Antofagasta  de  la  Sierra  en  la  Puna  de  Atacama  el 
señor  Gerling  halló  entierros  en  cistas,  de  un  tipo  especial. 
Refiriéndose  a ellas  dice  Ambrosetti:  «Los  sepulcros  explo- 
rados por  el  señor  Gerling  tenían  una  profundidad  de  un  me- 
tro por  uno  y treinta  centímetros  de  diámetro,  completa- 
mente redondos;  las  paredes  laterales  estaban  formadas  por 
piedras  paradas  unas  al  lado  de  otras,  y el  techo,  como  he- 
mos dicho  más  arriba,  por  largas  lajas. 

(1)  Bruch,  Carlos.  Exploraciones  Arqueológicas  en  las  provincias  de  Tu- 
cumán  y Catamarca,  p.  50.  Buenos  Aires,  1911. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


211 


Lo  interesante  y característico  de  estos  sepulcros  era  un 
revoque  hecho  con  una  tierra  roja  arcillosa,  bastante  dura, 
que  parecía  una  especie  de  cemento. 

Estas  tumbas  tenían,  según  el  señor  Gerling,  la  forma  de 
un  horno  enterrado,  con  una  puerta  al  oriente,  cerrada  por 
una  piedra  bien  ajustada. 

En  la  superficie  del  suelo  no  había  señal  alguna  y sólo  se 
denunciaban  por  una  pequeña  elevación. 

Esta  forma  de  sepulcros  no  fué  observada  por  él  sino  en 
la  parte  alta  de  la  Cordillera»  (1). 

Sepulcros  en  forma  de  cistas  se  han  encontrado  también 
en  varias  partes  de  Chile. 

Hace  algunos  años  examinamos  algunas  sepulturas  de  este 
tipo  que  se  descubrieron  en  Tirúa,  en  la  costa  de  la  provin- 
cia de  Arauco,  pero  que  eran  de  una  época  anterior  a la  ocu- 
pación de  esa  comarca  por  los  actuales  araucanos  y se  deben 
con  toda  probabilidad  a los  cuneos  que  parecen  haber  sido 
los  habitantes  primitivos  de  la  región. 

Las  cistas  de  nuestra  referencia  tenían  más  o menos  un 
metro  setenta  centímetros  de  largo  por  sesenta  centímetros 
de  ancho  y cincuenta  de  profundidad,  medidas  interiores. 
Se  componían  de  lajas  plantadas  de  canto,  dos  o tres  por 
cada  costado  longitudinal.  La  cabecera  y el  pie  se  formaba 
generalmente  por  una  sola  piedra;  pero  en  un  caso  con  dos. 
El  piso  era  el  mismo  suelo,  y se  tapaban  con  otras  lajas. 
Los  cadáveres  se  colocaban  en  ellas  tendidos  de  espaldas  y 
entre  las  piernas,  hacia  los  pies,  había  unos  jarritos  de  greda 
y otros  objetos.  Se  encontraban  como  a cuarenta  centíme- 
tros debajo  del  suelo. 

En  1904  di  cuenta  de  una  cista  hallada  en  las  faldas  de 
los  Andes,  en  la  orovincia  de  Coquimbo,  que  era  en  todo 
respecto  semejante  a los  de  Tirúa.  Los  restos  hallados  en  ella 


(1 ) Ambrosettj,  Juan  B. — Apuntes  sobre  la  Arqueología  de  la  Puna  de 
Atacama.  pp.  18-19.  Revista  del  Museo  de  La  Plata.  Tomo  XII.  La  Plata. 


1905. 


212 


RICARDO  E.  LATCHAM 


pertenecían  a una  mujer  y el  cráneo,  que  estudié  en  detalle, 
era  casi  microcefalico  (1). 

El  Padre  Amberga  publicó  una  breve  descripción  de  algu- 
nas cistas  halladas  por  él  en  la  región  de  Carahue  (al  sur  de 
Tirúa).  Dice  que  las  encontró  «a  unos  veinte  centímetros  de 
profundidad:  con  precaución  sacamos  la  capa  de  tierra  que 
las  cubría  y aparecieron  dos  piedras  muy  bien  ajustadas,  en 
forma  de  tapa;  cada  una  de  treinta  centímetros  de  largo  por 
20  de  ancho.  Sacadas  esas  piedras  apareció  un  hueco  de  25 
centímetros  de  profundidad  con  las  paredes  y el  fondo  for- 
mado de  las  mismas  piedras.  Contenía  algunos  restos  en  for- 
ma de  tierra  negra,  pero  sin  ningún  signo  que  pudiese  indicar 
el  origen  de  las  sepulturas.  En  seguida  abrimos  unas  cuan- 
tas más,  cuyas  medidas  eran  todas  más  grandes  que  la  pri- 
mera; variaban  entre  50  centímetros  y 1 metro  50  de  largo, 
pero  todas  de  poca  profundidad. 

Me  interesaba  ante  todo  encontrar  un  cráneo,  o siquiera 
huesos;  pero  no  hallamos  absolutamente  nada»  (2). 

Según  Canales  hay  numerosas  cistas  en  la  vecindad  de 
Tacna. 

Hemos  tenido  noticias  del  descubrimiento  de  cistas  en 
otras  partes  del  país,  en  Petorca,  en  San  Félix  y en  Paihua- 
no,  pero  sin  poder  averiguar  los  detalles.  Sm  embargo,  con 
las  citas  que  hemos  dado,  resulta  probado  que  entierros  de 
esta  clase,  si  no  muy  comunes  en  el  continente,  eran  al  me- 
nos bastante  conocidos,  y su  construcción  probablemente 
dependía  de  la  existencia  en  la  localidad  de  materiales  apro- 
piados, más  fáciles  de  emplear  que  muchos  otros  de  los  sisté- 
mas  adoptados. 

Dólmenes  y chulpas. — Relacionados  muy  de  cerca  con  las 


(1)  Latcham  R.  E. — Notes  on  an  Ancient  Skull  from  the  Chilian  Andes. 
Man.  Tomo  IV,  p.  85-83.  London.  1904. 

(2)  Amberga,  Fray  Jerónimo  de. — Sepulturas  de  cajas  (cistes)  Revista 
Chilena  de  Historia  y Geografía.  Año  III.  Tomo  VI,  N.°  10.  Santiago  de 
Chile.  1913.  pp.  340-341. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


213 


cistas  son  los  dólmenes,  que  se  encuentran  en  algunas  partes 
dol  Norte  y Sud- América.  El  dolmen  se  construye  de  una, 
manera  idéntica  con  las  cistas,  sólo  en  vez  de  ser  subterráneo 
se  erige  sobre  el  suelo.  No  son  muy  comunes  y casi  la  única 
parte  donde  se  encuentran  en  algunos  números,  es  en  el  anti- 
guo Collao,  o sea  en  los  altiplanos  que  rodean  el  lago  de  Titica- 
ca. Más  tarde  los  collas  dieron  mayor  desarrollo  alas  sepul- 
turas superterráneas  y construyeron  torres  más  imponentes, 
que  a veces  tenían  grandes  dimensiones.  Tanto  a los  dólme- 
nes como  a l.as  torres  dieron  el  nombre  de  chulpa , que  sin 
embargo  se  emplea  generalmente  por  los  escritores  para  re- 
ferir a estas  últimas,  aun  cuando  los  indios  emplean  el  nom- 
bre para  referir  a todas  las  sepulturas  preincaicas,  construi- 
das sobre  el  suelo . 

Markham,  al  escribir  sobre  Colla-suyo,  dice  que  «los  collas 
sepultaban  sus  muertos  en  cromlechs  que  consistían  de  enor- 
mes bloques  de  piedra  y que  algunas  todavía  existen.  Más 
tarde  construyeron  torres  circulares  de  hermosa  maniposte- 
ría con  una  frisa  en  la  parte  superior.  Algunas  eran  cuadra- 
das. Los  mejores  ejemplares  se  encuentran  en  Sillustani,  cer- 
ca de  Hatun-colla,  probablemente  el  lugar  de  sepultura  de 
los  jefes  collas»  (1). 

El  mismo  autor,  en  una  obra  anterior  habla  de  una  visita 
que  hizo  a Sillustani,  donde  exploró  algunas  de  las  torres  y 
halló  en  algunas  de  ellas  numerosas  osamentas  huma- 
nas (2). 

Cronau  da  una  corta  descripción  de  estas  torres.  «Hay 
chulpas  cuadradas  y redondos  y figuran  coma  monumentos 
arquitectónicos  entre  los  más  notables  de  la  América  del  Sur., 
Las  hay  construidas  en  parte  de  piedra  sin  labrar  y en  par- 
te de  piedra  labrada;  a veces  solían  cubrirlas  con  una  capa 
de  barro,  otras  con  estuco,  y probablemente  las  pintaban. 


(1)  Markham,  Sir  Clements. — The  Incas  of  Perú,  London.  1911. 

(2)  Markham,  Clements  R.— Traveis  in  Perú  aund  India.  London.  1862. 

p.  111. 


214 


RICARDO  E.  LATCHAM  ' 


En  su  interior  tienen  cámaras  y nichos  destinados  a los  ca- 
dáveres. En  la  región  del  Titicaca  se  encuentran  grupos  de 
20  y hasta  de  100  torres  de  esta  clase,  que  se  elevan  general- 
mente sobre  las  eminencias  del  terreno,  como  en  los  mogo- 
tes, estribaciones  y lomas,  dando  un  aspecto  característico 
al  paisa  je,  sobre  todo  cuando  se  destacan  atrevidas  del  fondo 
terso  y diáfano  de  la  atmósfera. 

Igualmente  se  encuentran  semejantes  torres  en  la  penín- 
sula de  Sillustani,  que  penetra  hasta  muy  adentro  en  el 
lago  de  Umayo.  Allí  se  ven  algunas  que  miden  más  de  5 me- 
tros de  diámetro  y más  de  13  de  altura.  La  entrada  de  estos 
sepulcros  suele  ser  tan  baja  que  sólo  permite  el  paso  de  un 
cuerpo  humano.  El  interior  presenta,  o bien  una  sola  cáma- 
ra abovedada  o bien  diferentes  compartimientos  abiertos  en 
el  suelo  y cubiertos  con  losas,  o en  fin,  algunos  nichos  para 
recibir  los  muertos»  ( 1). 

Cieza  de  León  fué  el  primero  que  describió  estas  torres 
mortuorias  y dólmenes  que  todavía  empleaban  en  su  tiempo. 
Dice  que  «tienen  sus  puertas  que  salen  al  nacimiento  del  sol, 
y junto  a ellas  acostumbran  hacer  sus  sacrificios  y quemar 
algunas  cosas,  y rociar  aquellos  lugares  con  sangre  de  corde- 
ro o de  otros  animales»  (2). 

Más  adelante  prosigue:  «cerca  de  los  pueblos  estaban  las 
sepulturas  destos  indios  (collas)  hechas  como  pequeñas  torres 
de  cuatro  esquinas,  unas  de  piedras  sola  y otras  de  piedra  y 
tierra,  algunas  anchas  y otras  angostas;  en  fin,  como  tenían  la 
posibilidad  o eran  las  personas  que  las  edificaban.  Los  cha- 
piteles algunos  estaban  cubiertos  con  paja,  otros  con  unas 
losas  grandes;  y parecióme  que  tenían  las  puertas  estas  se- 
pulturas hácia  la  parte  de  levante»  (3). 

Dice  Cieza  que  en  las  provincias  de  Paria  y Charcas  se 
encontraba  la  misma  clase  de  sepultura. 


(1)  América,  ob.  cit.  Tomo  I.  pp.  110-111. 

(2)  Crónica  del  Perú.  ob.  cit.  Cap.  LXIII. 

(3)  Crónicadel  Perú.  ob.  cit.  Cap.  C. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


215 


Neveu  Lemaire  las  encontró  hasta  Oruro  por  el  sur  y 
Nordenskióld  las  halló  en  el  noroeste  de  Bolivia  y en  el  su- 
reste del  Perú.  Por  fin,  parece  haber  sido  comunes  en  toda 
la  región  de  los  collas. 

Nordenskióld  ha  hecho  un  estudio  especial  de  esta  clase  de 
construcción  en  las  provincias  de  Sandia  y Caravaya  en  el 
Perú  y en  la  de  Caupolicán  en  Bolivia,  después  de  examinar 
detalladamente  las  de  la  región  de  Titicaca  y La  Paz. 

Combate  la  idea  que  han  servido  en  primer  lugar  para  al- 
macenes o habitaciones  de  los  antiguos  pobladores,  teoría 
avanzada  por  Von  Tschudi  y después  apoyada  por  Bandalier 
y Posnansky. 

Dice  que  las  .más  antiguas  sepulturas  de  esta  clase  son  ver- 
daderos dólmenes.  Eran  pequeñas  construcciones  de  más  o 
menos  1 metro  50  de  altura.  Los  muros  son  a menudo  forma- 
dos de  grandes  lajas  de  piedra  schistoide;  otros  edificados 
de  pircas  (o  muros  de  piedra  en  seco)  con  una  laja  grande 
para  techo.  El  suelo  de  estas  pequeñas  construcciones  se  en- 
cuentra intacto ; los  cadáveres  estaban  siempre  colocados 
en  el  interior  de  ellas,  y jamás  enterrados  en  el  piso.  Cada 
sepultura  contenía  generalmente  tres  o cuatro  esqueletos.  Es- 
tos edificios  sepulcrales  se  encuentran  casi  siempre  sobre 
altura,  visibles  desde  lejos.  Sin  embargo,  algunos  estaban 
construidos  contra  las  rocas  que  las  servían  de  muro  pos- 
terior. 

Cree  que  la  mayor  parte  de  estas  sepulturas  pertenecen  a 
la  época  pre-española,  y,  que  sin  duda  eran  construidas  por 
los  antiguos  aimarás  o collas  (1). 

Disceque  nocabe  duda  que  fueron  construidas  expresamen. 
te  para  servir  como  mausoleos.  Comentando  la  idea  que  las 
chulpas  construidas  como  torres  hayan  servido  primariamen- 
te como  habitaciones  o almacenes,  llega  a la  conclusión  que 
es  errónea  y que  si  después  algunas  de  ellas  se  han  utilizado 


(1)  Arkeologiska  unders  kningar,  etc.  ob.  cit. 


21G 


RICARDO  E.  LATCHAM 


de  esta  manera,  ha  sido  solo  accidentalmente  y como  empleo 
secundario. 

Nuestra  idea  coincide  con  la  de  Nordenskiold.  Quedan 
numerosas  relaciones  del  descubrimiento  de  restos  humanos 
en  estas  sepulturas,  en  condiciones  que  dejan  de  manifiesto 
que  en  estos  casos  sólo  han  servido  de  mausoleos. Luego  tene- 
mos el  testimonio  de  Cieza  de  León  que  vió  su  construcción 
y destino  y que  declara  enfáticamente  que  eran  sepulcros. 
Markham  no  es  menos  preciso,  cuando  describe  su  explora- 
ción en  1860,  de  las  chulpas  de  Sillustani,  en  que  encontró 
los  cadáveres  in  sita  i). 

Nordenskiold  explica  el  hallazgo  en  algunas  de  ellas  de  al- 
farería rota,  huesos  de  animales  y otros  desperdicios  de  co- 
cina que  se  encuentra  generalmente  en  las  antiguas  habita- 
ciones, y que  servían  de  fundamento  a los  autores  citados 
para  considerarlas  como  casas:  por  la  costumbre  que  tenían 
los  indios  y que  aún  tienen  de  quebrar  todos  los  objetos  que 
pertenecían  a los  muertos  y de  dejarlos  juntos  con  las  provi- 
siones en  las  sepulturas. 

Agregaremos, que  las chulpastambién  servían  de  puntos  de 
reunión  para  los  deudos  donde  celebraban  algunas  de  sus  fies- 
tas, para  que  las  ánimas  de  los  muertos  pudieran  participar 
en  ellas. 

Esta  costumbre  era  común  entre  muchos  pueblos,  no  sólo 
de  América  sino  también  en  Europa  y otras  partes  del  globo. 

Cieza  de  León  nos  da  una  descripción  muy  concreta  de 
esta  costumbre,  la  que  arroja  mucha  luz  sobre  la  cuestión. 
No  habla  de  cosas  o ceremonias  antiguas  sino  de  las  que  se 
practicaban  en  el  tiempo  de  su  estadía  en  aquellos  parajes; 
la  mayor  parte  de  las  cuales  pudo  presenciar  personalmente 
en  su  viaje  a Charcas. 

Pero  es  mejor  cederla  palabra  a nuestro  autor,  quien  dice: 

«Cuando  morían  los  naturales  en  este  Collao,  llorábanlos 
con  grandes  lloros  muchos  días,  teniendo  las  mujeres  bordo- 


(1)  Travels  in  Perú  and  India,  ob.  cit.,  p.  111. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


217 


nes  eri  las  manos  y ceñidas  por  los  cuerpos  y los  parientes 
del  muerto  traía  cada  uno  lo  que  podía  así  de  ovejas,  corde- 
ros, maíz,  como  de  otras  cosas,  y antes  que  enterrasen  al 
muerto  mataban  las  ovejas  y ponían  las  asaduras  en  las  pla- 
zas que  tienen  en  sus  aposentos.  En  los  días  que  lloran  a los 
difuntos,  antes  de  los  haber  enterrado,  del  maíz  suyo,  o del 
que  los  parientes  han  ofrecido,  hacían  mucho  de  su  vino  o 
brebaje  para  beber;  y como  hubiese  gran  cantidad  deste 
vino,  tienen  al  difunto  por  más  honrado  que  si  se  gastase 
poco.  Hecho  pues  su  brebaje  y muertas  las  ovejas  y corderos, 
dicen  que  llevaban  al  difunto  a los  campos  donde  tenían  la 
sepultura;  yendo  (si  era  señor)  acompañando  al  cuerpo  la 
más  gente  del  pueblo,  y junto  a ella  quemaban  diez  ovejas, 
o veinte  o más  o menos,  como  quien  era  el  difunto;  y mata- 
ban las  mujeres,  niños  y criados  que  habían  de  enviar  con 
él  para  que  le  sirviesen  conforme  a su  vanidad,  y estos  tales, 
juntamente  con  algunas  ovejas  y otras  cosas  de  su  casa, 
entierran  junto  con  el  cuerpo  en  la  misma  sepultura  me- 
tiendo (según  también  se  usa  entre  todos  ellos)  algunas 
personas  vivas;  y enterrado  el  difunto  desta  manera,  se  vuel- 
ven todos  los  que  le  habían  ido  a honrar  a la  casa  donde  le 
sacaron,  y allí  comen  la  comida  i|ue  se  había  recogido  y be- 
ben la  chicha  que  se  había  hecho,  saliendo  de  cuando  en 
cuando  a las  plazas  que  hay  hechas  junto  a las  casas  de  los 
señores,  en  donde  en  corro,  y como  lo  tienen  de  costumbre, 
bailan  llorando.  Y esto  dura  algunos  días,  en  fin  délos  cua- 
les, habiendo  mandado  juntar  los  indios  y indias  más  pobres, 
les  dan  a comer  y beber  lo  que  ha  sobrado;  y si  por  caso  el 
difunto  era  señor  grande,  dicen  que  no  luego  en  muriendo  le 
enterraban,  porque  antes  que  lo  hiciesen  lo  tenían  algunos 
días,  usando  de  otras  vanidades  que  no  digo. 

Y para  echar  más  cargo  a sus  difuntos,  usaron  y usan  es- 
tos indios  hacer  sus  cabos  de  año,  para  lo  cual  llevan  a su 
tiempo  algunas  yerbas  y animales,  los  cuales  matan  junto  a 
las  sepulturas  y queman  mucho  cebo  de  corderos;  lo  cual 
hecho,  vierten  muchas  vasijas  de  su  brebaje  por  las  mismas 


218 


RICARDO  E.  LATCHAM 


sepulturas  y con  ello  dan  fin  a su  costumbre  tan  ciega  y 
vana»  (1). 

Dadas  estas  costumbres  no  es  raro  encontrar  en  los  chulpas 
restos  de  desperdicios  culinarios  y aún  otros  objetos  que 
pudieron  hacer  creer  que  algunas  de  ellas  se  hubiesen  ocu- 
pado como  habitaciones,  o para  guardar  provisiones. 

En  Tinti,  valle  de  Lerma  en  el  noroeste  argentino,  Boman 
halló  un  tipo  curioso  de  cámara  mortuoria  que  puede  incluir- 
se entre  la  clase  de  dólmenes.  Eran  sem  subterráneas  y pe- 
gadas a las  habitaciones;  cilindricas  en  forma  y construidas 
de  piedras  sin  mezcla,  como  pircas.  Interiormente  eran  re- 
vestidas de  lajas.  El  piso  se  formaba  de  piedras  planas  y 
eran  tapadas  poruña  gran  losa.  Las  dimensiones  interiores 
eran  de  70  centímetros  a 1 metro  de  diámetro  por  70  cen- 
tímetros de  altura.  Los  cadáveres  se  colocaban  en  ellas  en 
posición  replegada  (2). 

En  el  distrito  de  los  mounds  de  los  Estados  Unidos  y en 
otras  partes  del  continente,  los  túmulos  se  han  amontonado 
sobre  construcciones;  que  no  son  otra  cosa  que  dólmenes  se- 
pultados; edificadas  sobre  la  superficie  del  suelo  y después 
cubiertos  para  mayor  seguridad.  Algunos  de  ellos  tienen 
puertas  y aún  galerías  de  acceso.  En  otras  partes,  donde  fal- 
taban las  lajas  o losas  para  hacer  esta  clase  de  sepulturas, 
ellas  han  sido  reemplazadas  por  piedias  más  chicas  y los 
muros  construidos  en  forma  de  pirca  y techados  de  palos, 
totoras,  ramas  o cueros. 

Esta  forma  de  construcción  se  aplicó  igualmente  a los 
sepulcros  excavados  ya  sean  de  pozos  o de  fosas.  Se  forra- 
ban los  costados  de  estos  hoyos  con  muros  o pircados  y so- 
bre ellos  tendían  un  techo  que  después  servía  de  plataforma 
para  amontonar  la  tierra  extraída  de  la  fosa. 

Sepulturas  abovedadas. — Consecuente  con  la  idea  de  que 
el  peso  de  la  tierra,  cargada  sobre  el  cadáver  podría  moles- 


(1)  Crónica  del  Perú , ob.  cit.  Cap.  C.  y CI. 

(2)  Antiquities  de  la  Région  Andine.  ob.  cit.  Tomo  I.,  p.  313. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


219 


tar  o lastimar  al  muerto,  muchas  tribus  inventaron  métodos 
para  impedir  este  inconveniente.  El  primer  paso  en  este  sen- 
tido fué  probablemente  un  rudo  abrigo  de  ramas,  seguida 
por  la  colocación  de  éstas  sobre  la  boca  de  la  sepultura, 
antes  de  echar  la  tierra.  A medida  que  progresaban  sus  me- 
dios de  labranza,  estos  métodos  primitivos  también  mejora- 
ban. Troncos  o tablones  reemplazaban  las  ramas  y en  aque- 
llas partes  donde  abundaban  lajas  de  piedra  de  grandes  pro- 
porciones, éstas,  a causa  de  su  mayor  firmeza,  se  usaban 
preferentemente. 

El  último  desarrollo  de  la  idea  de  protección  del  cadáver 
sería  el  encierre  de  éste  en  algún  receptáculo,  canasto,  urna 
o ataúd,  antes  de  colocarlo  en  la  tierra  o la  sepultura.  Sin 
embargo,  algunos  pueblos  consideraban  que,  con  proteger  la 
cabeza  del  muerto  era  suficiente  i vemos  que  cuando  la  se- 
pultura se  hubiera  llenado  hasta  la  altura  de  la  cabeza  (es- 
tando el  cadáver  en  posisión  sentada)  colocaban  una  laja, 
una  piedra  grande  y a veces  una  olla,  por  encima  del  cráneo, 
para  después  seguir  el  relleno. 

Entre  los  pueblos  más  cultos,  sin  embargo,  las  sepulturas 
iban  poco  a poco  asumiendo  la  forma  de  una  bóveda,  que 
dejaba  una  cámara  libre,  dentro  del  sepulcro,  donde  se  depo- 
sitaba no  sólo  el  cadáver,  sino  también  todo  el  ajuar  fúne- 
bre que  consideraban  menester. 

Muchas  de  estas  bóvedas  no  eran  más  que  un  simple  te- 
cho, formado  de  la  manera  que  hemos  indicado;  pero  en 
otros  casos  se  construían  de  una  manera  ingeniosa,  que  de- 
muestra que  ya  tenían  conocimientos  arquitectónicos,  bas- 
tante avanzados. 

En  la  mayoría  délos  casos,  la  fosa  sepulcral  se  forraba  de 
pircas  de  piedras  en  seco,  o como  en  la  región  de  la  costa  del 
Perú  se  reemplazaba  la  piedra  por  adobes.  Cuando  los  muros, 
generalmente  en  forma  circular,  llegaban  a la  altura  uecesa- 
ria,  principiaba  la  formación  de  la  bóveda  o techo. 

Esto  se  conseguía  empleando  piedras  planas  sobresaliendo 
cada  hilera  un  poco  sobre  la  de  más  abajo  y en  dirección  al 


220 


RICARDO  E.  LATCHAM 


centro  de  la  tumba.  El  ajuste  de  las  piedras  unas  contra 
otras  impedía  que  cayesen.  Se  seguía  de  esta  manera  hasta 
que  sólo  quedaba  un  portillo  de  tamaño  reducido,  el  que  se 
cubría  con  una  piedra  de  mayor  tamaño,  que  servía  de  tapa. 

Esta  clase  de  sepultura  era  sobre  todo  común  en  la  región 
diaguito-calchaquí  y en  toda  la  región  de  los  Andes,  donde 
abundaba  la  piedra. 

Algunas  veces  eran  cuadradas,  o rectangulares,  pero  gene- 
ralmente con  las  esquinas  redondeadas. 

Una  sepultura  de  esta  forma  encontrada  en  la  Paya  (1) 
fue  descrita  por  Ambrosetti  en  1902.  La  rica  cosecha  arqueo- 
lógica hecha  en  este  sepulcro,  llevó  a la  Facultad  de  Filoso- 
fía y Letras  de  la  Universidad  de  Buenos  Aires,  a empren- 
der una  exploración  científica  en  este  lugar,  los  resultados 
de  la  cual  fueron  más  tarde  publicados  (2). 

La  expedición  abrió  sesenta  y dos  tumbas  dentro  del  perí- 
metro de  la  antigua  población.  He  aquí  lo  que  dice  el  señor 
Ambrosetti  respecto  de  la  construcción  de  e! las:  «Las  tumbas 
en  su  gran  mayoría  son  pozos  de  forma  circular  de  un  metro 
o metro  y medio  y excepcionalmente  de  dos  metros  de  diáme- 
tro y de  profundidad  variable  dentro  de  las  cifras  indicadas. 
Las  paredes  se  hallan  revestidas  con  pirca  de  piedra  rodada, 
formando  algo  así  como  el  brocal  de  un  pozo. 

Estos  pozos  se  cubrían  con  lajas  de  piedras,  pizarras,  o es- 
quistos pizarrozos,  extraídos  de  los  cerros  cercanos,  forman- 
do una  especie  de  bóveda;  como  fueron  cubiertas  después 
con  tierra,  dejaron  al  rededor  délas  mismas  algunas  piedras 
ya  sea  rodados  o lajas  formando  círculo,  a objeto  segura- 
mente de  reconocer  en  cualquier  tiempo  su  ubicación»  (3). 

(1)  Ambrosetti,  Juan  B. — El  sepulcro  de  la  Paya. 

Anales  del  Museo  Nacional  de  Buenos  Aires.  Tomo.  VIII,  (Ser.  3.  1. 1.) 
pp,  119-148.  Buenos  Aires,  1902. 

(2)  Ambrosetti,  Juan  B.— Exploraciones  Arqueológicas  en  la  ciudad 
Prehistórica  de  la  Paya.  1906-7.  2 tomos.  Buenos  Aires,  1907. 

(3)  Ambrosetti,  Juan  B. — Exploraciones  Arqueológicas  en  la  ciudad 
Prehistórica  de  la  Paya.  1906-7  2 tomos.  Buenos  Aires,  1927.  p.  82. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


221 


Bruch,  describiendo  las  sepulturas  de  Hualfín,  dice:  «Son 
estos  los  sepulcros  más  abundantes  y característicos  de  aque- 
llas regiones.  Todos  han  sido  muy  bien  ejecntados  y sobre 
la  superficie  del  suelo  se  distingue  la  parte  superior  de  la  tum- 
ba, que  termina  con  una  elevación  bien  redonda;  muchas  ve- 
ces la  acompaña  un  semi-arco  de  piedras. 

La  construcción  de  todos  estos  sepulcros  es  cuidadosa  y 
muy  sólida,  hecha  en  forma  de  una  bóveda  de  piedras 
grandes,  bien  elegidas  y ajustadas  sin  ninguna  otra  clase  de 
material. 

El  semi-arco  está  colocado  con  preferencia  con  la  abertura 
hacia  el  este,  que  correspondía  siempre  a la  cabecera  de  los 
individuos  enterrados.  En  algunos  casos  está  colocado  al 
nivel  del  suelo  y construido  por  una  simple  hilera  de  piedras, 
mientras  forma  en  otros  casos  una  pared  vertical  que  llega 
a unirse  con  la  base  de  la  misma  bóveda»  (1). 

En  otro  trabajo  Ambrosetti  dice  que  «en  los  valles  calcha  - 
quies  y en  Hualfín,  los  techos  délos  sepulcros  están  forma- 
dos por  la  superposición  paulatina  de  piedras  alargadas  que 
van  poco  a poco  cerrando  la  bóveda»  (2). 

Aguiar  dice  que  las  sepulturas  de  los  huarpes  de  Calingas- 
ta  tenían  la  misma  forma  circular  y abovedada  (3). 

En  el  Perú  las  bóvedas  mortuorias  eran  tan  comunes  como 
entre  los  Diaguitas;  sólo  había  más  variedad  de  forma.  Para 
una  descripción  de  estos  diferentes  tipos  que  sería  demasiado 
larga  para  incluirla  aquí  referimos  al  lector  a las  obras  de 
Uhle,  sobre  sus  excavaciones  en  Ancón,  lea,  Pachacama, 
Moche,  etc.,  que  traen  además  croquis  y cortes  de  los  di- 
versos tipos  (4). 


(1)  Bruch,  Carlos. — Descripción  de  algunos  sepulcros  Calchaquis.  Re- 
vista del  Museo  de  la  Plata.  Tomo  p.  11  y sig.  La  Plata  1902. 

(2)  Ambrosetti,  Juan  B. — Apuntes  sobre  la  Arqueología  de  la  Puna  de 
Atacama.  Revista  del  Museo  de  la  Plata.  Tomo  XII,  p.  18.  La  Plata  1905. 

(3)  Los  Huarpes.  ob.  cit.,  p.  286. 

(4)  Para  la  lista  de  estas  obras  verse  Bibliografía  al  ñnal. 


222 


RICARDO  E.  LATCHAM 


En  Moche  halló  verdaderos  mausoleos  construidos  con 
todo  arte,  de  adobes,  y techados  con  palos  redondos  sobre 
los  cuales  se  había  colocado  también  adobes. 

Eran  de  forma  rectangular  y contenían  varios  cadáveres, 
sin  hablar  de  numerosos  otros  objetos. 

Algunos  se  encontraban  al  pie  de  la  huaca  o pirámide  de 
la  Luna  y otros  dentro  de  la  base  de  la  pirámide  del  Sol. 

Rivero  dice  que  los  peruanos  que  ocupaban  las  faldas  oc- 
cidentales de  los  Andes  usaban  sepulcros  en  forma  de  hornos, 
hechos  de  adobes,  pero  que  eran  usados  sólo  para  el  entierro 
délas  principiales  familias. 

En  el  Ecuador  también  se  encuentran  sepulturas  hechas 
en  forma  de  bóveda.  Las  tolas  o mounds  que  construían  los 
caras,  generalmente  encerraban  sepulcros  abovedados.  Ve- 
lasco  dice  que  ellos  introdujeron  esta  costumbre  al  Ecuador. 
El  cadáver  se  tendía  en  el  suelo  o bien  se  sentaba  en  un  asien- 
to de  piedra,  y el  pariente  más  cercano  traía  una  piedra  que 
colocaba  a su  lado;  los  demás  parientes  llevaban  otras  pie- 
dras que  se  iban  dejando  puestas  en  forma  de  muro,  hasta 
que  éste  se  completaba,  incluso  una  bóveda,  que  encerraba 
completamente  el  cadáver  y los  objetos  que  con  él  sepulta- 
ban. Sobre  esta  tumba  se  amontonaba  tierra  formando  así 
un  mound  o tola  (1). 

En  Colombia,  Cieza  de  León  nos  advierte  que  los  indios 
de  Antioquía.  Ancerma  y Carrapa  sepultaban  sus  muertos 
en  bóvedas.  Los  quimbayas  construían  sepulturas  bastante 
esmeradas,  que  se  componían  de  una  o más  cámaras  above- 
dadas, comunicadas  por  galerías,  revestidas  de  blooues  de 
piedra,  o estucadas  con  greda,  que  después  se  decoraban  con 
dibujos  pintados  o grabados.  La  en  trada  a estos  mausoleos 
se  hacía  por  medio  de  escalas  o galerías  inclinadas,  o a ve- 
ces verticales.  Las  sepulturas  se  llenaban  de  una  tierra  de 
color  diferente  a la  en  que  estuviesen  cavadas  y se  cubrían 
de  un  túmulo  que  variaba  en  tamaño,  según  la  importancia 


(1)  Historia  del  Reino  de  Quito,  ob.  cit. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


223 


del  individuo  enterrado.  Las  sepulturas  se  agrupaban,  for- 
mando cementerios  y ubicadas  en  las  faldas  superiores  de  la 
cordillera.  Se  dividían  en  secciones,  por  categorías,  enterrán- 
dose juntos  todas  las  personas  de  la  misma  casta  o rango 
social  (1 ). 

Ocasionalmente  se  han  encontrado  bóvedas  sepulcrales  en 
Centro  América  y México;  pero  no  parece  haber  sido  un  tipo 
de  supultura  muy  comiin  en  aquellas  regiones. 

Tampoco  son  muy  comunes  en  Norte-América  si  excep- 
tuamos algunas  localidades  déla  región  de  los  mounds,  y las 
antiguas  tumbas  de  los  esquimales  de  la  zona  central  de  las 
costas  del  norte. 

En  Chile  se  encuentran  en  las  provincias  del  Norte  en  la 
vecindad  de  Tacna  y Arica,  aún  cuando  muchas  de  ellas 
son  primitivas  y techadas  simplemente  con  entretejidos  de 
cañas. 

El  Dr.  Dagnino  dice:  «Los  sepulcros  de  los  personajes  no 
eran  tan  sencillos.  Quedaban  sobre  el  nivel  del  suelo,  y los 
hacían  de  adobes  yen  forma  cilindrica  de  cinco  a seis  pies 
de  diámetro,  de  doce  a catorce  de  alto,  con  bóveda  como  un 
horno.  Ahí  se  sentaba  el  cadáver  y lo  emparedaban»  (2). 

Esto  confirma  lo  que  dice  Cieza  de  León,  respecto  de  las  se- 
pulturas de  los  yungas,  délas  costas  meridionales  del  Perú. 
-De  manera  que  en  mandar  hacer  las  sepulturas  magníficas  y 
altas,  y adornallas  con  sus  losas  y bóvedas,  y meter  con  el 
difunto  todo  su  haber  y mujeres  y servicio,  mucha  cantidad 
de  comida,  y no  pocos  cántaros  de  chicha  o vino  de  lo  que 
ellos  usan,  y sus  armas  y ornamentos,  da  a entender  que 
ellos  tenían  conocimiento  de  la  inmortalidad  del  ánima 
etc.»  (3). 

Nichos.  Otra  clase  de  sepultura  frecuentemente  empleada 
entre  las  antiguas  naciones  peruanas,  era  de  colocar  los 


(1)  South  American  Archaeology,  ob.  cit.,  p.  34. 

(2)  Dagnino,  Vicente.  El  Corregimiento  de  Arica.  Tacna  1909. 

(3)  Crónica  del  Perú.  ob.  cit.  Cap.  LXII. 


224 


RICARDO  E.  LATCHAM 


muertos  en  nichos,  excavados  en  las  rocas,  en  las  pirámides  o 
en  muros  macizos  edificados  expresamente. 

Cieza  de  León  nos  da  las  primeras  noticias  sobre  este  tipo 
de  sepulcro.  Hablando  del  bajo  Perú  dice: 

«En  muchos  valles  destos  llanos,  en  saliendo  del  valle  por 
las  sierras  de  rocas  y de  arena,  hay  hechas  grandes  paredes 
y apartamientos,  adonde  cada  linaje  tiene  su  lugar  estable- 
cido para  enterrar  sus  difuntos,  y para  ello  han  hecho  gran- 
des huecos  y concavidades  cerradas  con  sus  puertas,  lo  más 
primamente  que  ellos  pueden.»  (1). 

Rivero  y Tschudi  citan  la  descripción  dada  por  el  señor 
Juan  Crisóstomo  Nieto  de  las  maravillosas  ruinas  de  Quelap. 
Habla  de  una  enorme  estructura  de  tierra,  cercada  por  mu- 
ros de  piedra,  cuya  base  tenía  3,600  pies  de  largo  por570  pies 
de  ancho.  El  primer  muro  tenía  una  altura  de  150  pies.  Esta 
servía  de  plataforma  para  otra  de  la  misma  forma,  pero  de 
menores  dimensiones;  que  también  tenía  150  pies  de  altura 
de  modo  que  la  estructura  total  tendría  una  altura  de  cerca 
de  cien  metros. 

En  este  edificio  cuyos  muros  exteriores  eran  de  piedra  la- 
brada, se  encontraba  «una  multitud  de  habitaciones  o cáma- 
ras, construidas  de  piedra  cortada,  de  18  pies  por  15  pies;  y 
en  estas  cámaras,  como  también  en  los  muros  exteriores  se 
hallaron  nichos,  formados  artificialmente  de  una  vara  o me- 
nos de  largo  por  media  vara  de  ancho,  en  los  cuales  se  depo- 
sitaban los  huesos  de  los  muertos.  Algunos  de  estos  son  des- 
nudos, otros  envueltos  en  paños  de  algodón  muy  gruesos  y 
algunas  veces  bastante  toscos,  todos  con  bordes  multicolores. 
La  única  diferencia  entre  estos  nichos  y los  de  nuestros  pan- 
teones, es  su  profundidad;  porque  en  vez  de  dos  o tres  varas 
que  nosotros  los  damos,  para  colocar  el  cadáver  en  posición 
tendida,  ellos  no  empleaban  sino  dos  o tres  pies,  porque  los 
replegaban  de  manera  que  la  punta  de  la  barba  descansaba 


(1)  Crónica  del  Perú.  ob.  cit.  Cap.  L/XIII. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


225 


sobre  las  rodillas  y las  manos  abrazaban  las  piernas  y su 
postura  en  general  se  asemejaba  a la  de  un  feto  de  cuatro 
meses»  (1). 

En  varias  partes  del  antiguo  territorio  de  Chimu  se  encuen- 
tran nichos  en  los  gruesos  muros  de  adobes  que  circundaban 
los  templos  y palacios.  Weiner  menciona  uno  de  estos  ce- 
menterios, que  se  utiliza  actualmente  para  panteón  del  pue- 
blo de  Santiago  de  Gao,  cerca  de  Trujillo,  habiéndose  ahon 
dado  los  nichos  que  se  encontraban  en  hileras  en  los  gruesos 
muros  de  adobes  (2). 

Otros  ejemplos  de  nichos  han  sido  descubiertos  en  México 
y en  Arica,  pero  sólo  de  una  recurrencia  esporádica  y nó 
como  una  forma  de  sepultura  generalizada,  y podemos  decir 
que  este  tipo  de  sepulcro  existía  casi  exclusivamente  en  las 
tierras  de  las  costas  del  Perú. 

Sepultura  en  urnas. — El  empleo  de  urnas  o tinajas  de  gre- 
da cocida  para  depositorios  de  restos  humanos,  ha  sido  bas- 
tante generalizado  sobre  una  gran  porción  del  continente, 
tanto  en  Norte  como  en  Sud-América,  desde  la  parte  cen- 
tral de  los  Estados  Unidos  hasta  el  grado  35  latitud  Sur. 
Ocasionalmente  se  ha  encontrado  fuera  de  este  radio,  pero 
sólo  en  casos  aislados,  a veces  no  bien  establecidos. 

Este  método  de  disponer  de  los  muertos  que  consistía  en 
sepultar  los  restos,  incinerados  o nó,  en  vasijas,  con  o sin 
tapa,  o bien  invertidas  sobre  los  despojos,  se  practicaba  por 
los  indios  de  ciertos  lugares,  desde  el  Pacífico  hasta  el  Atlán- 
tico, dentro  de  la  zona  indicada;  pero  en  ninguna  parte  ha 
sido  universal,  o la  única  forma  de  sepultura,  siempre  se  ha 
hallado  acompañada  de  otros  métodos,  aun  cuando  en  cier- 
tas regiones  como  en  una  parte  del  Brasil  y en  el  territorio 
Diaguita  era  bastante  generalizado. 

No  sólo  era  costumbre  precolombiana  sino  que  persistió 


(1)  Antigüedades  Peruanas,  ob.  cit.  p.  273. 

(2)  Perou  et  Bolivie.  ob.  cit. 

COSTUMBRES. — C 


226 


RICARDO  E.  LATCHAM 


hasta  la  época  histórica  y entre  algunas  tribus  como  los  tu- 
pis existe  en  algunas  localidades  hasta  ahora. 

No  es  éste  el  lugar  para  agitar  la  debatida  cuestión  de  los 
orígenes  de  esta  costumbre  en  Sud-América  o de  averiguar 
sí  o nó  se  debe  a influencias  tupi-guaraníes;  sólo  daremos 
unos  breves  datos  de  las  diferentes  regiones  donde  se  prac- 
ticaba y las  especialidades  que  presentaban  algunas  locali- 
dades. 

En  la  hoya  del  Amazonas  es  casi  universal  la  costumbre 
del  entierro  segundario  en  urnas;  pero  es  muy  raro  encontrar 
que  la  sepultura  primaria  o provisoria  sea  de  esta  manera. 
Generalmente  entierran  los  cadáveres  en  el  suelo  hasta  que  se 
descompone  la  carne,  y los  huesos  después  de  limpiarlos  bien, 
los  entierran  definitivaruente  en  urnas  de  greda,  tapadas  de 
otras  vasijas  del  mismo  material.  La  costumbre  de  descar- 
nar los  huesos  antes  de  darles  sepultura  definitiva  es  carac- 
terística de  los  aruacs,  los  caribes  y de  algunas  tribus  de  los 
gés  que  han  estado  en  constante  contacto  con  estos  últimos. 

Más  al  sur  encontramos  las  tribus  a que  los  etnólogos  han 
puesto  el  nombre  genérico  de  tupi-guaraníes,  que  dicho  sea 
de  paso  no  es  una  agrupación  étnicamente  correcta,  sino  que 
refiere  a aquellas  naciones  emparentadas  por  su  idioma,  pe- 
ro que  son  de  diferentes  estirpes. 

La  mayor  parte  de  estas  tribus  o naciones  emplean  o han 
empleado  la  costumbre  de  enterrar  sus  muertos  en  urnas,  no 
en  la  forma  segundaria  que  hemos  notado  entre  los  pueblos 
de  más  al  norte,  sino  como  entierro  primario  y único,  colo- 
cando el  cadáver  en  la  urna  antes  de  darle  sepelio. 

Sin  embargo,  no  se  puede  decir  que  esta  diferencia  de  en- 
tierros primarios  y segundarios  haya  sido  absoluta  en  las  dos 
regiones,  porque  se  conocen  casos  en  que  unos  y otros  han 
modificado  el  sistema  cuando  las  circunstancias  así  lo  exi- 
gían. Las  tribus  tupi-guaraníes  descarnaban  los  huesos  de  los 
que  morían  o caían  en  batalla,  lejos  de  sus  hogares,  para  lle- 
varlos con  mayor  facilidad  al  lugar  ancestral  donde  debían 
enterrarlos. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


227 


Algunas  tribus,  como  los  cayuas,  que  antes  enterraban  sus 
muertos  en  urnas,  ahora  los  sepultan  directamente  en  el 
suelo. 

Varias  naciones  del  Chaco  (de  Bolivia  y de  Paraguay), 
también  habían  adoptado  la  costumbre  de  que  hablamos; 
suponiéndose  que  ésta  se  debe  a influencias  tup'-guaraníes. 

Otra  zona  donde  se  encontraba  bastante  generalizada  esta 
clase  de  sepultura,  era  la  región  Diaguita-Calchaquí  en  el 
noroeste  de  la  Argentina.  Aquí  se  han  encontrado  entierros 
primarios  y segundarios;  pero  sin  embargo  la  sepultura  en 
urnas  era  sólo  uno  de  los  estilos  empleados  para  dar  sepelio 
a los  muertos,  siendo  mucho  más  común  el  entierro  directa- 
mente en  la  tierra  o en  sepulturas  abovedadas. 

En  Chile,  en  el  Perú,  el  Ecuador  y Colombia  también  se 
han  encontrado  restos  humanos  sepultados  en  urnas  de  gre- 
da, sin  que  esta  costumbre  haya  sido  muy  común. 

En  la  América  Central  y en  México,  usaban  con  frecuen- 
cia urnas  mortuorias;  pero  generalmente  con  el  objeto  de 
conservar  las  cenizas  de  aquellos  jefes  cuyos  cadáveres  ha- 
bían sido  incinerados.  En  la  parte  Sur  de  los  Estados  Unidos 
se  ha  empleado  el  mismo  procedimiento  para  entierros  pri- 
marios y segundarios,  como  también  para  guardar  los  res- 
tos incinerados  de  los  difuntos. 

Otro  empleo  de  la  urna,  que  se  ha  encontrado  esporádica- 
mente tanto  en  el  Norte  como  en  Sudamérica,  es  el  de  co- 
locar una  vasija  invertida  sobre  los  restos  enteros,  o bien  so- 
bre la  cabeza  del  muerto. 

Cuando  las  urnas  se  empleaban  para  receptáculos  para  los 
restos  humanos,  casi  siempre  se  las  tapaban;  a veces  con 
una  piedra,  pero  gpneralmente  con  otra  vasija,  grande  o pe- 
queña, según  el  caso. 

Las  urnas  mortuorias,  aún  cuando  eran,  en  la  inmensa 
mayoría  de  casos,  fabricadas  de  greda,  no  lo  eran  siempre  y 
tenemos  ejemplos,  como  en  California,  donde  eran  de  pie- 
dra. Otras  veces,  cuando  se  trataba  de  la  conservación  de  las 


228 


RICARDO  E.  LATCHAM 


cenizas  de  individuos  incinerados,  estas  se  guardaban  en  ur- 
nas de  metal,  oro  o plata  de  preferencia. 

Urnas  de  esta  clase  se  han  hallado  en  el  Perú,  el  Ecuador, 
Colombia  y México;  pero  son  excepcionales. 

No  siempre  las  urnas  se  fabricaban  expresamente  para 
usos  funerarios.  A menudo  se  valían  de  vasijas  que  habían 
servido  para  usos  domésticos  y es  frecuente  hallarlas  tizna- 
das de  hollín  o humo;  porque  ántes  se  han  utilizado  como 
ollas  de  cocina. 

Los  tucunas,  tribu  de  los  indios  juris  de  la  región  de  las 
Amazonas,  fabrican  grandes  tinajas  de  boca  ancha  para 
guardar  sus  licores  fermentados.  Estos  jarros  que  a veces 
tienen  capacidad  de  ochenta  o más  litros,  son  pintados  ex- 
teriormente  con  listas  cruzadas  de  varios  colores.  Cuando 
mueren  los  dueños  de  casa  son  frecuentemente  sepultados 
en  estos  jarros,  los  que  se  entierran  en  el  piso  de  las  habita- 
ciones (1). 

Estos  indios  a diferencia  de  la  mayor  parte  de  sus  vecinos 
no  descarnaban  los  huesos  de  sus  difuntos  ántes  de  ente- 
rrarlos. 

Los  omaguas  que  habitan  la  confluencia  de  los  ríos  Putu- 
mayo  y Marañón,  entierran  sus  muertos  de  la  misma  mane- 
ra, como  también  lo  hacen  sus  vecinos  los  ticunas. 

En  una  exploración  del  Igaropé,  tributario  izquierdo  del 
Cumany  se  descubrieron  dos  cavernas,  en  las  cuales  se  ha- 
llaron dieciocho  vasijas  de  rica  y variada  cerámica  indígena. 

Estaban  colocadas  de  dos  en  dos  semejantes,  pero  los  di- 
ferentes pares  eran  de  diversas  formas  y tamaños  Estas  ti- 
najas en  su  totalidad  encerraban  huesos  calcinados,  que  por 
su  abundancia  parecen  haber  sido  de  más  de  un  individuo. 
Una  de  estas  tinajas  tenía  forma  de  lebrillo  o barreño,  con 
pequeños  agujeros  en  el  fondo,  otras  tenían  la  forma  de  una 
bandeja,  y eran  ornamentadas  en  Jos  cuatro  ángulos  y lados. 


(1)  Bates,  Heítry  W.  The  Naturalist  on  the  River  Amazon.  Tomo  II 
p.  194.  London.  1863. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


229 


Una  tercera  tenía  la  forma  de  un  sombrero  colocado  sobre 
un  pequeño  cilindro;  otras  de  forma  esférica  sobremontadas 
de  un  cuello  alargado  y amplio.  La  mayor  parte  de  ellas  te- 
nían la  forma  de  olla  panzuda  y baja,  con  largo  pescuezo 
ornamentado  con  un  desproporcional  rostro  de  indio.  De  la 
panza  parten  brazos  y piernas,  casi  en  miniatura.  En  un  par 
de  estas  piezas  se  veían  orejas  agujereadas  y senos,  lo  que 
hace  presumir  que  contenían  cenizas  o restos  de  sexo  feme- 
nino. Todas  con  excepción  de  las  barrigudas,  que  estaban 
blanqueadas  con  una  capa  de  resina  de  Tutahycica , estaban 
ornamentas  con  pinturas  de  diversas  formas  y gustos  (1). 

El  doctor  Marcano  dice  que  se  encontraron  urnas  mortuo- 
rias en  la  caverna  de  Cucurital,  en  la  región  del  Orinoco  (2). 
Estos  entierros  eran  segundarios. 

En  ¡a  caverna  de  Babilonia  descubierta  en  1875  sobre  las 
márgenes  del  Río  Doce,  Minas  Geraes,  en  Brasil,  se  encon- 
traron igualmente  urnas  mortuorias  con  restos  de  niños,  fa- 
jados en  hojas  de  Vriesea.  Los  adultos  hallados  en  la  misma 
caverna  estaban  envueltos  en  sus  redes  (3). 

Las  urnas  más  hermosas  son  las  halladas  en  las  islas  a la 
boca  del  Amazonas,  especialmente  en  las  de  Marajo,  Paco- 
val  y Pará,  como  también  en  el  río  Maraca.  Aquí  se  hallan 
urnas  en  forma  de  hombres  y animales.  Otras  tienen  faccio- 
nes humanas  pintadas  en  el  cuello.  Algunas  más  modernas 
tienen  forma  cilindrica.  En  Pará  las  han  hallado  con  faccio- 
nes humanas  en  relieve;  en  Atures  con  asas  en  forma  de  ser- 
pientes y lagartos. 

Urnas  mortuorias  de  diversas  clases  se  han  descubierto  en 
varios  parajes  de  la  hoya  del  Orinoco  y otras  partes  de  Ve- 
nezuela, pero  en  todas  estas  regiones  la  costumbre  de  sepul- 


(1)  Goeldi,  E.  A.  Memoria  do  Museu  de  Historia  Natural  e Etimología 
da  Para.  1900. 

(2)  Ethnographie  precolombienne  du  Venezuela,  ob  cit. 

(3)  Lacerda  Peyxoto.  Contribuyes  etc.  ob.  cit.  p.  54. 


230 


RICARDO  E.  LATCHAM 


tura  en  urnas  es  sólo  ocasional  y es  más  frecuente  encontrar 
otras  clases  de  entierro. 

En  Brasil  un  gran  número  de  tribus,  principalmente  de  la 
familia  tupi-guaraní  conservaban  sus  muertos  engrandes  va- 
sijas que  enterraban  en  la  choza  donde  había  habitado  el  di- 
funto. 

Más  al  sur  en  ambas  orillas  del  Paraná,  en  Misiones  y en 
Paraguay  se  encontraba  la  misma  costumbre;  aún  entre  na- 
ciones de  diferente  estirpe. 

.41  padre  Sánchez  Labrador,  tan  minucioso  en  su  estudio 
de  los  mbayas,  no  se  le  escapó  esta  costumbre  y nos  da  una 
breve  descripción  que  merece  reproducirse:  «Al  enfermo, 
cuando  quería  agonizar,  le  metían  en  una  tinaja  de  boca  an- 
cha; tapábanlo  con  un  plato  a modo  de  cobertera  y así  le 
enterraban  dos  veces,  una  antes  de  morir  en  la  tinaja,  y otra 
con  la  tinaja  en  tierra»  (1). 

Advierte  al  mismo  tiempo  que  en  1766  esta  costumbre 
había  caído  en  desuso. 

Las  tribus  de  origen  guaraní  que  habitan  el  Chaco  bolivia- 
no, los  guarayos  y chiriguanos,  conservan  las  mismas  cos- 
tumbres que  sus  congéneres  de  Paraguay  y Brasil  y conti- 
núan sepultando  sus  muertos  en  urnas. 

El  doctor  Chervin,  citando  a Thouar  dice  que  «la  viuda 
rompe  por  el  medio  una  gran  tinaja  de  barro,  llamada  yam- 
bui , que  servía  para  preparar  la  chicha.  Se  colocaba  la  parte 
inferior  en  la  fosa  (caverna  en  medio  de  la  cabaña),  se  mete 
al  difunto  en  ella  y lo  cubre  con  la  parte  superior  del  ja- 
rro» (2). 

Nordenskióld  en  sus  exploraciones  arqueológicas  del  No- 
reste de  Bolivia  halló  numerosos  entierros  en  urnas  entre 
las  tribus  de  aquella  región,  así  en  la  provincia  de  Sara,  al 


(1)  El  Paraguay  Católico,  ob.  cit.  Tomo  I.  p.  62. 

(2)  Anthropologie  Bolivienne.  Tomo  I.  p.  99.  ob.  cit.  cita  a Thouar  A . 
Explorations  dans  l’Amerique  du  Sud.  Paris  1891.  p.  52. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


231 


norte  de  Santa  Cruz  de  la  Sierra,  las  halló  en  sepulturas  en 
dos  puntos  del  Río  Palacios;  en  Mojos  encontró  numerosas 
urnas  pintadas  que  habían  servido  de  sepulcros,  la  mayor 
parte  de  las  cuales  se  encontraron  en  túmulos  o mounds. 
En  uno  de  ellos  que  llama  Mound  Hermnarck  halló  43  urnas. 
Cree  que  pueden  ser  indicios  de  influencias  guaraníes. 

Además,  hace  las  siguientes  citas  de  otros  pueblos.  En  la 
península  de  Goijiro  una  sepultura  en  urnas  fué  hallada  por 
Candelier,  en  Río  Branco  en  Brasil  por  Martino,  en  Urucú  y 
Corayurú  por  el  mismo  explorador,  en  el  Río  Ucayalí  por 
Grandidier.  Figueroa  descri!  e la  sepultura  segundaria  de 
huesos  descarnados,  como  practicada  en  su  tiempo  en  Mai- 
nas,  entre  los  Xeberos,  Cocamas,  Cocamillas,  etc.  Una  vez 
limpiados  los  huesos  «los  meten  en  una  tinaja  mediana,  an- 
gosta y larga,  pintada  y formando  en  ella  un  mascarón  del 
mismo  barro. 

Bien  tapada  la  boca  de  la  tinaja,  tienen  assí  los  huesos  en 
sus  casas,  donde  varias  veces  he  visto  hileras  destas  sepul- 
chros;  en  ellos  los  llevan  de  unas  partes  a otras,  guardán- 
dolos hasta  tanto  tiempo  que  parece  es  un  año;  entonces 
entierran  las  tinajas  con  su  ossamenta  para  olvidar  a sus  di- 
funtos». (Relación  de  las  Misiones  déla  Compañía  de  Jesús 
en  el  país  de  los  Magnas.  Colección  de  libros  y documentos 
referentes  ala  Historia  de  América. Tomo  I.  Madrid  1904)  (1). 

Sobre  el  entierro  en  urnas  en  la  región  noroeste  argentino 
hay  un  cúmulo  tan  grande  de  datos,  que  sería  imposible 
consignarlos  todos  aquí.  Basta  decir  que  la  mayor  parte  de 
las  vasijas  contenían  sólo  restos  de  niños  de  tierna  edad; 
pero  que  en  algunas  partes  también  se  han  encontrado  res- 
tos de  adultos  sepultados  de  la  misma  manera;  especialmen- 
te en  el  Valle  de  Lerma  y en  Pampa  Grande. 


(1)  Nordenskióld,  Erland.  Urnengráber  und  Mounds  iin  Bolivianis 
ohen  Flachlaude.  Baesseler  Archiv  fiir  Valkerliunde.  Tomo  III.  Entrega  5, 
Leipzig.  1913. 


232 


RICARDO  E.  LATCHAM 


Para  mayores  datos  sobre  estas  sepulturas,  referimos  a 
nuestros  lectores,  a la  rica  literatura  arqueológica  argentina, 
donde  en  las  obras  de  Moreno,  Quiroga,  Ambrosetti,  Torres, 
Debenedetti,  Lafone  Quevedo,  Outes,  Lelimann-Nitsche, 
Biuch  y otros  (1 ) hallarán  un  enorme  acopio  de  datos  al  res- 
pecto; como  también  al  primer  tomo  de  la  obra  de  Bomán 
donde  está  resumida  la  cuestión. 

Diremos  aquí,  sin  embargo,  que  aun  cuando  estamos  de 
acuerdo  con  las  conclusiones  de  este  último  autor,  en  cuan- 
to a la  evidencia  de  las  influencias  guaraníes  en  los  valles  de 
Lerma  y San  Francisco,  no  lo  estamos  respecto  de  las  sepul- 
turas de  muchas  otras  partes  de  la  región  diaguita.  Nos  pa- 
rece indudable  que  la  introducción  de  la  costumbre  de 
sepultura  en  urnas  en  los  valles  nombrados  y otros  circun- 
vecinos son  de  época  relativamente  moderna  y se  debe  tal 
vez  a la  misma  corriente  migratoria  que  llevó  a los  chiri- 
guanos y otras  tribus  guaranizadas  al  Chaco  de  Bolivia.  La 
misma  observación  no  se  puede  hacer  respecto  de  numerosos 
otros  hallazgos  déla  región  diaguito- calchaquí,  donde  se 
han  encontrado  urnas  de  épocas  muy  anteriores  y de  formas 
y decoración  que  nada  tienen  en  común  con  las  similares 
guaraníes. 

Tampoco  estamos  de  acuerdo  con  aquellos  autores  que 
quieren  hacer  depender  esta  costumbre,  dondequiera  que  se 
encuentre  en  el  continente,  de  un  solo  origen.  No  vemos  la 
necesidad  de  buscar  siempre  orígenes  comunes  para  todas  las 
costumbres,  por  extrañas  que  nos  parezcan,  que  encontramos 
esparcidas  por  muchas  zonas  diferentes  y aun  en  distintos 
continentes. 

Muchas  veces  la  existencia  de  costumbres  o artefactos  si- 
milares entre  pueblos  diversos,  se  debe  indudablemente  a 
contactos  o a la  expansión  de  influencias  culturales,  pero  no 


(1)  La  nómina  de  las  más  importantes  de  estas  publicaciones  se  hallará 
en  la  bibliografía  al  final  de  este  ensayo. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


233 


es  la  única  manera  de  explicar  estos  fenómenos,  ni  siempre 
la  manera  más  lógica. 

Sin  embargo  presenta  una  tentación  al  investigador,  que 
con  frecuencia  le  hace  incurrir  en  errores  y causa  confusión 
de  ideas  y de  consideraciones. 

Desgraciadamente  ha  sido  una  cuerda  demasiado  tocada, 
y estas  influencias,  asumidas  muchas  veces  a priori , sin  ver- 
daderis  fundamentos,  dan  lugar  a teorías  que  copiadas  de 
un  autor  a otro  difunden  impresiones  que  a menudo  no  tie- 
nen más  base  que  la  imaginación. 

Cuando  hablemos  de  influencias  culturales  impartidas  por 
un  pueblo  a otro  por  medios  directos  o indirectos,  debemos 
examinar  bien  las  premisas,  y no  dejarnos  llevar  por  la  se- 
mejanza de  una  costumbre  aislada,  que  puede  o no  haberse 
adquirido  de  afuera.  Si  existen  otros  indicios  colaterales,  se 
aumentan  las  probabilidades;  pero  aun  entonces,  no  siem- 
pre es  segura  tal  dedución. 

Si  comparamos  las  culturas  respectivas  de  los  indios  pue- 
blos de  Arizona.  NuevoMéxico,  yla  regióndiaguila-calchaquí; 
nos  asombran  los  numerosos  puntos  en  que  se  asemejan;  en 
artefactos,  en  estilo  artístico,  en  sus  construcciones,  costum- 
bres, etc.  Pero,  ¿quién  se  atreverá  a decir  que  estas  semejan- 
zas por  no  decir  identidad;  se  derivan  de  un  contacto  más  o 
menos  lejano,  o de  influencias  entre  unos  y otros  pueblos? 
Sólo  se  puede  deducir  que  en  semejantes  condiciones,  existe 
la  tendencia  en  el  hombre  de  desarrollarse  mentalmente  de 
una  manera  parecida,  adaptándose  instintivamente  a las  ne- 
cesidades impuestas  por  tales  condiciones. 

La  costumbre  de  enterrar  en  urnas,  la  encontramos  dema- 
siado repartida,  entre  naciones  de  tantas  diferentes  estirpes  e 
índoles,  para  creer  que  se  ha  originado  sólo  en  un  punto  y 
extendido  después  a todo  los  demás. 

Es  preciso  tomar  en  cuenta  que  el  camino  del  desarrollo 
cultural  es  más  o menos  igual  en  todas  partes. 

Las  necesidades  de  los  pueblos  son  parecidas.  Así  notamos 
que  con  la  introducción  de  la  alfarería  uno  de  los  usos  prin- 


234 


RICARDO  E.  LATCHAM 


cipales  de  las  vasijas  fabricadas  era  de  servir  de  depósitos 
para  guardar  las  semillas,  bayas,  frotas  y otros  objetos  que 
formaban  la  provisión  de  alimentos  recogidos  por  sus  dueños. 

¿Qué  más  natural  entonces,  que,  cuando  el  desarrollo  de 
sus  ideas  sobre  la  nocesidad  de  guardar  los  restos  de  sus 
muertos  hacía  preciso  buscar  algún  receptáculo  apropiado 
para  este  objeto,  recurriesen  a sus  vasijas  que  ya  le  presta- 
ban tan  importantes  servicios? 

Más  aún  sería  esto  en  el  caso  de  las  mujeres,  tomando  en 
cuenta  que  entre  la  mayor  parte  de  las  tribus  la  propiedad 
del  difunto  no  podría  volverse  a usar. 

Encontramos  esta  explicación  mucho  más  razonable  que 
la  de  buscar  contactos  forzados  que  en  muchos  casos  no 
podrían  establecerse.  Explica  también  las  diferencias  que  en- 
contramos entre  el  tipo  de  vasija  usado,  el  modo  de  em- 
plearla, etc,  puesto  que  con  frecuencia  no  sería  más  que  el 
remplazo  de  una  forma  de  envoltura  anterior. 

Opina  el  Sr.  Bomán  que  si  exceptuamos  la  región  diaguita 
y algunos  casos  aislados  en  la  Puna  de  Jujuy,  esta  manera 
de  sepultura  fué  práticamente  desconocida  en  la  región  ando 
peruviana.  Si  refiere  aquí  solamente  a la  zona  primitiva  de 
los  incas,  antes  de  la  extensión  de  su  imperio,  es  indudable 
que  tiene  razón;  pero  si  incluye  en  esta  zona  la  mayor  exten- 
sión de  dicho  imperio  hallamos  numerosas  excepciones;  al- 
gunas de  los  cuales,  en  justicia  debemos  declarar,  se  deben 
a descubrimientos  posteriores  a la  publicación  de  su  obra. 
Estas  se  aumentan  si  tomamos  la  región  andina  en  general, 
y dejan  establecido  el  hecho  de  que  esta  costumbre  era  más 
repartida  de  lo  que  se  ha  pensado.  También  es  preciso  tomar 
en  cuenta  que,  con  excepción  de  unos  pocos  puntos  en  la  cos- 
ta del  Perú,  no  se  han  hecho  excavaciones  sistemáticas  en 
gran  escala  como  en  la  región  Argentina  y es  probable  que 
habrán  todavía  muchos  nuevos  descubrimientos.  Por  ejem- 
plo; hasta  hace  muy  pocos  años  no  se  conocía  en  Chile  otro 
caso  de  sepultura  en  urna  que  el  mencionado  por  Medina» 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


235 


de  Patagüilla  cerca  de  Curicó  (1).  Ahora,  sin  embargo,  se  sabe 
que  este  no  era  un  caso  completamente  aislado  y que  se  han 
encontrado  enj  otros  puntos.  El  Dr.  Oyarzún  encontró  sepul- 
turas en  urnas  cerca  del  puerto  de  San  Antonio.  Dice:  «En 
unos  seis  esqueletos  que  exhumamos  vi  que  todos  ellos  esta- 
ban dentro  de  ollas  de  greda  de  unos  sesenta  centímetros  de 
alto. 

Estas  ollas  estaban  todas  ellas  quebradas,  detal  manera  que 
sólo  pudimos  recoger  fragmentos,  sin  poder  reconstituir  ni 
una  s-ola.  Su  composición  era  mui  ordinaria  y no  presentaban 
dibujos  de  ninguna  clase.  Los  cadáveres  estaban  en  cuclillas, 
las  rodillas  alcanzaban  al  mentón,  y los  miembros  superiores 
doblados  tenían  las  manos  al  nivel  de  los  hombros.  Dentro  de 
las  mismas  ollas  o urnas  se  encontraban,  acompañando  el  ca- 
dáver, uno,  dos  y hasta  tres  cantaritos  de  greda  cocida  ordi- 
naria V sin  dibujos. 

En  una  urna  pequeña,  pero  totalmente  destruidas  encon- 
tramos los  sertos  apenas  aparentes  de  un  miño  muy  chico  o 
guagua»  (2). 

Guevara  nos  avisa  que  él  ha  examinado  urnas  usadas  para 
sepulturas  en  las  provincias  de  Malleco  y Cautín  en  pleno  te- 
rritorio araucano.  Dice:  «los  trabajos  agrícolas  practicados 
en  faldas  y alturas,  han  sacado  a la  superficie  del  suelo  gran- 
des ollas  de  arcilla  o tinajas  anchas  en  su  base  y progresiva- 
mente angostas  hacia  arriba,  con  una  tapa  superpuesta. 
Contienen  estas  vasijas  algunos  restos  del  cuerpo,  que  indican 
sin  lugar  a duda  que  el  cadáver  entero  o destrozado,  o bien 
los  huesos  han  sido  colocados  antes  de  la  cocción  dentro  de 
esta  urna  primitiva»  <3). 

Naturalmente  aquí  se  trata  de  entierros  segundarios. 


(1)  Medina,  José  Toribio.  Los  Aborígenes  de  Chile.  Santiago  1884. 

(2)  Oyarzun,  Dr.  Aurelio.  Los  Kjoekkenmoeddinger,  o cónchales  de 
las  costas  de  Melipilla  y Casablanca,  p.  14.  Santiago  1910. 

(3)  Guevara,  Tomás.  Psicología  del  pueblo  araucano,  p.  275.  Santiago 
1908. 


236 


RICARDO  E.  LATCHAM 


En  un  trabajo  anterior  el  autor  trató  del  mismo  punto  y 
agrega  que  hay  indios  que  conocen  por  tradición  este  he- 
cho (1). 

Hemos  examinado  personalmente  tres  urnas  mortuorias 
que  contenían  restos  humanos  halladas  todas  en  la  región 
subandina,  de  las  provincias  de  Coquimbo  y Atacama.  Son 
estas  de  tipo  del  todo  semejante  a las  halladas  en  la  región 
diaguita,  y este  hecho  junto  con  el  hallazgo  de  muchos  otros 
artefactos  que  indican  muy  claramente  las  mismas  influencias 
nos  hace  creer  que  el  pueblo  diaguita  habitaba  ambos  lados 
de  la  cordillera.  Hace  algunos  años  hicimos  una  observación 
al  efecto  (2)  y desde  entonces  hemos  tenido  la  satisfacción 
de  ver  confirmada  de  otras  fuentes  nuestra  opinión. 

En  la  cordillera  de  San  Juan,  al  atenerse  alo  que  dice 
Ameghino,  tambiénsehan  encontrado  urnas  funerarias.  Dice: 
Los  esqueletos  estaban  colocados  en  grandes  vasijas  de  ba- 
rro. El  espesor  de  estas  urnas  funerarias  es  de  cerca  de  dos 
pulgadas  y su  alto  no  excede  de  86  centímetros.  El  esqueleto 
se  encuentra  en  el  interior  ocupando  poco  más  o menos  la 
misma  posición  que  el  feto  en  el  vientre  de  la  madre,  es  de- 
cir las  rodillas  contra  la  cara,  los  talones  al  nivel  de  la  parte 
inferior  del  tronco  y los  brazos  cruzados  sobre  las  tibias  en 
su  tercio  superior.  Generalmente  tienen  en  la  boca  una  pe- 
queña punta  de  flecha  triangular  muy  bien  trabajada. 

Ene1 2  fondo  de  la  urna  se  encuentran  pequeños  vasos  de 
barro  que  probablemente  habían  contenido  en  otro  tiempo 
e!  alimento  destinado  al  viaje  del  difunto. 

Las  urnas  terminan  en  la  parte  exterior  de  su  fondo  en  una 
superficie  plana  o especie  de  pie  que  les  permite  mantenerse 
derechas  y sólo  están  enterradas  hasta  la  boca.  La  tapa  está 


(1)  Guevara,  Tomás.  Historia  de  la  civilización  de  Araucanía,  3 tomos. 
Tomo  I,  p.  264.  Santiago  1898. 

(2)  Latcham,  R.  E.  Los  elementos  indígenas  de  la  raza  chilena.  Santiago 
1912. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


237 


hecha  de  paja  muy  bien  tejida  sobre  lo  que  hay  tan  solo  una 
pequeña  piedra»  (1). 

De  modo  que  entre  los  huarpes  de  San  Juan  se  encontró 
establecida  esta  misma  manera  de  sepultar  a los  muertos  en 
urnas,  que  se  practicaba  más  al  norte  entre  los  diaguitas. 

Aguiar  confirma  la  costumbre  entre  los  huarpes,  pero  re - 
fiere  únicamente  al  sepelio  en  esta  forma  de  niños  chicos.  «Si 
era  un  tierno  vástago  el  que  emprendía  el  eterno  viaje , siem- 
pre la  ternura  de  la  madre  encontraba  algo  más  íntimo  y más 
blando;  colocaba  el  cuerpecito  adentro  de  canastos  tejidos 
con  mimbres  teñidos  con  bellos  colores,  quizá  con  inscripcio- 
nes o epitafios  tocantes  y conmovedores,  o también  en  jarro- 
nes de  barro  cocido  igualmente  decorados,  arte  en  la  que  eran 
maestros  irreprochables,  de  gusto  variado  y caprichoso. 

El  señor  Ambrosetti  ha  hecho  dibujar  con  el  joven  Holm- 
berg  varias  de  las  piezas  que  conservo  de  esta  naturaleza  y 
que  le  merecieron  atención  por  sus  dibujos  y estructura»  (2). 

Más  al  norte,  en  la  vecindad  de  Tacna  vimos  dos  urnas  de 
greda  que  nos  aseguraron  se  habían  sacado  de  un  túmulo 
encontrado  pocos  kilómetros  al  oeste  déla  ciudad.  Según 
nuestros  informantes  ambas  urnas,  que  tenían  la  forma  de 
ollas  de  fabricación  tosca,  habían  contenido  huesos  de  niños. 
No  hemos  podido  certificar  el  hecho;  pero  es  significante  que 
en  esa  misma  vecindad,  Canales  halló  un  cementerio  de  niños 
de  poca  edad,  a que  puso  el  nombre  de  Cementerio  de  gua- 
guas (3);  como  hemos  relatado  más  adelante. 

En  el  Perú,  fuera  de  las  pocas  citas  hechas  por  Bomán 
quedan  otras,  que  no  le  eran  conocidas,  algunas  de  las  cuales 
son  posteriores  a la  publicación  de  su  obra.  Dice  que  Reiss  y 
Stubel  no  encontraron  urnas  funerarias  en  las  excavaciones 
efectuadas  por  ellos  en  Ancón.  Sin  embargo,  Uhle  halló  se- 


(1)  Antigüedad  del  hombre  en  el  Plata,  ob.  cit.  p.  515. 

(2)  Los  Huarpes.  ob.  cit.  pp.  291-292. 

(3)  Los  Cementerios  Indígenas  en  la  Costa  del  Pacífico,  ob.  cit.  páginas 
279-280. 


238 


RICARDO  E.  LATCHAM 


pulturas  en  urnas  en  la  misma  localidad.  Estas  sepulturas 
pertenecían  a los  últimos  períodos  culturales. 

Dice  al  efecto:  «Los  muertos  se  enterraban  simplemente 
en  sepulcros,  con  ofrendas;  a menudo  en  grandes  vasijas  de 
greda,  o cubiertos  con  grandes  fragmentos  de  ellas,  sepultu- 
ras abovedadas  de  familia  con  acceso  aun  lado  se  encontra- 
ban-ocasionalmente»  (1). 

Berthon  en  sus  estudios  sobre  sus  excavaciones  en  el  bajo 
Perú  describe  el  hallazgo  de  urnas  en  los  antiguos  cemente- 
rios de  Ancón.  Dice  que  la  excavación  número  4,  pertene- 
ciente al  último  período  preincaico  de  Ghancay,  dió  como  re- 
sultado el  hallazgo  de  una  momia  colocada  en  una  gran  ur- 
na, cubierta  por  un  fragmento  de  otra  de  mayor  tamaño. 
Agrega  que  en  la  vecindad  de  Lima  se  encuentran  de  vez  en 
cuando  grandes  urnas  que  contienen  restos  de  cadáveres. 
Cita  además  lo  que  dice  Bastión  respecto  déla  misma  clase 
de  sepultura  en  Cañete  (2). 

Gomara  relata  como  los  incas  «muchas  veces  sacrifican 
sus  propios  hijos;  que  pocos  indios  lo  hacen,  por  mas  crue- 
les y bestiales  que  sean  todos  ellos  en  su  religión;  mas  no 
los  comen,  sino  secándolos  y guardándolos  en  grandes  tina- 
jones de  plata». 

El  mismo  cronista  nos  cuenta  que  en  las  provincias  que 
ahora  forman  el  sur  del  Perú  se  sepultaban  los  reyes,  y 
magnates  en  urnas  de  oro  y plata. 

Pasando  a!  Ecuador  se  ha  encontrado  la  costumbre  de  se- 
pultar en  urnas  en  las  provincias  del  norte,  como  también 
entre  los  antiguos  puruas  quienes,  según  reza,  sacrificaban 
sus  hijos  mayores,  conservando  sus  cuerpos  en  urnas  de  gre- 
da, piedra  o metal.  (3) 


(1)  South  American  Archaeology.  ob.  cit.  p.  65.  66. 

(2)  Uhle.  Prof.  Max.  Die  Muschelhilgel  von  Ancón,  Perú.  XVIII  Con- 
greso Internacional  de  Americanistas.  London  1912. 

(3)  Berthon  Capt  Paul.  Etude  sur  le  Precolombien  du  Bas  Perou. 
Nouvelles  Archives  des  Missions  scientifiques  et  litteraires,  publiés  sous  les 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


239 


Los  Quimbayos  de  Colombia  frecuentemente  usaban  ur- 
nas de  greda  para  sepultar  las  cenizas  de  los  muertos,  reem- 
plazándolas en  el  caso  de  notabilidades  por  otras  de  oro  o 
plata.  Esta  costumbre  era  mucho  más  generalizada  en  Ve- 
nezuela. En  la  vecindad  de  Tacarigua  (Lago  Valencia)  se 
encontró  un  túmulo,  del  cual  se  sacó  un  número  considera- 
ble de  urnas  que  contenían  huesos  humanos. 

Otros  túmulos  semejantes  se  han  encontrado  en  los  alre- 
dedores, y numerosas  urnas  se  han  sacado  de  simples  fosas. 
En  estas  urnas  se  han  hallado  los  restos  de  hasta  ocho  per- 
sonas y parece  que  eran  solo  sepulturas  secundarias  de  los 
huesos  descarnados  (1). 

Los  caribes  de  las  Antillas  a veces  usaban  el  mismo  siste- 
ma de  sepelio.  Tom  Thuron  lo  observó  en  la  pequeña  isla  de 
Ballineux,  los  indios  de  Jamaica  colocaban  sus  muertos  sen- 
tados en  las  cavernas  y los  enterraban  en  vasijas  de  greda. 
En  Jamaica  los  negros  buscaban  estas  ollas  o urnas  y las 
usaban  en  sus  faenas  domésticas  1 2). 

Gann  dice  que  huesos  humanos  parcialmente  calcinados 
se  encuentran  a veces  en  urnas  de  greda,  en  el  norte  de  Hon- 
duras (3).  Esta  costumbre  era  frecuente  por  toda  la  región 
Maya,  en  ei  caso  de  individuos  de  alto  rango;  pero  parece 
que  la  práctica  de  cremación  sólo  se  introdujo  después  de 
la  infiltración  de  influencias  aztecas  y se  han  encontrado 
restos  que  no  han  sido  incinerados,  en  urnas  y fuentesde  gre- 
da, en  el  territorio  de  los  quiches  y de  los  kakchiquels. 

Entre  los  otomies,  los  chichemecasy  más  tarde  entre  los 


auspices  du  Ministére  de  l’Instruction  Publique  et  des  Beaux-arts.  Nouyelle 
serie,  fasicule  4.  París  1911. 

(1)  South  American  Archaeology.  ob.  cit.  p.  46. 

(2)  The  Aborigenes  of  Porto  Rico.  ob.  cit.  p.  71. 

(3)  Gann,  T.  W.  The  ancient  monuments  of  Northern  Honduras  and 
the  adjacent  parts  of  Yucatán  and  Guatemala,  the  former  civilizations  in 
these  parts  and  the  chief  characteristics  of  the  races  now  inhabiting  thern, 
with  an  acount  of  a visit  to  the  Rio  Grande  ruins.  London  1905. 


240 


RICARDO  E.  EATCHAM 


aztecas  se  encontró  establecida  la  costumbre  de  incinerar 
los  muertos,  cuyas  cenizas  fueron  guardadas  o sepultadas 
en  urnas  de  piedra  o de  greda  y ocasionalmente  de  metal. 
Parece  que  lostoltecas  no  practicaban  esta  costumbre. 

En  los  Estados  Unidos,  especialmente  en  la  parte  sur  se 
encuentra  muy  diseminado  el  sistema  de  sepultura  en  ur- 
nas, tanto  para  los  restos  incinerados  como  para  los  que  no 
lo  eran  (1)  Sepulturas  de  la  primera  clase  se  han  encontrado 
en  Arizona,  en  Michigan,  y en  Georgia;  y déla  segunda  en 
California,  Tennessee,  Alabama,  Georgia,  Florida,  Utah,  y 
South  Carolina.  En  algunos  estados  como  en  Georgia,  Cali- 
fornia, Arizona,  Alabama  y Florida,  los  cadáveres,  o los  hue- 
sos se  colocaban  en  el  suelo  y se  cubrían  de  una  vasija  de 
greda;  empleándose  a veces  en  su  lugar  un  canasto. 

En  tiempos  pasados  lospimas  acostumbraban  incinerarlos 
muertos  y sepultaban  las  cenizas  en  urnas;  en  la  actualidad, 
inhuman  los  cadáveres  (2) 

Encontrarnos  entonces  que  entre  muchas  tribus  de  las 
dos  Américas,  la  primera  forma  de  entierro  en  receptáculos 
o ataúdes  ha  sido  el  aprovechamiento  o empleo  de  vasijas 
de  barro,  reemplazadb  por  muchas,  especialmente  después 
de  la  introducción  de  herramientas  de  hierro,  por  cajones  de 
madera  de  diferentes  formas. 

Entierros  segundarios. — Muchos  de  los  sistemas  de  inhu- 
mación se  han  practicado,  no  inmediatamente  después  de 
ocurrida  la  muerte,  sino  cuando  hubiera  pasado  un  conside- 
rable lapso  de  tiempo,  que  varía  según  el  caso,  de  pocas  se- 
manas a muchos  años.  Entretanto  se  ha  empleado  otra  ma- 
nera de  disponer  del  cadáver,  por  inhumación  provisoria, 
exposición  en  ramadas  o catafalcos,  el  descarne  artificial  de 
los  huesos,  la  lenta  o rápida  disecación  del  cuerpo  etc.  Sin 


(1)  Moore  Clarence  B.  Aboriginal  Urn  Burial  in  the  United  States, 
American  Antropologist  Vol.  VI.  N.°  5.  1904. 

(2)  Fewkes,  Jesse  W.  Casa  grande,  Arizona.  p.  109.  XXVIII  Annual 
Report  of  the  Bureau  of  Ethnology.  Washington  1912. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


241 


embargo  en  casi  todos  estos  casos  el  último  destino  del 
cuerpo  o de  sus  restos  ha  sido  la  sepultura. La  sepultación  en 
estas  condiciones,  cuando  no  ha  sido  la  única  disposición  del 
cadáver,  se  llama  entierro  segundario. 

Gomo  hemos  visto  en  las  páginas  anteriores,  son  nume- 
rosas las  tribus,  en  toda  la  América,  que,  valiéndose  de 
diversos  métodos  de  preparar  los  cadáveres  o restos  de 
ellos,  emplean  primero  una  disposición,  para  luego  darles 
un  entierro  final. 

Entre  muchos  pueblos  era  considerado  necesario  disponer 
de  los  huesos  del  difunto,  de  diferente  manera  que  la  em- 
pleada para  la  disposición  del  cadáver  y recurrían  a los 
más  diversos  métodos  de  despojarlos  de  la  carne  que  los 
cubría. 

Es  probable  que  era  esta  la  costumbre  referida  por  Go- 
mara como  existente  entre  los  chicoranos  cuando  dice: 
«Otro  dice  de  sus  fiestas  desentierran  los  huesos  de  un  rey 
o sacerdote  que  tuvo  gran  reputación,  y súbenlos  a un  cada- 
halso que  hacen  en  el  campo;  llóranlo  las  mujeres  solamente 
andando  a la  redonda,  y ofrecen  lo  que  pueden.  Tornan 
luego  al  otro  día  aquellos  huesos  ala  sepultura,  y ora  un 
sacerdote  en  alabanza  de  cuyos  son»  (1). 

Hablando  Cieza  de  León  de  los  indios  de  Aneermo  dice: 
«Cuando  los  señores  se  mueren,  en  una  parte  desta  provincia 
que  se  llama  Tauya,  tomando  el  cuerpo,  se  ponen  una  ha- 
maca y a todas  partes  ponen  fuego  grande,  haciendo  unos' 
hoyos,  en  los  cuales  cae  la  sanguaza  y gordura  que  se  derri- 
te con  el  calor.  Después  que  ya  está  el  cuerpo  medio  que- 
mado, vienen  los  parientes  y hacen  grandes  lloros,  y acaba- 
dos, beben  su  vino  y rezan  sus  salmos  o bendiciones  dedi- 
cadas a sus  dioses,  a su  uso  y como  lo  aprendieron  de  sus 
mayores;  lo  cual  hecho,  ponen  el  cuerpo  envuelto  en  mucha 
cantidad  de  mantas,  en  un  ataúd  y sin  enterrarlo  lo  tienen 


(1)  Historia  délas  Indias,  ob.  cit.  p.  180. 
COSTUMBRES. — 16 


242 


RICARDO  E.  LATCHAM 


allí  algunos  años,  y después  de  estar  bien  seco,  los  ponen 
en  las  sepulturas  que  hacen  dentro  en  sus  casas»  (1). 

En  varias  partes  los  indios  hacían  grandes  fiestas  periódi- 
cas, durante  las  cuales  recogían  los  restos  de  todos  los  que 
habían  muerto  en  el  intervalo,  para  enterrarlos  definitiva- 
mente en  los  osarios  comunales  de  la  tribu. 

Los  galibis  y palicurs,  además  de  las  naciones  mencionadas 
en  otra  parte,  tenían  esta  costumbre,  porque  creían  que 
todo  individuo  debía  sepultarse  en  la  aldea  o lugar  de  su 
nacimiento.  Cuando  moría  una  persona  lejos  de  su  tierra 
natal,  le  daban  sepultura  provisoria  en  el  lugar  donde 
acaecía  la  muerte;  pero  aprovechaban  la  primera  oportuni- 
dad de  llevar  los  restos  a su  pueblo  de  origen,  donde  les 
daban  sepelio  definitivo  (2). 

Los  mbayas  también  usaban  entierros  segundarios  en 
ciertas  circunstancias.  El  padre  Sánchez  Labrador  nos  dice 
que:  «A  los  que  mueren  en  tiempo  de  epidemias,  como  suce- 
dió en  la  de  las  viruelas,  entierran  cerca  de  donde  mueren. 
Hacen  un  pequeño  hoyo  en  que  meten  el  cadáver,  cubrién- 
dole con  una  estera  y algunas  ramas,  para  que  los  tigres 
no  los  desentierren.  Al  cabo  de  algún  tiempo,  cuando  juzgan 
suficiente  para  que,  podrida  y consumida  la  carne  quedan 
los  huesos,  salen  los  parientes  a recogerlos.  Llévanlos  al 
común  carnero  o enterramiento  y después  unidos  en  los 
toldos  hacen  el  duelo.  Si  no  hallan  algún  cadáver  porque  el 
tigre  se  lo  llevó  al  bosque,  lo  toman  por  mal  agüero,  y es 
inconsolable  su  sentimiento»  (3). 

En  su  estudio  sobre  los  mounds  del  Norte  délos  Estados 
Unidos,  Thomas  dice,  que  algunos  de  ellos  parecen  haberse 
construido  exclusivamente  para  cubrir  una  masa  confusa 


(1)  Crónica  del  Perú.  ob.  cit.  Cap.  XVJ. 

(2)  Fauque  Padre.  Lettres  édificantes  et  curieuses  écrites  des  missions 
étrangére,  par  quelques  missionaires  de  la  Compagnie  de  Jesús;  XXIII 
recueil.  p.  364  y sig.  París  1738. 

(3)  El  Paraguay  Católico,  ob.  cit.  Tomo  II.  p.  47. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


243 


de  huesos  humanos,  recogidos  después  de  su  descarnadura  (1). 

La  misma  observación  se  ha  hecho  por  otros  observadores 
en  diferentes  partes  del  territorio. 

Algunas  tribus  del  norte  del  Canadá,  si  muere  un  indi- 
viduo de  la  agrupación  durante  los  meses  del  invierno, 
cuando  las  heladas  endurecen  tanto  el  suelo  que  no  pueden 
cavar  sepulturas;  suspenden  los  cadáveres  a las  ramas  de  un 
árbol  y esperan  la  llegada  de  la  primavera  antes  de  hacer 
el  entierro. 

Las  sepulturas  en  urnas  encontradas  en  Chile,  todas  pa- 
recen haber  sido  entierros  segundarios,  porque  en  ninguno 
de  los  casos  de  que  tenemos  conocimiento,  era  la  urna 
empleada  de  tamaño  suficiente  de  haber  servido  para  con- 
tener un  cadáver  entero. 

A veces  los  entierros  segundarios  eran  aislados,  es  decir 
que  los  restos  de  cada  individuo  recibía  sepultura  aparte; 
pero  con  frecuencia  eran  comunales,  en  los  cuales  se  hacía 
un  hacinamiento  de  los  restos  de  todos  los  muertos  de  la 
tribu  en  un  osario  común  o ancestral. 

Es  curioso  notar  la  diferencia  que  existe  entre  las  diversas 
tribus,  respecto  déla  proximidad  de  las  sepulturas  a las  ha- 
bitaciones. Algunas  procuran  alejarlas  lo  más  posible;  otras 
entierran  los  muertos  dentro  de  las  casas. 

El  temor  de  las  ánimas  es  tan  grande  en  algunos  casos 
que  los  sobrevivientes  queman  la  casa  en  que  ha  ocurrido 
la  muerte  y mudan  sus  habitaciones  a otra  localidad;  en 
otros  parece  no  existir  y los  deudos  guardan  los  restos  en 
sus  habitaciones  y los  llevan  consigo  cuando  mudan  de 
residencia. 

Parece  que  el  motivo  de  esto  hay  que  buscarlo  en  sus 
ideas  respecto  de  la  vida  futura  y la  ubicación  que  dan  a la 
tierra  de  los  muertos. 


(1)  Burial  Mounds  of  the  Northern  Sections  of  the  United  States,  ob. 
cit.  p.  16. 


244 


RICARDO  E.  LATCHAM 


Muchos  pueblos  creen  que  las  ánimas  no  abandonan  la 
tierra  y que  siguen  frecuentando  la  localidad  en  que  han 
encontrado  su  muerte.  Cuando  no  se  les  tiene  miedo  y sim- 
plemente guardan  cariñosos  recuerdos  de  ellas,  se  procura 
tenerlas  gratas,  suministrando  a sus  supuestas  necesidades 
y aún  celebrando  sus  fiestas  en  la  vecindad  de  las  sepultu- 
ras, que  con  frecuencia  se  hacen  dentro  de  las  mismas  habi- 
taciones. Así  pueden  estar  siempre  presentes  y participar 
en  todas  las  alegrías  y pesares  de  la  familia. 

Pero  cuando  por  otra  parte,  el  temor  de  las  ánimas  sobre- 
puje los  sentimientos  de  cariño  y de  reverencia,  los  deudos 
huyen  de  toda  proximidad  al  lugar  donde  pueden  merodear 
los  espíritus  y abandonan  la  localidad  por  mucho  tiempo. 

Otras  tribus,  aún  cuando  su  temor  de  los  espíritus  no  es 
menor,  no  huyen  del  sitio  en  que  ha  ocurrido  una  muerte, 
porque  creen  que  después  de  un  tiempo  limitado,  el  ánima 
se  aleja  para  ir  a la  tierra  de  los  muertos,  que  imaginan 
ubicado  en  un  lugar  lejano,  allende  las  nubes,  en  las  estre- 
llas, dentro  de  la  tierra  o al  otro  lado  del  mar  o de  las 
montañas.  Convencidos  de  este  alejamiento  de  las  ánimas, 
no  sienten  el  mismo  temor  o repugnancia  a la  proximidad 
del  cadáver  o sus  restos,  que  ya  consideran  inofensivos  y 
aún  los  consienten  dentro  de  sus  propias  habitaciones. 

Heñios  visto  que  los  esquimales  y varias  tribus  de  Norte 
América,  creían  que  el  ánima  principiaba  su  viaje  al  otro 
mundo  al  cuarto  o quinto  día  y que  durante  ese  tiempo  me- 
rodiaba  al  rededor  del  cadáver.  Otros  creían  que  no  se  iba 
mientras  no  se  daba  sepultura  al  cadáver;  y algunas  tribus 
de  sioux  y dacotas  imaginaban  que  no  se  podría  alejarse  el 
espíritu,  entre  tanto  no  se  enterraban  el  cadejo  de  cabellos, 
cortado  al  moribundo  por  los  deudos. 

Consecuente  con  estas  ideas,  era  el  afán  demostrado  por 
algunas  tribus,  de  buscar  los  cadáveres  de  los  muertos  en  la 
guerra  y darles  sepultura,  permitiendo  así  a las  ánimas  par- 
tir para  su  nueva  morada.  Mientras  yacían  sin  sepultarlos 
espíritus  vagaban  en  el  espacio  sin  descanso.  De  aquí  se 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


245 


originaban  los  ritos  para  el  descanso  de  las  almas,  que  aún 
sobreviven  en  las  oraciones  y rituales  de  las  religiones  mo- 
dernas. 

Enterraban  los  enemigos  muertos  con  la  misma  escrupu- 
losidad, cuando  caían  estos  en  la  vecindad  de  sus  reduc- 
ciones, porque  temían  que  las  ánimas  vagabundas  aprove- 
charían la  primera  oportunidad  de  posesionarse  de  algún 
cuerpo  ajeno  cuyo  dueño  se  descuidase  o encontrase  ausen- 
te en  sueños,  etc. 


CREMACIÓN 

Motivos  para  incinerar  los  muertos.— Cremación  parcial. — Cremación  de 
determinadas  castas. — Venezuela,  México,  Cumaná,  Popayán,  Santan- 
der.— Los  guaraicus,  los  mayas  y los  mexicanos, — La  región  de  los 
mounds.— Cíbola. — Los  indios  pueblos. — California. — Missouri — Opi- 
nión de  Cyirus  Thomas. — Los  algonquines.— Los  takullis. — Los  tlingits. 
- — Los  kutchines. — Los  fueguinos,— No  se  practicaba  la  cremación  en 
Chile. 

Menos  generalizada  que  la  inhumación  del  cadáver,  sin 
embargo,  la  costumbre  de  incinerar  el  cuerpo  entero  o par- 
cialmente, encontró  adeptos  entre  muchas  tribus  del  conti- 
nente. 

No  hablaremos  aquí  de  aquellas  que  desecaban  el  cuerpo 
a fuego  para  conservarlo  en  estado  momificado,  sino  sólo  de 
las  que  quemaban  el  cadáver  y lo  reducían  a cenizas  o restos 
carbonizados. 

La  cremación  o incineración  de  los  cadáveres  ha  obedecido 
a dos  razones  primordiales  y ha  persistido  a veces  mucho  des- 
pués deque  los  sentimientos  que  dieron  nacimiento  ala 
costumbre  se  hayan  modificado  o desaparecido. 

La  primera  de  estas  razones  está  relacionada  con  las  ideas 
animísticas.  Creían  algunas  gentes  que  mientras  existía  el 


248 


RICARDO  E.  LATCHAM 


cuerpo  o los  huesos,  el  ánima  no  abandonaba  el  lugar  donde 
estaba  depositado,  y frecuentemente  lo  utilizaba  como  mo- 
rada. 

Cuando  cundió  el  temor  a las  ánimas  y se  principió  a va- 
lerse de  todos  los  medios  para  alejarlas,  se  discurrió  que  no 
habiendo  cuerpo  o cadáver  en  donde  guarecerse,  el  ánima 
tendría  que  buscar  otro  paradero,  o en  algunos  casos  anda- 
ría vagando  por  el  espacio;  pero  de  todos  modos  los  vivos 
se  verían  libres  de  ella.  Para  conseguir  este  fin  apetecido, 
•se  les  ocurrió  que  la  manera  más  rápida  de  destruir  el  ca- 
dáver era  quemarlo. 

Otro  motivo  fué  el  impedir  la  profanación  de  los  restos 
por  extraños  o por  animales  salvajes.  Las  tribus  nómadas, 
guerreras  o cazadoras,  que  estaban  casi  siempre  en  movi- 
miento, raras  veces  encontraban  la  muerte  tranquila  en  sus 
hogares.  La  mayor  parte  de  sus  miembros;  al  menos  en 
cuanto  a los  hombres;  morían  en  la  guerra  o en  los  acciden- 
tes de  su  vida  aventurera,  a menudo  lejos  de  la  agrupación 
a que  pertenecían.  Para  evitar  el  abandono  en  tierra  enemi- 
ga, o para  precaverse  contra  la  posible  profanación,  algunas 
tribus  quemaban  el  cadáver,  dando  sepultura  sólo  a las  ce- 
nizas, las  que  con  frecuencia  llevaban  a sus  habitaciones 
para  darles  sepultura  entre  los  suyos. 

Algunos  pueblos  sólo  quemaban  partes  determinadas  del 
cadáver  y disponían  de  otra  manera  de  los  demás  resto®. 
Esto  sucedía  casi  siempre  en  el  caso  de  personas  sacrificadas, 
cuando  el  ritual  exigía  que  se  ofreciera  al  dios  o demonio  el 
corazón  o las  entrañas  de  la  víctima.  Esta  clase  de  incine- 
ración parcial  se  practicaba  con  frecuencia  en  el  Perú,  Mé- 
xico y la  región  de  los  mounds  en  los  Estados  Unidos. 

Con  todo,  aún  en  aquellas  partes  donde  se  practicábala 
cremación,  esta  no  era  costumbre  muy  generalizada,  reser- 
vándose especialmente  para  ciertas  categorías  de  personas  o 
para  casos  determinados.  Raras  veces  se  encuentran  pueblos 
que  incineraban  los  restos  de  todos  sus  muertos;  sino  que 
la  mayor  parte  de  los  difuntos  se  sepultan.  Así,  Gomara  nos 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


249 


cuenta  que  los  indios  del  Río  de  las  Palmas  enterraban  to- 
dos, menos  los  médicos  «que  por  honra  los  queman,  y entre 
tanto  que  arden,  bailan  y cantan»  (1).  En  Venezuela  incine- 
raban a los  señores  moliendo  los  huecos  carbonizados  y be- 
biéndolos  en  sus  brebajes  (2),  costumbre  observada  por  Ra- 
leigh  en  Guayana  y practicada  también  por  los  cocomas, 
jimanas  y otras  tribus  del  Amazonas.  En  México,  a tiempo 
de  los  conquistadores  la  cremación  se  reservaba  para  los  re- 
yes, los  jefes  militares  y aquellos  guerreros  que  se  habían 
distinguido  en  las  batallas,  pero  entre  los  otomis  y algunas 
otras  tribus  de  los  chichimecas  era  más  generalizada  la  cos- 
tumbre. Los  cumaneses  enterraban  primero  los  cadáveres 
de  sus  caciques;  pero,  «al  cabo  de  un  año,  y en  anocheciendo, 
desenterraban  el  muerto  con  muy  gran  llanto.  Queman  los 
huesos,  y dan  la  cabeza  ala  más  noble  o legítima  mujer, 
que  la  guarde  pór  reliquias  en  memoria  de  su  marido»  (3). 

Cieza  de  León  dice  que  a veces  los  indios  de  Popayan 
incinerábanlos  restos  de  sus  caciques  o señores  (4). 

En  otras  partes  de  Colombia  sobre  todo  entre  los  quim- 
bayas  se  quemaban  los  cadáveres  de  las  personas  de  impor- 
tancia y depositaban  las  cenizas  en  urnas  de  oro  o de  greda. 

En  el  norte  de  Santander  abundan  las  grutas  llenas  de 
osamentas:  en  ellas  se  encuentran  en  gran  número,  vasijas 
de  barro,  colmadas  de  cenizas  (5). 

Spix  und  Martinsdicen  que  los  guaraníes  del  Amazonas  to- 
davía queman  sus  muertos  y sepultan  las  cenizas  en  sus 
chozas  (6). 

Los  mayas  también  practicaban  la  cremación,  al  menos 
para  los  individuos  de  importancia  y guardaban  las  cenizas 


(1)  Historia  de  las  Indias,  ob.  cit.  p 182. 

(2)  Historia  de  las  Indias,  ob.  cit.  p.  203. 

(3)  Historia  de  las  Indias,  ob.  cit.  p.  209. 

(4)  Crónica  del  Perú,  ob.  cit.  cap.  XXXII. 

(5)  Vergara y Velasco.  ob.  cit.  Notas  de  Geograpbie  de  Colombie. 

(6)  Reise  etc.  ob.  cit.  Tomo  III.  p.  1190. 


250 


RICARDO  E.  LATCHAM 


en  urnas  o en  las  cavidades  de  grandes  figuras  esculpidas  en 
madera,  hechas  en  representación  del  difunto.  En  el  caso 
de  los  sacerdotes  las  figuras  se  fabricaban  de  greda.  Entre 
los  kakchiquels  las  cenizas  de  los  grandes  se  revolvían  con 
greda  para  hacer  los  ídolos  domésticos.  En  Honduras  se  han 
encontrado  restos  de  huesos  quemados,  guardados  en  ur- 
nas (1). 

En  México  varios  de  los  antiguos  pueblos  cremaban  los 
muertos;  algunos  como  los  otomies  y chichemecas,  común- 
mente; los  tarascos,  los  acolhuas,  los  aztecas,  y los  toltecas  en 
el  último  período  de  su  grandeza  lo  empleaban  sólo  para  los 
personajes  de  importancia. 

En  la  región  de  losmounds  encontramos  que  la  incinera- 
ción total  o parcial  del  cadáver  era  frecuente;  pero  no  exis- 
ten noticias  sobre  los  verdaderos  motivos  que  originaban  la 
costumbre.  La  primera  noticia  que  tenemos  de  la  práctica  es 
la  Relación  de  Castañeda  de  la  Expedición  de  Coronado  a 
Gibóla.  En  la  segunda  parte,  en  que  trata  de  los  ritos  y cos- 
tumbres de  los  pueblos  por  donde  pasó  la  expedición,  y en 
su  tercer  capítulo  que  lleva  por  título  «Capítulo  tercero  de  lo 
que  es  chichilticale  y el  despoblado  de  gibóla  sus  costumbres 
y ritos  y de  otras  cosas»,  dice:  «queman  los  muertos  echan 
con  ellos  en  el  fuego  los  instrumentos  que  tienen  para  usar 
sus  officios»  (2) 

Mota  Padilla  describe  una  cremación  fúnebre  presenciada 
por  los  soldados  de  Coronado:  «en  una  ocasión  vieron  los  es- 
pañoles, que  habiendo  muerto  un  indio,  armaron  una  gran- 


(1)  Mexican  Archaeology,  ob.  cit.  p.  275-277. 

(2)  Relación  de  la  Jornada  de  Cíbola  compuesta  por  Pedro  de  Castañe- 
da de  Nafera.  Donde  se  trata  de  todos  aquellos  poblados  y ritos,  la  qual 
fué  el  año  de  1540. 

Tomo  IX  de  la  collection  de  Voy  ages,  traducidos  y publicados  por  Hen- 
ry  Ternaux-Compans. 

Esta  relación  fué  copiada  de  un  manuscrito  existente  en  la  Biblioteca 
Lennox  de  Nueva  York.  Ené  nuevamente  publicada  en  el  españo  original  y 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


251 


de  balsa  o luminaria  de  leña  sobre  que  pusieron  el  cuerpo 
cubierto  con  una  manta,  y luego  todos  los  del  pueblo,  hom- 
bres y mujeres,  fueron  poniendo  sobre  la  cama  de  leña,  pi- 
nole, calabazas,  frijoles,  atole,  maiz  tostado,  y lo  demas  que 
usaban  comer,  y dieron  fuego  por  todas  partes,  de  suerte  que 
en  breve  todo  se  convirtió  en  cenizas  con  el  cuerpo»  (1). 

Cushing  hablando  de  las  excavaciones  efectuadas  en  «Los 
Muertos»)  en  Sud  Arizona,  dice:  (En  los  túmulos  pirales  que  se 
encuentran  al  lado  afuera  délas  habitaciones  comunales,  ca- 
da enterro  consistía  de  una  vasija,  grande  o pequeña,  según 
la  edad  del  individuo,  destinada  a recibir  las  cenizas,  junto 
con  los  restos  de  otros  objetos  de  menor  tamaño  y de  valor 
que  habían  formado  parte  de  las  posesiones  de  los  muertos 
y sacrificados  juntos  con  ellos  en  la  cremación.  Encima  de 
cada  una  de  estas  vasijas  se  había  colocado  una  fuente  o pe- 
dazo de  olla  (a  que  se  había  dado  una  forma  redonda  por  me- 
dio de  golpecitos),  firmemente  cimentado  a la  urna  por  una 
mezcla  de  barro»  (2). 

Los  hopis,  moquis,  zuñis  y demás  indios  pueblos  acostum- 
braban incinerar  los  muertos  al  tiempo  délos  primeros  mi- 
sioneros españoles;  pero  ahora  inhuman  todos  los  cadá- 
veres. 

Varios  de  los  pueblos  de  California  tenían  la  misma  cos- 


cón una  traducción  al  ingles  en  el  XIV  annual  Report  of  the  Bureau  of 
Ethnology,  publicado  por  la  Smithsonian  Institution  of  Washington  en 
1896.  Tomo  I. 

El  manuscrito  que  existe  en  Sueva  York  no  es  el  original  de  Castañeda, 
sino  una  copia  hecha  a fines  del  siglo  XVI. 

Parece  haberse  perdido  el  original 

(1)  Mota  Padilla,  Matías  de  la.  Historia  de  la  Conquista  de  la  Pro- 
vincia de  la  Nueva  Galicia,  escrita  en  1742,  México  1870.  Cap.  XXXII 

p.  160. 

(2)  Cushing,  Frank  Hamilton.  Preliminary  notes  on  the  origen  work- 
ing  hypothesis  and  primary  researches  of  the  Hemenway  Southwestern 
Archaeological  Expedition. 

Congrés  International  des  Americanistes.  7me  sesión  1888.  pp.  151-194. 
Berlín  1890. 


252 


RICARDO  E.  LATCHAM 


tumbre  y los  palaihnihans  conservaban  la  costumbre  hasta 
mediados  del  siglo  XIX  cuando  quedaban  muy  pocos  indi- 
viduos de  la  tribu.  Los  wailaki  que  ocupaban  la  misma  zona 
quemaban  sus  guerreros,  caídos  en  batalla. 

En  Missouri,  donde  Fowke  hizo  exploraciones  de  los 
mounds  para  el  Instituto  Arqueológico  de  los  Estados  Uni- 
dos, se  encontraron  numerosos  restos  carbonizados  o incine- 
rados, aun  de  párvulos. 

Es  curioso  notar,  que  en  estos  mounds  no  siempre  eran 
carbonizados  todos  los  huesos  de  un  cadáver.  A veces 
eran  el  cráneo  y algunos  de  los  huesos  de  los  miembros  que 
se  habían  quemado,  en  otras  ocasiones  el  cráneo  se  encon- 
traba entero  y la  parte  inferior  del  cuerpo  completamente 
incinerada.  Raras  veces  todos  los  huesos  o restos  hallados 
en  un  maounds  habían  sufrido  los  efectos  del  fuego;  con 
frecuencia  se  encontraban  algunos  esqueletos  enteros,  re- 
vueltos con  los  fragmentos  carbonizados  de  otros.  En  algu- 
nos casos  los  cuerpos  se  habían  quemado  dentro  de  la  bóve- 
da cubierta  por  el  mound,  pero  otros  se  habían  incinerado 
entera  o parcialmente  antes  de  colocarlos  dentro  de  la  se- 
pultura. 

En  un  caso  se  había  hecho  una  pequeña  excavación  en  el 
piso  de  la  bóveda,  en  el  cual  se  habían  colocado  los  cadáveres 
o sus  osamentas.  Seis  de  estos  se  habían  cremado  y los  de- 
más estaban  intactos.  A veces  los  restos  incinerados  forma- 
ban montoncitos,  cada  individuo  en  lote  aparte. 

En  otra  ocasión  se  hallaron  pruebas  de  una  costumbre  que 
hemos  mencionado  en  otra  parte,  la  de  cubrir  el  cadáver 
con  una  gruesa  capa  de  barro  o greda  antes  de  quemarlo; 
quedando  trozos  de  tierra  cocida  en  forma  de  molde  revuelto 
con  las  cenizas. 

Los  resultados  de  la  exploración  demostraron  que  míen 
tras  era  muy  común  la  incineración,  no  era  esta  el  único 
modo  de  disponer  de  los  muertos,  encontrándose  numerosos 
restos  que  sólo  habían  sido  sepultados  (1). 


(1)  Antiquities  of  Central  & South  Eastern  Missouri,  ob.  cit. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


253 


Thomas  halló  huesos  carbonizados  en  un  mound  en  Illi- 
nois. 

Dormán  (1)  y Wilson  (2)  mantienen  que  entre  las  tribus 
del  norte  de  los  Estados  Unidos,  la  cremación  era  la  manera, 
usual  de  disponer  de  los  muertos;  pero  parece  que  esta  es 
una  opinión  exagerada,  porque  a pesar  de  encontrar  sus  ves- 
tigios a menudo,  son  más  comunes  los  restos  inhumados. 
Cyrus  Thomas  llega  hasta  el  extremo  de  considerar  dudosa  la 
costumbre  y trata  de  explicar  la  presencia  de  cenizas  y hue- 
sos carbonizados  por  otras  razones.  El  principal  de  éstas  se  re- 
fiere a la  costumbre  de  quemar  los  prisioneros  tomados  en  la 
guerra,  despedazándolos  a veces  antes  de  quemar  los  despo- 
jos (3).  Aun  cuando  esto  pueda  haber  sucedido,  no  conside- 
ramos que  es  suficiente  para  explicar  los  numerosos  restos 
carbonizados,  encontrados  en  algunas  regiones,  ni  tampoco 
acuerda  con  todos  los  hechos  observados. 

No  podemos  entrar  a examinar  detalladamente  sí  o nó 
muchos  de  los  casos  citados  por  los  diferentes  exploradores 
se  deben  a causas  intencionales;  lo  único  que  nos  importa 
por  el  momento,  es  que  fuere  cual  fuere  la  causa,  se  han  en- 
contrado en  los  diferentes  mounds  de  la  región,  innumera- 
bles restos  parcial  o totalmente  incinerados,  y estos  casos 
son  demasiado  frecuentes  a nuestro  modo  de  ver,  para  con- 
siderarlos todos  como  casuales;  sobre  todo  cuando  hallamos 
la  costumbre  repartida  entre  algunas  tribus  de  losalgonqui- 
nes.  El  Padre  Sebastián  Rasles,  en  una  carta  fechada  en  1723, 
relata  una  leyenda  de  los  ottawas,  en  que  estos  indios  ex- 
plican la  costumbre  de  quemarlos  muertos  por  las  instruc- 
ciones dejadas  por  uno  de  sus  antepasados,  representado 
como  fundador  de  ciertos  clanes.  Este  ordenó  que  sus  des- 


(1)  Dokmann,  Rushton  M.  The  Origin  of  Primitive  superstitions  and 
their  development.  p.  171.  Philadelphia,  1881. 

(2)  Wilson,  Daniel.  Prehistoric  Man.  2 vols.  Vol  II,  p.  211.  Tercera 
edición.  London,  1876. 

(3)  Reporton  the  Mound  Explorations.  ob.  cit.  pp.  675-677. 


254 


RICARDO  E.  LATCHAM 


cendientes  quemasen  los  muertos  y esparciesen  las  cenizas 
a los  cuatro  vientos.  Les  amenazó  que,  en  el  caso  de  no  cum- 
plir con  su  advertencia,  la  nieve  cubriría  continuamente  la 
tierra  y los  ríos  permanecerían  escarchados  (1). 

Los  takullis,  indios  de  estirpe  atapasca,  que  habitan  la 
Colombia  Británica,  adoptaron  la  costumbre  de  quemar  los 
muertos,  de  las  tribus  de  la  costa  del  Pacífico,  dentro  de  las 
cuales  era  muy  común.  Hemos  mencionado  antes  una  cu- 
riosa costumbre  observada  entre  este  pueblo. 

Al  morir  un  hombre,  incineraban  el  cadáver,  colocándolo, 
bien  envuelto  en  pieles,  sobre  una  pira  o montón  de  leña. 
La  viuda  debía  acostarse  al  lado  del  cadáver  de  su  marido, 
encima  de  la  pira,  hasta  que  las  llamas  alcanzaban  su  pro- 
pio cuerpo;  lo  que  parece  ser  vestigio  de  la  costumbre  de 
quemar  a las  viudas,  juntas  con  el  cuerpo  del  difunto.  Una 
vez  consumada  la  cremación,  la  viuda  recogía  las  cenizas  y 
las  llevaba  consigo  en  un  canasto,  durante  los  tres  años  que 
tenía  que  servir  a los  parientes  del  muerto.  Sólo  después  de 
este  tiempo  recobraba  su  libertad  y podía  volverse  a ca- 
sar (2). 

Los  tlingits  de  alaska  generalmente  quemaban  sus  muer- 
tos; y daban  como  motivo,  que  si  no  lo  hicieran,  el  ánima 
pasaría  tiritando  de  frío  en  la  morada  de  los  espíritus.  Antes 
de  colocar  el  cadáver  en  la  pira,  lo  daban  vuelta  cuatro  ve- 
ces en  la  dirección  que  toma  el  sol  en  su  viaje  diurno,  deján- 
dolo, finalmente,  con  la  cabeza  hacia  el  oriente.  Esto  se  hacía 
para  que  su  ánima  pudiera  nacer  de  nuevo.  Silo  dejaban 
con  la  cabeza  hacia  el  poniente,  creían  que  el  ánima  no  po- 
dría volver  (3). 


(1)  Lettres  édifiantes  et  curieuses  concernant  l’Asie,  F Afrique  et  l’Amé- 
rique.  Publiées  sous  la  direction  de  M.  Louis  Aimé  Martin.  Tomo  IV,  106, 
1819. 

(2)  Mackenzie,  Alexander.  Voyages  from  Montreal  on  the  river  St, 
Lawrence,  through  the  continent  of  North  America,  to  the  Frozen  and 
Pacific  Oceans:  in  the  years  1789  and  1793,  p.  284.  London,  1801. 

(3)  Social  condition.  etc.  of  the  Tlingít  Indians.  ob.  cit.,  p.  430. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


255 


Los  primeros  viajeros  que  visitaron  estos  indios  dicen  que 
separaban  la  cabeza  o cráneo  del  cuerpo  antes  de  quemar 
éste,  y la  guardaban  en  una  caja  ornamentada,  que  coloca- 
ban encima  de  o cerca  de  otra  mayor  que  contenía  las  ceni- 
zas del  cadáver  incinerado. 

Otra  tribu  vecina,  los  kutchines  o vuntakutc hiñes,  tam- 
bién incineraban  los  muertos,  especialmente  a las  personas 
de  importancia  Las  cenizas  y huesos  carbonizados  se  coloca- 
ban en  una  caja  de  madera,  la  que  se  suspendía  de  un  árbol. 
Los  individuos  que  ejecutaban  la  ceremonia  no  comían  car- 
ne por  un  año  después,  porque  creían  que  al  hacerlo  mori- 
rían luego.  Estos  indios  imaginaban  que  cuando  fallecía  un 
individuo,  su  espíritu  entraba  en  una  mujer,  causando  el 
embarazo  y que  nacía  de  nuevo. 

Al  otro  extremo  del  continente,  entre  los  fueguinos,  en- 
contramos también  existente  la  costumbre  de  quemar  el  ca- 
dáver, no  como  regla  general,  sino  incidentalmente. 

Bridges  ( 1 ) y Coazzi  (2),  ambos  nos  aseguran,  que  en  oca- 
siones, tanto  los  yahganes  como  los  alacalufes,  la  practica- 
ban; especialmente  si  la  muerte  acaecía  durante  un  viaje,  o 
lejos  de  sus  sepulcros  ancestrales.  Esto  se  hacía  para  que  no 
se  profanasen  por  los  enemigos  que  desenterraban  los  restos 
sepultados  para  hacer  de  los  huesos  puntas  de  harpones,  o 
de  flechas,  etc.  Guando  incineraban  los  restos,  esparcían  las 
cenizas  por  los  aires. 

Al  este  de  la  cordillera  de  los  Andes,  sólo  tenemos  noti- 
cias de  la  cremación  del  cadáver,  entre  algunas  tribus  de 
Venezuela  y del  Amazonas.  Parece  que  en  el  Brasil,  en  el 
Chaco  y en  las  Pampas,  nunca  se  practicaba;  ni  aun  en  las 
ocasiones  de  las  grandes  epidemias.  En  Chile,  tampoco  hemos 


(1)  Bridges,  Revd  Thomas.  Los  Fueguinos.  Conferencia  dada  en  Bue- 
nos Aires  el  18  de  agosto  de  1886  y publicado  en  el  Ferrocarril  de  Santia- 
go el  4 de  septiembre  del  mismo  año. 

(2)  Los  Indios  del  archipiélago  fueguino,  ob.  cit.  Parte  II,  p.  37. 


256 


RICARDO  E.  LATCHAM 


encontrado  indicio  de  3a  costumbre,  con  la  sola  excepción 
que  liemos  citado  délos  fueguinos. 

Como  se  ha  dicho,  casi  todas  las  naciones  de  América  acos- 
tumbran inhumar  sus  muertos,  en  una  u otra  forma  y algu- 
nas, como  acabamos  de  ver,  recurren  en  casos  especiales  a la 
cremación  como  ceremonia  anterior.  Pero  existen  algunas 
tribus  que  emplean  otros  métodos  para  disponer  de  los  cadá- 
veres, algunos  provisorios  y otros  definitivos. 

Ciertas  tribus  iroquesas  envuelven  sus  difuntos  en  fraza- 
das, pieles  y corteza  de  árboles  y las  cuelgan  en  las  ramas  de 
un  árbol  en  un  bosque  cercano  a sus  habitaciones,  en  espera 
déla  Fiesta  délos  Muertos  que  tenía  lugar  en  cada  genera- 
ción, es  decir,  una  vez  en  cada  treinta  años. 

En  otras  partes,  colocaban  el  cadáver  en  el  tronco  hueco 
de  un  árbol  como  entre  algunas  tribus  de  los  dénés. 

Pero  la  práctica  más  común  era  la  de  ciertas  tribus  de  las 
praderas  de  colocar  el  muerto  en  una  ramada  alta  o catafal- 
co, cubierto  por  una  canoa,  envuelto  en  una  cobertura  de 
corteza  de  árboles,  en  pieles  o frazadas,  o bien  encerrado  en 
un  ataúd. 

En  Sud-América  también  se  ha  encontrado  esta  costum- 
bre en  varias  partes,  principalmente  entre  las  tribus  de  las 
pampas.  Existía  antiguamente  en  Chile,  donde  todavía  se 
encuentran  vestigios  de  ella. 

Entre  los  huarpes,  según  Aguiar,  este  sistema  también  se 
practicaba,  en  ocasión.  «Cuando  la  desgracia  azotaba  algún 
hogar,  arrebatando  a algunos  de  sus  miembros,  el  amor  filial 
encontraba,  según  época  y lugar,  otras  maneras  de  conser- 
var esos  caros  restos,  envolviendo  el  cuerpo  en  largas  tiras 
de  tela,  purificada  y perfumada  la  huesa  con  yerbas  olorosas 
y balsámicas  o depositándolo  sobre  caballetes  de  estacas , cubier- 
tos los  cuerpos  de  follaje  o de  esteras  tejidas  de  juncos  co- 
loreados» (1 ). 


(1)  Los  Huarpes,  ob.  cit.,  p.  291. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


257 


Reclús,  dice  que  los  chibchas  a veces  «exponían  los  cadá- 
veres al  sol  para  que  éste  los  secase,  en  catafalcos  construi- 
dos en  torno  de  los  templos»  (1);  pero  esto  era  simplemente 
preparativo  a su  entierro  en  sepulturas  de  piedra. 

Otras  maneras  de  disponer  de  los  muertos  también  se  han 
practicado;  pero  solo  ocasionalmente,  como  hemos  demostra- 
do en  otro  capítulo,  y aún  entre  las  tribus  que  las  han  adop- 
tado, la  inhumación  ha  sido  siempre  el  modo  más  empleado. 


(1)  Geographie  de  la  Colombie.  ob.  cit. 


COSTUMBRES. 


17 


Diversidad  de  culturas  y costumbres  mortuorias. — Ignorancia  respecto  de 
una  gran  parte  del  país. — Las  tribus  costinas  y los  cónchales. — Los  chan- 
gos.— Túmulos  en  la  región  de  la  costa. — Sepulturas  en  forma  de  pozos  y 
fosas. — Los  atacameños. — Punta  Pichalo  y Pisagua. — Tacna  y Arica. — 
Chulpas  en  Arica. — Antofagasta. — La  región  atacameña. — La  zona  cen- 
tral.— La  Araucanía. — Cónchales. — Sepultura  en  cistas. — El  pilhuay . — 
Entierro  con  llanto. — Antropofagia  entre  lps  araucanos. — Otras  costum- 
bres bárbara?. — El  cadáver  se  sahúma. — El  huampu  o ataúd  araucano. 
— Modo  de  fabricarlo. — Maneras  de  señalar  la  sepultura. — Un  entierro 
presenciado  por  el  autor. — Creencias  de  los  araucanos. — Los  pillis  o 
ánimas. — Los  machis  o médicos. — Tormentos  aplicados  a los  condena- 
dos por  brujerías. — Los  huilliches,  poco  conocidos. 


Al  hablar  de  Chile,  nos  referimos  a todo  el  territorio  actual- 
mente bajo  el  dominio  de  la  República,  desde  Tacna  y Ari- 
ca, hasta  Tierra  del  Fuego.  En  esta  dilatada  faja  de  terreno, 
larga  y angosta,  encerrada  entre  la  cordillera  y el  mar  y que 
abarca  más  de  38  grados  de  latitud,  o sea  más  de  4,000  kiló- 
metros, se  encuentran  indios  de  las  más  variadas  estirpes, 
que  en  tiempos  pasados  eran  más  numerosos  y más  variados 
aún.  No  es  extraño,  pues,  que  un  estudio  de  sus  costumbres 


260 


RICARDO  E.  LATCHAM 


demuestra  una  diversidad  bien  grande,  según  la  época  y la 
localidad  bajo  observación. 

Si  es  verdad  que  en  el  suelo  chileno  no  se  han  encontrado 
vestigios  de  una  notable  civilización  como  la  del  Perú  o de 
México,  sin  embargo  han  habido  naciones  como  los  ataca- 
meños  y los  diaguitas  que  tenian  una  cultura  bastante  desa- 
rrollada. Por  otra  parte,  han  existido  tribus  costinas  que  se 
pueden  colocar  entre  las  más  salvajes  y atrasadas  de  la  tie- 
rra, como  los  chonos,  poyas  y fueguinos.  Otras  como  los 
araucanos,  los  changos,  etc.,  se  encuentran  o se  encontraban 
entre  medio  de  estos  dos  estados  culturales  y,  sin  ser  propia- 
mente salvajes,  no  habían  todavía  salido  de  la  condición  de 
bárbaros. 

Sus  costumbres  mortuorias  eran  tan  diversas  como  sus  orí- 
genes, y hay  muy  pocas  entre  todas  las  que  hemos  descrito, 
que  no  se  practicaban  en  alguna  época  o en  algún  lugar  de  la 
República. 

La  inhumación  en  alguna  de  sus  formas  parece  haber  sido 
la  manera  casi  universal  de  disponer  délos  muertos;  pero  en 
algunos  casos  encontramos  entierros  segundarios  sin  saber 
siempre  cuál  fué  el  sistema  provisorio  empleado.  Las  clases 
de  sepulturas  son  bastante  variadas;  encontramos  la  sepul- 
tación simple,  directamente  en  la  tierra;  en  cavernas,  en 
sepulcros  pircados,  en  cistas,  en  bóvedas,  bajo  cairns  y tú- 
mulos, en  urnas,  canastos  y ataúdes  de  madera,  y finalmente 
hallamos  los  cadáveres  expuestos  en  catafalcos  o ramadas. 

De  los  ritos  relacionados  con  las  ceremonias  fúnebres,  muy 
poco  sabemos.  La  región  del  norte  ha  sido  siempre  un  libro 
cerrado  en  este  respecto.  Ninguno  délos  cronistas  la  incluye 
en  sus  relaciones  y los  viajeros  modernos  nos  dan  muy  esca- 
sas noticias  sobre  sus  pobladores,  y lo  poco  que  se  puede 
desprender  de  su  cultura  se  debe  en  su  mayor  parte  a las  es- 
casas exploraciones  que  se  han  efectuado  en  los  últimos  años. 
Del  centro  del  país,  menos  aún  se  sabe.  Desgraciadamente,  ni 
el  Gobierno  ni  las  autoridades  del  Museo  Nacional  se  han 
preocupado  del  estudio  de  la  prehistoria  del  país,  y los  pocos 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


261 


datos  que  se  han  podido  reunir  se  deben  a la  iniciativa  par- 
ticular. Nos  es  grato  dejar  constancia  que  hay  una  pequeña 
reacción  en  este  sentido  y la  fundación  de  un  Museo  Arqueo- 
lógico en  Santiago,  bajo  la  dirección  de  un  hombre  tan  com- 
petente y empeñoso  como  el  Profesor  Ulile  inaugura  un 
nuevo  período  para  las  ciencias  arqueológicas  en  Chile,  que 
esperamos  será  duradero. 

De  los  araucanos,  gracias  a su  valor  que  los  sostuvo  por 
más  de  tres  siglos  frente  a un  enemigo  que  no  los  podía  do- 
minar, sabemos  mucho  más.  La  historia  de  la  conquista  y 
de  la  colonia  se  compone  en  su  mayor  parte  de  las  constan- 
tes guerras  que  mantenían  con  los  españoles  en  defensa  de 
su  libertad  e independencia.  Debido  a esto,  los  cronistas  to- 
dos se  preocuparon  en  dar  buenas  o malas  descripciones  de 
la  vida  y costumbres  de  una  raza  que  daba  tanto  que  hacer 
a los  ejércitos  del  rey  y negaba  correr  la  suerte  de  los  demás 
indígenas  del  país,  quienes  desaparecieron  rápidamente  bajo 
el  yugo  del  extranjero. 

Pueblo  viril,  que  todavía  existe  en  número  muy  conside- 
rable, después  de  desafiar  la  lucha  de  siglos,  ha  conservado 
casi  intactas  muchas  de  sus  antiguas  costumbres;  y compa- 
rando las  relaciones  de  los  cronistas  con  los  estudios  etnográ- 
ficos más  recientes,  se  puede  formar  un  cuadro  aproximado 
de  su  sociología,  modo  de  pensar  y costumbres. 

Délas  tribus  huilliches  apenas  sabemos  sus  nombres,  y 
detalles  sobre  su  cultura  o modo  de  vivir  se  han  perdido  para 
siempre,  sepultados  en  los  bosques  impenetrables  que  cubren 
los  lugares  donde  antiguamente  habitaban. 

Algo  más  sabemos  de  los  fueguinos,  debido  principalmente 
a los  esfuerzos  de  los  misioneros  que  se  han  sacrificado  en 
aquellas  soledades,  y a las  diferentes  expediciones  que  han 
hecho  estudios  en  las  regiones  más  meridionales  del  conti- 
nente. 

De  lo  expuesto,  se  ve  que  con  excepción  de  los  araucanos 
las  noticias  respecto  de  las  demás  razas  o pueblos  que  han. 


202 


RICARDO  E.  LATCHAM 


poblado  el  territorio  chileno  se  deben  más  bien  a datos  aisla- 
dos, imperfectos  y sin  coordinación. 

Los  más  antiguos  restos  son  los  hallados  en  diferentes  par- 
tes de  la  costa,  y nos  enseñan  que  desde  tiempos  inmemoria- 
les el  litoral  ha  sido  ocupado  por  tribus  de  pescadores,  las 
que  al  mismo  tiempo  se  dedicaban  a la  caza.  Sepultaban  sus 
muertos  en  la  vecindad  de  sus  habitaciones  y a menudo  en 
los  montones  de  conchas  y desperdicios  de  cocina,  sobre  las 
cuales  se  levantaban  sus  chozas.  Los  enterraban  tendidos  de 
largo,  generalmente  de  espaldas,  en  fpsas  que  varian  entre 
medio  metro  y dos  metros  de  profundidad.  La  costumbre 
de  sepultar  los  muertos  en  posición  tendida  fué  muy  genera- 
lizada en  las  costas  chilenas  y ha  llamado  la  atención  de  mu- 
chos americanistas,  por  ser  contraria  a la  de  sepultarlos  en 
posición  sentado  o replegado,  tan  común  entre  la  mayor  par- 
te de  los  pueblos  de  América.  Sin  embargo,  ocurre  que  en 
algunas  partes  de  Chile  se  encuentran  cadáveres  sepultados 
sentados  o encogidos.  Tal  era  la  costumbre  entre  los  ataca- 
meños  y se  ha  encontrado,  en  ciertas  sepulturas  de  la  costa 
más  al  sur,  como  también  en  la  región  andina.  En  algunas 
partes  las  sepulturas  son  incaicas  y pertenecen  sin  duda  a la 
época  de  esa  dominación;  pero  otras  son  de  diferentes  pue- 
blos, sin  que  sea  posible  en  todo  caso  saber  a cuál  ascri- 
birlas. 

Los  entierros  en  los  kjókkenmóddinger  o cónchales  déla 
costa  no  son  todos  contemporáneos,  ni  pertenecen  todos  al 
mismo  estado  de  cultura;  pero  todos  concuerdan  en  la  posi- 
ción tendida  del  cadáver.  No  sabemos  de  qué  manera  estos 
antiguos  pueblos  solían  fajar  o envolverlos  muertos;  pero 
probablemente  lo  hacían  así  como  lo  han  hecho  sus  congéne- 
res por  el  mundo  entero,  en  pieles  o cueros  de  animales  o de 
aves.  Algunas  veces  se  halla  algún  vestigio  de  tal  envoltura 
y los  restos  de  cueros  de  foca  y de  aves  marinas  que  se  han 
encontrado  ocasionalmente  en  proximidad  de  los  restos  hu- 
manos parecen  indicar  que  este  modo  ha  sido  el  empleado  en 
general. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


263 


La  mayor  parte  de  las  sepulturas  de  los  changos  se  hallan 
en  estas  condiciones.  Así  han  sido  las  encontradas  en  Co- 
quimbo, Totoralillo,  Caldera,  Paposo  y Taltal.  Más  al  norte 
se  encuentran  en  las  tumbas  del  mismo  pueblo,  restos  de  telas 
de  lana  y tejidos  de  junco  y esparto;  pero  es  indudable  que 
éstos  se  deben  a sus  contactos  con  el  pueblo  más  culto  de  los 
atacameños,  por  la  identidad  de  los  artefactos  hallados  con 
los  de  este  último  pueblo. 

D’Orbigny  dice  que  en  el  año  1830  se  descubrió  en  Cobija, 
durante  las  excavaciones  que  hizo  hacer,  un  gran  número  de 
restos  indios  a tres  o cuatro  pies  de  profundidad.  Parecían  ser 
de  mucha  antigüedad.  Eran  sepultados  según  sexo,  y vestidos. 
Todavía  conservaban  el  cabello.  Eran  todos  tendidos  de  lar- 
go, costumbre  que,  según  observa,  no  era  general  en  las  razas 
de  América  (1).  Desgraciadamente  no  indica  de  qué  manera 
estaban  envueltos. 

Por  toda  la  costa,  en  las  caletas  más  abrigadas,  como  Quin- 
teros, Cartagena,  Pichilemu,  Liico,  Vichuquén,  Penco,  Pu- 
choco,  Tirúa,  etc.,  etc.,  se  han  encontrado  cónchales;  pero  no 
han  dado  mayor  luz  sobre  la  manera  de  sepultar  los  muertos, 
empleada  por  los  antiguos  pobladores. 

Además  del  pueblo'o  pueblos  de  los  cónchales,  hallamos 
otros  en  la  costa.  Al  parecer  llegaron  con  posterioridad;  pero 
su  llegada  no  debe  haber  estorbado  a sus  vecinos  más  anti- 
guos, porque  durante  una  larga  época  los  hallamos  contem- 
poráneos. Finalmente,  desaparecieron  sin  dejar  más  rastros 
que  sus  sepulturas,  quedando  no  obstante  los  primeros  po- 
bladores sin  haber  cambiado  su  modo  de  vivir,  y sin  haber 
avanzado  gran  cosa  en  su  cultura. 

Este  segundo  pueblo  sepultaba  sus  muertos  en  túmulos 
cónicos,  con  pircados  o cámaras  interiores,  sentados  en  cucli- 
llas, envueltos  en  tejidos  a semejanza  de  las  momias  perua- 
nas. Sepulturas  de  esta  clase  se  han  encontrado  en  Tongoy, 


(!)  D’Orbigny,  Alcides.  L’Homme  Americain.  París,  1835. 


264 


RICARDO  E.  LATCHAM 


Punta  de  Teatinos,  Bahía  Inglés,  al  sur  de  Caldera,  Obispito, 
Mejillones  y en  Cobija. 

«Durante  el  invierno  de  1875,  don  Prudencio  Valderrama 
descubrió  algunos  antiguos  túmulos  de  indios  pescadores  en 
la  Punta  de  Teatinos,  al  norte  del  puerto  de  Coquimbo,  en 
el  departamento  de  este  nombre.  Estos  túmulos  formados, 
como  casi  todos  los  que  se  hallan  en  el  resto  de  Chile,  de  tie- 
rra y piedras,  cuando  no  han  sido  desgastados  por  la  lluvia 
o el  arado,  tienen  la  forma  de  un  cono,  y su  altura  dos  metros 
a lo  más,  correspondía  probablemente  a la  calidad  déla  per- 
sona a que  se  destinaban»  (1).  Don  Luis  Montt,  que  escribió 
estos  datos  y dió  un  detalle  de  los  objetos  hallados  en  la  tum- 
ba, desgraciadamente  no  dice  una  palabra  respecto  de  los 
restos  humanos  hallados  en  dichos  túmulos,  de  modo  que 
sólo  se  puede  adivinar  el  modo  de  su  entierro. 

Por  fortuna,  podemos  formar  una  idea  por  analogía.  Hace 
algunos  años  vimos  abrir  una  sepultura  semejante  en  Ton- 
goy.  Los  restos  del  cadáver  (huesos  carcomidos)  que  había 
sido  con  toda  seguridad  colocado  en  posición  encogida,  esta- 
ban envueltos  exteriormente  en  una  tela  de  lana  burda,  que 
parecía  tejida  de  cordeles  gruesos.  Esta  cobertura  encerraba 
otra  más  delgada,  sin  ser  fina,  más  o menos  de  la  textura  de 
los  ponchos  que  usa  la  gente  del  campo  hoy  por  hoy.  Ambos 
géneros  eran  de  color  café  obscuro,  casi  negro.  Algunos  tro- 
zos de  un  tejido  angosto  parecía  indicar  que  el  atado  fúne- 
bre habia  sido  fajado,  pero  sobre  este  punto  no  se  pudo  estar 
seguro. 

También  tuvimos  oportunidad  de  examinar  unos  pedazos 
de  tela  parecida,  que  estaban  en  posesión  de  un  señor  Are- 
nas, comerciante  de  antigüedades,  que  residía  en  Coquimbo 
y que  había  extraído  de  una  ancuviña  (sepultura)  que  halló 
cerca  de  la  playa,  en  la  bahía  de  Herradura,  al  Sur  del  puer- 
to de  Coquimbo. 


(1)  Montt,  Ltjis.  Antigüedades  chilenas.  Revista  de  la  Sociedad  Ar 
queológica  de  Santiago.  Primera  y única  entrega.  Santiago.  1880.  p.  5. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


265 


La  colección  del  doctor  Holz,  de  Concepción,  conteníate- 
las  semejantes,  procedentes  de  Obispito,  incluía  numerosos 
otros  objetos,  casi  del  todo  iguales  a los  hallados  en  la  Pun- 
ta Teatinos  y que  tuvimos  oportunidad  de  estudiar  cuando 
formaban  parte  de  la  espléndida  colección  de  antigüedades 
chilenas  que  había  logrado  reunir  el  señor  Luis  Montt  (1). 

Más  al  Norte  desaparecen  los  túmulos,  y las  sepulturas 
asumen  la  forma  de  fosas  o pozos.  Algunas  de  ellas  son  pir- 
cadas interiormente  y otras  no. 

Muchas  de  ellas  pertenecen  indudablemente  a los  atacame- 
ños  y otras  probablemente  a los  changos  que  habían  sido  in- 
fluenciados por  la  proximidad  de  una  cultura  superior  a la 
de  ellos. 

En  una  memoria  sobre  la  fauna,  flora,  geología,  etc.,  de 
la  quebrada  de  Camarones  y el  puerto  de  Iquique  el  señor 
Guillermo  Acevedo,  cirujano  del  navio  de  guerra  Presidente 
Pinto , habla  de  las  grandes  sepultaciones  de  cadáveres  que 
se  encuentran  en  varios  puntos  de  la  costa  y de  preferencia 
en  la  orilla  Sur  déla  quebrada  de  Camarones  y en  una  ex- 
tensión bástante  considerable  en  las  faldas  de  los  cerros  que 
bordean  la  marina. 

Dice  que  los  cadáveres  estaban  momificados,  envueltos  en 
tela  de  lana,  cubiertos  de  estera  de  totora  y asegurados  con 
ligaduras  del  mismo  material. 

Estaban  sepultados  con  sus  armas  que  consistían  de  arco, 
flechas  con  punta  de  cuarzo  triangular,  un  saquillo  de  hari- 
na de  maíz,  un  cesto  con  útiles  de  tocador,  peinetas,  gan- 
chos, grandes  collares  y pulseras  formadas  de  vértebras  de 
peces. 

Un  cadáver  estaba  envuelto  en  pieles  de  ave  de  plumaje 


(1)  Esta  magnífica  colección  fué  vendida  últimamente  por  la  viuda  del 
señor  Montt  y llevada  a la  Argentina,  pues  a pesar  de  sus  empeños  no  pudo 
hallar  ni  gobierno  ni  particulares  que  se  interesaran  en  conservarla  para 
el  país. 


266 


RICARDO  E.  LATCHAM 


muy  vistoso.  Los  tejidos  de  lana  eran  de  colores  brillantes, 
verde,  rojo,  amarillo  y café  (1). 

D’Orbigny,  hablando  de  los  atacameños,  dice  que  habitan 
las  costas  y valles.  Son  pescadores  y agricultores.  Sus  tum- 
ba^ son  subterráneas,  semejantes  a las  de  los  quichuas.  En- 
tierran  sus  muertos  en  postura  sentada. 

Las  sepulturas  se  componen  de  fosas  verticales,  forradas 
de  pircados  de  piedra  seca.  Entierran  con  los  muertos  alfa- 
rería, cestos,  armas,  etc.,  y cubren  las  sepulturas  con  ramas 
y piedras  (2). 

En  Punta  Pichalo,  cerca  de  Pisagua  se  ha  encontrado 
enorme  número  de  restos  humanos,  sobre  todo  en  la  parte 
Sur  y Poniente  de  la  Punta  y antes  del  estrechamiento,  que 
forma  el  último  promontorio  que  se  interna  en  el  mar. 

A muy  poca  profundidad,  a menos  de  un  metro  se  princi- 
pia a encontrar  los  cadáveres  momificados.  Los  restos  se 
encuentran  deseminados  en  gran  número  por  la  superfi- 
cie del  suelo,  dejados  allí  por  los  buscadores  de  tesoro  i de 
antigüedades. 

En  esta  parte  el  barranco  baja  abruptamente  al  mar,  sobre 
el  cual  se  alza  unos  veinte  metros.  Los  cadáveres  se  encuen- 
tran en  capas  superpuestas,  encontrándose  a veces  tres, 
cuatro  o más  capas,  una  encima  de  otra. 

La  mayoría  de  los  cuerpos  están  estirados  en  sentido  ho- 
rizontal, con  la  cabeza  hacia  el  Oriente.  El  sexo  se  distingue 
fácilmente  a primera  vista,  porque  los  hombres  siempre 
tienen  los  brazos  extendidos  juntos  al  tronco  y las  mujeres 
llevan  las  manos  cruzadas  sobre  el  pubis. 

Los  cadáveres  están  en  su  mayor  parte  envueltos  en  fajas 
de  un  género  de  lana  burda  y generalmente  enrollados  ade- 
más con  ponchos  gruesos. 


(1)  Acevedo.  Guillermo.  Memoria  sobre  la  flora,  fauna,  geología  y ob- 
servaciones médicas  entre  la  quebrada  de  Camarones  y el  puerto  de  Iqui- 
que.  Archivos  del  Ministerio  de  Marina. 

(2)  L’Homme  Americain,  ob.  cit. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


267 


Algunos  llevan  una  especie  de  turbante  de  totora  tejida  o 
trenzada,  otros  tienen  la  cabeza  envuelta  en  un  paño. 

Además  de  estas  momias,  se  encuentran  otras,  sepultadas 
en  posición  encogida,  como  las  de  los  atácamenos,  y son  pro- 
bablemente de  ese  pueblo.  Estas  son  casi  siempre  mejor 
acondicionadas,  y se  encuentran  a su  contorno  mayor  nú- 
mero de  objetos  y de  mejor  clase,  que  con  los  otros.  Entre 
las  fajas  que  envuelven  el  cuerpo  y las  coberturas  exterio- 
res se  encuentra  con  frecuencia  una  substancia  calcárea, 
probablemente  colocada  allí  como  preservativo.  A estas  mo- 
mias se  les  han  sacado  las  visceras  y a menudo  se  ha  rellenado 
la  cavidad  abdominal  con  paños  tejidos. 

También,  algunas  de  ellas  llevan  grandes  turbantes  de  en- ' 
torchados  de  lana. 

Estos  entierros  o cementerios  no  sólo  se  encuentran  en  el 
punto  indicado  sino  que  se  extienden  por  la  orilla  de  la  costa 
hasta  el  mismo  pueblo  de  Pisagua  y muchos  son  los  restos 
que  se  han  descubierto  en  las  excavaciones  efectuadas  den- 
tro de  su  perímetro.  En  todo  este  trayecto  se  encuentran 
cadáveres  enterrados  en  las  dos  posiciones  que  hemos  des- 
cripto:  pero  en  la  parte  alta,  tras  del  pueblo,  no  se  encuen- 
tran más  que  cadáveres  acostados  de  espaldas  horizontal 
mente.  Esto  también  sucede  en  la  planicie  que  se  encuentra 
entre  Punta  Pichalo  y Pisagua,  como  a medio  kilómetro  de 
este  último  lugar  y donde  los  entierros  son  especialmente 
numerosos.  Casi  todas  las  momias  están  cubiertas  de  tejidos 
de  lana;  pero  en  algunos  casos,  y esas  parecen  ser  las  más  an 
tiguas,  los  tejidos  son  reemplazados  por  esteras  de  totora  y 
por  cueros  de  lobo. 

En  esta  parte  se  han  encontrado  cadáveres  de  niños  pinta- 
dos de  rojo  y otros  colores,  con  la  cavidad  abdominal  rellena 
de  estas  mismas  tierras  ocrosas. 

El  profesor  Uhle  hizo  excavaciones  en  Punta  Pichalo  y 
constató  la  existencia  allí  de  cuatro  períodos,  tres  de  los  cua- 
les serían  pre-incaicos.  La  diferencia  de  cultura  en  cada  pe- 


268 


RICARDO  E,  LATCHAM 


ríodo  queda  completamente  comprobada.  Esperamos  en  bre- 
ve la  publicación  de  los  resultados  de  sus  estudios. 

Entretanto  nuestros  propios  conocimientos  de  la  zona  y 
de  los  restos  que  se  encuentran  allí  nos  convencen  que  han 
vivido  en  contacto  dos  pueblos  diversos,  contemporáneos, 
uno  de  los  cuales  ha  sido  con  toda  probabilidad  el  ataca- 
ra eño. 

En  la  vecindad  de  Tacna  y Arica  encontramos  los  mismos 
dos  sistemas  de  entierro,  el  uno  con  el  cadáver  tendido  de 
espaldas  y el  otro  con  el  cuerpo  encogido  como  las  momias 
peruanas. 

Sin  embargo,  la  major  parte  de  las  sepulturas  en  la  vecin- 
dad de  Tacna,  sólo  contienen  cadáveres  enterrados  en  postu- 
ra sentada.  Casi  todas  estas  sepulturas  tienen  la  forma  de  po- 
zos, algunas  pircadas  interiormente;  pero  en  general  cavadas 
simplemente  en  el  suelo.  En  algunas  ocasiones  se  encuentran 
dos  o más  cadáveres  en  el  mismo  pozo.  En  estos  casos  asume 
la  forma  de  una  bota,  con  una  excavación  lateral  en  el  fon- 
do donde  se  coloca  uno  de  los  cuerpos.  Según  Canales  se 
puede  conocer  los  sitios  de  las  sepulturas  por  ciertas  señales 
muy  conocidas:  l.°  una  depresión  circular  en  el  suelo;  2.° 

cenizas  que  aparecen  cubriendo  la  sepultura  apenas  se  prin- 

£ 

cipia  a remover  la  tierra;  y 3.°  porque  casi  siempre  a poca 
profundidad  se  encuentra  una  gran  piedra  o laja  que  sirve 
de  tapa  al  cadáver  (1). 

Este  mismo  autor  describe  un  cementerio  de  niños  que 
encontró  en  la  vecindad  de  la  ciudad  de  Tacna. 

«Cosa  curiosa.  En  ese  cementerio  se  abren  dos,  cuatro, 
diez  o más  sepulcros,  todos  iguales  en  construcción  y conte- 
nido: son  niños  chicos  los  que  hay  enterrados  allí . Ese  sitio 
lo  bautizamos  con  el  nombre  de  cementerio  de  guaguas. 

Los  párvulos  están  en  sepulturas  hechas  de  piedra. 

Cuatro  pequeñas  lajas  cuadrilongas  enterradas  vertical- 


(I)  Los  cementerios  indígenas  en  la  costa  del  Pacífico,  ob.  cit.,  p.  279. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


269 


mente,  dejan  un  espacio  cuadrado  de  60  centímetros  de 
hondura  y 40  de  ancho;  en  ese  nicho,  cubierto  por  un  poco 
de  tierra,  está  guardado  un  cadáver.  Los  cuerpos  se  hallan 
en  vueltos  en  una  tela  gruesa  de  lana  o algodón,  y no  pocos  es- 
tán metidos  en  una  alforja  perfectamente  conservada,  ni  más 
ni  menos  que  los  usados  hoy  por  los  indios  que  venden  yer- 
bas en  todas  las  ciudades  de  América.  Y todavía  más,  este 
envoltorio  se  ha  guardado  en  una  red  de  soga  hecha  de  totora 
o batro  con  mallas  como  las  redes  de  los  pescadores»  (1). 

En  las  cercanías  de  Arica  se  encuentran  sepulturas  de  dis- 
tintas clases.  Algunos  pocos  cadáveres  se  hallan  sepultados 
directamente  en  las  playas  en  posición  estirada.  Pero  los  se- 
pulcros que  más  abundan  son  los  que  tienen  forma  de  pozo 
pircado  de  piedras.  En  algunos  de  ellos  se  han  encontrado  los 
restos  de  las  cañas  con  que  formaban  las  bóvedas  o techos 
de  las  sepulturas. 

Los  cuerpos  están  sentados,  a veces  momificados  o deseca- 
dos; pero  con  frecuencia  no  queda  más  que  el  esqueleto.  Son 
envueltos  en  mantas  de  algodón  o de  lana. 

Otras  sepulturas  se  hallan  que  hacen  recordar  las  chulpas 
bolivianas.  Son  construidas  sóbrela  superficie  del  suelo  con 
adobes,  en  forma  cilindrica,  y cubiertas  con  un  techo  above- 
dad que  las  hace  parecer  hornos.  El  cadáver  se  encerraba 
allí  en  posición  sentado,  vistiendo  sus  mejores  trajes  y ro- 
deado por  el  ajuar  fúnebre  colocado  por  sus  deudos  (2). 

Sepulturas  de  tipo  atacameño  se  hallaron  en  las  islas  del 
Alacrán  y Santa  María  al  norte  de  Antofagasta.  Muchos  de 
los  objetos  extraídos  de  estas  sepulturas  pasaron  a formar 
parte  déla  colección  de  antigüedades  del  Dr.  Otto  Aichel 
quien  los  llevó  a Europa. 

En  la  Chimba,  pequeña  caleta  que  forma  parte  de  la  bahía 
de  Antofagasta,  Sénéchal  de  la  Grange  excavó  algunas  anti- 
guas sepulturas  que  se  han  considerado  como  de  changos. 


(1)  Los  cementerios  indígenas  en  la  costa  del  Pacífico,  ob.  cit.,  p.  279. 

(2)  El  corregimiento  de  Arica,  ob.  cit. 


270 


RICARDO  E.  IATCHAM 


Estaban  enterrados  los  cadáveres  en  posición  tendida  como 
los  de  Pisagua;  «cosidos  en  pieles  de  foca».  Estaban  sepulta 
dos  en  la  arena  que  cubre  el  barranco,  a una  profundidad  de 
1 metro  a 1 mt.  50  y a una  altura  de  más  o menos  25  me- 
tros sobre  el  mar  (1).  Los  objetos  encontrados  j untos  con  los 
cadáveres  eran  semejantes  a los  que  nosotros  hemos  hallado 
en  las  sepulturas  de  los  changos  en  varios  puntos  de  la  costa 
hasta  Caldera. 

Sénéchal  de  la  Grange  también  efectuó  excavaciones  en 
Calama,  Chuquicamata  y Chiuchiu  y en  todas  partes  halló 
las  sepulturas  de  tipo  atacameño  y los  describe  así:  «Buen 
número  de  los  cadáveres  se  encuentran  en  la  posición  en  que 
habían  sido  enterrados;  sus  vestímientos  y ajuar  fúnebre 
conservados.  Estaban  todos  más  o menos  momificados.  En 
una  parte  del  terreno  excavado  el  suelo  parece  haber  sufrido 
movimientos,  los  esqueletos  y objetos  habían  sido  desplaza- 
dos y rotos  por  la  presión  de  la  tierra. 

Cuando  los  cadáveres  no  han  sido  movidos,  se  puede  ob- 
servar que  han  sido  enterrados  con  las  piernas  redobladas  y 
sujetas  sobre  el  pecho,  los  brazos  igualmente  colocados  sobre 
el  pecho  eran  a veces  cruzados;  la  cabeza  inclinada.  Los 
cadáveres  bien  conservados  estaban  vestidos  de  mantas  o 
túnicas  sin  mangas. 

Todos  tenían  suspendidos  del  cuello  y colgando  sobre  el 
pecho  o la  espalda,  pequeñas  bolsas  de  lana,  rayadas  o con 
dibujos  multicolores  en  el  tejido.  El  conjunto  estaba  envuel- 
to en  una  manta  de  tela  grosera  y sólidamente  amarrado  con 
cordeles  de  lana  de  Mama.  El  paquete  asi  formado  y que  a 
veces  contenía  otros  objetos  de  pequeñas  dimensiones  entre 
las  envolturas,  se  colocaba  verticalmente  en  la  tumba,  cabe- 
za arriba».  (2) 


(1)  Antiquités  de  la  región  Andine.  ob.  cit.  Tomo  II  p.  764.5. 

(2)  Créqui  Montfort,  G.  de  et  Sénéchal  de  la  Grange  E.  Rap- 
port  sur  une  missión  scientifique  en  Amérique  du  Sud.  Nouvelles  archives 
des  Missions  scientifiques;  Tomo  XII.  p.  81  y sig,  Paris  1914. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


271 


Años  más  tarde  (1912)  el  Profesor  Uhle  pudo  hacer  nuevas 
excavaciones  en  el  mismo  cementerio  de  Calama  donde  antes 
había  explorado  Sénéchal  de  la  Grange.  Así  describe  este  en- 
terratorio: «El  último,  en  Chuncliuri,  tiene  la  extensión  de 
más  o menos  600  metros  cuadrados,  en  que,  según  un  cálculo 
aproximado,  se  habrán  enterrado  niás  o menos  2,500  cadáve- 
res. Por  la  revolución  continua  de  los  entierros  más  antiguos 
no  hay  casi  ninguno  independiente  o intacto.  Todo  el  suelo, 
hasta  la  hondura  de  1.40  metros,  forma  una  mezcla  infinita 
de  tierra,  cráneos,  otros  huesos  y numerosos  objetos,  testi- 
monio de  la  civilización  de  diferentes  épocas,  difíciles  de  se- 
parar para  la  reconstrucción  déla  historia  antigua.  Las  exca- 
vaciones recientes  en  que  se  excavaron  sólo  unos  55  metros 
cuadrados  con  un  resultado  de  más  de  1,100  objetos  antiguos 
y más  de  200  cráneos  y momias»  (1). 

Es  evidente  que  en  Calama,  corneen  Pisagua  y Arica  exis- 
tían cementerios  ancestrales,  donde  se  sepultaban  los  muer- 
tos generación  tras  generación  en  un  espacio  reducido,  que 
finalmente  llegaban  a formar  verdaderos. osarios,  quedando 
revueltos  los  restos  de  las  diferentes  generaciones  de  una  ma- 
nera inextricable. 

En  Quillagua  sobre  los  márgenes  del  río  Loa,  el  Dr.  Verga- 
ra  Flores  halló  sepulturas  del  tipo  atacameño,  pero  los  referió, 
por  falta  de  mayores  conocimientos,  a los  indios  aimaras. 

En  Tocopilla  hallamos  varios  sepulcros  o entierros  de  chan- 
gos todos  con  los  cuerpos  estirados,  tipo,  que  con  pocas  ex- 
cepciones es  el  que  predomina  en  las  costas  al  sur  de  Tara- 
pacá. 

En  la  región  sub-andina  de  las  provincias  deAtacama  y 
Coquimbo,  se  han  hallado  sepulturas  parecidas  a las  de  los 
valles  calchaquies,  y en  tres  o cuatro  casos,  urnas  de  greda 


1)  Uhle  Max.  Los  indios  atacameños.  Revista  Chilena  de  Historia  y 
Geografía.  Año  III.  Tomo  V,  número  9.  Primer  trimestre.  Santiago  1913, 
pp.  105  y siguientes. 


272 


RICARDO  E.  LATCHAM 


que  contenían  restos  humanos.  Tres  de  estas  que  hemos  exa- 
minado personalmente,  se  hallaron  respectivamente  en  San 
Félix,  Vallenar  y Paihuano  y las  reproducimos  con  sus  colores 
naturales  en  un  trabajo  que  tenemos  listo  para  la  prensa  y 
que  versa  sobre  Alfarería  Chilena. 

Más  al  sur,  en  la  parte  central  del  país;  excepción  hecha  a 
la  costa;  el  modo  de  sepultar  a los  muertos  parece  haber  sido 
bajo  túmulos.  Hemos  citado  en  otra  parte  los  hallados  por  el 
Dr.  Fonck  cerca  de  Putaendo. 

La  misma  clase  de  sepultura  se  ha  encontrado  en  Quilpué} 
en  Quillota  y en  los  alrededores  de  Santiago,  como  también 
en  Angostura  de  Paine  y San  Francisco  de  Mostazal. 

En  la  región  central;  pero  en  la  costa,  cerca  de  Llo-Lleo  y 
deí  puerto  de  San  Antonio,  el  Dr.  Oyarzún  halló  sepulturas 
en  urnas,  de  que  ya  hemos  dado  cuenta;  y en  la  misma  zona 
se  encontraron  los  entierros  descritos  por  Medina  como  sigue: 
«Hemos  descubierto  una  vez,  en  una  huaca  en  la  provincia  de 
Curicó,  dentro  de  la  vasija  figurando  bajo  el  número  208  res- 
to de  roedores  ...  y lo  que  es  mucho  más  raro  también  den- 
tro de  un  cántaro  el  cráneo  de  un  feto».  En  la  explicación  de 
las  láminas  pue  forma  el  atlas  de  la  obra  agrega.  Núm.  208, 
vasija  que  contenía  los  huesos  de  un  niño  y varias  semillas; 
extraída  de  una  sepultura  de  la  Patagüilla,  provincia  ue  Cu- 
ricó».  También  dice:  «En  la  hacienda  de  La  Compañía  se  han 
encontrado  también  dentro  de  una  olla  que  cuntenía  unas 
chaquiras,  los  huesos  de  un  niño»  (1). 

Sin  embargo  en  toda  la  zona  central,  hasta  el  Bío-Bío  sólo 
se  han  encontrado  unas  pocas  sepulturas  aisladas.  Parece 
que  los  trabajos  agrícolas  han  borrado  todos  sus  rastros  y só- 
lo la  casualidad  descubre  unos  restos  parciales  que  general- 
mente son  mirados  con  indiferencia  por  las  personas  que  los 
descubren. 

Pasando  a la  Araucanía  nuestros  conocimientos  sonmayo- 


(1)  Aborígenes  de  Chile,  ob.  cit.  p.  266. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


273 


res,  debido  al  hecho  que  los  indios  de  esta  región  todavía 
existen  y han  sido  observados  por  muchos  escritores  desde 
los  primeros  cronistas. 

Aquí  como  en  la  zona  del  norte,  los  más  antiguos  vestigios 
se  hallan  en  ia  costa,  en  los  cónchales  dePuchoco,  Laraque- 
te,  Puerto  Yáñez,  Quidico,  Tirúa,  Chile  y otros  puntos  del  li- 
toral de  las  provincias  de  Arauco  y Cautín. 

En  ellos  se  encuentran  numerosos  objetos  de  piedra  tallada 
y pulimentada;  pero  los  restos  humanos  solo  se  hallan  frag- 
mentados y todo  parece  indicar  que  existía  la  costumbre  de 
enterrar  los  muertos  en  posición  estirada.  Posteriores  a los 
cónchales  más  antiguos;  pero  contemporáneas  con  algunas 
de  ellas  son  las  sepulturas  en  cistas  encontradas  en  Tirúa  e 
Imperial.  Las  dimensiones  de  éstas  y los  restos  hallados  en 
algunas  de  ellas  indican  que  era  general  la  sepultura  del  ca- 
dáver tendido,  aun  cuando  en  algunos  casos,  las  descritas 
por  el  padre  Amberga,  pueden  haber  servido  solo  para  niños, 
o bien  para  entierros  segundarios. 

Algunas  de  las  piezas  de  alfarería,  halladas  en  las  cistas,  o 
en  su  vecindad  inmediata,  nos  indican  que  estas  sepulturas 
pertenecían  a aquel  pueblo  que  fué  más  tarde  desalojado  por 
los  actuales  araucanos  o mapuches;  porque  más  al  sur,  en  la 
región  de  los  cuneos,  frente  a Osorno  y hasta  el  Canal  de 
Chacao  y Golfo  de  Reloncaví,  encontramos  la  misma  clase  de 
objetos  y alfarería,  que  faltan  por  completo  en  las  sepulturas 
mapuches.  En  San  Juan  de  la  Costa,  entre  Osorno  y el  mar 
según  me  informó  el  Sr.  Federico  Philippi,  se  encontraron 
numerosas  sepulturas  algunas  de  las  cuales  eran  formadas  de 
piedras,  pero  no  supo  decir  si  estas  eran  colocadas  a manera 
de  cista. 

De  todos  modos,  como  hemos  alegado  en  otra  ocasión  (1), 
las  probabilidades  están  a favor  de  que  el  pueblo  más  culto 
que  encontraron  los  mapuches  en  la  región  ocupada  por  ellos 


(D  Latcham  R.  E.  Los  elementos  indígenas  de  la  raza  chilena.  Revista 
Chilena  de  Historia  y Geografía.  Tomo  IV.  1912.  p.  12  y siguientes. 
COSTUMBRES. — 1 8 


274 


RICARDO  E.  LATCHAM 


entre  el  Bío-Bío  y el  Calle-Galle,  se  retiró  al  sur  del  río  Bue- 
no, donde  sus  descendientes  fueron  encontrados  por  los  espa- 
ñoles a tiempo  de  la  conquista. 

Otros  vestigios  funerarios,' anteriores  a la  llegada  de  los 
mapuches  y que  probablemente  se  deben  a la  misma  raza 
antigua  que  hemos  mencionado,  se  hallan  en  las  urnas  mor- 
tuorias halladas  en  la  región;  porque  tal  costumbre  era  com- 
pletamente contraria  a la  empleada  por  las  tribus  araucanas, 
para  disponer  de  sus  muertos,  y por  otra  parte,  no  hay  mo- 
tivo ninguno  para  creer  que  antes  de  la  conquista  española, 
los  mapuches  hayan  conocido  la  industria  de  la  alfarería. 

No  es  este  el  lugar  para  entrar  a discutir  el  origen  de 
los  mapuches  o araucanos;  pero  hay  toda  probabilidad 
que  era  una  raza  intrusa  en  la  región  donde  la  halló  los 
españoles,  y que  era  oriunda  de  las  pampas  argentinas  del 
norte  del  Río  Negro. 

De  todos  modos,  los  pocos  restos  auténticos  de  ellos  a que 
se  puede  atribuir  alguna  antigüedad,  indica  que  su  estado 
de  cultura  era  bajo.  No  se  hallan  en  sus  sepulturas  ni  alfa- 
rería, ni  indicio  de  tejidos,  ambos  de  los  cuales  son  comunes 
en  las  sepulturas  post  españoles. 

Es  probable  que  una  de  las  causas  de  la  escasez  de  sus 
restos  primitivos  se  debe  al  hechó  de  exponer  sus  muertos 
en  catafalcos  o ramadas,  como  lo  hacían  igualmente  otras 
tribus  de  las  pampas.  Posiblemente  darían  sepultura  a los 
huesos  una  vez  desaparecida  la  carne;  pero  de  esto  sólo  po- 
demos formar  conjeturas. 

Por  la  existencia  en  el  idioma  de  la  palabra  pilluay  (cata- 
falco), empleada  por  los  indios  puelches  para  indicar  el  alto 
armazón  de  ramas,  sobre  el  cual  exponían  sus  muertos,  y 
el  significado  que  tuvo  de  andas  para  llevar  el  muerto,  nos 
hace  creer  que  probablemente  los  araucanos,  a su  llegada  a 
Chile,  también  tenían  la  costumbre  de  exponer  sus  muertos, 
a lómenos  mientras  duraba  la  descomposición  de  la  carne, 
enterrándolos  huesos  talvez  posteriormente. 

Molina  nos  relata  lo  siguiente:  «Luego  que  uno  ha  muer- 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


275 


to  sus  parientes  y amigos,  sentados  sobre  la  desnuda  tierra, 
al  rededor  del  cadáver,  lloran  por  un  gran  rato,  y después 
lo  exponen  vestido  de  su  mejor  ropa,  sobre  un  alto  ataúd , que 
llaman  pilluay:  así  lo  tienen  toda  la  noche,  la  cual  pasan 
parte  llorando,  y parte  comiendo  y bebiendo  en  compañía 
de  aquellos  que  han  venido  para  consolarlos.  Esta  junta  se 
llama  curicahuin , esto  es,  el  convite  negro,  porque  este  color 
es  también  entre  ellos  símbolo  de  luto. 

El  dia  siguiente,  y talvez  el  segundo,  o el  tercero  des- 
pués déla  muerte,  llevan  el  cadáver  procesionalmente  al 
eltun , o sea  al  cementerio  de  la  familia,  que  por  lo  común  es 
situado  en  un  bosque,  o sobre  una  colina. 

Dos  jóvenes  a caballo,  corriendo  a rienda  suelta,  proce- 
den al  acompañamiento.  Los  parientes  principales  llevan  el 
ataúd,  el  cual  es  rodeado  de  muchas  mujeres  que  lloran  al 
difunto  a modo  de  las  plañideras  de  los  Romanos.  Otra  mu- 
jer, entre  tanto,  va  esparciendo  en  el  camino,  detrás  del 
féretro,  rescoldo,  para  que  el  alma  no  pueda  volver  más  a 
la  casa. 

Llegados  al  lugar  de  la  supultura,  ponen  el  cadáver  sobre 
a superficie  de  la  tierra,  ocupando  la  circunferencia,  según 
el  sexo,  o sus  armas,  o los  instrumentos  mujeriles,  con  gran 
cantidad  de  víveres  y de  vasos  llenos  de  chicha,  o de  vino, 
que  según  su  opinión,  deben  servirle  para  su  tránsito  a la 
eternidad.  Entre  ellos  hay  algunos  que  matan  también  un 
caballo  y lo  entierran  en  la  misma  sepultura.  Hecho  esto  se 
despiden  con  mucho  llanto  del  muerto,  anunciándole  un  fe- 
liz viaje,  y depués  lo  vuelven  a cubrir  de  tierra  y de  pie- 
dras en  forma  piramidal,  sobre  la  cual  derraman  chicha  en 
abundancia.  Es  inútil  referir  la  gran  semejanza  que  se  en- 
cuentra entre  estos  ritos  funerales  y los  que  se  practicaban 
por  los  antiguos  pueblos  del  viejo  continente  (1). 

(1)  Molina,  El  abate  don  Jijan  Ignacio.  Compendio  de  la  Historia 
civil  del  Reino  de  Chile.  Escrita  en  italiano  y traducida  al  español  y aumen- 
tada con  varias  notas  por  don  Nicolás  de  la  Cruz  y Bahamonde.  Tomo  II. 
págs.  90-91. — Madrid  1795. 


276 


RICARDO  E.  LATCHAM 


Es  por  demás  interesante  esta  descripción  porque  nos  en- 
seña muchas  cosas  respecto  de  las  costumbres  fúnebres  y 
modo  de  pensar  de  los  araucanos  a fines  del  siglo  XVI ÍI  y al 
mismo  tiempo  nos  deja  entrever  su  posible  derivación. 

En  primer  lugar,  aprendemos  que  en  aquella  época  e 
nombre  pilluay , todavía  se  aplicaba  a una  especie  de  cata- 
falco alto  en  que  se  exponía  el  cadáver,  por  pocos  días  es 
verdad;  pero  es  probable  que  antes  que  se  acostumbraba 
encerrar  el  difunto  en  un  ataúd,  el  período  que  duraba  la 
exposición  fuera  mucho  más  largo. 

Luego  nos  enseña  que  los  araucanos,  al  igual  de  tantos 
otros  pueblos  de  América,  tenían  las  costumbre  de  enterrar 
los  muertos  con  llanto. 

Los  araucanos  tenían  cementerios  ancestrales  o de  familia 
que  servían  para  toda  la  agrupación,  generalmente  pequeña 
y de  todos  parientes  cercanos. 

La  narración  de  Molina  nos  muestra  que  les  araucanos 
también  creían  que  el  ánima  rondaba  el  lugar  de  su  muerte 
hasta  después  del  entierro,  lo  que  queda  de  manifiesto,  por 
los  cuidados  que  tomaban  para  impedir  su  vuelta  a la  habi- 
tación, derramando  rescoldo  que  le  quemaría  los  pies  si  tra 
tara  de  volver  por  el  camino  por  donde  seguía  el  cortejo, 
único  que  pudo  conocer  o traficar. 

También  deja  ver  que  temían  que  los  espíritus  malignos 
pudieran  posesionarse  del  cuerpo,  entrando  en  él,  que  sería 
una  gran  desgracia;  por  lo  consiguiente  tomaban  medidas 
para  ahuyentarlos. 

Deja  de  manifiesto  la  costumbre  de  enterrar  los  muertos 
bajo  cairns  o túmulos,  frecuentemente  sin  hacer  excava- 
ciones. 

Entre  los  otros  escritores  de  la  colonia  que  mencionan  el 
pilluay , encontramos  a Febres,  quien  en  su  «Arte  de  la  len- 
gua general  del  Reino  de  Chile»,  lo  escribe  pilluay  y da  como 
significado,  andas  en  que  llevan  los  muertos  a enterrar:  y 
Carvallo  Goyeneche  quien  escribe  pilguai,  una  gran  caja 
hecha  de  tablas  gruesas  en  que  entierran  los  muertos. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


277 


Es  probable  que  este  último  autor  haya  confundido  el 
ataúd,  pues  se  llama  huampu , con  el  anda  (pilluay)  en  que  lo 
llevaban,  porque  hasta  el  día  de  hoy  los  mapuches  emplean 
los  mismos  dos  términos  para  expresar  los  respectivos  apa- 
ratos. 

Gómez  de  Vidaurre  da  una  relación  de  los  ritos  fúnebres 
de  los  araucanos  que  es  idéntica  con  la  de  Molina  (1),  por 
eso  no  la  reproducimos  <dn  extensa ».  Pero,  hablando  del  pi- 
lluay en  vez  de  llamarlo  alto  ataúd  dice:  «lo'  colocan  (el 
muerto)  sobre  un  túmulo  alto  que  llaman  pilluay  y según  el 
sexo  le  ponen  o sus  armas  o instrumentos  femeniles  con  al- 
guna cosa  de  comer;  en  este  estado  queda  ocho  o tal  vez 
veinte  días  hasta  que  se  juntan  todos  los  parientes»  (2). 

Agrega  Vidaurre  un  dato  que  ningún  otro  cronista  regis- 
tra y que  recuerda  una  costumbre  común,  como  hemos  vis- 
to, entre  los  indios  del  Chaco.  Dice:  «y  algunos  de  la  tribu  de 
los  Poyas  para  denotar  la  grandeza  de  su  sentimiento,  se 
cortan  un  dedo,  lo  cubren  (el  muerto)  de  tierra  y piedras, 
disponiendo  todo  en  forma  de  pirámide».  Es  la  única  noticia 
de  mutilaciones,  en  señal  de  duelo,  que  conocemos  respecto 
de  los  indios  de  Chile. 

(1)  Tan  idénticas  son  estas  dos  relaciones  que  es  evidente  que  una  u otra 
fué  copiada  casi  al  pie  de  la  letra.  Las  frases  y los  términos  son  iguales  y 
cuando  más  se  ha  cambiado  una  que  otra  palabra  para  emplear  un  sinó- 
nimo. Es  difícil  saber  cual  de  los  dos  autores  ha  plagiado  al  otro  de  esta 
manera;  porque  si  es  verdad  que  la  obra  de  Molina  vió  la  luz  en  1787  en 
Bolonia  y la  de  Vidaurre  en  1789,  queda  una  publicación  anterior  anónima, 
titulada  « Compendio  delta  storia  geográfica,  naturale,  e civile  del  Reyno  del 
Chile.  Bologna  MDCCLXXVI  8.a  que  ha  sido  variamente  atribuido  a am- 
bos autores,  pero  que  por  el  lengua  je  y estilo  parece  ser  de  Vidaurre.  Por 
otra  parte,  en  ¡a  nota  final  de  su  prefacio  Vidaurre,  anuncia  que  ya  ha 
salido  a luz  en  italiano  los  dos  ensayos  apreciabilísimos  del  señor  don  Juan 
Ignacio  Molina,  de  los  cuales  valiéndome,  yo  confío  dar  a esta  mi  obra, 
todo  aquel  carácter,  que  me  hábía  propuesto,  y a que  no  había  podido 
llegar». 

2)  Gómez  de  Vidaurre,  Felipe.  Historia  Geográfica,  Natural  y Civil 
del  Reyno  de  Chile.  Historiadores  de  Chile.  Tomo  XIV,  p.  321.  Santia- 
go, 1889. 


278 


RICARDO  E.  LATCHAM 


Como  Molina,  dice  que  colocaban  el  cadáver  sobre  la  tie- 
rra, cubriéndolo  después  con  un  túmulo  de  piedras  y tierra. 
Habla  del  llanto  y de  la  reunión  de  parientes,  que  llama 
cari  cahuín , en  casi  las  mismas  palabras  de  Molina. 

Más  de  un  siglo  ante^,  el  jesuíta  Padre  Alonso  de  Ovalle, 
había  llamado  la  atención  hacia  el  entierro  con  llanto  practi- 
cado por  los  araucanos  y también  menciona  que  la  manera  de 
hacer  sus  entierros  era  de  amontonar  sobre  el  cadáver  pie- 
dras y tierra  en  forma  de  túmulo. 

«Quando  buelven  déla  guerra,  y se  hechan  de  menos  los 
que  quedaron  muertos  en  ella,  no  es  dezible  la  confusión  de 
llantos,  y alaridos  que  levantan  al  cielo  las  mugeres  y hijos, 
y de  mas  deudos  délos  difuntos;  y aunque  está  passion  es 
común  en  todas  las  naciones,  y tan  propia  de  la  naturaleza 
humana,  que  por  ser  tan  sociable,  siente  la  falta  de  los  su- 
yos, que  le  bazian  compañía,  y mas  quando  interuiene  la 
dependencia  de  la  sangre,  que  es  fundamento  de  el  amor; 
pero  en  las  Indias  sobresalen  mas  las  demonstraciones  de  su 
sentimiento,  porque  no  lloran  al  difunto  en  silencio,  sino 
cantando  a voz  en  cuello,  de  manera  que  aquien  las  oye  de 
lexos  prouocan  mas  a risa  que  a compassion:  es  muy  notable 
el  modo  de  llorar  a sus  difuntos;  rodean  el  muerto  luego  que 
espira,  la  muger,  las  hijas  y parientes,  y comentando  a en- 
tonar la  primera,  la  siguen  las  otras,  y aun  mesmo  tono,  se 
van  remedando,  baxando  la  vna  al,  vi,  quando  sube  la  otra 
al,  La;  y desta  manera  prosiguen  muchissimo  tiempo,  de 
manera  que  primero  se  secan  y acaban  las  lágrimas,  que 
cessen  de  aquel  su  funesto  y triste  canto,  la  cual  costumbre 
conseruan  hasta  oylos  ya  christianos,  pero  no  la  de  abrir 
el  cuerpo  para  saber  el  mal  que  murió,  ponerle  en  la  sepul- 
tura, comida,  chicha,  vestidos,  y algunas  preseas,  a monto- 
nar  sobre  la  sepultura  muchas  piedras  a modo  de  pirámi- 
des, o otras  ceremonias  de  que  vsan  los  gentiles»  (1). 


(1)  Ovalle  Alonso  de.  Histórica  Relación  del  Reyno  de  Chile.  Ro- 
ma,  1646,  Libro  III,  cap.  V,  p.  98. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


279 


El  padre  Ovalle  no  nos  habla  del  pilluay;  pero  Usauro 
Martínez  dice  que  el  cadáver  se  colocaba  entre  dos  maderos 
y se  colgaba  en  la  casa  frente  al  fuego  (1). 

Quien  nos  da  noticias  más  seguras  sobre  la  costumbre  de 
exponer  los  muertos  en  catafalcos,  no  provisoriomente,  sino 
como  disposición  final,  a la  manera  que  acostumbraban  las 
tribus  de  las  pampas,  es  González  de  Nájera.  Nos  cuenta 
que:  «Los  enterramentos  de  los  caciques  son  algo  levantados 
de  tierra,  porque  ponen  sus  cuerpos  entre  dos  grandes  arte- 
sones cerrados,  hueco  con  hueco,  y encajado  entre  dos  ár- 
boles juntos,  o sobre  fuertes  horcones,  y este  es  el  fin  de  sus 
vidas  y paraderos  desús  cuerpos»  (2). 

Esto,  escrito  en  1614,  no  deja  duda  que  en  aquellos  tiem- 
pos todavía  se  practicaba  esta  costumbre,  aun  cuando  al 
saber  de  nuestro  autor,  sólo  en  los  casos  de  los  caciques.  Es 
probable  sin  embargo,  que  en  épocas  anteriores  era  más  ge- 
neralizada. 

Para  la  gente  común  «sus  entierros  son  debajo  y encima 
de  la  tierra,  donde  aun  confirman  lo  mucho  que  aman  su  de- 
ber; pues  se  entierran  con  un  cántaro  grande  u otra  vasija 
lleno  de  sus  vinos,  puesto  a la  cabecera  y un  j arribo  peque- 
ño encima  dél  con  que  piensan  que  han  de  beber  en  muerte 
como  lo  hacían  en  vida»  (3). 

Núñez  de  Pineda  habla  de  colocar  el  muerto  en  unas  an- 
das, enramadas  con  hojas  de  laurel  y canelo,  y evidente- 
mente refiere  al  mismo  aparato  que  en  años  posteriores  ser- 
vía para  llevar  el  muerto  a su  sepulcro. 

Pero  aun  en  la  actualidad  los  araucanos  no  han  perdido 
la  costumbre  de  exponer  el  muerto,  aunque  sea  provisoria- 
mente. Hace  pocos  años  hemos  visto  el  cadáver  de  un  caci- 


(1)  Martínez  Usauro.  La  verdad  en  campaña. 

(2)  González  de  Nájera  Alonso.  Desengaño  y Reparo  de  la  Guerra 
del  Reyno  de  Chile.  Historiadores  de  Chile.  Tomo  XVI.  Relación  III. 
Cap.  IV,  p.  50.  Santiago  1889. 

(3)  id.  id.  p.  49. 


280 


RICARDO  E.  LATCHAM 


que,  suspendido  de  un  árbol,  en  una  especie  de  jaula  de  ca- 
ñas. Se  había  encendido  un  fuego  de  leña  verde,  debajo  para 
desecar  y ahumarlo,  como  más  adelante  se  dirá.  El  día  del 
entierro  se  bajó  el  cadáver  y lo  colocaban  sobre  el  pilluay, 
construido  de  horcones  plantados  en  el  suelo  y que  sobresa- 
lían un  metro  más  o menos.  Atravesados  en  estos  horcones 
habían  palos  redondos  que  sujetaban  un  cuero  de  buey  o de 
vaca.  Este  catafalco  estaba  adornado  de  ramas  y hojas  de 
laurel  y canelo  (1). 

Guevara  pasa  en  revístalas  costumbres  antiguas  y moder- 
nas de  los  araucanos.  Dice  respecto  de  los  preparativos  para 
el  entierro:  «Colgados  del  techo  de  la  habitación  hay  cons- 
tantemente unas  zarandas  de  colihues  (chusquea  quila)  que 
denominan  llangi.  Se  baja  una,  se  tiende  en  ella  al  difunto 
envuelto  en  pieles  o en  un  colchón;  se  rodea  de  provisiones, 
como  carne,  harina,  manzanas  y mudai  (licor);  se  le  echa 
encima  sus  piezas  de  vestir.  Por  último  se  suspende  y se 
amarra  a las  vigas,  más  o menos  cerca  del  fuego.  Algunas 
familias  colocan  el  muerto  fuera  de  la  casa,  en  una  enrrama- 
da  especial.  Este  aparato  fúnebre  se  llama  en  las  reducciones 
del  norte  pilluhai  y en  las  del  sur  pillai  (2). 

Dice  este  mismo  autor  que  no  se  hallan  rastros  por  ahora 
entre  los  araucanos  de  que  entrase  para  la  realización  del 
rito  final  de  esperar  que  la  descomposición  cadavérica  se 
verificara,  como  ha  sucedido  en  otros  pueblos  no  civiliza- 
dos (3)  pero  como  lo  hemos  demostrado  es  probable  que  esa 
costumbre  haya  imperado  en  otros  tiempos. 

En  un  libro  publicado  hace  pocos  años  encontramos  unos 
datos  interesantes  respecto  de  la  costumbre  que  describi- 


(1)  Latcham  R.  E.  Ethnology  of  the  Araucanos.  Journal  of  the  Roya! 
Anthropological  Tnstitute  of  Gt.  Britain  & Ireland.  Tomo  XXXIX  1909, 
p.  367. 

(2)  Psicología  del  pueblo  araucano,  ob.  cit.  p.  263. 

(3)  Psicología  del  pueblo  araucano,  ob.  cit.p.  266. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


281 


raos  (1).  El  Padre  Franciscano,  Luis  Mansilla,  quien  recorrió 
durante  los  años  1898  a 1904  todas  las  reducciones  mapu- 
ches de  la  frontera,  escribe: 

«Terminada  la  vida  del  hechizado,  seguía  el  velorio,  que  era 
lo  más  ridículo  e indecente  que  pudiera  darse  en  sociedad 
humana.  Jamás  sepultaban  el  cadáver  de  un  (apo-ghúlmen) 
cacique  principal  o persona  que  era  de  alguna  categoría  entre 
ellos,  sino  después  de  algunos  meses,  que  a veces  se  conver- 
tían en  seis;  cadáver  que  conservaban  como  el  mejor  charqui , 
sobre  un  catrado  de  varillas  de  quila  atadas  con  boque , a que 
daban  el  nombre  de  pillgai,  o zaranda  para  secar  quesos. 
Puesto  el  cadáver  en  la  zaranda  lo  colgaban  sobre  el  fuego 
donde  hacían  su  comida  diaria,  el  que  permanecía  allí  todos 
los  días  que  se  empleaban  para  construir  el  ataúd  o sea  ho- 
radar un  gran  trozo  de  pellín  que  fuera  capaz  de  contener  el 
cadáver  con  todos  los  enseres  que  se  dirán  más  adelante. 

Durante  el  espacio  de  tiempo  en  que  se  fabricaba  aquella 
canoa,  que  nunca  estaba  terminada  antes  de  ocho  o diez 
días,  el  cadáver  estaba  secándose  al  humo,  de  lo  cual  resul- 
taba una  descomposición  capaz  de  infestar  una  ciudad  en- 
tera. 

Concluido  que  era  el  ataúd  de  enormes  dimensiones,  cons- 
truido en  la  misma  montaña  donde  escogían  el  pellín , lo  lle- 
vaban a la  casa  del  difunto  arrastrado  con  bueyes,  y colo- 
cándolo en  un  costado  de  la  casa,  depositaban  en  él  el  cadáver 
envuelto  en  un  cuero  de  animal  vacuno  o caballar  y allí  lo 
dejaban  todo  el  tiempo  que  era  necesario  para  que  se  reunie- 
ran los  parientes,  vecinos  y amigos  de  todas  las  tribus  cir- 
cunvecinas y lugares  de  lejanas  regiones  que  hubieran  tenido 
noticias  del  fallecimiento  de  aquel  rico  de  la  tribu  (apoghul- 
men). 

En  todo  el  tiempo  del  velorio  se  comía  y bebía  a expensa 


(1)  Las  Misiones  Franciscanas  de  la  Araucanía,  por  el  padre  Luis  Man- 
silla. Prefecto  de  Misiones.  Angol,  1904 


282 


RICARDO  E.  LATCHAM 


délos  bienes  del  finado,  hasta  concluir  si  fuera  posible  con 
el  último  cordero  que  le  perteneciera. 

Era  natural  que  un  cadáver  conservado  de  esta  suerte  sin 
un  preservativo  que  impidiera  la  descomposición,  exhalara 
un  hedor  pestífero  que  se  percibía  desde  muy  lejos 

Concluía  el  velorio  (monetun)  cuando  los  bienes  del  difunto 
se  acababan  (1). 

Varios  otros  usos,  también  tuvieron  en  la  antigüedad,  re- 
lacionados en  la  muerte  y la  disposición  de  los  cadáveres. 
Por  ejemplo,  la  antropofagia  o canibalismo  está  bien  proba- 
do entre  ellos,  cuando  se  trataba  de  prisioneros  de  guerra,  a 
pesar  de  que  algunos  de  sus  apologistas  han  tratado  de  poner 
en  duda  este  vicio. 

Los  casos  conocidos  son  demasiados  y los  testigos  tan  nu- 
rosos  que  es  inútil  tratar  de  glosar  el  hecho.  Todos  los  prime- 
meros  cronistas  citan  casos  y no  es  de  suponer  que  estos  sean 
los  únicos.  Sus  crueldades  y costumbres  que  se  encontraban 
entre  ellos  a la  llegada  de  los  españoles  son  las  mismas  que 
hallamos  por  toda  la  América  entre  pueblos  de  más  o menos 
el  mismo  estado  de  barbarie  y aún  entre  otros  más  civiliza- 
dos, como  por  ejemplo,  los  aztecas. 

González  de  Nájera,  uno  de  los  más  serios  de  los  cronistas 
dice  que  a principios  del  siglo  XVII  «a  otros  prisioneros  los 
desuellan  vivos  y en  otros  experimentan  cada  día  nuevo  li- 
naje de  tormentos  y muertes  hasta  venir  a no  dejar  memo- 
ria de  ellos;  pues  las  comen  las  carnes  y beben  los  huesos  mo- 
lidos, según  dije  arriba». 

Aquí  tenemos  una  aseveración  directa  no  solo  de  su  cani- 
balismo, sino  de  otra  costumbre  que  solo  habíamos  encon- 
trado entre  los  tribus  nu-aruac  del  Orinoco,  como  en  otro 
lugar  dijimos.  Continúa  nuestro  autor:  «suelen. traer  algunos 
destos  bárbaros  en  estos  juegos  puestas  máscaras  de  piel 


(1)  Cap.  IV. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


283 


seca  y amoldada  de  rostros  españoles,  estimando  en  mucho 
las  que  tienen  mucha  barba  y bigote. 

Hacen  de  las  calaveras  vasos  para  beber,  pintados  de  va- 
rios colores,  teniendo  a gran  blasón  especialmente  si  la  ca- 
beza ha  sido  de  algún  español  señalado. 

Traen  algunos  hecho  guante  de  la  piel  seca  y dura  de  ma- 
no de  español,  atada  por  la  muñeca  de  un  palo,  sonando 
dentro  del  hueco  algunas  piedresuelas  con  que  vañ  haciendo 
són  conforme  al  de  su  baile  como  con  panderetas  de  niño»(l). 

La  costumbre  de  desollar  al  enemigo  ha  sido  común  entre 
varias  naciones,  especialmente  en  Colombia  y en  México,  y 
la  de  usar  la  piel  déla  cara  como  máscara  también  la  ha- 
llamos en  otras  partes;  pero  es  nuevo  el  uso  hecho  de  la  piel 
de  las  manos  y brazos,  cosa  que  no  recordamos  haber  leído 
respecto  de  ningún  otro  pueblo. 

Más  adelante  el  mismo  cronista,  después  de  citar  varios 
casos  concretos  de  crueldad  y canibalismo,  resume  como  si- 
gue: «Por  lo  cual  deseo  que  se  entienda  que  son  estos  bárba- 
ros de  naturaleza  tan  inclinados  a derramar  sangre  y comer 
carne  humana  que  no  se  encarece  todo  lo  que  se  debe  su 
crueldad,  en  llamarlos  crueles  fieras»  (2). 

No  estamos  tan  seguros  en  cuanto  a la  antropofagia  como 
costumbre  general,  sin  relación  ala  guerra,  que  hasta  cierto 
punto  se  puede  llamar  ritualística;  a pesar  de  que  González 
de  Nájera,  no  es  menos  terminante  sobre  este  punto,  cuando 
dice:  «son  pocos  destos  bárbaros  los  que  dejan  de  comer  car- 
ne humana,  de  tal  suerte  que  en  años  estériles  el  indio  fo- 
rastero que  acierta  por  algún  caso  a pasar  por  ajena  tierra, 
se  puede  contar  por  venturoso,  si  escapa  de  que  encuentren 
con  él  indios  della  porque  luego  lo  matan  y se  lo  comen». 

El  padre  Rosales  confirma  estas  noticias,  y da  otras  muy 
numerosas  al  respecto.  Dice  en  una  parte:  «quando  ha  de 


(1)  Desengaño  de  la  Guerra.  Ob.  ct.  Reí.  VI.  Cap.  II.  p.  56. 

(2)  Id.  id.  id.  id.  p.  60. 


284 


RICARDO  E.  LATCHAM 


hazeruna  fiesta  y borracheras,  si  no  tienen  en  su  tierra  al- 
gún captivo  a quien  quitar  la  vida  para  solemnizar  la  fies- 
ta, van  ala  otra  a comprarle,  y las  viejas  y los  niños  han  de 
comer  de  sus  carnes  y labar  las  manos  en  su  sangre*  (1). 

Los  puelches  que  habitaron  los  valles  y faldas  occidenta- 
les de  los  Andes  entre  Llaima  y Osorno,  llamados  en  aquellos 
tiempos  huilliches  serranos,  tenían  la  misma  costumbre.  Ro- 
sales dice  que  « comíanse  en  los  banquetes  los  indios  cauti- 
vos, aunque  fuesen  niños  y mujeres:  que  ferocidad  extraña 
y poco  usada  en  los  chilenos,  que  lo  más  que  comen  es  el 
corazón  para  hacer  demostración  de  su  odio  y enemistad,  pe- 
ro estos  todo  el  captivo  entero,  sin  dexar  cosa  del  se  lo 
comían». 

La  costumbre  de  guardar  el  cráneo  como  trofeo  de  guerra, 
o de  convertirlo  envaso  para  beber,  es  también  comproba- 
da por  numerosísimas  citas.  A veces  lo  colocaban  en  estacas 
de  cañas  delante  de  sus  habitaciones,  o bien  lo  guardaban 
dentro  de  ellas,  sacándolas  en  ocasión  de  sus  fiestas. 

Las  quijadas  o mandíbulas  inferiores,  las  llevaban  como 
adorno,  suspendidas  del  cuello  con  cordones  o a veces  las 
utilizaban  para  formar  parte  de  las  máscaras,  hechas  de  ca- 
bezas de  fiieras,  que  usaban  en  sus  bailes,  y durante  los  pri- 
meros tiempos,  en  sus  guerras  contra  los  españoles,  para  ins- 
pirarles miedo. 

Utilizaban  también  otras  partes  del  cuerpo  de  sus  enemi- 
gos, «Las  canillas  de  las  piernas  las  descarnan,  las  maceran 
al  fuego  y hacen  al  punto  trompetas  con  que  tocan  en  aque- 
lla celebredad»;  dice  el  padre  Miguel  de  Olivares  (2).  Todos 
los  cronistas  hablan  de  la  costumbre  de  hacer  flautas  o pitos 
de  las  canillas  de  los  prisioneros  de  guerra. 


(1)  Rosales,  Pedro  Diego  de.  Historia  General  del  Reyno  de  Chile. 
3 Tomos.  Valparaíso,  1877. 

(2)  Olivares,  Padro  Migü  el  de,  Historia  Militar,  Civil  y Sagrada  de 
Chile.  Historiadores  de  Chile.  Tomo  IV.  Santiago.  Libro  I.  cap.  19. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


285 


Para  terminar  las  observaciones  sobre  las  prácticas  cani- 
balísticas  de  los  araucanos,  citaremos  aquí  una  estrofa  de 
Pedro  de  Oña: 

«Por  la  espumosa  sangre  que  bebemos 
Y por  la  humana  carne  que  comemos»,  (1) 

La  costumbre  de  comer  carne  humana  llamaban  iloche. 
(¿7o=carne,  che—  gente)  o ilochetunn,  fiesta  de  carne  de  gente, 
y había  caído  en  desuso  antes  de  fines  del  siglo  XVII. 

Con  el  contacto  con  los  españoles,  las  costumbres  mortuo- 
rias de  los  araucanos  poco  a poco  se  modificaron;  si  bien 
quedaban  en  pie  la  mayor  parte  de  sus  antiguas  supers- 
ticiones. 

El  pilluay  dejó  de  ser  el  sepulcro  definitivo  de  los  restos, 
para  tomar  el  papel  de  provisorio  depósito  del  cadáver;  sim- 
ple accesorio  délas  ceremonias  funerales.  Sin  embargo,  debi- 
do a las  supersticiones  de  los  indios,  sucedió  a veces  que  el 
cuerpo  se  mantenía  en  este  descanso  por  un  tiempo  conside- 
rable, que  variaba  entre  algunos  días  y dos  o tres  meses,  se- 
gún las  circunstancias,  y esto  por  dos  motivos  principales. 

Primero,  los  indios  nunca  creían  que  la  muerte  procedía 
de  causas  naturales,  sino  de  brujerías  o maquinaciones  de  al- 
gún enemigo  oculto,  pue  podía  ser  una  persona  o bien  un 
huecuvú  o espíritu  maligno.  Por  lo  tanto,  lo  primero  que  exi- 
jía  la  lex  talonis  o moral  vengativo  de  los  indios,  era  el  des- 
cubrimiento del  malhechor,  causante  üe  la  muerte.  Para  este 
fin,  llamaban  al  machi  (médico),  quien  hacía  la  autopsia  del 
cadáver,  y por  su  arte  mágica  indicaba  el  culpable,  contra 
quien  se  dirijía  la  venganza  de  los  parientes  del  difunto.  Du- 
rante este  tiempo,  y con  frecuencia,  hasta  la  ejecución  de  la 
venganza  por  los  deudos,  el  cadáver  quedaba  expuesto  en  el 
pilluay. 

Luego  había  otra  causa  de  demora.  A la  muerte  de  una  per- 
sona de  importancia,  el  entierro  siempre  se  seguía  por  una 


(1)  Oña,  Pedro  de.  Arauco  Domado.  Canto  II.  Octava  68. 


286 


RICARDO  E.  LATCHAM 


gran  fiesta,  que  duraba  varios  dias  y en  la  cual  los  banque- 
tes y borracheras  figuraban  como  parte  principal.  A estos 
entierros  acudían  no  sólo  los  miembros  de  la  reducción,  sino 
todos  los  de  la  tribu  o gens,  emparentados  con  el  difunto  y 
en  el  caso  de  un  personaje  de  nota,  representantes  de  otros 
grupos.  Para  que  se  avisara  a todo  esta  gente,  agrupada  en 
pequeñas  aldeas  en  lugares  apartados,  para  que  pudiesen  to- 
dos acudir  a una  fecha  fija  y para  que  se  pudieran  hacer  los 
preparativos  para  alojar  y festejarlos  durante  varios  días, 
se  necesitaba  tiempo  y generalmente  la  fecha  fijada  para  la 
ceremonia  era  quince  o veinte  días  después  déla  defunción. 
Entretanto  el  cadáver  yacía  en  el  pilluay , esperando  el  mo- 
mento de  los  funerales. 

Naturalmente  en  este  lapso  de  tiempo  principiaba  a des- 
componerse el  cadáver.  Para  evitar  esto,  adoptaban  otro  re- 
curso., el  de  desecar  o sahumar  el  cuerpo,  quitándole  primero 
las  visceras  e intestinos  que  fueron  sepultados  aparte  o que- 
mados. Para  efectuar  esta  operación,  abrian  el  vientre.  Colo- 
cado el  cadáver  sobre  el  pilluay  o suspendido  en  un  armazón 
de  quilas  sobre  un  fuego  de  leña  verde,  preferentemente  de 
canelo,  que  da  un  humo  espeso  y penetrante  a los  pocos  días 
quedaba  ahumado  y hasta  cierto  punto  desecado.  Hemos  vis- 
to cadáveres  completamante  hollinados  que  hacía  preciso 
lavarlos  antes  de  que  pudieran  ser  vestidos  para  los  fune- 
rales. 

En  la  actualidad  se  acostumbra  encerrar  los  muertos  en 
un  ataúd,  antes  de  enterrarlos;  pero  esta  costumbre  parece 
ser  una  innovación,  aprendida  de  los  españoles. 

La  forma  más  antigua  del  ataúd  araucano  es  la  de  sus  pi- 
raguas o canoas,  que  indudablemente  han  servido  de  mo- 
delo. 

Son  fabricados  de  un  tronco  de  árbol,  ahuecado  a hacha  y 
fuego.  Tienen  ocho  o diez  pies  de  largo  por  uno  y medio  de 
diámetro.  No  terminan  en  punta,  sino  que  los  extremos  son 
cortados  derechos. 

No  son,  como  dicen  algunos  escritores,  un  tronco  partido 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


287 


por  el  medio  y cada  mitad  ahuecada,  sirviendo  una  de  ellas  de 
tapa.  Los  que  hemos  visto,  se  forman  del  tronco  entero,  y se 
ha  quitado,  solo  el  tercio  superior,  de  modo  que  el  mayor 
diámetro  se  encuentra  más  ahajo  de  los  bordes  del  hueco. 

Algunas  veces  se  tapaba  con  un  tablón  grueso,  rudamente 
labrado,  y probablemente  a veces  sólo  con  ramas,  porque  en 
algunas  ocasiones  hemos  encontrado  la  canoa  misma  en  re- 
gular estado  de  conservación  sin  hallar  vestigios  de  tapa. 

Existe  en  la  Biblioteca  Nacional  dos  ataúdes  de  esta  clase 
que  entendemos  fueron  extraidos  de  un  antiguo  cementerio 
indígena  de  Esperanza,  Río  Renaico. 

Es  curioso  notar  que  la  lengua  araucana  no  posea  un  nom- 
bre propio  ni  para  canoa  ni  para  ataúd  y la  palabra  huampu, 
empleada  para  expresar  estos  dos  objetos  es  derivada  del 
quichua. 

Hay  dos  posibles  explicaciones:  primero,  la  canoa  o pi- 
ragua puede  haberse  introducido  en  Chile  por  los  incas  y 
luego  el  nombre  que  la  daban  ellos  sería  adoptado  junto  con 
el  objeto;  o bíén,  y lo  que  nos  parece  más  probable,  la  costum 
bre  de  enterrar  en  ataúdes  fué  introducida  por  los  españoles 
y adoptada  primero  por  los  yanaconas  o indios  domésticos 
traídos  desde  el  Perú  y más  tarde  por  los  chilenos,  que  no 
teniendo  nombre  propio  en  su  idioma,  conservaban  la  de  los 
peruanos  con  quienes  estaban  en  íntimo  contacto  durante  los 
primeros  años  de  la  conquista,  por  ser  estos  últimos  sus 
maestros  y guardianes  en  las  nuevas  faenas  industriales  que 
fueron  obligados  a aprender. 

Es  probable  que  durante  estos  años,  los  españoles  mismos 
tendrían  frecuentemente  que  recurrir  a los  troncos  ahuecados 
para  sus  entierros,  dada  la  dificultad  de  obtener  tablas  o ta- 
blones para  fabricar  un  cajón  mejor  acondicionado. 

Sea  como  sea,  lo  que  parece  seguro  es  que  antes  de  estar 
en  contacto  con  las  influencias  peruanas,  directas  o indirec- 
tas, los  indios  chilenos  no  empleaban  esta  clase  de  entierro. 

Posteriormente,  el  huampu  se  ha  hecho  de  diferentes  for- 


288 


RICARDO  E.  LATCHAM 


mas,  con  troncos  partidos  por  el  medio  y ambas  partes  ahue- 
cadas o bien  de  tablones  toscamente  labrados. 

La  fabricación  de  tales  ataúdes,  de  por  sí,  sería  otro  moti- 
vo para  la  demora  en  el  entierro,  porqne  tomando  en  cuenta 
que  durante  el  primer  siglo  de  !a  ocupación  española,  las  he- 
rramientas de  metal  eran  sumamente  escasas  entre  los  indios 
y que  se  valían  de  las  de  piedra  o concha,  se  puede  imaginar, 
cuán  lenta  sería  la  operación  de  excavar  un  tronco,  aun  con 
la  ayuda  del  fuego. 

Con  la  introducción  del  empleo  del  ataúd  se  generalizó  más 
el  entierro  en  el  suelo,  y el  cairn  cedió  lugar  al  túmulo,  o bien 
a la  sepultura  simple  sin  montículo. 

Cuando  desapareció  la  costumbre  de  levantar  montones 
de  piedras  o de  tierra  sobre  la  tumba,  se  hizo  necesario  em- 
plear algún  otro  método  para  señalar  el  lugar  del  entierro. 
Este  ha  variado  según  la  localidad. 

Antiguamente  se  acostumbraba  sepultar  el  caballo  favo- 
rito del  difunto  junto  con  el  cadáver,  o dejarlo  muerto 
encima  del  túmulo.  Después  se  sacaba  el  cuero  que  era  lo 
único  que  se  dejaba,  mientras  la  carne  la  comían  los  parien- 
tes, en  la  fiesta  fúnebre. 

A la  cabeza  y pie  de  la  tumba  se  plantaban  postes  en 
forma  de  horcón  que  sostenían  un  palo  atravesado,  sobre  el 
cual  se  tendía  el  cuero  del  animal. 

Cuando  el  muerto  había  sido  guerrero,  se  plantaba  una 
larga  lanza  a la  cabecera  de  la  tumba,  para  señalar  su 
condición  . 

Respecto  de  esta  costumbre  Smith  nos  cuenta  que:  «Solo 
cuando  muere  un  cacique  o un  hombre  rico  hacen  grandes 
fiestas  y matan  caballos;  las  almas  de  la  gente  pobre  no 
deben  andar  a caballo,  como  no  lo  hacen  en  vida,  y por  lo 
tanto  los  ritos  funerarios  para  ellos  son  pocos  y sencillos».  (1) 

Otro  modo  de  señalar  las  sepulturas,  empleado  princi- 
palmente por  las  tribus  centrales,  era  la  de  rodear  la  tumba 


( 1)  The  Araucanians  ob.  cit.  p.  173. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


289 


con  tablones  plantados  en  forma  de  cierro,  en  medio  del 
cual  se  levantaba  una  larga  lanza  cuando  el  muerto  era 
guerrero. 

Más  al  sur,  los  sitios  donde  se  enterraban  los  indios  de 
nota,  se  marcaban  por  postes  esculpidos  de  una  manera 
grosera.  Algunas  de  las  esculturas  representaban  seres  hu- 
manos y para  distinguir  los  sexos  se  señalaban  marcadamen- 
te los  órganos  genitales.  Otras  veces  los  postes  eran  labrados 
de  distinta  manera.  Una’de  las  formas  más  comunes  era  la 
de  la  cruz  de  Malta,  pero  en  vez  de  tener  cuatro  secciones 
iguales,  las  dos  que  formaban  los  costados  se  dividian  en 
tres  ramas,  por  cortes  en  forma  de  V.  Mirando  esto  desde 
una  corta  distancia,  cada  ala  lateral,  asumía  la  forma  de 
un  ave  en  posición  de  volar  y parecía  una  especie  de  insig- 
nia. Probablemente  era  este  emblema  que  llamó  la  atención 
de  los  españoles  y que  imaginaron  eran  representaciones  de 
águilas  de  dos  cabezas. 

Los  araucanos,  al  menos  en  tiempos  relativamente  mo- 
dernos, no  formaban  atados  mortuorios,  sino  que  enterraban 
los  muertos  vestidos  en  sus  mejores  trajes.  Siempre  colo - 
caban  el  cadáver  en  posición  tendida,  nunca  encogido.  Entre 
las  tribus  costinas  los  dejaban  con  la  cabeza  hacia  el 
occidente  y entre  las  de  la  región  de  las  montañas,  hacia 
el  oriente. 

Cqrnentando  esta  costumbre,  algunos  autores  han  imagi- 
nado ver  en  ella  un  indicio  de  la  dirección  en  que  han  venido 
las  migraciones;  pero  creemos  que  no  indica  más  que  la 
costumbre  de  colocar  la  tierra  de  los  muertos  en  las  regiones 
más  inaccesibles,  y que  obedece  la  misma  razón  que  induce 
a las  tribus  de  las  grandes  llanuras  de  colocarla  en  las 
nubes  o en  las  estrellas. 

En  cuanto  a los  demás  ritos  o ceremonias  poco  se  han 
modificado  desde  antaño  y las  supersticiones  que  conser- 
van los  indios  al  respecto  son  los  mismos  que  hace  tres 
siglos. 

La  descripción  que  publicamos  hace  algunos  años  (1892) 

COSTUMBRES. — 19 


290 


RICARDO  E.  LATCHAM 


del  entierro  de  un  cacique,  que  presenciamos  por  estar  en 
ese  tiempo  alojado  en  la  reducción  en  que  sucedió  la  muerte, 
servirá  para  ilustrar  estas  ideas  y costumbres,  que  con  pocas 
variantes  son  las  que  se  emplean  por  todas  partes  entre  Jos 
araucanos. 

«Culapan  (tres  leones),  principal  cacique  o apo-ulmen  del 
aillarehue  (literalmente  asiento  del  clan)  de  Cautín  Alto,  había 
muerto  repentinamente  de  un  ataque  de  apoplegía,  durante 
una  fiesta  en  una  aldea  vecina.  Esta  clase  de  muerte,  tan 
inusitada  entre  los  indios,  no  habiendo  causa  visible  para 
explicarla,  se  imputó  inmediatamente  a la  brujería.  El 
cadáver  se  llevó  a la  casa,  acompañado  por  toda  la  población 
del  rehue  (reducción  o aldea)  donde  ocurrió  la  muerte. 

Se  llamó  al  machi  (médico)  y se  mandó  anuncio  a todos 
los  toquis  (caciques)  para  que  reuniesen  sus  conya  (moceto- 
nes).  El  machi  llegó  un  poco  antes  de  anochecer.  Vestía  a la 
manera  de  las  mujeres,  con  una  piel  de  puma  sujeta  a la 
cintura  y que  arrastraba  en  el  suelo  por  detrás.  En  la  mano 
derecha’ llevaba  un  palito  de  unas  18  pulgadas  de  largo  cu- 
bierto de  piel  de  culebra  y adornado  de  dientes  humanos. 
Le  acompañaban  dos  ayudantes  que  llevaban  sus  instrumen- 
tos profesionales. 

A la  puesta  del  sol,  se  encendió  un  fuego  por  delante  de 
la  puerta  de  la  ruca  (choza),  alrededor  de  la  cual  se  habían 
reunido  más  de  doscientas  personas.  De  este  fuego  de  canelo 
verde  salía  un  espeso  y penetrante  humo  que  ocultaba  com- 
pletamente la  entrada  a la  ruca. 

El  machi  se  paró  delante  de  este  fuego,  con  los  brazos 
extendidos,  la  cara  vuelta  hacia  arriba,  y los  ojos  sin  pes- 
tañear, por  mas  de  media  hora;  inhalando  las  nubes  de  humo 
sofocante  que  le  envolvían,  y al  parecer  completamente  in- 
conciente de  lo  que  pasaba  a su  rededor. 

De  repente,  recobró  sus  sentidos  y entró  rápidamente  en 
la  choza  donde  el  cadáver  se  encontraba  tendido  sobre  una 
cama  de  cueros.  Lo  que  hizo  allí,  no  lo  supo  nadie;  pero 


COSTUMBRES  MORTUORIAS  291 


después  de  un  rato,  volvió  a salir  demostrando  señales  evi- 
dentes de  cansancio  mental  y corporal. 

En  seguida  se  sacó  el  cadáver  y se  lo  colocó  sobre  un  rudo 
féretro,  cerca  del  fuego.  Uno  de  los  ayudantes  lo  desnudó  y 
en  seguida  hizo  una  incisión  en  el  cuerpo,  un  poco  más  arriba 
de  la  cadera  y colocó  dos  palitos  en  los  labios  déla  herida 
para  mantenerlos  abiertos.  Esta  operación  dejó  en  descubier- 
to el  hígado.  El  machi  quitó  la  bolsa  de  hiel  y la  sacó  va- 
ciando el  contenido  en  un  platillo  de  greda.  Se  juntaron  unas 
pocas  brasas  y el  platillo  se  colocó  en  ellas.  Cada  pocos  mi- 
nutos el  machi  lo  examinaba  atentamente. 

Los  espectadores,  cuyo  número  iba  en  aumento,  estaban 
sentados  en  semicírculo  a una  distancia  respetuosa,  mirando 
las  operaciones  con  interés  profundo.  Solo  unas  pocas  per- 
sonas, parientes  cercanos  del  difunto,  se  permitían  acercarse 
en  calidad  de  ayudantes.  Todo  el  contorno  se  alumbraba  con 
antorchas. 

Cuando  no  quedó  en  el  platillo,  otra  cosa  que  un  poco  de 
ceniza,  se  lo  quitó  del  fuego  y fué  nuevamente  examinando 
por  el  machi.  El  sedimiento,  que  después  pude  ver,  era  de 
un  color  pardo  verdoso. 

Terminado  el  examen,  el  machi  declaró  que  el  muerto  ha- 
bía sucumbido  a los  efectos  de  curevumyapue , veneno  negro. 

Los  parientes  ahora  insistían  en  descubrir  el  envenenador. 

Al  principio  el  machi  parecía  disentir  y permaneció  sentado 
en  cuclillas  delante  del  fuego,  con  la  cara  cubierta  por  las 
manos.  Luego  se  vió,  sin  embargo,  que  su  retraimiento  no 
tenía  otro  fin  que  conseguir  mayor  recompensa.  Satisfecha 
su  concupiscencia  tomó  su  resolución;  embadurnó  la  punta  de 
su  varilla  con  el  residuo  viscoso  que  quedaba  en  el  platillo  y 
dirigióse  a las  filas  de  temblorosos  espectadores,  que  ahora 
se  alejaban  unos  de  otros  como  temiendo  contaminarse  con 
el  contacto  del  criminal  y sin  saber  donde  iba  a caer  el  de- 
nuncio. A pesar  de  que  cada  cual  se  conoció  inocente,  temía 
ser  considerado  cómplice  si  fuera  encontrado  conversando 
con  el  hechor. 


292 


RICARDO  E.  LATCHAM 


Sin  hacer  caso  de  la  conmoción,  el  machi  se  movió  lenta*- 
mente  entre  los  grupos,  agitando  su  varilla  en  toda  dirección, 
gritando  en  voz  desafinada:  « Gunemapun  ctlkine  cheu  melepi 
huye?»  «Señor  de  la  tierra  ¿dónde  está  el  brujo?»  cPenelelmen 
chi  huye».  «Muéstrame  el  brujo». 

Ante  su  avance  los  indios  se  postraron,  cubriéndose  las 
cabezas  con  sus  ponchos,  para  que  el  machi  no  los  recono- 
ciera. 

En  más  o menos  un  cuarto  de  hora  hizo  el  contorno  de  to- 
dos los  presentes  sin  descubrir  lo  que  buscaba. 

Volvió  al  fuego,  al  cual  echó  más  leña,  y quedó  parado  allí 
por  largo  rato  perdido  en  sus  contemplaciones. 

Entretanto,  los  indios  poco  a poco  recobraron  su  tranqui- 
lidad. Por  fin,  el  machi  tomó  una  determinación. 

Trazó  un  círculo  en  el  suelo  y al  centro  plantó  su  varilla. 

Tomó,  de  manos  de  uno  de  sus  ayudantes,  un  jarrito  de 
greda,  que  también  colocó  dentro  del  círculo.  En  este  jarro 
puso  un  cadejo  de  cabello  cortado  de  la  cabeza  del  difunto, 
los  recortes  de  las  uñas  de  las  manos  y varias  hebras  sacadas 
de  sus  prendas  de  vestir. 

Después  de  hacer  varios  pases  con  la  mano  sobre  el  jarro 
echó  en  él  un  palo  encendido,  repitiendo  sus  gritos  anteriores. 
Enseguida  dibujó  a la  orilla  del  círculo  varias  rudas  repre- 
sentaciones de  animales  y aves. 

No  hallando  resultado,  tomó  ahora  su  tambor  (cultrun)  el 
cual  agitó  violentamente,  haciendo  retumbarlas  piedras  que 
tenía  en  el  interior:  sus  ayudantes  le  acompañaban  en  pitos 
de  caña.  En  unos  pocos  momentos  principió  a bailar  frené- 
ticamente, ejecutando  unos  saltos  asombrosos,  balanceándose 
primero  en  un  pie,  luego  en  el  otro,  marcando  el  tiempo  entre 
tanto  con  su  tambor. 

Poco  a poco  aumentó  en  furia  el  baile  y a cada  momento 
se  ponían  más  complicados  sus  movimientos  hasta  que  por 
fin  comenzó  a cantar  en  voz  monótona  y lúgubre.  Estos  es- 
fuerzos los  mantuvo  hasta  que  su  naturaleza  no  pudo  más  y 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


293 


cayó  en  una  especie  de  cama  o trance  producido  por  el  abso- 
luto cansancio. 

La  atención  de  la  concurrencia  ahora  llegó  a su  colmo,  y 
cada  uno  esperaba  ansiosamente  el  momento  en  que  reco- 
brara su  conocimiento.  En  un  cuarto  de  hora,  la  agitación 
de  sus  miembros  indicaba  que  volvía  en  sí  y en  poco  rato  se 
sentó. 

Una  vez  que  se  le  aclaraban  un  poco  sus  facultades  tomó 
de  nuevo  su  varilla  y sujetándola  sueltamente  sobre  el  cen- 
tro del  círculo,  la  dejó  caer.  Como  era  natural  cayó  atrave- 
zando  una  de  las  figuras  dibujadas.  En  seguida,  anunció  a 
los  atentos  espectadores  que  el  cacique  había  sido  muerto 
por  un  enemigo  que  había  asumido  la  forma  de  una  caita 
negra  (toro  salvaje)  y que  era  necesario  sacrificar  un  animal 
de  éstos,  en  cuyo  caso  el  malhechor  sufriría  inmediatamente 
el  castigo  de  su  acción. 

Seis  jóvenes,  parientes  del  difunto,  fueron  elegidos  para  la 
caza,  y con  breves  preparativos,  partieron  a dar  cumplimien- 
to a su  misión,  mientras  en  pequeños  grupos  los  reunidos 
buscaron  sus  hogares,  quedando  sólo  los  parientes  que  in 
duljeron  en  una  de  aquellas  borracheras  en  que  terminan 
todas  las  reuniones  indias. 

Por  la  mañana  temprano  aproveché  Ja  comparativa  tran- 
quilidad para  examinar  y sacar  una  copia  del  circulo  y las 
figuras  que  el  machi  había  dibujado  la  noche  antes.  Repre- 
sentaban respectivamente  un  caballo,  una  perdiz,  un  toro, 
un  gallo,  una  puma  y un  buitre. 

Era  curioso  ver  que  todos  los  animales  se  dibujaban  con 
dos  manos,  pero  con  una  sola  pata  trasera,  mientras  las  aves 
todas  tenían  una  sola  pata  con  tres  dedos.  El  diámetro  del 
círculo  era  de  más  o menos  un  metro. 

Luego  después  del  amanecer,  el  cadáver  se  suspendió  en 
un  armazón  de  cañas,  de  un  gran  árbol  que  había  delante  de 
la  ruca.  Un  fuego  de  canelo  verde  se  encendió  debajo,  que 
quedaba  a cargo  de  las  mujeres  del  difunto. 

Sólo  por  la  mañana  del  sesto  día  volvieron  los  cazadores, 


294 


RICARDO  E.  LATCHAM 


conduciendo  sujeto  por  dos  lazos,  un  torito  negro  demás  o 
menos  dos  años  de  edad.  La  victima  se  amarró  a una  firme 
estaca  cerca  del  lugar  donde  estaba  suspendido  el  cadáver,  y 
rápidamente  circuló  la  noticia  por  los  ranchos  y pronto  se 
reunieron  todos  los  vecinos  a lanzar  insultos  e invectivas  al 
pobre  animal. 

Entretanto  la  borrachera  no  había  mermado  durante  los 
días  de  espera  y se  había  cometido  toda  clase  de  licencia.  El 
día  siguiente  se  fijó  para  los  funerales.  Antes  del  amanecer, 
todo  el  mundo  estaba  en  pie,  ocupado  en  los  preparativos 
para  la  ceremonia. 

Se  construyó  un  ataúd  de  tablones  labrados  a hacha.  El 
cadáver  (alhue),  negro  y reseco,  se  bajó,  se  vistió  en  su  mejor 
ropa  y se  colocó  sobre  un  féretro  (pilíuay)  hecho  de  palos  so- 
bre los  cuales  se  estiró  un  cuero  de  vaca.  El  féretro  se  adornó 
de  ramas  de  canelo  (su  árbol  sagrado)  de  laurel  y de  mirto. 

Los  caciques  y los  jefes  de  familias  ahora  trajeron  sus 
ofrendas,  consistentes  en  licores,  mantas,  pollas,  corderitos, 
quesos,  trigo  tostado,  tortillas  u otros  artículos  de  alimento 
y los  colocaban  en  el  suelo  cerca  del  pilíuay.  Cada  uno  al 
depositar  su  ofrenda  lamentaba  con  fuertes  llantos  que  fueron 
repetidos  por  todas  las  mujeres.  Cuando  todo  estaba  listo 
para  el  entierro,  se  formó  la  procesión  fúnebre. 

El  féretro  fué  llevado  por  seis  caciques,  detrás  de  quienes 
venían  otros  que  cargaban  el  ataúd  (huampu),  los  demás 
caciques  y los  parientes  del  difunto.  Seguían  las  mujeres  del 
cacique  muerto  y más  atrás  el  cuerpo  principal  de  los  acom- 
pañantes, más  o menos  doscientos  en  número.  Desde  el  mo- 
mento que  se  levantó  el  féretro  del  suelo,  toda  la  asamblea 
comenzó  a gritar  y a lamentar  (avavan)  y esto  se  mantenía 
a intervalos  hasta  el  fin  de  la  ceremonia.  La  procesión  fué 
encabezada  por  el  machi.  El  caita  había  sido  llevado  ya  a la 
sepultura,  cavada  por  jóvenes,  con  estacas  aguzadas  y palas 
de  madera.  El  cementerio  (eltun)  estaba  situado  en  una  pe- 
queña eminencia  a como  300  metros  de  la  reducción.  Duran- 
rante  la  marcha,  varios  de  los  mocetones,  montados  en  sus 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


295 


mejores  caballos  y adornados  con  sus  más  hermosos  trajes, 
corrían  al  contorno  de  la  procesión,  blandiendo  lanzas  y gri- 
tando a toda  la  fuerza  de  sus  pulmones  para  espantar  los 
huecuvus  (espíritus  malignos). 

Al  llegar  a la  sepultura,  el  féretro  se  colocó  al  lado  de  él 
y dos  de  los  caciques  pronunciaron  oraciones  fúnebres,  en 
elogio  del  muerto.  Fueron  interrumpidos  frecuentemente 
por  los  aullidos  y lamentaciones  de  los  deudos  y mujeres. 
Cuando  concluyeron,  se  sacrificó  el  toro.  Fué  degollado  por 
el  machi,  quien  recibió  la  sangre  en  un  vaso  de  barro  que  se 
pasó  de  mano  en  mano  entre  los  parientes,  cada  uno  de  los 
cuales  tomó  un  sorbo. 

En  seguida  el  machi  abrió  el  cuerpo  del  animal  y sacó  el 
corazón  que  también'fué  pasado  a los  parientes.  Cada  uno 
en  turno  le  dió  un  mordizco  y chupó  un  poco  de  la  sangre, 
vituperando  el  animal  entretanto.  Después  de  dar  la  vuelta 
fué  colocado  en  un  bolsón  de  cuero  y colgado  al  puello  del 
difunto. 

Durante  esta  ceremonia  los  jóvenes  habían  desollado  el 
toro.  El  cuero  se  tendió  en  el  fondo  de  la  sepultura. 

Esta  última  tenía  unos  8 pies  de  largo,  5 de  ancho  y 4 de 
profundidad.  El  ataúd  se  colocó  encima  del  cuero,  el  cadá- 
ver se  depositó  en  él,  con  la  cabeza  hacia  el  este.  La  tapa,  un 
grueso  tablón,  se  puso  en  su  lugar,  sin  clavar,  pero  afianzada 
por  grandes  piedras,  mientras  los  llantos  y gritos  de  los 
deudos  aumentaron  en  volumen. 

Los  regalos  se  colocaron  en  la  sepultura,  alrededor  del 
ataúd.  En  seguida  se  procedió  a rellenar  el  hoyo;  cada  perso- 
na al  pasar  echaba  un  puñado  de  tierra  y algunos  derrama- 
ban un  poco  de  chicha  (licor)  en  dirección  a los  cuatro  pun- 
tos cardinales. 

Lna  vez  llenada  la  sepultura,  se  colocó  a la  cabeza  un 
chemamluyi , o efigie  de  madera  que  representaba  el  muerto. 
Fué  coronado  de  una  especie  de  adorno  que  se  asemejaba  al 
sombrero  de  copa  de  la  civilización. 


296 


RICARDO  E.  LATCHAM 


Estas  figuras  son  frecuentemente  reemplazadas  en  la  ac- 
tualidad poruña  cruz  en  imitación  de  los  cristianos. 

El  caballo  favorito  del  cacique  fué  muerto  y dejado  enci- 
ma de  la  sepultura  junto  con  el  cuerpo  del  toro,  y ligera- 
mente cubiertos  de  tierra.  Esto  era  extraño,  porque  rara  vez 
dejan  la  carne  y cuando  mucho  el  cuero  de  los  animales 
muertos  en  los  funerales. 

Terminado  el  entierro,  todos  los  acompañantes  volvieron 
a la  reducción,  donde  las  mujeres  les  tenían  preparado  un 
gran  banquete.  La  fiesta  y licencia  continuó  por  varios  días, 
durante  los  cuales  sucedieron  más  de  una  riña,  que  por  for- 
tuna no  tenían  consecuencias  de  importancia».  (1) 

No  es  costnmbre  ahora,  de  hacer  fiestas  al  cabo  del  año 
como  antes,  ni  generalmente  hacer  nuevas  ofrendas  o liba- 
ciones sobre  las  tumbas.  Al  contrario  tienen  recelo  de  acer- 
carse a las  sepulturas  y las  pasan  con  la  vista  baja  o 
advertida. 

Las  ideas  de  los  araucanos  respecto  de  la  muerte,  sus  cau- 
sas, la  vida  futura  son  semejantes  en  substancia  si  no  en  de- 
talle, a las  de  todas  las  demás  naciones  semi-civilizadas. 

Los  araucanos  no  reconocen  ningún  ser  supremo  con  atri- 
butos definidos.  No  tienen  templos,  ni  ídolos,  ni  culto  reli- 
gioso, ni  sacerdocio.  La  magia  tampoco  ejerce  un  papel  pre- 
dominante en  su  vida  diaria,  como  lo  hace  entre  tantas  otras 
tribus  en  más  o menos  iguales  circunstancias  y recurren  a 
ella  sólo  en  caso  de  enfermedad,  muerte  misteriosa  u otra 
calamidad  grande. 

Aún  entonces,  es  adivinación  por  medios  ocultos  por  per- 
sonas que  se  suponen  estar  en  comunicación  directa  con  al- 
gunos de  los  seres  sobrenaturales  que  creen  pueblan  la  na- 
turaleza. 

Las  únicas  ceremonias  que  tienen  relación  con  estos  espí- 
ritus o demonios,  que  efectúan  en  reuniones,  son  rogativas  o 
expiatorias,  para  pedir  protección  para  sus  siembras  y cose- 


(1)  Ethnology  of  the  Araucanos,  ob.  cit.  pp.  365-368. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


297 


chas  contra  las  pestes  y lluvias,  o bien  para  pedir  lluvias  en 
tiempo  de  sequedad. 

La  base  de  sus  creencias  es  una  forma  primitiva  del  culto 
de  los  poderes  de  la  naturaleza.  Los  principales  fenómenos 
naturales  son  imputados  a las  acciones,  generalmente  malé- 
volas, de  ciertos  seres  que  controlan  dichos  poderes.  Ellos 
son  dotados  de  las  mismas  pasiones  y sentimientos  que  los 
humanos,  contra  quienes  están  en  constante  lucha.  Sus  an- 
tepasados a veces  han  adquirido  poderes  o facultades  que 
les  permiten  dominar  o influenciar  los  seres  sobrenaturales 
y a ellos  generalmente  dirigían  sus  rogativas. 

Los  seres  del  mundo  sobrenatural,  los  figuran  con  formas 
concretas,  pero  los  dotan  con  la  facultad  de  hacerse  visibles 
o invisibles  a voluntad. 

La  invisibilidad  se  extiende,  bajo  ciertas  circunstancias, 
a sus  propios  cuerpos;  porque  están  convencidos  de  que  sus 
sueños  no  son  mas  que  las  excursiones  nocturnas  de  su  áni- 
ma (pilli),  a la  cual  escriben  una  forma  material  aunque  in- 
visible. No  son  invisibles  sin  embargo  a los  pilli  de  los  demás 
indios;  de  modo  que  cuando  han  soñado  de  otras  perso- 
nas, creen  verdaderamente  que  sus  pilli  se  han  encon- 
trado. Así  también  cuando  sufren  de  pesadillas,  delirium- 
tremens  u otra  visitación  semejante,  creen  que  los  seres  ho- 
rribles conjurados  por  la  imaginación  excitada,  son  verdade- 
ros y por  lo  tanto  tienen  una  prueba  palpalble  que  la  natu- 
raleza está  poblada  de  seres  malignos  y peligrosos,  visibles 
a sus  pilli. 

Tienen  la  misma  prueba  de  que  los  muertos  frecuente- 
mente vuelven  a la  tierra,  porque  sus  pilli  amenudo  se  en- 
cuentran con  ellos  en  sus  excursiones  nocturnas. 

Es  preciso  tomar  muy  en  cuenta  estas  convicciones,  cuan- 
do estudiamos  la  teosofía  y la  sicología  metafísica  de  las  tri- 
bus primitivas.  Es  común  oír  relatar  uno  de  estos  indios  de 
una  manera  completamente  seria  y convencida,  el  encuentro 
con  uno  u otro  de  los  seres  sobrenaturales  reconocidos  que, 
dentro  de  ciertos  límites  generales,  puede  variar  su  forma 


298 


RICARDO  E.  LATCHAM 


en  cuanto  a detalles;  de  modo  que  jamás  aparece  a dos  per- 
sonas en  exactamente  la  misma  guisa. 

Esta  creencia  ha  conducido  a otra  superstición  que  ha 
afectado  considerablemente  el  bienestar  individual  de  los 
araucanos.  Según  sus  ideas,  nadie  fallece  de  una  muerte  na- 
tural. La  muerte  se  debe  a brujerías,  envenenamiento  u otros 
medios  ocultos,  cometido  por  algún  enemigo,  en  su  forma 
animística;  o bien  por  algún  espíritu  maligno,  que  podrá 
asumir  cualquiera  forma  a voluntad,  como  la  de  un  lagarto, 
serpiente,  mosca,  piedra,  rayo,  etc.  y que  por  lo  tanto,  opera 
con  poco  temor  de  ser  descubierto. 

Hasta  no  hace  muchos  años,  ios  condenados  de  haber  cau- 
sado la  muerte  de  otro  por  medios  ocultos,  o por  brujerías, 
fueron  justiciados  sumariamente,  y casi  siempre  sufrían  el 
suplicio  del  tormento.  Esto  daba  mucho  poder  al  machi  (mé- 
dico adivino)  quien  podía  vengarse  de  cualquiera  injuria 
verdadera  o supuesta,  denunciando  a su  ofensor.  No  obstan- 
te, a veces  ellos  mismos  corrían  bastante  peligro,  debido  a la 
enemistad  despertada  entre  los  deudos  del  denunciado. 

La  manera  de  torturar  a los  acusados  de  brujería  era  de 
amarrarlos  a tres  estacas  clavadas  en  el  suelo  en  triángulo. 
A una  se  ataba  el  reo,  con  las  manos  sujetas  detrás  de  las 
espaldas.  A las  otras  dos  se  amarraban  los  pies  de  modo  que 
quedaba  sentado  en  el  suelo  con  las  piernas  bien  abiertas. 
Entre  las  piernas  encendían  un  fuego,  que  lentamente  le  con- 
sumía los  muslos,  el  vientre,  el  pecho  y la  cara.  Esto  lo  ha- 
cían para  obligarle  a confesar  su  delito  y descubrir  sus  cóm- 
plices. 

La  muerte  era  segura  en  todo  caso.  Si  protestaba  su  ino- 
cencia, moría  quemado  en  medio  de  los  más  atroces  tormen- 
tos; si  confesaba  el  crimen  que  no  había  cometido  e incul- 
paba a otras  personas,  cuyos  nombres  eran  generalmente 
sugeridos  por  el  machi,  su  suerte  era  igualmente  segara,  sólo 
más  rápida,  porque  recibía  luego  el  golpe  de  gracia  de  algún 
cuchillo  o macana.  En  este  trance  y para  evitar  mayores 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


299 


sufrimientos,  la  mayor  parte  de  los  acusados,  confesaba 
plano,  al  ver  que  era  imposible  evadir  su  suerte. 

Afortunadamente  estos  casos  eran  raros  y sucedieron  prin- 
cipalmente entre  los  desamparados;  porque  los  que  tenian 
partido  eran  defendidos  por  sus  parientes  y relaciones  y se 
buscaba  una  componenda,  o facilitaban  la  evasión  del  acu- 
sado hasta  que  se  había  olvidado  el  incidente. 

Generalmente  por  temor  a represalias,  o por  no  querer  in- 
disponerse con  los  posibles  defensores,  el  machi  recurre  al 
sistema  de  inculpar  algún  huecubu  o demonio,  que  se  trata 
de  castigar  por  medios  mágicos,  como  en  el  caso  que  presen- 
ciamos en  Cautín. 

Pero  los  machis  no  siempre  son  tan  impostores  como  uno 
acostumbra  de  considerarlos  y según  sus  luces  son  con  fre- 
cuencia completamente  honrados  y concienzudos  en  sus 
vaticinios  y denuncios.  Para  comprender  esto,  es  preciso  co- 
locarse a la  altura  de  ellos  y mirar  las  cosas  desde  su  punto 
de  vista. 

El  machi  (médico  o mágico:  porque  el  machi  es  ambos)  es 
generalmente  un  individuo,  que  por  su  enseñanza,  su  modo 
de  vivir  y su  temperamento  natural,  tiene  una  disposición 
nerviosa;  frecuentemente  cataléptico  y dotado  de  la  facultad 
de  hipnotizarse  o producir  un  estado  de  trance. 

Luego  hay  que  considerar  también  la  parte  real  y verda- 
dera que  juega  en  su  vida  los  sueños. 

^ Cuando  el  machi  se  llama  para  investigar  la  causa  de  una 
muerte,  que  sólo  se  hace  en  el  caso  de  una  persona  de  im- 
portancia, por  el  empleo  de  drogas  potentes,  la  concentración 
intensa  y el  ejercicio  corporal  violentísimo,  se  agita  de  tal 
manera  que  finalmente  cae  en  un  estado  de  coma  o trance 
que  no  tiene  nada  de  fingido  y a veces  dura  por  varias  horas. 
Uno  de  los  medios  más  empleados  para  producir  este  estupor 
es  la  inhalación  de  humo  de  tabaco  muy  pungente  y fuerte. 
Durante  este  estado,  frecuentemente  ve  visiones  relacionadas 
con  el  hecho  en  que  había  concentrado  su  atención.  Cual- 
quiera persona,  animal,  u objeto  visto  en  esta  condición,  es 


300 


RICARDO  E.  LATCHAM 


considerado  el  causante  del  mal.  En  tales  circunstancias,  el 
juicio  formado  por  el  machi  se  justifica  y se  hace  con  entera 
buena  fe,  siempre  que  esté  convencido  de  la  eficacia  y legi- 
timidad de  los  métodos  que  ha  empleado. 

Naturalmente  le  da  mucha  oportunidad  de  vengarse  de 
sus  enemigos,  si  es  un  individuo  poco  escrupuloso. 

Los  machis  pueden  ser  de  cualquiera  de  los  dos  sexos  y 
durante  el  último  siglo,  es  probable  que  la  mayor  parte  han 
sido  mujeres. 

Algunas  de  las  antiguas  costumbres,  sobre  todo  las  más 
bárbaras  de  ellas,  han  caído  en  desuso,  y otras  se  han  modi- 
ficado; pero  no  obstante,  en  las  agrupaciones  más  alejadas 
de  los  centros  de  civilización,  las  viejas  supersticiones  toda- 
vía mantienen  su  fuerza. 

Al  sur  del  Río  Valdivia  entramos  a la  zona  de  los  huilli— 
ches  de  cuyas  costumbres  muy  poco  se  conoce.  En  la  región 
de  la  cordillera,  habitaban  los  puelches  y las  poyas,  desapa- 
recidas ya  o fusionadas  en  el  cuerpo  déla  nación  araucana, 
cuyas  prácticas  han  adoptado.  Otro  tanto  se  puede  decir  de 
los  cuneos,  cuya  antigua  costumbre  de  sepultar  en  cistas  pa- 
rece haber  durado  muy  poco  después  de  la  invasión  espa- 
ñola; porque  en  épocas’  posteriores  también  adoptaron  los 
métodos  de  los  araucanos,  perdiendo  al  mismo  tiempo  sus 
industrias  distintivas. 

Más  al  sur  aun,  llegamos  a los  archipiélagos  habitados  por 
los  chonos  y otras  tribus  afines  cuyos  restos  parecen  encon- 
trarse en  los  alacalufes  de  las  islas  que  bordean  la  entrada 
occidental  del  estrecho  de  Magallanes,  y cuyas  costumbres 
fúnebres  en  cuanto  se  las  conoce  ya  hemos  descrito.  En  la 
isla  grande  de  Tierra  del  Fuego,  encontramos  los  yahganes  y 
los  onas  que  tenían  costumbres  parecidas  de  que  también 
hemos  dado  cuenta. 

De  lo  cual  se  deduce  que  a pesar  de  los  numerosos  pueblos 
que  han  habitado  el  territorio  actual  de  la  República  de 
Chile,  no  encontramos  entre  ellos  costumbres  mortuorias  que 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


301 


presenten  grandes  novedades,  o que  no  se  hayan  practicado 
por  numerosas  otras  tribus  en  semejante  estado  de  cultura 
por  todo  el  continente. 


Las  costumbres  mortuorias  como  índice  de  la  Psicología 


Del  conocimiento  de  la  muerte. — La  muerte  una  continuación  de  la  vida  te- 
rrenal.— Espiritismo. — Concepciones  religiosas  y morales  del  hombre 
primitivo, — Materialismo  y las  ideas  abstractas. — La  compasión  no  es 
un  sentimiento  primitivo, — Las  virtudes  adquiridas  por  la  enseñanza. — 
Semejanzas  de  costumbres  imputadas  a contactos  o influencias  extrañas. 
— Abuso  en  la  aplicación  de  esta  hipótesis. —Analogías  lingüísticas. — 
Analogías  etnográficas. — Diferentes  orígenes'  imputados  a los  america- 
nos a causa  de  ciertas  analogías  culturales,  etc.-— Refutación  de  seme- 
jantes argumentos, — Las  mismas  condiciones  frecuentemente  producen 
el  mismo  modo  de  pensar. — Animismo,  sus  causas  y sus  efectos. — La 
evolución  de  las  ideas  religiosas. — Semejanzas Conclusión. 

Broderip  dice  que  <<el  hombre  es  el  único  animal  que  sabe 
que  tiene  que  morir»;  (1)  pero  parece  que  esta  idea  no  puede 
sustanciarse  en  principio.  El  niño  nace  sin  tener  idea  de  la 
muerte,  y después  sólo  aprende  por  la  enseñanza  o por  la 
experiencia  y aún  así  sin  comprender  su  verdadero  signifi- 
cado. Guando  crece  y llega  a mayor  comprensión  de  la  idea, 
generalmente  figura  la  muerte  como  una  continuación  de  la 


(1)  Broderip.  Zoological  Relations.  Tomo  II.  Artículo  Ancient  Dra- 
gona. 


304 


RICARDO  E.  LATCHAM 


vida  actual  en  un  lugar  desconocido,  con  los  mismos  placeres 
y pesares.  Es  sólo  más  tarde  cuando  recibe  mayor  instruc- 
ción y aprende  las  ideas  de  otros  que  sus  concepciones  se 
conforman  con  lasortodojas  de  su  época  y la  esfera  intelec- 
tual en  que  se  encuentra. 

En  igual  caso  encontramos  el  hombre  civilizado  como  el 
salvaje  más  ignorante;  cada  uno  adquiere  sus  convicciones, 
embebiendo  el  conjunto  de  las  experiencias  de  sus  mayores 
y antepesados,  sólo  que  estas  son  mucho  más  desarrolladas 
en  un  caso  que  en  el  otro. 

El  conocimiento  de  la  muerte  no  es  innato  sino  adquirido, 
como  todos  aquellos  fenómenos  mentales  que  no  son  instin- 
tivos; por  lo  tanto,  los  conocimientos  del  individuo  no  pasan 
más  allá  de  los  conocimientos  del  grupo  a que  pertenece, 
salvo  en  casos  excepcionoles,  cuando  su  propia  experiencia 
le  lleva  a formular  nuevas  hipótesis  tentativas. 

Aún  después  de  adquirido  el  conocimiento  de  la  muerte  y 
la  seguridad  de  que  tarde  o temprano  seguirá  el  camino  de 
todos  los  hombres,  el  salvaje  no  lo  considera  un  fenómeno 
natural  inherente  en  la  mutabilidad  de  la  naturaleza,  sino 
un  simple  accidente  fortuito,  consecuente  de  la  lucha  que 
ve  constantemente  a su  contorno. 

Si  pudiera  desprenderse  de  los  resultados  de  esta  lucha, 
no  concibe  razón  ninguna  para  no  continuar  una  existencia 
sempiterna.  Asi  y todo,  sus  facultades  no  imaginan  una  dis- 
continuidad de  la  vida,  sino  simplemente  un  cambio  de  resi- 
dencia de  un  cuerpo  a otro,  que  puede  ser  humano  o de  un 
animal.  Mucho  después  conceptúa  la  existencia  del  ánima 
aparte  del  cuerpo,  que  obliga  la  creación  de  un  lugar  donde 
pueden  habitar  los  espíritus.  Al  principio  esta  morada  se  su- 
ponía en  la  tierra,  en  la  vecindad  del  hogar  del  muerto,  quien 
no  se  alejaba  del  escenario  de  su  vida:  pero  a medida  que  se 
acrecentaba  el  temor  de  los  muertos  y se  desarrollaba  la  idea 
de  atribuirlos  poderes  sobrenaturales,  mayor  necesidad  se 
sentía  en  qne.su  morada  se  encontrara  en  regiones  más  ale- 
jadas e inaccesibles,  de  donde  sería  difícil  o imposible  volver. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


305 


A pesar  de  esto,  no  en  todo  caso  quedaban  los  muertos 
impedidos  de  volver  ocasionalmente  a visitar  los  lugares  que 
antes  habían  frecuentado. 

En  sueños  era  posible  ver  y conversar  con  ellos  y de  no- 
che, con  frecuencia  andaban  en  forma  corpórea  y visible. 
Hasta  hoy,  entre  todos  los  pueblos,  aún  los  más  civilizados, 
encontramos  la  creencia  en  las  ánimas,  en  casas  y bosques 
encantados,  almas  que  penan,  y otras  supersticiones  análogas, 
que  indican  que  las  antiguas  preocupaciones,  en  un  tiempo 
universales,  todavía  sobreviven  en  la  mente  de  los  pueblos 
y que  todos  los  siglos  de  progreso  intelectual  no  han  podido 
desterrarlas  del  todo. 

¿Y  no  encontramos  la  misma  serie  de  preocupaciones  en 
las  ideas  ultramodernas  del  espiritismo  científico,  que  por 
conducto  de  médiums  tratan  de  ponerse  en  comunicación  con 
los  espíritus  délos  muertos? 

¿Cuánto  más  hemos  avanzado  en  este  terreno  que  el  sal- 
vaje? Siempre  creemos  en  una  existencia  aparte  del  cuerpo, 
indestructible  o inmortal.  Lo  único  que  cambia  es  el  destino 
último  que  ascribimos  a las  almas  o espíritus,  que  varían 
según  las  ideas  religiosas  profesadas  por  el  creyente,  y la  res- 
ponsabilidad que  las  atañen  por  sus  acciones  en  esta  vida. 

Estas  últimas  preocupaciones  no  perturban  al  hombre 
primitivo.  No  reconoce  ningún  Ser  Supremo,  ni  tiene  ideas 
definidas  sobre  el  castigo  o recompensa  en  la  vida  futura. 
Sus  concepciones  religiosas  son  embrionarias  y raras  veces 
ha  llegado  más  allá  que  el  poblar  de  demonios  o espíritus 
malignos  el  mundo  invisible. 

Los  demonios  son  sus  enemigos  más  terribles;  creen  que 
están  en  constante  acecho  para  hacerle  perjuicio.  Son  tanto 
más  terribles  en  que  no  tienen  forma  fija  o establecida,  sino 
que  pueden  asumir  la  semejanza  de  cualquier  ser  viviente  u 
objeto  inanimado. 

Tampoco  se  adquieren  las  ideas  abstractas  del  bien  y el 
mal,  sino  después  de  un  largo  período  de  evoluciones  men- 
tales. El  hombre  grosero  sólo  hace  distinción  entre  lo  que  es 

COSTUMBRES. — 20 


30(5 


RICARDO  E.  LATCHAM 


lícito  y lo  que  es  ilícito,  lo  que  es  permitido  y lo  que  es  pro- 
hibido; y la  única  recompensa  que  desea,  o castigo  que  teme 
son  materiales,  sin  preocuparse  de  cuestiones  de  ética  o de 
metafísica. 

Todo  sus  sentimientos  son  primitivos  y algunos  aún  en  es- 
tado rudimentario.  La  compasión  y la  humanidad  no  las  com- 
prende, sino  en  pequeño  grado  y siempre  subordinadas  al 
grupo  a que  pertenece  y las  necesidades  del  momento.  La 
vida  que  él  conoce  y comprende  es  una  vida  de  lucha,  de  gue- 
rra contra  la  naturaleza  y contra  sus  semejantes,  una  lucha 
sorda,  continua  y sin  cuartel. 

Todos  los  que  no  son  de  su  sangre,  son  sus  enemigos,  laten- 
tes o activos  y su  principal  ocupación  es  librarse  de  ellos,  o 
conquistar  de  la  naturaleza  a mano  armada  lo  que  necesita 
para  el  sosten  de  si  y de  su  familia.  Por  toda  parte  ve  la 
misma  lucha  sin  tregua  y sin  compasión.  El  río  crece,  inunda 
sus  riberas,  arrastra  enormes  piedras  en  su  curso  torrentoso, 
el  mar  en  su  furia  se  lanza  contra  las  peñas  que  desafían  su 
potencia;  el  viento  arranca  de  raíces  o destroza  los  monarcas 
de  las  selvas;  la  fiera  caza  su  presa  y el  águila  se  lanza  en 
persecución  de  las  aves  menos  dotadas,  sin  la  menor  miseri- 
cordia o escrúpulo. 

Todo  lo  que  ve  a su  contorno  le  enseña  que  el  fin  de  la  exis- 
tencia es  batallar,  matar,  sufrir  y hacer  sufrir  a todos  los 
que  son  sus  enemigos  naturales. 

El  niño  apenas  anda,  aprende  a pegar  a su  madre  y a con- 
siderar a las  mujeres  como  seres  inferiores.  Después  de  una 
batalla,  su  padre  le  lleva  a ver  a los  muertos  para  que  los 
insulte,  los  pegue  o los  mutile  para  crear  en  él,  el  espíritu 
guerrero. 

La  muerte  violenta  a mano  de  algún  enemigo  no  es  para  el 
hombre  salvaje  un  hecho  excepcional,  es  una  cosa  habitual  y 
sistemática,  que  cae  dentro  de  las  transacciones  diarias  de 
su  existencia. 

Acostumbrado  desde  joven  a mirar  la  vida  de  esta  mane- 
ra, considera  que  la  mayor  gloria  que  puede  alcanzar  es  ma- 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


307 


tar  a cuantos  enemigos  puede.  Si  cae  prisionero  a otra  tribu 
no  espera  ninguna  consideración,  su  suerte  está  decidida  de 
antemano,  y las  más  de  las  veces  muere  en  medio  de  los  ma- 
yores tormentos. 

Las  atrocidades  que  él  espera  recibir  a manos  de  sus  ene- 
migos, también  las  inflige  a cualquier  desgraciado  que  cae  en 
su  poder. 

Sólo  con  la  lenta  evolución  de  las  ideas,  cuando  la  interde- 
pendencia de  los  grupos  se  hace  más  necesaria  y cuando  la 
nación  se  desenvuelve  de  la  tribu,  principian  a modificarse 
los  sentimientos  del  individuo  para  con  sus  congéneres,  y de- 
saparecen poco  a poco  las  costumbres  salvajes. 

Pero  este  cambio  es  muy  lento.  La  benevolencia  y la  com- 
pasión son  virtudes  que  aparecen  muy  tarde  en  el  desarro- 
llo cultural. 

Los  romanos,  a pesar  de  su  civilización,  mantenían  costum- 
bres que  nos  hacen  estremecer  de  horror.  Qué  diremos  de  la 
ley,  que,  a la  muerte  del  amo,  condenaba  a muerte  a todos 
los  esclavos  de  la  casa  y aún  dentro  de  un  radio  de  que  la 
casa  era  el  centro.  Después  del  asesinato  de  Pedanio,  400  es- 
clavos fueron  muertos  sin  que  uno  solo  de  ellos  hubiera  visto 
siquiera  cometer  el  crimen.  (1). 

Sin  hablar  de  la  Inquisición,  qué  de  horrores  y atrocida- 
des no  se  cometieron  en  Europa  a nombre  de  la  religión; 
barbaridades  no  confinadas  a un  solo  culto;  sino  practicadas 
igualmente  por  todas  las  sectas  y en  todas  las  países. 

No  podemos  tampoco  decir  que  en  los  tiempos  actuales 
las  cosas  han  cambiado  de  raíz,  porque  vemos  que  apenas 
estalla  una  guerra  y se  rasguña  un  poco  la  barniz  de  la  civi- 
lización, encontramos  al  hombre  salvaje  e incompasivo,  que 
comete  fechorias  con  la  misma  inconsecuencia  que  los  tiem- 
pos de  antaño,  sin  tener  para  ellas  las  mismas  disculpas. 

Todas  estas  consideraciones  y hechos  deben  meditarse 
antes  de  formar  conclusiones  sobre  la  psicologia  délos  pue- 

(1)  Tácito.  Armales;  Lib.  XIV,  Cap.  43 


308 


RICARDO  E.  LATCHAM 


blos  primitivos  y tenerlos  bien  en  cuenta  cuando  se  estudia 
sus  costumbres  y el  estado  mental  que  las  ha  motivado. 

Otra  tendencia  demasiado  generalizada,  que  es  preciso 
combatir,  es  la  costumbre  de  buscar  contactos  e influencias 
extrañas  para  explicar  todas  las  costumbres  encontradas, 
que  en  algo  se  asemejan  a las  de  otra  tribu  o pueblo,  por  dis- 
tantes que  sean  entre  si  las  localidades  habitadas  por  una 
y otra. 

Es  verdad  que  los  contactos  e influencias  existen  en  mu- 
chos casos;  pero  no  al  extremo  que  algunos  investigadores 
quieren. 

El  etnólogo  sabe  que  casi  no  hay  dos  pueblos  sobre  la  tie- 
rra entre  los  cuales  no  se  pueden  hallar  numerosas  analogías 
de  costumbres,  de  hábitos  o de  mentalidad.  Por  separadas 
que  sean  las  regiones  habitadas  y por  diferentes  que  sean 
las  épocas  en  que  han  florecido,  encontramos,  por  el  mun- 
do entero  y en  todos  los  tiempos,  bajo  ciertas  condiciones, 
semejanzas  asombrosas,  que  a veces  llegan  hasta  los  detalles 
y métodos  empleados.  En  la  historia  humana  es  difícil  hallar 
una  idiosineracia  verdaderamente  única  o exclusiva;  siempre 
encontramos  su  repetición  por  alguna  otra  parte. 

Estas  analogías  con  demasiado  frecuencia  han  sido  atri- 
buidas a contigüedad  o a filiaciones;  y se  explican  muya 
menudo  por  migraciones.  Cierto  es  que  en  muchas  ocasiones 
se  deben  a estos  medios,  pero  no  siempre,  ni  aun  en  la  ma- 
yoría de  los  casos. 

La  causa  principal  de  este  estado  de  ánimo  para  con  las 
costumbres  análogas,  se  encuentra  talvez  en  el  predominio 
por  tantos  años  de  los  filólogos,  que  todo  subordinaron  a los 
estudios  lingüísticos,  e insistieron  en  agrupar  los  pueblos  en 
familias  lingüísticas  que  a menudo  comprendían  los  elemen- 
tos étnicos  los  más  heterogéneos.  Esto  nada  tiene  de  par- 
ticular; el  único  mal  era  cuando  sóbrela  base  de  una  lengua 
común  se  derivaban  todas  las  naciones  o tribus  que  la  habla- 
ban de  un  solo  origen,  haciendo  caso  omiso  de  las  dificulta- 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


309 


des  que  se  presentaban  en  el  camino.  Así  por  muchos  años, 
la  lengua  era  el  único  criterio  de  raza. 

Más  tarde  cuando  este  sistema  se  desacrédito,  los  etnólo- 
gos pretendieron  que  la  más  segura  señal  de  un  origen  co- 
mún era  la  semejanza  de  costumbres;  y las  más  absurdas 
teorías  se  formaron  alrededor  de  estas  analogías.  Uno  y otro 
padecen  del  mismo  vicio  el  de  ser  demasiado  absoluto. 

Plinio  decía,  hace  muchos  siglos,  que  la  cultura,  la  lengua 
y los  nombres  de  los  lugares  permitían  trazar  las  relaciones 
y migraciones  délas  antiguas  naciones.  (1). 

Esta  proposición  tiene  mucho  de  verdad  en  lo  que  toca  a 
los  nombres  geográficos;  pero  es  preciso  aplicarla  con  cuida- 
do. Los  nombres  de  ríos  y montañas  se  comunican  del  pue- 
blo conquistado  a los  conquistadores,  como  vemos  en  los 
numerosos  nombres  geográficos  indígenas  en  uso  común  en 
Chile  y otros  países  de  América,  que  han  sobrevivido  el  cam- 
bio de  ocupantes.  Los  mismos  nombres  de  los  pueblos  a ve- 
ces sólo  sufren  una  pequeña  modificación  al  adaptarse  a la 
nueva  lengua.  Sucede  también  que  la  lengua  hablada  por 
los  habitantes  de  un  territorio  cualquiera  cambia  dos  o tres 
veces  sin  que  los  nombres  geográficos  sufran  grandes  modifi- 
caciones; como  también  puede  suceder  que  los  más  diversos 
elementos  étnicos  adquieren  una  lengua  que  originariamente 
les  era  extraña.  No  tenemos  sino  citar  el  quechua,  el  gua- 
raní y otras  lenguas  generales  para  probar  la  verdad  de  este 
aserto. 

Muchas  veces  es  fácil  seguir  las  migraciones  y extensión 
de  una  lengua,  sin  poder  decir  con  seguridad  cual  era  el  pue- 
blo con  quien  originó.  Estamos  en  este  caso  con  el  araucano. 
Esta  lengua,  hablada  sobre  una  extensión  de  dos  mil  kilóme- 
tros, ahora  sólo  se  conoce  en  un  pueblo,  que  a todas  luces  era 
intruso  en  el  área  donde  predominaba,  y probablemente  la 
adquirió  a costo  del  olvido  de  la  suya  propia. 

¿Quién  nos  puede  decir  ahora,  cuál  era  la  lengua  original 


(1)  Plinto.  Historia  natu ralis.  Lib  III,  Cap.  3. 


310 


RICARDO  E.  LATCHAM 


de  los  mapuches,  o quien  nos  puede  asegurar,  cual  de  los  di- 
versos elementos  étnicos  cuvos  vestigios  hallamos  en  el  sue- 
lo chileno,  introdujo  en  el  país  la  lengua  que  acostumbra- 
mos llamar  araucana? 

Lo  único  que  se  puede  establecer  en  este  sentido  es  la 
afinidad  de  las  lenguas  e indicar  a cual  grupo  pertenecen; 
sin  poder  siempre  demostrar  la  manera  en  que  un  pueblo 
tal  o cual  haya  adquirido  la  que  hablaba  en  una  época  dada. 
Con  frecuencia  la  historia  de  una  nación,  enseña  que  esta 
haya  cambiado  varias  veces  la  lengua  hablada  y en  algunos 
casos  no  quedan  indicios  sobre  cual  haya  sido  la  suya  origi- 
nalmente. 

De  manera  que,  por  sí  sola,  la  lengua  hablada  en  un  mo- 
mento dado,  no  nos  da  seguridad  ninguna  sobre  el  origen  o 
descendencia  de  un  pueblo  y sólo  a veces  es  una  prueba  de 
contactos  o influencias  directas  con  otros  que  hablan  el  mis- 
mo idioma. 

Si  no  se  puede  confiar  de  las  analogías  presentadas  por  la 
semejanza  de  idioma,  menos  aún  se  puede  hacerlo,  cuando 
pasamos  a otra  clase  de  hechos,  como  es  la  de  semejanzas 
de  costumbres;  que  casi  siempre  se  presentan  en  pequeños 
números,  y sólo  en  algunos  casos  prueban  la  unidad  de  ori- 
gen. Estas  semejanzas  se  derivan  generalmente  de  ideas 
muy  simples  y son,  con  frecuencia,  independientes  de  un  sis- 
tema arbitrario  de  convenciones  transmitidas  de  un  pueblo  a 
otro. 

Las  analogías  son  también  a menudo  exageradas  volunta- 
ria o involuntariamente,  y en  muchos  casos,  son  presentados 
sin  tomar  en  cuenta  las  diferencias  que  existen  colateral- 
mente. Las  semejanzas  sin  duda  presentan  un  lado  curioso, 
pero  a menudo  las  verdaderas  razones  que  las  motivan  son 
perdidas  de  vista  para  dar  lugar  a preconcepciones. 

Sobre  ellas  Bailly  fundó  su  hipótesis  de  que  los  antiguos 
pueblos  de  Asia  descendían  de  una  fuente  común. 

La  teoría  de  la  gran  raza  anana,  ahora  completamente 
desacreditada,  tuvo  su  origen  en  las  mismas  similitudes. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


311 


Larcher,  apoyándose  en  las  mismas  ideas,  dedujo  la  comu- 
nidad de  origen  de  las  civilizaciones  de  la  India  y el  Egipto. 

Fundándose  en  semejanzas  reales  o imaginarias,  hemos 
visto  derivarse  los  americanos  de  los  fenecios(l),  los  egip- 
cios (2),  los  judios  (3),  los  arios  (4),  los  mongoles  (5),  los 
alemanes  (6),  los  polinesios  (7)  y los  japoneses  (8)  o chinos. 
Hace  poco  se  trató  de  probar  que  los  araucanos  derivaban 
su  lengua  del  Congo  africano  (9)  y que  los  quechuas  eran 
descendientes  de  los  sumeros  (10). 

Todas  estas  ideas  han  sido  refutadas  y entre  los  hombres 
de  ciencia  es  admitido  como  seguro  el  origen  americano  de 
todas  las  culturas  precolombianas  halladas  en  el  conti- 
nente (11). 

Barros  Arana  resume  la  cuestión  en  las  siguientes  palabras: 
«Por  más  que  la  civilización  americana  sea  esencialmente 
distinta  de  la  de  otros  pueblos  de  diverso  origen  y por  más 
que  esa  misma  civilización  estuviera  distribuida  en  agrupa- 
ciones aisladas  que  habían  llegado  a rangos  muy  diversos  de 
cultura,  no  era  imposible  hallar  entre  ellas  ciertas  analogías 


(1)  Horn  Jorge. — De  originibus  americanis,  libro  IV.  La  Haya, 
1652. 

(2)  Valoreux  E. — Sur  1‘origine  des  americains.  París,  1773. 

(3)  Kingsborough  Lord. — Antiquities  of  México.  Londres,  1830-45. 

(4)  López  Fidel. — Les  races  ayrcenes  du  Perou.9  vols.  Paris,  1871. 

(5)  Ranking. — Historical  Researches  on  the  Conquest  of  Perú  by  the 
moguls.  Lcndon,  1827. 

(6)  Brasseur  de  Botxrbotjrg. — Histoires  des  nations  civilisées  du 
Mexique  et  de  1‘Amerique  céntrale  durant  les  scieles  anterieurs  á Colomb. 
Paris,  1857.  2 vols. 

(7)  Posnansky  Arturo. — Una  Metrópoli  Prehistórico  du  sud  Améri- 
ca. Berlín,  1914. 

(8)  Horn  Jorge. — De  originibus  americanis,  lib.  IV  cit.  supra. 

(9)  Barriga  José  Miguel. — Origen  de  la  lengua  araucana.  Santiago, 
1910. 

(10)  Patrón  Pablo. — Nuevos  estudios  sobre  las  lenguas  americanas 

(11)  Véase  en  esta  respecto  las  obras  de  Baldwin,  Nardaillac,  Lubbock 
Tylor,  Gerard  de  Rialle,  Whitney,  Powell  Holmes,  etc.,  etc. 


312 


RICARDO  E.  LATCHAM 


que  debían  tentara  los  observadores  para  pretender  descu- 
brir alguna  identidad  de  origen.  En  efecto,  en  ciertas  ideas 
religiosas,  en  varios  ritos,  en  diversos  principios  de  moral,  en 
algunas  costumbres  y hasta  en  los  procedimientos  industria- 
les, se  encontraron  entre  pueblos  diferentes  y muchas  veces 
muy  lejanos,  semejanzas  de  accidentes  que  con  más  o menos 
fundamento  habrían  podido  explicarse  como  nacidos  de  una 
identidad  de  origen  o de  antiguas  y misteriosas  relaciones, 
si  razones  de  otro  orden  no  se  hubieran  opuesto  a esa  asimi- 
lación. La  observación  atenta  de  los  fenómenos  de  este  orden, 
ha  revelado,  por  otra  parte,  que  esas  aparentes  analogías  no 
demuestran  identidad  de  origen,  ni  la  influencia  de  un  pue- 
blo sobre  otro.  La  ciencia  social  ha  probado  de  una  manera 
irrefutable  que  esas  coincidencias  son  simplemente  manifes- 
taciones independientes  y espontáneas,  efectos  de  un  grado 
semejante  de  desarrollo  y de  cultura  y de  la  similitud  funda- 
mental del  espíritu  humano»  (1). 

Refiriéndose  al  mismo  tema  Lubbock  dice:  «Yo  he  tratado 
de  probar  que  ciertas  ideas,  que  a primera  vista  parecen 
arbitrarias  e inexplicables,  se  presentan  naturalmente  en 
pueblos  muy  distintos  cuando  llegan  a un  mismo  grado  de 
desarrollo.  Es,  pues,  necesario  mantenerse  en  gran  reserva, 
si  se  quiere  tratar  de  establecer,  por  medio  de  estas  costum- 
bres, o de  estas  ideas,  un  lazo  especial  entre  diferentes  razas 
de  hombres»  (2). 

El  gran  etnólogo  Tylor,  abunda  en  las  mismas  adverten- 
cias y comienza  su  obra  sobre  cultura  primitiva  con  la  si- 
guiente cautela.  «No  hay  mejor  medio  de  estudiar  las  leyes 
del  pensamiento  y de  la  actividad  humana  que  buscar,  tanto 
como  sea  posible,  el  grado  de  cultura  de  los  diversos  grupos 
de  la  humanidad.  Entonces  no  se  tarda  en  reconocer  en  el 


(1)  Barros  Arana,  Diego.  Historia  General  de  Chile.  Tomo  I.  págs. 
17-18.  Santiago,  1884. 

(2)  Lubbock,  SiR  John.  The  Origins  of  Civilizaron.  London,  18. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


313 


desarrollo  de  la  civilización  una  uniformidad  casi  constante 
que  puede  mirarse  como  el  efecto  uniforme  de  causas  uni- 
formes» (1). 

Otro  etnólogo  francés,  conocido  en  Chile,  donde  desempe- 
ñó el  cargo  de  Ministro  de  su  patria,  refiriéndose  a América 
escribió  hace  cuarenta  años:  «Los  capítulos  precedentes  de- 
muestran que  la  humanidad,  en  todas  partes  donde  se  ha  en- 
contrado en  condiciones  favorables  de  progreso,  ha  seguido 
el  mismo  itinerario  hacia  un  desarrollo  más  completo.  En 
un  mundo  absolutamente  separado  de  lo  que  se  ha  convenido 
en  llamar  el  mundo  antiguo,  la  evolución  religiosa  se  ha  ope- 
rado absolutamente  de  la  misma  manera  que  en  el  terreno  en 
que  se  ha  preparado  la  civilización  de  este  último»  (2). 

Spencer  en  su  Sociología  llega  a las  mismas  conclusiones, 
como  lo  han  hecho  cuantos  hombres  de  ciencia  se  hayan  de- 
dicado al  estudio  de  la  etnología  comparada,  llegándose  a 
formular  el  axioma,  que  la  similitud  de  costumbres  no  es  su- 
ficiente de  por  sí  sola,  para  establecer  ni  descendencia,  ni 
contacto,  ni  influencias  culturales. 

Cuando  las  mismas  costumbres  se  encuentran  en  distintos 
centros  geográficos,  aislados  unos  de  otros,  sea  por  grandes 
trechos  donde  estas  costumbres  son  desconocidas,  o sea  por 
mares  que  no  han  podido  atravesar  ninguno  de  los  pueblos 
en  cuestión;  cuando  semejantes  o idénticas  prácticas  vuel- 
ven a aparecer  en  épocas  cronológicas  separadas  por  un  lar- 
go período  en  que  eran  desconocidas,  es  legítimo  creer  que 
lamente  humana,  o más  bien  sus  manifestaciones,  se  repiten 
bajo  circunstancias  parecidas.  La  filiación  de  las  ideas  se 
somete  a influencias  comunes  gobernadas  por  leyes  y es  el 
descubrimiento  de  dichas  leyes  en  que  está  empeñada  la  et- 
nología. 


(1)  Tylor,  Edward  B.  Primitive  Culture.  Cap.  I.  London,  1873. 

(2)  Rialle,  Gerard  de.  La  Mythologie  Comparée.  Tomo  I.  Cap  XX. 
p.  362.  París,  1878. 


314 


RICARDO  E.  LATCHAM 


El  hombre,  guiado  por  sus  instintos  y por  la  lenta  evolu 
ción  de  sus  ideas,  adapta  su  existencia  a las  condiciones 
del  medio  en  que  vive. 

No  son  solamente  los  usos,  las  instituciones  y las  costum- 
bres que  se  asemejan  y se  renuevan  en  los  distintos  centros. 
La  misma  ley  se  extiende  a las  demás  apreciaciones  de  la  in- 
teligencia. Cuantos  descubrimientos  e invenciones  no  son 
reivindicados  en  varias  partes  a la  vez,  o bien  en  épocas  dis- 
tintas sin  que  baya  mediado  comunicaciones  entre  los  des- 
cubridores. 

La  estólica,  el  arco  y las  flechas,  las  hachas  de  piedra,  la 
cerbatana  y tantas  otras  cosas  son  patrimonio  de  muchos 
pueblos  que  jamás  pueden  haber  sufrido  contacto  o influen 
cias  uno  de  otro. 

El  australiano,  el  esquimal  y el  salvaje  del  interior  de  Co- 
lombia todos  usaron  la  estólica;  sin  que  sea  posible  estable- 
cer relaciones  entre  ellos. 

Cuando  los  primeros  europeos  llegaron  al  Cathay  encon- 
traron que  los  chinos  conocieron  muchos  de  los  grandes  ade- 
lantos modernos  de  la  civilización  occidental  y los  habían 
utilizado  durante  siglos. 

Los  tejidos  del  antiguo  Perú  eran  muy  semejantes  en  mu- 
chos detalles  a los  del  Asia  Menor. 

El  arco  y flechas  se  conocieron  en  el  centro  de  Africa  y el 
centro  de  Brasil. 

Para  explicar  estos  hechos  no  es  menester  idear  contactos 
que  nunca  han  existido,  ni  pudieron  existir.  La  única  deduc- 
ción lógica  es  que  las  necesidades  semejantes  producen  re- 
sultados iguales  por  donde  quiera  que  sean  favorables  las 
condiciones. 

Si  estas  observaciones  son  válidas  para  pueblos  de  dife- 
rentes continentes,  no  lo  son  menos  para  los  de  uno  mismo 
cuando  no  hay  medios  fáciles  de  comunicación  con  los 
demás. 

El  hallar  pueblos  antropófagos  en  Norte  y Sud-América 
no  es  prueba  que  estos  pueblos  hayan  estado  en  contacto 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


315 


con  influencias  comunes.  La  sepultura  en  urnas,  común  en 
algunos  de  los  estados  meridionales  de  los  Estados  Unidos 
no  constituye  base  para  creer  que  esta  costumbre  fuera  ad- 
quirida de  los  tupi-guaranis  que  también  practicaban  la 
misma  forma  de  sepultura. 

Muchas  supersticiones,  ritos  y costumbres  comunes  a los 
indios  pueblos  de  Arizona  y Nuevo  México  las  hallamos  repe- 
tidas en  la  región  diaguita  sin  que  este  hecho  constituya  un 
vínculo  de  descendencia  idéntica.  En  cuantas  partes  de  Amé- 
rica no  encontramos  las  costumbres  de  descarnar  los  huesos 
délos  muertos,  y quien  se  atrevería  a decir  que  esta  práctica 
se  haya  derivado  de  una  fuente  única  y común.  La  sepultura 
en  catafalcos  se  halla  igualmente  repartida  entre  las  tribus 
de  las  praderas  del  norte  como  entre  las  de  las  pampas  del 
sur;  pero  no  es  prudente  deducir  de  este  hecho  una  comuni- 
dad de  origen. 

¿Qué  enseñanza  podemos  sacar  entonces  de  estas  ana- 
logías? 

Simplemente  que  lascondiciones  semejantes  han  conducido 
a la  adopción  de  las  mismas  costumbres,  bajo  el  impulso  de 
una  evolución  mental,  que  ha  seguido  por  líneas  paralelas. 
En  otras  palabras,  las  leyes  psíquicas  inducen  a que  el 
hombre  obre  en  un  sentido  determinado  cuando  el  conjunto 
de  circunstancias  da  origen  a un  estado  definido  de  men- 
talidad. 

El  estudio  de  estas  leyes  entre  los  pueblos  vivos,  nos  per- 
mite, muchas  veces,  juzgar  del  estado  de  mentalidad  de  los 
pueblos  desaparecidos,  cuyos  vestigios  los  encontramos  en 
sus  sepulturas. 

Así,  cuando  aprendimos  que  la  mayor  parte  de  los  pue- 
blos primitivos  o semi-civilizados,  profesan  un  gran  temor  a 
las  ánimas  y adoptan  curiosas  costumbres  para  librarse  y 
protegerse  de  ellas,  y encontramos  que  muchos  pueblos  an- 
tiguos practicaban  estas  mismas  costumbres,  podemos  ló- 
gicamente suponer  que  tendrían  igual  temor  a los  espíritus 
y que  adoptaban  las  mismas  precauciones  contra  ellas. 


316 


RICARDO  E.  LATCHAM 


Si  encontramos  que  los  indios  digger  matan  a los  viejos 
e inválidos  que  no  pueden  mantenerse  y que  por  lo  tanto 
llegan  a ser  un  peligro  para  la  economía  doméstica  del  gru- 
po, no  debe  extrañarnos  encontrar  entre  los  fueguinos  la 
misma  costumbre  motivada  por  idéntica  causa. 

Si  tomamos  en  cuenta  el  respeto  y aún  la  reverencia  con 
que  muchos  pueblos  miran  los  restos  mortales  de  sus  deu- 
dos o antepasados  no  nos  asombramos  al  saber  que  algunas 
tribus  del  Mississippi,  y otros  ríos  que  periódicamente  inun- 
dan el  territorio  riberano,  en  vez  de  sepultar  los  muertos  y 
exponerlos  a que  sean  arrastrados  por  las  aguas,  los  incine- 
ran y guardan  las  cenizas  en  sus  habitaciones. 

La  idea  de  que  el  ánima  del  muerto  se  aleja,  dirigiéndose 
a la  tierra  de  los  muertos,  es  causa  de  que  muchos  pueblos 
en  diferentes  partes  del  continente,  entierran  sus  muertos 
dentro  de  sus  habitaciones,  para  mayor  seguridad;  porque 
no  creen  que  les  pueda  molestar.  Pero  cuando  la  superstición 
del  pueblo  los  hace  creer  que  el  ánima  no  abandona  el  lugar 
en  que  ocurrió  la  defunción,  la  cosa  cambia  y mudan  su  re- 
sidencia para  evitar  todo  encuentro  con  un  vecino  tan  poco 
deseado. 

Aquellas  tribus  que  creen  que  el  ánima  vuelve  a la  habi- 
tación que  ocupó  en  vida,  destruyen  o queman  la  choza 
después  del  entierro,  con  la  idea  que  no  encontrando  su  casa 
el  ánima  se  irá  a otra  parte. 

Para  defenderse  de  las  ánimas  el  hombre  recurre  a dos 
medios:  la  persuasión  y la  fuerza. 

En  el  primer  caso  se  provee  al  muerto  de  todo  lo  que  le 
puede  faltar,  le  hacen  sacrificios,  se  levanta  una  choza  sobre 
la  tumba  y se  le  hace  fuego  para  que  se  alumbre  y se  ca- 
liente; dejándole  periódicamente  víveres  y bebidas  para  sa- 
tisfacer sus  necesidades. 

Si  al  contrario  se  desea  alejarlo  por  violencia  o por  enga- 
ño, se  destruye  su  habitación,  se  coloca  su  cadáver  en  un 
lugar  inaccesible,  destruyendo  el  único  camino,  o en  una  lo- 
calidad donde  le  costaría  mucho  salir;  se  carga  la  tumba  con 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


317 


piedras,  se  le  rodea  de  agua,  o de  una  losa;  se  mutila  o des- 
carna el  cadáver,  se  le  amarra  en  un  atado  de  que  no  puede 
salir  o se  le  clavan  espinas  en  las  plantas  de  los  pies  para 
que  no  ande.  Pero  la  manera  más  segura,  practicada  con 
bastante  frecuencia,  es  de  quemar  o incinerar  sus  restos, 
con  la  idea  de  que  no  teniendo  cuerpo  material,  el  ánima  no 
puede  volver. 

Las  lamentaciones  y llantos  que  se  hacen  al  momento  de 
la  defunción,  o aún  antes  de  la  muerte,  y que  pueden  reno- 
varse a intervalos  más  o menos  alejados,  son  destinados  a 
persuadir  el  espíritu  de  las  buenas  disposiciones  que  le  con- 
servan los  parientes.  Son  a menudo  combinados  con  cantos 
en  que  se  alaba  el  muerto.  El  afecto  parece  tener  poco  lu- 
gar en  estas  manifestaciones,  porque  con  frecuencia  se 
emplean  mujeres  o plañideras  profesionales.  Va  sin  decir  que 
en  la  mayoría  de  los  casos  los  indios  se  han  olvidado  el 
sentido  profundo  de  éste  y otros  ritos,  que  para  ellos  no  son 
ya,  más  que  una  formalidad  vana  que  emplean  porque  la 
tradición  así  lo  exige. 

Se  encuentran  entre  los  indios  las  siguientes  ideas  sobre 
el  lugar  que  ocupan  las  ánimas  después  de  la  muerte  del  in- 
dividuo: l.°,  se  encuentran  sobre  la  tierra,  cerca  de  la  sepul- 
tura; 2.°,  en  regiones  terrestres  más  o menos  lejanas;  al  otro 
lado  de  las  montañas,  o del  mar,  o en  el  país  originario  de 
aquellas  tribus  que  guardan  tradiciones  de  una  migración; 
3.°,  en  el  cielo,  es  decir  allende  las  nubes;  4.°,  en  las  estre- 
llas, sol  o luna:  5.°,  en  el  centro  de  la  tierra.  La  manera  de 
conceptuar  la  vida  futura  no  es  menos  variada.  Para  algu- 
nos es  la  continuación  de  la  vida  terrestre  con  sus  necesida- 
des y ocupaciones;  para  otros  es  solamente  una  vida  más 
agradable.  No  faltan  los  que  creen  que  sus  ánimas  pasan  a 
otros  cuerpos,  humanos  o de  animales,  y repiten  de  nuevo 
las  experiencias  que  ya  han  experimentado.  Otro  grupo,  pero 
éstos  son  los  menos,  comprende  las  teorías  de  castigo  y de 
recompensa,  la  suerte  en  este  caso  depende  del  rango  del  in- 
dividuo y del  valor  (virtud  primordial)  que  ha  desplegado 


318 


RICARDO  E.  LATCHAM 


sobre  la  tierra.  Hay  a veces  distintos  lugares  destinados  a 
los  buenos  y malos;  pero  en  este  orden  de  ideas,  muchas  tri- 
bus han  sido  influenciadas  por  sus  contactos  con  los  cristia- 
nos. 

El  shaman  o el  médico  es  el  intermediario  obligado  eutre 
los  espíritus  y los  vivos  y es  él  el  único  que  tiene  poder  de 
facilitar  el  pasaje  délas  ánimas  al  otro  mundo  (1). 

Volvemos  a insistir  que  en  principio,  las  costumbres  mor- 
tuorias tienen  su  nacimiento  en  las  supersticiones  que  se  han 
levantado  alrededor  de  las  diferentes  concepciones  de  las 
ánimas.  El  animismo  es  la  base  de  toda  la  serie  de  prácticas 
y creencias  curiosas  que  hemos  pasado  en  revista.  Muchas  de 
las  supersticiones  relacionadas  con  estas  ideas  son  absurdas 
y dañinas,  miradas  bajo  la  luz  de  la  civilización  moderna  y 
a menudo  perduran  mucho  después  de  que  su  significado  ori- 
ginal haya  sido  olvidado.  Pero  entre  los  pueblos  primitivos 
todavía  conservan  en  gran  parte  su  alcance  y propósito  pri- 
mitivos. 

Como  hemos  visto  el  empeño  principal  es  librarse  de  las 
ánimas,  de  cuya  existencia  no  tienen  la  menor  duda  y que 
son  miradas  con  temor  y recelo.  Muchas  de  las  prácticas  que 
ponen  en  juego  para  contrarrestar  sus  influjos,  son  simple- 
mente mágicas,  el  gran  recurso  de  los  primitivos  contra  to- 
do lo  que  no  comprenden. 

La  magia  incluye  los  resultados  dedos  principios  psíqui- 
cos. Por  una  parte  puede  buscar  la  ayuda  de  seres  espiri- 
tuales, ánimas,  demonios  u otros  seres  sobrenaturales  en 
cuyo  caso  su  teoría  forma  parte  de  aquella  de  la  religión; 
por  la  otra,  y este  es  el  caso  más  frecuente  en  América,  tra- 
ta de  prevenir  y subsanar  los  males  a que  está  sujeta  la  hu- 
manidad, por  medio  de  sus  aplicaciones  simpáticas,  que  en 
general  son  manifestaciones  simbólicas,  relacionadas  con  sus 


(1)  Koch  The  odor.  Zum  Animismus  der  Südamericanischen  Indianer. 
Internationales  Archiv  für  Ethnographie,  1914. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


319 


ideas  sobre  causa  y efecto.  Así,  la  magia  no  es  más  que  un 
desarrollo  mal  comprendido  de  la  filosofía  natural. 

La  evolución  de  las  ideas  animísticas  con  su  acompaña* 
miento  de  prácticas  mágicas  originan  las  primeras  ideas  de 
la  religión;  pero  sólo  después  de  largas  transiciones  aparece 
la  idea  de  un  Ser  Supremo  o Causa  de  Causas. 

Es  muy  difícil  determinar  hasta  qué  grado  las  religiones 
incipientes  ejercen  una  influencia  moral  sobre  los  actos  or- 
dinarios de  los  creyentes.  En  muchos  casos  el  elemento  mo- 
ral apenas  entra,  y en  otros  más  avanzados,  el  cumplimiento 
estricto  de  ciertas  ceremonias  propiciatorias  o expiatorias 
parece  ser  considerado  suficiente  para  contrapesar  una  vida 
egoísta  o malvada. 

Al  estudiar  estas  cuestiones,  las  relaciones  de  los  misione- 
ros, antiguos  y modernos  son  frecuentemente  las  únicas  no- 
ticias que  nos  quedan  respecto  de  las  prácticas  y creencias 
de  ciertos  pueblos.  Estas  son  del  mayor  valor,  pero  el  inves- 
tigador imparcial  no  debe  dejarse  llevar  por  la  descripción 
de  las  deidades  paganas  como  demonios  y la  tendencia  de 
mirar  las  religiones  indígenas  como  productos  esenciales  del 
engaño  y maldad  del  diablo;  y puede  ver  en  ellas  las  eta- 
pas representativas  de  la  evolución  teológica  y moral,  en  su 
lento  camino  hacia  la  civilización. 

Al  considerar  las  hechicerías  y prácticas  mágicas  de  los 
indios,  no  debe  suponerse  que  los  individuos  de  la  tribu  se 
componen  solamente  de  embusteros  y engañados;  o que  hay 
gran  diferencia  intelectual  o moral  entre  los  hechiceros  acti- 
vos y sus  coadjutores  pasivos;  ni  debe  creerse  que  una  parte 
considerable  de  sus  ceremonias  thaumatúrgicas  representa 
un  engaño  intencional  o aun  voluntario.  Debe  recordar- 
se que  la  condición  intelectual  del  pensador  primitivo  es 
afectada  por  su  modo  de  pensar  habitual,  que  lo  verdade- 
ro y lo  ficticio  se  confunden  constante  e invariablemente  y 
que  las  influencias  místicas  son  las  que  según  su  inteligen- 
cia, dominan  toda  acción  propia  o ajena,  especialmente  en 
aquellas  ceremonias  donde  tales  influencias  son  las  buscadas. 


RICARDO  E.  LATCHAM 


320 


Luego  es  preciso  tomar  en  cuenta  los  diferentes  grados  de 
evolución  en  que  se  encuentran  los  diversos  pueblos  y tribus 
aun  cuando  muchas  veces  se  hallan  vecinos. 

Algunos  poseen  sólo  ideas  religiosas  délas  más  primitivas 
según  las  cuales  los  animales,  vegetales,  minerales  etc,  son 
dotados  de  volición  y poderes  semejantes  a los  de  los  seres 
humanos.  Otros  ascriban  a los  fenómenos  de  la  naturaleza 
poderes  a veces  sobrenaturales  que  terminan  en  la  deifica- 
ción de  estas  agencias. 

La  tercera  etapa  del  desarrollo  psíquico-religioso  se  alcan- 
za cuando  se  forma  un  concepto  espiritual  de  la  deidad  la 
que  pierde  para  siempre  su  antigua  forma  corporal  y ma- 
ten alista. 

Los  pueblos  primitivos  de  la  tierra  y entre  ellos  los  indios 
de  América  se  encuentran  en  la  primera  y segunda  de  estas 
etapas  y no  se  halla  en  sus  ideas  religiosas  más  que  un  ger- 
men de  un  estado  más  avanzado. 

Powell  decía  que  la  raza  roja  y la  raza  blanca  en  cuanto  a 
su  condición  psíquica  y sus  creencias  religiosas  son  separa- 
das por  un  golfo  tan  ancho,  que  muy  pocos  representantes 
de  una  u otra  raza  pueden  cruzarlo  con  entera  comprensión. 

Aún  es  difícil  aveces  expresar  el  verdadero  significado  de 
algunas  creencias  y estados  de  ánimo,  por  faltar  en  los  idio- 
mas más  avanzados,  términos  que  indican  con  exactitud  la 
idea  que  encierran  ya  menudo  se  incurre  en  confusiones  y 
malas  interpretaciones  debido  a las  descripciones  erróneas 
o imperfectas  transmitidas. 

En  cuanto  a las  costumbres  mortuorias  practicadas  por 
las  diferentes  tribus  indias  de  América,  vemos  que  no  se  di- 
ferencian en  esencia  de  las  practicadas  en  otras  partes  del 
mundo,  por  tribus  y naciones  que  se  encontraban  o se  en- 
cuentran en  más  o menos  semejantes  circunstancias.  Cada 
costumbre,  rito  o creencia  que  encontramos  en  este  continen- 
te ha  tenido  su  réplica  en  otras  partes  o en  otros  tiempos. 

Si  es  el  abandono  de  los  muertos  a los  elementos  natura- 
les de  destrucción,  sin  sepultura,  los  cafres  de  Africa  lo  ha- 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


321 


cían  no  hace  muchos  años.  Los  caribes  al  igual  de  los  hin- 
dúes echaban  los  cadáveres  a los  ríos.  La  desecación  délos 
muertos  no  sólo  se  ha  practicado  en  América  sino  que  en  la 
Polinesia  era  la  manera  más  común  de  disponer  de  ellos  y 
volvemos  a encontrar  la  costumbre  entre  los  guanches  de 
las  Islas  Canarias.  Casi  no  se  conoce  pueblo  o tribu  que  en 
una  época  no  ha  tenido  la  práctica  de  acompañar  el  cadáver 
con  ofrendas  de  alimentos,  bebidas  y todos  los  objetos  que 
podría  necesitar  en  la  otra  vida;  indicio  seguro  que  por  to- 
das partes  se  ha  considerado  la  vida  futura  como  una  con- 
tinuación o réplica  de  la  actual  y donde  regían  las  mismas 
necesidades.  Los  andamaneses  sepultaban  el  muerto  en  po- 
sición sentada  como  también  los  hotentotes.  Los  daneses, 
los  griegos,  los  tártaros  y muchos  otros  pueblos  cuando 
llegaron  a la  edad  de  bronce,  incineraban  los  cadáveres,  cos- 
tumbre que  era  muy  corriente  en  la  India,  donde  también 
sacrificaban  a las  viudas  en  los  funerales  del  marido. 

En  Islandia  no  hace  mucho  se  clavaban  alfileres  en  los 
piés  de  los  difuntos  para  impedir  que  volviesen;  de  la  mis- 
ma manera  que  el  chaqueño  los  clava  con  espinas  con  el 
mismo  propósito. 

El  bretón  y el  araucano  ambos  derraman  cenizas  y rescol- 
do tras  el  cortejo  fúnebre  creyendo  que  el  ánima  se  quema- 
ría si  tratara  de  volver  sobre  ellas.  Los  tártaros  a semejanza 
de  muchas  tribus  americanas  destruyen  la  habitación  ocu- 
pada por  el  difunto,  para  que  no  tenga  donde  guarecerse  si 
trata  de  permanecer  en  la  vecindad.  Las  mismas  ideas 
respecto  de  las  ánimas  y de  las  maneras  más  eficaces  de 
preservarse  contra  ellas  se  encuentran  diseminadas  en  to- 
dos los  continentes  y se  hallan  todavía  latentes  entre  las 
clases  ignorantes  de  aquellas  naciones  que  se  jactan  de  ser 
las  más  cultas. 

El  estudio  de  todas  estas  costumbres  y supersticiones,  so- 
bre todo  tratándose  de  pueblos  que  no  han  dejado  más  res- 
tos que  sus  sepulturas,  es  la  mejor  y a veces  la  única  mane- 
ra de  formar  un  criterio  respecto  de  su  evolución  psicológica 

COSTUMBRES.— 21 


322 


RICARDO  E.  LATCHAM 


y al  mismo  tiempo  nos  da  un  concepto;  si  no  completo  al  me- 
nos aproximado  de  su  estado  material,  en  una  palabra  nos 
da  el  índice  de  su  verdadero  estado  cultural;  enseñándonos 
la  existencia  de  costumbres  que  de  otro  modo  ignoraríamos; 
pero  que  podemos  explicar  y clasificar  por  sus  analogías  con 
las  de  otros  pueblos  mejor  conocidos. 


BIBLIOGRAFIA 

DE  OBRAS  CONSULTADAS  Y NO  MENCIONADAS  EN  EL  TEXTO 


1.  Acosta , José  de. — Historia  natural  y moral  de  las  In- 

dias. Sevilla,  1590. 

2.  Acuña,  Cristóbal  de. — Nuevo  descubrimiento  del  gran 

río  délas  Amazonas.  Madrid,  1641. 

3.  Ambroselti , Juan  B. — Costumbres  y supersticiones  de 

los  Valles  Calchaquíes.  Anales  de  la  Sociedad  Cientí- 
fica Argentina,  tomo  XLI,  p.  41  y sig,  Buenos  Aires, 
1896. 

4.  Ambrosetti , Juan  B. — La  Civilización  Calchaqui.  Con- 

greso Internacional  de  Americanistas.  XII  sesión. 
Paris,  1900. 

5.  América  Pintoresca. — Descripción  de  viajes  al  nuevo 

continente  por  los  modernos  exploradores  Carlos 
Weiner,  Dr.  Crevaux,  D.  Charnav.  Barcelona,  1884. 

6.  Anderson , Alex  C. — Notes  on  the  Indian  tribes  of  Bri- 

tish  North  America  and  the  northwest  coast.  Histo- 


324 


RICARDO  E.  LATCHAM 


rical  Magazine  Ier  serie,  vol.  VII.  New  York  and 
London,  1863. 

7.  Andrews , Joseph. — A Journey  from  Buenos  Aires 

through  the  provinces  of  Cordova,  Tucuman  and 
Salta,  thence  by  the  desert  of  Garauja  to  Arica  and 
subsequently  to  Santiago  de  Chile  and  Coquimbo  in 
the  years  1825-26.  London.  1827. 

8.  Arriaga , Pablo  José  de. — Extirpación  de  la  idolatría 

del  Perú.  Lima,  1621. 

9.  Atwater,  Caleb. — The  Indians  of  the  Northwest,  their 

manners,  customs,  etc.,  etc.  Columbus,  1859. 

10.  Azara , Félix  de. — Voyages  dans  l’Amérique  méridio 

nale.  Traducida  por  C.  A.  Walckenaer.  París, 1804. 

11.  Baegert , Jacob. — Nachrichten  von  der  amerikanischen 

Halbinsel. 

12.  Bahnson. — Gravskicke  hos  amerikanske  Folk.  Cope- 

nhague. 1892. 

13.  Ballet , J. — Les  Caraibes.  Congreso  Internacional  de 

Americanistas.  Sesión  I.  Nancy,  1875,  tomo  I. 

14.  Barrat , Joseph. — The  Indians  of  New  England  and  the 

Northeastern  provinces:  a sketch  of  the  life  of  an 
Indian  hunter,  ancient  traditions  relating  to  the 
Etchemin  tribe,  etc.  Middletown.  Conn.  1851. 

15.  Barros  Arana , Diego.- — Los  Fueguinos.  La  Lectura, 

tomo  I.  Santiago  de  Chile,  1884. 

16.  Beach,  Wm.  W. — The  Indian  miscellany:  containing  pa- 

pers  on  the  history,  antiquities,  arts,  languages,  reli - 
gions,  traditions  and  superstitions  of  the  american 
aboriginies.  Albany,  1877. 

17.  Beau  {Le). — Avantures,  ou  voyage  curieux  et  nouveau 

parmi  les  sauvages  de  l’Amérique  Septentrionale. 
Amst.erdan,  1738,  2 vols. 

18.  Bell , A.  W. — On  the  native  races  of  New  México.  Jour- 
nal of  the  Ethnological  Society  of  London.  New  se 
ries,  vol.  I,  London,  1869. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


325 


19.  Betzanos,  Juan  de. — Suma  y narración  de  los  Incas. 

Biblioteca  Hispano-ultramarina.  Madrid,  1880. 

20.  Bibra , Ernstvon. — Reise  in  Südamerika.  Mannheim, 

1854,  2 vols. 

21.  Bollaert , William. — Observations  on  the  Indian  tribes 

in  Texas.  Journ.  Ethnol.  Soc.  London.  Vol.  II,  1850. 

22.  Bollaert , William. — Antiquarian,  ethnological  and  other 

researches  in  New  Granada,  Equador,  Perú  and 
Chile.  London,  1860. 

23.  Boscana , Jerónimo. — Chinigchinich:  a historical  ac- 

count  of  the  origin,  customs  and  traditionsof  the 
Indians  at  the  missionary  establishment  of  St.  John 
Capistrano,  Alta  California;  called  the  Acagchemem 
Nation.  New  York,  1846. 

24.  Bricknell , John.— The  natural  history  of  North  Caro- 

lina. With  an  account  ofthe  trade,  manners  and  cus- 
toms of  the  Christian  and  Indian  inhabitants.  Du- 
blín,  1737. 

25.  Brinton , Daniel  G. — Notes  on  the  Floridian  Penín- 

sula, its  literary  history,  Indian  tribes  and  antiqui- 
ties  Philadelphia,  1859. 

26.  Bruch , Carlos. — Exploraciones  arqueológicas  en  las 

provincias  de  Tucumán  y Catamarca.  Buenos  Aires, 
1911. 

27.  Bruhl. — Die  Culturvólker  Alt-Amerikas.  Cincinnati, 

1875-87. 

28.  Candelier. — Río  Hacha.  París,  1893. 

29.  Cardas. — Las  Misiones  Franciscanas  entre  los  infieles 

de  Bolivia.  Barcelona,  1886. 

30.  Carli , /.  B. — Lettres  américaines,  dans  íesquelles  on 

examine  Torigine,  l’état  civil  des  anciens  habitants 
de  FAmérique.  Boston,  1788,  2 vols. 

31.  Castelnau , F.  de. — Viaje  a los  países  centrales  de  la 

América  del  Sur.  Madrid,  1861. 

32.  Catlin,  George. — Letters  and  notes  on  the  manners 


326 


RICARDO  E.  LATCHAM 


customs  and  condition  of  the  North  American  In- 
dians.  New  York  and  London,  1844,  2 vols. 

33.  Chaix , Paul. — Histoire  de  l’Amérique  Méridionale  au 

seiziéme  siécle.  lere  partie  Perou.  Geneve,  1853,  2 
vols. 

34.  Cobo , Bernabé. — Historia  del  Nuevo  Mundo.  Sevilla 

1890-1895.  Escrita  en  1653. 

35.  Córdova , A.  de. — A voyage  of  discoverv  to  the  strait 

of  Magellan:  with  an  account  of  the  manners  and 
customs  of  the  inhabitants,  and  of  the  natural  pro- 
ductions  of  Patagonia.  London,  1820. 

36.  Córdova , Rev.  P.  Fray  Diego  de. — Crónica  de  la  reli- 

giosissima  provincia  de  los  doze  apostóles  del  Perú  de 
la  orden  de  N.  P.  S.  Francisco  de  Ja  regular  observa- 
ción dispuesta  en  seys  libros,  etc.  Lima,  1651. 

37.  Cordovez , A.  Marcial. — Los  indios  chonquis.  Actes  de 

la  Société  Cientifique  du  Chili.  Santiago,  1906. 

38.  Cox,  Guillermo  Eloy. — Viaje  a las  regiones  septentrio- 

nales de  la  Patagonia.  Anales  de  la  Universidad  de 
Chile.  Tomo  XXI II,  1863. 

39.  Cornilliac , J.  J.  ./.— Anthropologie  des  Antilles.  Con- 
grés  International  des  Americanistes.  Premiere  ses- 
sion.  Vol.  II.  Nancy,  1875. 

40.  Crevaux. — Voyages  dans  1’  Amerique  du  Sud.  Pa- 
rís, 1883. 

41.  Dixon , George. — Voyage  autour  du  monde,  et  princi- 
paiement  á la  cote  nord-ouest  de  V Amérique  fait 
en  1785-88  á bord  du  King  George  et  de  la  Queen 
Charlotte,  par  les  caps.  Portlock  et  Dixon.  Traduit 
par  Lebas.  París,  1789.  2 vols. 

42.  Dobrizhofjer,  Martin. — Historia  de  Abiponibus,  eques- 
tri,  bellicosaque  Paraquariae  natione.  Viena,  1784. 

43.  Dormán , Rushton  M. — The  origin  of  prunitive  supers- 
titions  and  their  development.  Philadelphia,  Lon- 
don, 1881. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


327 


44.  Eder. — Descriptio  provinciae  moxitarum  in  regno  pe- 
ruano. Budae,  1791. 

45.  Egede , Hans. — Des  altein  Gronlands  nene  Perlustra- 
tion.  Copenhagen,  1742. 

46.  Ehrenreich,  Paul. — Anthropologische  Studien  überdie 
Urbewohner  Brasiliens.  Braunschweig,  1897. 

47.  Ehrenreich , Paul. — Beitrage  zur  Vólkerkunde  Brasi- 
liens. Veroffentlichungen  aus  dem  Ivoniglichen  Mu- 
seum  für  Vólkerkunde.  Tomo  II.  Berlín,  1891. 

48.  Ellis,  Henry. — Voyage  to  Hudson’s  Bay,  made  in 
1746-47  for  the  discovery  of  the  northwest  passage. 
London,  1748. 

49.  Famin , César. — Chili,  Paraguay,  Uruguay,  Buenos  Ay  - 
res.  París,  1852. 

50.  Fernández  P .,  Juan  Patricio.  - Relación  historial  de 
las  misiones  de  los  indios  que  llaman  chiquitos,  que 
están  a cargo  de  los  Padres  de  la  Compañía  de  Jesús 
de  la  provincia  de  Paraguay.  Madrid,  1726. 

51.  Figueira , José  H. — Observaciones  y noticias  interesan- 
tes o curiosas  sobre  la  República  O.  de  Uruguay.  Los 
cairns  de  Uruguay.  Boletín  de  Enseñanza  Primaria. 
Tomo  XVIII.  p.  309  y sig.  Montevideo,  1898. 

52.  Friederici , Georg. — Skalpieren  und  ahnliche  Kriegsge- 
bránche  in  Amerika.  Stuttgart,  1906. 

53.  Friederici , Georg. — Die  Amazonen  Amerikas.  Leip- 
zig, 1910. 

54.  Frézier , Amédée  Frangois. — Relation  du  voyage  de  la 
Mer  du  Sud  aux  cotes  du  Chili  et  du  Perou,  fait  pen- 
dant  les  années  1712-14.  París,  1716 

55.  Gallardo. — Los  Onas.  Buenos  Aires,  1910. 

56.  Gibbs,  George. — Tribes  of  Western  Washington  and  nor- 
thwestern  Oregon.  Contributions  to  North  American 
Ethnology.  Vol.  I.  Washington,  1877. 

57.  Graphic  Sketches  from  oíd  and  authentic  works,  illus- 
trating  the  costume,  habits,  and  character  ofthe  abo- 
rigines of  America.  New  York,  1841. 


328 


RICARDO  E.  LATCHAM 


58.  Guevara , José.— Historia  del  Paraguay,  Río  de  la  Pla- 
ta y Tucumán.  Colección  de  obras  y documentos  re- 
lativos a la  Historia  Antigua  y Moderna  de  las  pro- 
vincias del  Río  de  la  Plata.  (Pedro  de  Angelis).  Tomo 
II.  Buenos  Aires,  1836. 

59.  Hale , Horatio. — Iroguois  book  of  rites.  Philadelphia, 
1883. 

60  Hartt , Carlos  F. — Contribuyes  a ethnologia  do  Valle 
do  Amazonas.  Archivos  do  Museu  Nacional  do  Rio  de 
Janeiro.  Vol.  Vi,  p.  1.  y sig.  Río  de  Janeiro,  1885.  ■ 

61.  Heckewelder , John  G.  E. — An  account  of  the  history 
manners  and  customs  of  the  Indian  nations  who  once 
inhabited  Pennsylvania  and  the  neighbouring  States. 
Philadelphia,  1819. 

62.  Hennepin , Louis. — Description  de  la  Louisiane,  nouve- 
llement  decouverte  au  sud  ouest  de  la  nouvelle  Fran- 
ce.  París,  1683. 

63.  Herrera , Antonio  de. — Descripción  de  las  Indias  Occi- 
dentales. Madrid,  1726-30.  4 tomos. 

64.  Histoire  des  navigations  aux  terres  australes.  Conte- 
nant  ae  que  Fon  scait  des  moeurs  et  des  productions 
des  contrées  découvertes.  París,  1756.  2 vols. 

65.  Hoffman , Walter  J. — Miscellaneous  ethnographic  ob- 
servations  on  Indians  inhabiting  Nevada,  California 
and  Arizona.  10th  annual  Report  of  the  Hayden  sur- 
vey.  Washington,  1878. 

66.  Instrucción  contra  las  ceremonias  y ritos  que  usan  los 
indios  conforme  al  tiempo  de  su  infidelidad.  Reimpre- 
sión. Revista  Histórica.  Tomo  I,  p.  19.  y sig.  Lima, 
1906. 

67.  Ixtlilxochill , Fernando  d’Alva. — Histoires  des  chichi- 
meques  ou  des  anciens  rois  de  Tezcuco.  Edición  Ter- 
naux  Compans.  París,  1840,  2 tomos. 

68.  Jackson , Sheldon. — -Our  barbarous  Eskimos  in  Northern 

Alaska.  Metropolitan  Magazine.  Vol.  XXII,  N.°  3r 
New  York.  Junio,  1905. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


329 


69.  Jesuit  Relations  and  allied  documents.  Travels  and 
explorations  of  the  Jesuit  missionaries  in  New  Fran- 
ce  1610-1791.  Vols.  I-LXXIII.  Cleveland  1896-1901. 
Edición,  Reuben  Gold  Thwaites. 

70.  Jolis,  Giuscppe. — Saggio  sulla  storia  naturale  della 
provincia  del  Gran  Chaco.  Faenza,  1789. 

71.  Jone,  Strachan. — The  Ivutchin  tribes.  Smithsonian  Re- 
port  for  1866.  Washington,  1867. 

72.  Keller , Franz.—  The  Amazon  and  Madeira  rivers.  Lon- 
don,  1874. 

73.  Koch  Griinberg , Theodor. — Die  Anthropofagie  der  Sii- 
damerikanischen  Indianer.  Internationales  Archiv 
für  Ethnografie.  Leiden,  1899. 

74.  Koch  Griinberg , Theodor. — Zwei  Jahre  unter  der  In- 
dianern.  Berlín,  1909. 

75.  Koch  Griinberg , Theodor. — Zum  Animismus  der  Suda- 
mericanischen  Indianer.  Suplemento  del  Tomo  XIII 
del  Internationales  Archiv  für  Ethnographie.  Leiden, 
1900  y 1914. 

76.  Koch  Griinberg  Theodor . — Anfange  der  Kunst  im  Ur- 
wald.  Berlín,  1905. 

77.  Kaslowsky , Julio. — Tres  semanas  entre  los  indios  gua- 
tos. Excursión  efectuada  en  11894.  Revista  del  Museo 
de  la  Plata.  Tomo  VI,  1895.  La  Plata. 

Kaslowsky , Julio. — Algunos  datos  sobre  los  indios 
bororos.  Id.  id.  Tomo  VI. 

78.  Krause. — In  den  Wildnissen  Brasiliens.  Leipzig,  1911. 

79.  Lafitau,  Joseph  Frangois. — Moeurs  des  sauvages  ame- 
riquains,  comparées  aux  moeurs  des  premiers  temps. 
2 tomos.  París,  1724. 

80.  Láfone  Quevedo,  Samuel  A. — Catálogo  descriptivo  e 
ilustrado  de  las  huacas  de  Chañar-Yaco.  Revista 
del  Museo  déla  Plata..  Vol.  IV.  pág.  352  y sig.  La 
Plata,  1892. 

81 . Larimer,  Sarah  L. — Capture  and  escape;  or  life  among 
the  Sioux.  Philadelphia,  1870. 


330 


RICARDO  E.  LATCHAM 


82.  Las  Casas , Bartolomé.  Historia  de  las  Indias.  4 tomos. 
Madrid,  1875-76. 

83.  Lawson  John. — A new  voyage  to  Carolina;  containing 
the  exact  description  and  natural  liistory  of  that 
country,  together  with  the  present  State  thereof;  and 
a journal  of  a thousand  miles  travel  thro  several  na- 
tioris  of  Indians.  London,  1709. 

84.  Lee,  Nelson. — Three  years  among  the  camanches.  Al- 
bany,  1859. 

85.  Lenj. — Histoire  d’un  voyage  fait  en  la  terre  de  Brési- 
le,  dite  Amérique.  Geni,  1600. 

86.  Letres  Edifianles  et  curieuses  concernant  l'Asie,  PAfri- 
que  et  l’Aménque.  Puhliées  sous  la  direction  de  M. 
Louis  Aimé  Martin.  2 tomos.  París,  1838-41. 

87.  Lista , Ramón. — Viaje  al  país  de  los  Onas.  Buenos  Ai- 
res, 1887. 

88.  Livingston , Farrand. — Notes on  the  Alsea  Indians. 

American  Anthropologist.  April-june,  1901. 

89.  Long . John. — Voyages  and  travels  of  an  Indian  inter- 
pretar and  trader,  describing  themanners  and  cus- 
toms  of  the  North  American  Indians.  London,  1791. 

90.  Lozano , Pedro. — Descripción  chorográphica  del  terreno, 

ríos,  árboles  y animales  de  las  dilatadísimas  provincias 
del  Gran  Chaco  Gualamba;  y de  los  ritos  y costum- 
bres de  las  innumerables  naciones  bárbaras  e infieles 
que  le  habitan.  Córdova  (España),  1733. 

91.  Me.  Jntosh , John. — The  origin  of  the  North  American 

Indians:  with  a faithful  description  of  their  manners 
and  customs.  New  York,  1853. 

92.  Me.  Kenney , Thomas  L. — Sketches  of  a tour  to  the  la- 

kes,  of  the  character  and  customs  of  the  Chippeway 
Indians,  and  of  incidents  connected  with  the  treaty 
of  Fond  du  Lac.  Baltimore,  1827. 

93.  Me.  Lean , Rea.  John. — The  Indians,  their  manners  and 

customs.  Toronto,  1889. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


331 


94.  Mansilla , Luis. — Las  Misiones  Franciscanas  de  la  Arau- 

canía.  Angol,  1904. 

95.  Mar  cano , Dr.  G. — Ethnographie  Précolombienne  de  Ve- 

nezuela: Vahees  d’Aragua  et  de  Caracas.  Mémoires  de 
la  Société  d’Anthropologie de  Paris.  2.d  serie,  tomo  IV. 
1889-1893. 

96.  Medina , José  Toribio. — Los  Cónchales  de  las  Cruces. 

Nuevos  materiales  para  el  estudio  del  hombre  prehis- 
tórico de  Chile.  «La  Revista  de  Chile»,  vol.  I.  Mayo  a 
Diciembre  pp.  10-19.  Santiago,  1838. 

97.  Mellet,  Julien. — Voyages  dans  l’interieur  de  F Améri- 

que  Méridionale.  París,  1814. 

98.  Moreno , Francisco  P. — Viaje  a la  Patagonia  Austral. 

Buenos  Aires,  1879. 

99.  Morgan.  Lewis  H. — Ancient  Society,  or  résearches  in 

the  lines  oí' human  progress  from  savagery,  through 
barbarism  to  civilization.  New  York,  1877. 

100.  Morice,  A.  G. — The  Western  Dénés.  Their  manners  and 

customs.  Proceedings  oí  the  Canadian  Institute.  3.a 
serie,  vol.  VI,  núm.  2.  Toronto,  1889. 

101.  Nadaillac,  Marquis  de.— L’Amerique  Prehistorique.  Pa- 

ris, 1883. 

102.  Nelson , William.— Indians  of  New  Jersey.  Paterson. 

N.  J.,  1894. 

103.  Niblack,  A.  P.—  Coast  Indians  of  Southern  Alaska  and 

Northern  British  Columbia.  Report  of  the  United 
States  National  Museum  for  1888.  Washington,  1890. 

104.  Nicolay , Charles  G. — Oregon  territory:  a geographical 

and  physical  account  of  that  country  and  its  inhabi- 
tants  with  its  history  and  discovery.  London,  1846. 

105.  Nordenskióld,  Erland. — Ethnographische  und  Archáo- 

logische  Forschungen  im  Grenzgebiet  zwischen  Perú 
und  Bolivia,  1904-1905.  Zeitschrift  für  Ethnologie. 
Tomo  XXXVIII,  p.  80  y sig.  Berlín,  1906. 

106.  Nordenskióld , Erland. — Indianlif.  Stockholm,  1910 


332 


RICARDO  E.  LATCHAM 


107.  Nordenskióld , Erland. — De  Sydarnerikanska  Indianer- 

nas  Kulturhistoria.  Stockholm,  1912. 

108.  Nordenskióld , Erland. — Indianer  och  hvita.  Stockholm, 

1911. 

109.  Núñez  Cabeza  de  Faca,  Alvaro. — Comentarios.  Vallado- 

lid,  1555. 

110.  Nuttal , Thomas. — A journal  of  travels  into  the  Arkansa 

territory,  duringthe  year  1819.  With  occasional  ob- 
servations  on  the  manners  of  the  aborigines.  Phila- 
delphia,  1821 . 

111.  Oviedo  y Valdés , Gonzalo  Fernández  de. — Historia  gene- 

ral y natural  de  las  Indias,  islas  y Tierra  Firme  del 
mar  océano.  Publícala  la  Real  Academia  de  la  Histo- 
ria, 4 vols.  Madrid,  1851-55. 

112.  Palafox , Jean  de. — L’indien  ou  portrait  au  naturel  des 

indiens.  Relations  de  divers  voyages  curieux,  qui 
n’ont  point  été  publiées.  París,  1672. 

113.  Parker , Snow. — Dos  años  de  crucero  en  la  Tierra  del 

Fuego,  las  islas  Falkland,  Patagonia  y el  Río  déla 
Plata.  Madrid,  1861. 

114.  Paulin , Rev.  P.  Fray  Antonio. — Historia  Coro-gráphica 

Natural  y Evangélica  de  la  Nueva  Andalucía,  pro- 
vincias de  Cumaná,  Guayana  y Vertientes  del  Río 
Orinoco.  Madrid,  1779. 

115.  Pamv,  Cornelis  de. — Recherches  philosophiques  sur  les 

américains,  ou  memoires  interessants  pour  servir  a 
l’histoire  de  l’espece  humaine.  Londres,  1771. 

116.  Pernetty , Antoine  Joseph. — Histoire  d’un  voyage  aux 

iles  Malouines,  fait  en  1763-64,  avec  des  observations 
sur  le  détroit  de  Magellan  et  sur  les  Patagons.  París, 
1770,  2 tomos. 

117.  Petitot,  Rev.  P. — Les  Déné- Dindjiés.  Congrés  Interna- 

tional des  Americanistes.  l.ere  session.  Nancy,  1875. 
t.  II. 

118.  Perrin  du  Lac , F.  M. — Voyages  dans  les  deux  Louisia- 

nes,  et  chez  les  nations  sauvages  du  Missouri,  par  les 
Etats-Unis  en  1801-1803.  París,  1805. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


333 


119.  Perrot,  Nicolás.— Mémoire  sur  les  moeurs,  costumes  et 
religión  des  sauvages  de  l’Amérique  Septéntrionale, 
publié  pour  le  premiere  fois  par  le  R.  P.  J.  Tailhan. 
Leipzig  y París,  1364. 

Í20.  Posada  Arango,  Dr.  Andrés. — Essai  éthnographique  sur 
les  aborígenes  de  l’etat  d’Antioquia  en  Colombie.  Mé- 
moires  de  la  Société  d’Anthropologie  de  París.  2.a  se- 
rie, tomo  I.  1873  1878. 

121.  Preuss. — Die  Biegrábnisarten  der  Amerikaner  und  Nor- 

dostasien.  Kónigsberg,  1894. 

122.  Quiroga,  Adán. — Excursiones  por  Poman  y Tinogasta. 

Boletín  del  Instituto  Geográfico  Argentino.  Tomo 
XVII,  p.  499  y sig.  Buenos  Aires,  1896. 

Quiroga , Adán. — Monumentos  megalíticos  de  Colalao. 
El  mismo  boletín,  tomo  XIX,  p.  37  y sig.  Buenos 
Aires,  1898. 

123.  Ramírez , Baltasar. — Descripción  del  reino  del  Perú,  del 

sitio,  temple,  provincias,  obispados  y ciudades,  de  los 
naturales,  de  sus  lenguas  y trajes.  Escrito  en  1597. 
Relaciones  Geográficas  de  las  Indias.  Perú,  tomo  II, 
apéndices  p.  CXXI.  Madrid,  1885. 

124.  Reiss,  W.  und  Stubel  A. — Das  Todtenfeld  von  Ancón 

inPeru.  Berlín,  1880-1887. 

125.  Restrepo  Tirado. — Los  Chibchas.  Bogotá,  1895. 

126.  Restrepo  Tirado. — Los  Quimbayas.  Bogotá,  1912. 

127.  Rivero , M.  E.  y Von  Tschudi  J.  J. — Antigüedades  pe- 

ruanas con  atlas.  Viena,  1851. 

128.  Rivet , Dr.  P. — Les  Indiens  Jibaros.  L’Anthropologie. 

París,  1908. 

129.  Rosen , Eric  von. — The  chorotes  Indians  in  the  Bolivian 

Chaco.  Stockholm,  1904. 

130.  Ross,  Bernard.  — The  Eastern  Tinneh.  Smithsonian  Re- 

port  for  1866.  Washington,  1867. 

131.  Ruidiaz  de  Guzmán. — Argentina.  Historia  del  descubri- 

miento, conquista  y población  del  Río  de  la  Plata. 
Escrita  1612.  Buenos  Aires,  1882. 


334 


RICARDO  E.  LATCHAM 


132.  Saville , Prof.  E. — The  Antiquities  of  Manabí;  Ecuador 

New  York,  1907. 

133.  Schmidt , Max.  índianer  Studien  in  Zentral-Brasilien. 

Berlín,  1905. 

134.  Schmidel , Ulrich. — Histoire  Veritable  d’un  voyage  cu 

rieux,  Nuremberg.  1599.  Ed.  Ternaux  compans.  Pa 
rís,  1837. 

135.  Schoulcraft,  Henry  R. — Information  respecting  the  His- 

tory,  condition  and  Prospects  of  the  Indian  tribes  of 
the  United  States.  6 tomos.  Philadelphia,  1851-57. 

136.  Id.  Personal  Memoirs  of  a residence  of  thirty  years 

with  the  Indian  tribes  on  the  American  frontiers.  A. 
D.  1812-1842.  Philadelphia,  1851. 

137.  Schomburgk,  Richard. — Reisen  in  British-Guiana.  Leip- 

zig, 1847-48. 

138.  Schumacher , Paul. — Ancient  graves  and  shell-heaps  in 

California.  Smithsonian  report  for  1874.  Washing- 
ton, 1875. 

139.  Shea,  J ohn  Gilmary . — The  Indian  tribes  of  Wisconsin. 

Collections  of  the  Wisconsin  State  Historical  Society. 
Yol.  III.  Madison,  1857. 

140.  Sievers.  — Süd  und  Mittelamerika.  Leipzig  y Vienna, 

1903. 

141.  Somers , A.  TV.— Prehistoric  Cannibalism  in  America  Po- 

pular Science  Monthly.  Vol.  XLII.  New  York,  1893. 

142.  Spencer , Herbert. — The  Principies  of  Sociology.  8 vols. 

London,  1888. 

143.  Stearns , Winijrid  A. — Labrador:  a sketch  of  its  people 

its  industries  and  its  natural  history.  Boston,  1884. 

144.  S temen , von  der  Karl. — Durch  Central-Brasilien.  Leip- 

zig, 1886. 

145.  Id.  Unter  den  Naturvolkern  Zentral-Brasiliens.  Ber- 

lín, 1894. 

146.  Stevenson. — Historical  and  descriptive  narrative  of 

twentv  year’s  residence  in  South  America.  3 vols. 
London,  1829. 


COSTUMBRES  MORTUORIAS 


335 


147.  Sutcliffe,  Thomas.—Sixteen 'years  in  Chile  and  Perú 

from  1822-1839.  London,  sin  fecha. 

148.  Swan , James  G. — Haidah  Indians  of  Queen  Charlotte’s 

Islands,  British  Colombia. 

Smithsonian  Contributions  to  knowledge.  Vol.  XXI. 
Washington,  1874. 

149.  Tanner , John. — A.  Narrative  of  captivity  and  adven- 

tures  dnring  thirty  years  residence  among  the  In- 
dians  in  iNorth  America.  Prepared  for  the  press  by 
Edwin  James.  New  York,  1830. 

150.  Thouar,A. — Explorations  dans  FAmérique  du  Sud.  Pa- 

rís, 1891. 

151.  Thurn , Ev erará  F.  im. — Among  the  Indians  of  Guiana. 

London,  1883. 

152.  Torres , Luis  María. — Los  primitivos  habitantes  del 

Delta  del  Paraná.  Buenos  Aires,  1911. 

153.  Treutler , Paul. — Fíinfzehn  Jahre  in  Süd-Amerika  an 

den  Ufern  des  Stilles  Oceans.  Leipzig,  1882. 

154.  Tweedie,  Mrs.  A lee.—  México  as  J.  saw  it.  2.°  edición. 

London,  1911 . 

155.  Tylor , Edward. — Anthropology.  London,  1881. 

156.  Id.  Primitive  Culture.  London,  1873. 

157.  Uhle , Max. — Pacbacamac.  Philadelphia,  1903. 

158.  Val , Eugéne  A. — Notice  sur  les  indiens  de  l’Amérique 

du  Nord.  Paris,  1840. 

159  Villa  Gómez,  Pedro  de.— Carta  pastoral  de  exhortación 
e instrucción  contra  las  idolatrías  de  los  Indios  del 
Arzobispado  de  Lima.  Lima,  1649. 

160.  Viguier,  Dr.  C. — Notes  sur  les  indiens  de  Paya.  Mémoi- 

res  de  la  Société  d’Anthropologie  de  Paris.  Tomo  I. 
2^  serie.  1873-1878.  París,  1878. 

161.  Voyages  d’un  philosopheou  observations  sur  les  mofurs 

et  les  arts  des  peuples  de  FAfrique,  de  l’Asie  et  de 
FAmerique.  Yverdon,  1768. 

162.  Weddel. — Voyage  dans  le  nord  de  la  Bolivie.  París  y 

Londres,  1853. 


336 


RICARDO  E.  LATCHAM 


163.  Wood,  John  G. — The  uncivilized  races  of  men  in  all 

countries  of  the  world,  being  acomprehensive  account 
of  their  manners  and  customs  and  of  their  physica  , 
mental,  moral  and  religious  characteristics.  2 tomos. 
Hartford,  1870. 

164.  Zerda , Dr.  Liborio. — El  Dorado.  Estudio  histórico, 

etnográfico  y arqueológico  de  los  chibchas,  habitantes 
déla  antigua  Cundinamarca  y algunas  otras  tribus. 
Bogotá,  1883. 


índice: 


Págs. 

Introducción. 

Cap.  I.  Animismo. — El  hombre  primitivo  y su  modo  de 
pensar.  La  naturaleza  animada.  Fetiquismo. 
Transformismo.  El  otro  «yo».  Sueños  y las  ideas 
derivadas  de  ellos.  El  ánima  y su  indestructibi- 
lidad. La  inmortalidad  del  alma  entre  los  pue- 
blos primitivos.  Magia  y sus  causas.  Costum- 
bres y creencias 7 

Cap.  II.  Culto  de  los  muertos. — Universalidad  del  cul- 
to. Evolución  de  la  idea.  Abandono  de  los 
muertos.  Algunas  tribus  devoran  los  cadáveres. 
Cadáveres  echados  a los  perros.  Curiosa  costum- 
bre de  algunas  tribus  brasileñas.  Sepultura. 
Ofrendas  y libaciones.  Sobrevivencias.  Mitos..  23 
Cap.  III.  Supersticiones. — Creencias  respecto  del  áni- 
ma. Propiciación.  Destrucción  de  la  propiedad 
de  los  muertos.  Temor  de  habitar  un  lugar  en 
que  ha  ocurrido  una  muerte.  Costumbre  de  sa- 
car los  moribundos  de  sus  habitaciones.  Algu- 
COSTUMBRES. — 22 


PÁGS. 


ñas  tribus  matan  a los  enfermos  o los  abando- 
nan. Estratagemas  para  que  no  se  contaminen 
las  habitaciones.  Quedan  contaminados  los  que 
tocan  los  muertos.  Ceremonias  de  purificación. 

Tabú.  Temor  de  mencionar  el  nombre  de  los 
muertos  y de  los  vivos.  Las  ánimas  no  pueden 
pasar  el  agua.  La  situación  del  «país  de  los 
muertos».  El  ánima  reside  en  el  cabello.  ¿Dón- 
de van  los  espíritus  de  los  cobardes?  Porqué  no 
usan  sepultar  los  cadáveres.  El  tatuaje  y el  áni- 
ma. Animas  remendadas.  Alma  llevada  por  una 
lechuza.  Cremación.  Las  ánimas  de  los  niños 
llevan  escobas  para  barrer  el  camino.  El  ánima 
y la  sequía.  Perros  enterrados  con  los  muertos. 

Las  ánimas  duermen  de  día.  Razón  para  inci- 
nerar los  cadáveres.  Razón  para  no  incinerar- 
los. El  ánima  y el  fuego 31 

Cap.  IV.  Disposición  de  los  Muertos.— Diferentes  ma- 
neras adoptadas.  Inhumación.  Ataúdes.  Ca- 
nastos, Canoas,  Cajones.  Urnas.  Cadáveres  ex- 
puestos en  catafalcos.  Restos  humanos  guarda- 
dos por  los  deudos.  Descarne  de  los  huesos. 
Huesos  pintados.  Cremación.  Desecación  del 
cadáver.  Restos  humanos  sin  cráneo.  Cráneos 
guardados  como  trofeos.  Cráneos  de  deudos,  ob- 
jetos de  culto.  Antropofagia.  Costumbres  horri- 
pilantes de  los  indios  de  Colombia.  Canibalismo 

de  los  araucanos 55 

Cap.  V.  Costumbres  y Ritos. — Factores  determinantes. 

Las  enfermedades  y la  magia.  Barbarismo  para 
con  los  agonizantes.  Sepultura  de  los  vivos.  Sa- 
crificio de  mujeres.  Matan  a los  ociosos.  In- 
fanticidio. Entierro  con  llanto.  Es  un  estado 
psicológico  de  los  pueblos  primitivos.  Probable 
origen.  Autopsia  del  cadáver.  Peligros  que  co- 
rren los  médicos  o machis.  Rito  de  correr  los 
demonios.  Trepanación  de  los  cráneos.  Razones 


ÍNDICE 


359 


PÁGS. 

para  este  rito.  Trepanación  (perforación)  de  ob- 
jetos funerarios.  Matan  el  objeto  quebrándolo. 

Esta  costumbre  en  Chile.  Libaciones  a los  muer- 
tos. Renovación  de  ofrendas.  Disposición  de  la 
propiedad  del  difunto.  Máscaras  muortorias. 
Representaciones  humanas  colocadas  encima  de 
las  sepulturas.  La  semejanza  de  costumbres  no 

implica  de  por  sí  contactos  o relaciones 77 

Cap.  VI.  El  Duelo  y el  Tabú. — Los  afectos  entre  los 
pueblos  primitivos.  Exteriorización.  Algunos 
pueblos  cortan  las  articulaciones  de  los  dedos  en 
señal  de  duelo.  Otras  mutilaciones.  Baños  como 
medio  de  disminuir  el  pesar.  Tiznar  la  cara  y el 
cuerpo.  Supersticiones.  Tabú.  Prohibiciones  al 
casamiento  de  los  viudos  o viudas.  El  duelo  en- 
tre los  esquimales.  Curiosas  costumbres  al  res- 
pecto. El  llanto  en  él  duelo  y en  el  saludo.  Apre- 
ciaciones sobre  esta  costumbre.  Costumbres  de 
los  fueguinos.  Semejanzas  entre  las  costumbres  de 
los  pueblos  primitivos  por  el  mundo  entero. ....  113 

Cap.  VIL  Costumbres  y creencias  curiosas. — Costum- 
bres basadas  en  el  animismo.  Antropofagia. 
Desollar  el  cuerpo  o la  cara.  Pieles  humanas 
rellenas  de  cenizas  u otras  cosas.  Muertos  lle- 
vados como  estandartes.  Veneración  a las  mo- 
mias de  los  antepasados.  Costumbres  de  los 
chibchas.  Resurrección  simbólica.  Cadáveres 
sujetos  a estacas.  Rojo,  el  color  sagrado.  Sa- 
crificios humanos.  El  cráneo  objeto  de  culto.  Cu- 
riosa manera  de  conservar  los  cadáveres.  Osa- 
rios. Costumbres  mortuorias  de  los  moluches  y 
otras  tribus  de  las  pampas.  Se  quiebra  el  espi- 
nazo del  muerto  para  que  no  vuelva.  Sepultura 
de  los  vivos  entre  los  chinooks.  Supersticiones. 
Manera  primitiva  de  abovedar  las  sepulturas. 
Curiosa  disposición  délos  muertos.  Supersticio- 
nes de  los  sia,  omahas,  dacotas,  zuñis,  tlingits 


340 


RICARDO  E.  LATCHAM 


PÁGS. 


y esquimales.  El  duelo  entre  los  choctaws.  Su- 
pervivencias  131 

Cap.  VIII.  Maneras  de  envolver  los  cadáveres.— Obser- 
vaciones. Los  esquimales.  Mortajas  de  pieles. 

La  fiesta  de  los  muertos  entre  los  iroqueses. 
Mortajas  de  cortezas  de  árboles,  de  esteras  y te- 
jidos de  lana.  Telas  de  algodón.  Costumbres  de 
diferentes  tribus.  Los  sia.  Los  pimas  y zuñis. 

Los  chichimecas  y otras  tribus  mexicanas.  Los 
caribes.  Las  momias  del  Perú.  La  prepara- 
ción de  las  momias  según  Barrera.  Momias 
en  Pisagua  y Tacna.  Los  calchaquíes.  Las  tri- 
bus del  chaco.  Los  bororos.  Los  tehuelches.  Los 

fueguinos 159 

Cap.  IX.  Inhumación. — Observaciones.  Sepultura 
en  cavernas.  Cairns,  o sepultura  bajo  montones 
de  piedras.  Túmulos  o mounds.  Túmulos  en  for- 
ma de  pirámides.  Inhumación  simple.  Se- 
pultura en  cistas.  Dólmenes  y chulpas.  Se- 
pulturas abovedadas.  Nichos.  Sepultura  en  ur- 
nas. Entierros  segundarios.  Temor  a las  áni- 
mas y costumbres  sepulcrales  derivadas  de  este 

sentimiento 179 

Cap.  X.  Cremación. — Motivos  para  incinerar  los 
muertos.  Cremación  parcial.  Cremación  de  de- 
terminadas castas.  Venezuela,  México,  Cuma- 
ná,  Popayán,  Santander.  Las  guaraicus,  los  ma- 
yas y los  mexicanos.  La  región  de  los  mounds. 
Cíbola.  Los  indios  pueblos.  California.  Missou- 
ri. Opinión  de  Cyrus  Thomas.  Los  algonquines. 

Los  takullis.  Los  tlingits.  Los  kutchines.  Los 
fueguinos.  No  se  practicaba  la  cremación  en 

Chile 247 

Cap.  XI.  Costumbres  mortuorias  entre  los  indios  de 
Chile. — Diversidad  de  culturas  y costumbres 
mortuorias.  Ignorancia  respecto  de  una  gran 
parte  del  país.  Las  tribus  costinas  y los  con- 


ÍNDICE 


341 


PÁGS. 

chales.  Los  changos.  Túmulos  en  la  región  de 
la  costa.  Sepulturas  en  forma  de  pozos  y fosas. 

Los  atacameños.  Punta  Piehalo  y Pisagua. 

Tacna  y Arica.  Chulpas  en  Arica.  Antofagasta. 

La  región  atacameña.  La  zona  central.  La 
Araucanía.  Cónchales.  Sepulturas  en  cistas.  El 
pilluay.  Entierro  con  llanto.  Antropofagia  en- 
tre los  araucanos.  Otras  costumbres  bárbaras. 

El  cadáver  se  sahúma.  El  huampu  o ataúd 
araucano.  Modo  de  fabricarlo.  Manera  de  seña- 
lar la  sepultura.  Un  entierro  presenciado  por  el 
autor.  Creencias  de  los  araucanos.  Los  pillis  o 
ánimas.  Los  machis  o médicos.  Tormentos  apli- 
cados a los  condenados  por  brujerías.  Los  hui- 

lliches  poco  conocidos 259 

Cap.  XII.  Las  costumbres  mortuorias  como  índice  de  la 
psicología. — El  conocimiento  de  la  muerte.  La 
muerte  una  continuación  de  la  vida  terrenal. 
Espiritismo.  Concepciones  religiosas  y morales 
del  hombre  primitivo.  Materialismo  y las  ideas 
abstractas.  La  compasión  no  es  un  sentimiento 
primitivo.  Las  virtudes  adquiridas  por  la  ense- 
ñanza. Semejanzas  de  costumbres  imputadas  a 
contactos  o influencias  extrañas.  Abuso  en  la 
aplicación  de  esta  hipótesis.  Analogías  no  son 
siempre  pruebas  de  contactos  o de  influencia. 
Analogías  lingüísticas.  Analogías  etnográficas. 
Diferentes  orígenes  imputados  a los  americanos 
a causa  de  ciertas  analogías  culturales.  Refuta- 
ción de  semejantes  argumentos.  Las  mismas 
condiciones  frecuentemente  producen  el  mismo 
modo  de  pensar.  Animismo;  sus  causas  y sus 
efectos.  La  evolución  de  las  ideas  religiosas.  Con- 


clusión  303 

Bibliografía 323 

Indice 337